Ildefonso me llamó por teléfono una noche para contármelo.
No estaba seguro de que la policía la hubiera interrogado, a lo mejor había sido el propio marido el que lo había explicado, pero sabía de buena fuente que lo que iba a decirme era verdad: Carmen Comas había estado los tres meses encerrada y aislada en algún lugar escribiendo un libro.
Recordé entonces lo que el marido me había dicho en el coche aquella tarde, que la desaparición de su mujer guardaba relación directa con la dichosa literatura, esas mismas palabras había empleado.
Estuve pensando en ello todo el tiempo antes de dormirme, y fantaseé también un poco.
Se había encerrado porque quería escribir una novela, una novela sobre la soledad y el aislamiento del ser humano en la sociedad moderna.
Ella, imaginé, había comprendido que sería incapaz de escribirla si no experimentaba las mismas vivencias que quería plasmar, es decir, la soledad y el aislamiento, y por eso había dejado las clases y, sin decir nada a nadie, se había retirado a algún lugar secreto.
Ese había sido, con toda seguridad, el motivo de su desaparición, y no, como la policía y acaso el marido sospechaban, unas supuestas actividades políticas más o menos clandestinas en el extranjero o donde fuese.
Quién sabe si no habría recurrido incluso a esa coartada para justificar su ausencia ante determinados círculos, sus amistades por ejemplo.
Ella, Carmen Comas, una escritora furtiva.
Sin ninguna duda, era una mujer valiente, pues lo había sacrificado todo a la literatura, las clases, la vida familiar, tal vez hasta su puesto en la universidad.
Ella, mi profesora de Lingüística, una robinsona del siglo XX.
¿Y no podría ser este, La isla robinsona, me atreví a cavilar, u otro parecido, el título de la novela que había escrito?
En cualquier caso, alcancé a discurrir, ya en la duermevela, nunca una profesora con vocación literaria sería capaz de suspender a un alumno al que ella misma le había dicho que escribía bien, y con esa esperanza me abandoné al sueño.