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Memoria apenas advirtió mi presencia, abstraída como estaba en sus pensamientos, y con la misma expresión de cansancio y abatimiento con que la había dejado.

—Esa costumbre —dijo, como hablando para sí misma, al tiempo que me hacía un gesto desganado requiriendo mi atención—, esa costumbre, o esa norma, porque eso es lo que parece ya, de tanto repetirse, que impera ahora entre los profesores de obligar a los alumnos a entrar en el diccionario…

Se quedó callada un momento.

—Esa moda, digo, que dudo mucho que tenga algún efecto pedagógico positivo, es la causante, entre otras cosas, como la estupidez esta de la semana o el trimestre o el año o lo que sea de Integración Lingüística que en mala hora se les ocurrió a los mequetrefes esos de los académicos… —De nuevo guardó silencio—. ¿Por dónde iba?

—Estabas hablando…

—Ah, ya me acuerdo. Sí, esa moda, que los pedagogos pretenden hacer pasar por actividad innovadora, de que los alumnos entren y salgan del diccionario a todas horas como Pedro por su casa… Vaya, otra vez me he perdido… ¿De qué te estaba hablando?

—De los alumnos que…

—Eso es, de los alumnos que continuamente van de aquí para allá por todo el diccionario, de una letra a otra sin parar, a toda carrera muchas veces, y atropellándose a ver quién acaba antes. Que están alterando la vida tranquila que hasta ahora llevábamos las palabras en el diccionario, eso es lo que quería decir. Y de lo cual me voy a quejar también cuando hable con don Dámaso… Si es que alguna vez lo puedo hacer, porque le he llamado unas cuantas veces y no se pone al teléfono, y le mandé un telegrama y ni me ha contestado. ¡Si serán desagradecidos, él y todos los académicos! ¡La ingratitud no tiene límites!

Memoria volvió a sumirse en sus cavilaciones.

—Para las palabras —reanudó al cabo su discurrir en voz alta— son una verdadera tortura esos ejercicios de aparejarnos unas con otras que los maestros mandan hacer de continuo en las escuelas, da igual que sea con las que nombramos más o menos lo mismo que con las que designan lo opuesto o contrario. Sí, en el primer caso puede parecer que somos iguales, pero no es verdad, siempre hay alguna diferencia, aunque sea pequeña, y son esas diferencias las que provocan la envidia entre unas y otras, y los celos, y las rencillas. Por eso no les gusta estar juntas, y a casi todas les irrita aparecer en público una al lado de la otra como si fueran hermanas. Te pondré ejemplos: alegría y dicha, o alegría y dicha y contento, o alegría y dicha y contento y júbilo; tristeza y pena, o tristeza y pena y aflicción… No son lo mismo, y te puedo asegurar que ninguna de ellas buscará jamás en el diccionario la compañía de las otras… O hablando de mí, no hay ninguna otra palabra que me pueda suplir, y detesto que me equiparen a otras, como, por ejemplo, recuerdo, o retentiva, o rememoración. ¿Qué tengo yo que ver con esas? Nada, o muy poco. Conque si esto es así en las que comparten lazos de proximidad por su significado, imagínate lo que será en las que ocurre al revés, que una expresa una cosa y la otra lo contrario, como si fueran enemigas o cuando menos adversarias o antagónicas, antónimas les he oído decir a los alumnos que las llaman los profesores: la alegría abrazada a la tristeza y la justicia a la explotación, el holgazán de la mano del trabajador y el generoso de la del mezquino, el silencio enganchado al alboroto y la estupidez pegada a la inteligencia, la ternura emparejada con la brutalidad, el resentimiento con la piedad, la caricia con el ultraje o el arañazo… ¿Te estoy aburriendo?

—No, no, qué va —me apresuré a contestar.

—Lo confieso —memoria ensayó una mueca de afecto y acaso también de agradecimiento—: me gustaría olvidar y no puedo, porque no tengo olvido, que soy toda memoria. Y créeme, es muy difícil vivir así, sin que nada se te olvide nunca. ¿Te imaginas que te pasara a ti lo mismo? ¿Que te pesasen siempre todas las cosas que has hecho y que has pensado y que has sentido? ¿Que todo lo que hubieses vivido lo llevases dentro siempre contigo sin poder quitártelo de encima?