Iba a pasar el verano en Barcelona, ese era mi plan. Y con Marina, y ese era mi consuelo. Pero la beca no me llegaba para esos dos meses, los de julio y agosto, y tampoco sabía si en septiembre me la renovarían. Por eso estaba decidido a buscar un trabajo.
Tranquilino me dijo que en el colegio donde él era conserje había oído hablar que necesitaban un monitor. No me pareció del todo mal y le pedí que se informara bien.
La plaza era de monitor auxiliar para los campamentos de verano de la OJE en un pueblo del Pirineo. Si me interesaba, tendría que acudir en el plazo más breve posible a una entrevista y superar unas pruebas.
Demasiado lejos, en el Pirineo, y demasiado tiempo sin ver a Marina. La llamé y se lo dije.
—¿Tú de monitor de la OJE? —se burló—. ¿Sabes que en la prueba —continuó entre risas— te preguntarán por los principios del Movimiento? ¿Que la OJE es una organización de la Falange?
Compré La Vanguardia y repasé todos los anuncios de trabajo. Lo que más demandaban eran vendedores, sin especificar de qué. Tampoco se precisaba el nombre de la empresa que los solicitaba, eso me llamaba mucho la atención; aparecía únicamente en letras mayúsculas el nombre genérico, empresa, como referencia, y debajo, en caracteres más pequeños, algunos pormenores, casi siempre idénticos, referidos a la plena dedicación y a la promesa de altos ingresos.
Apunté el teléfono de uno de ellos, llamé, me presenté a la cita el día y la hora convenidos y me ofrecieron la oportunidad de vender enciclopedias por las casas, sin sueldo fijo pero con una jugosa comisión, según me aseguró el que a sí mismo se presentó como director de marketing de la empresa, con sede en Norteamérica y recién instalada en España.
Me comprometí a volver al día siguiente, dispuesto ya a empezar, pero Tranquilino y Marina me hicieron desistir.
Tres días después apareció en un recuadro bien marcado —eran estos recuadros los primeros que miraba, porque suponía que sus proporciones y el tamaño de la letra guardaban directa relación con la importancia del trabajo ofertado— la solicitud de un camarero por parte de un bar, cuyo nombre, dirección y teléfono se especificaban al pie.
Fue este un detalle que, por no ser frecuente, me hizo concebir algunas esperanzas y me predispuso a llamar.
Consulté la guía de Barcelona que Tranquilino había colocado en la repisa al lado de la televisión y comprobé con sorpresa y alegría que la calle Luis Antúnez, que era en la que estaba ubicado el bar El Roble, esquina con la Riera de San Miguel, en el barrio de Gracia, quedaba muy cerca de la casa de Marina.
Ni siquiera esperé a hablarlo con ella, y llamé.
Me preguntaron la edad, a qué me dedicaba y si tenía experiencia. Apuntaron mi teléfono y me prometieron que aquel mismo día me dirían algo.
Tranquilino y Faustina me animaron: era un trabajo llevadero y distraído, del trato con la gente siempre se aprendía alguna cosa, el barrio en que estaba el bar era bueno, y seguro que la clientela también.
Marina me dijo que conocía el bar, que pasaba por delante muchas veces y que, a pesar de no haber entrado nunca en él, le parecía un buen sitio, tranquilo y acogedor.
—Aunque no te imagino de camarero —añadió, riendo como hacía siempre—. ¡Con mandil y sirviendo y recogiendo los platos…!
Las palabras de Marina no tardaron en surtir efecto. ¿Servía yo para el oficio de camarero? ¿Tenía carácter para atender y servir a la gente? ¿Sería capaz de manejarme en el mostrador y por entre las mesas?
El paseo por el barrio al atardecer solo sirvió para enturbiar las dudas, y cuando volví a la pensión, ya de noche, Faustina me dijo que habían llamado del bar El Roble, que me esperaban por la mañana a las nueve para una entrevista.