Memoria parecía abatida.
—Vengo de la a, la última letra que me quedaba por recorrer. Y tal como lo vi, así te lo cuento, si tienes un poco de paciencia. Aunque te noto preocupado, ¿te ocurre algo?
Negué con la cabeza.
—Accedí a ella por la aspillera abierta en una atalaya. Aturdida, avizoré la atmósfera: aleteo de alas de avutardas y abubillas afinando arcanos acordes, los arreboles de la alborada en los altos andamios del aire, alboroto abajo en los acantilados, algarabía de aves arriba… Automóviles aullaban por anchas autopistas, autobuses y autocares avanzaban como sobre ascuas por amplias avenidas atestadas, en el aeropuerto aterrizaban y ascendían afilados aviones. Aglomeraciones en las aceras y el asfalto de seres anónimos que se apresuraban como abrumados de acá para allá. Como un aluvión de autómatas, alumnos adormilados se dirigían cabizbajos hacia sus aulas. Aturullaba atisbar desde tan alto aquel ajetreo, aquella actividad en aumento.
Hizo una pausa.
—Descendí de la atalaya y, atenuado el azoramiento, anduve al azar arriba y abajo. En un atajo avisté a anorak abrigando a una anciana aterida. En un almacén, affaire, algo alterada, se aferraba a sus argumentos para arreglar un asunto arduo que amenazaba con abocarle al atolladero. Amateur asombraba al auditorio que se apiñaba a su alrededor al anunciar que actuaba por amor al arte. Aerobic se afanaba en atraer la atención con afectados aspavientos y animosas alharacas.
De nuevo se interrumpió.
—Lo admito: no acudí en su ayuda, las abandoné. Anduve, anduve y anduve de acá para allá, apresurada yo también, y atónita. Aspiré el aroma de las azucenas y azahares que abre abril y agosto agosta. Anudé argucias, añoré ayeres. Al arrullo del arroyo acumulé alientos y acaricié ausencias. ¿Me ahogaba en un vaso de agua?, pensé. Me acunaron los acordes del arpa y los que arrancaba el aire en almendros y abedules. Atravesé alamedas, ascendí altozanos. Anduve y anduve, acobardada y ansiosa, alicaída y alerta. Alcancé almenas y atravesé aldeas. Amasé ardides, alenté alivios y alegrías, aletargué y asusté angustias y aprensiones. Me afligí con la alondra, adormecida de amor amargo entre las arandaneras. Me alegré con el árbol que se agachaba para acariciar al arbusto.
Emitió un leve suspiro y mitigó el tono.
—Y al anochecer, agotada de andar de acá para allá, amparada en las antorchas que alumbraban la abadía, dije adiós a todo. Así y allí acabó mi aventura. ¡Que otra ocupe mi puesto!