Me levanté muy temprano, porque quería llegar puntual y causar así buena impresión ya desde el primer día, me puse los vaqueros nuevos y la camisa blanca de las fiestas, cogí el metro y a las siete y cuarto ya estaba en la plaza de Cataluña. Tenía pensado hacer transbordo a la línea verde, que me dejaba muy cerca, pero me sobraba mucho tiempo y decidí subir andando por el paseo de Gracia arriba.
Estaba contento. El dueño del bar El Roble me había parecido una buena persona, atento y educado, y los dos camareros me habían acogido con amabilidad y palabras de aliento, y lo mismo el cocinero.
Repasé mentalmente una vez más las tareas principales que se me habían asignado: lo primero de todo, a las ocho, que era mi hora de entrada, servir los desayunos en las mesas y lavar y ordenar después tazas y platos; de media mañana en adelante, aparte de atender en el mostrador para ir aprendiendo, ayudar en la cocina y preparar las mesas para la hora de comer; al mediodía, si mi presencia en la cocina no fuera indispensable, servir la comida a los clientes, al principio bajo la supervisión y guía de un camarero, y luego, cuando ya fuera cogiendo soltura, yo solo; a continuación, pasada la hora del café, fregar platos, cazuelas y demás vajilla y dejarlo todo bien ordenado en sus respectivos armarios y cajones. Así todos los días, de lunes a viernes, hasta que llegaran las cinco, la hora de salir (de plegar, me había dicho el dueño).
También estaba nervioso, y cansado, porque había dormido mal. Preveía además un día largo y laborioso, y solo la promesa de Marina, que me había dicho que me esperaría por allí cerca cuando acabara, ponía un poco de orden en el enjambre alborotado de mis pensamientos.
Probé, como hacía con frecuencia en los paseos para amansar el tiempo y distraer la mente, a observar balcones, que en el paseo de Gracia eran muchos y todos muy artísticos y dignos de contemplación, pero enseguida comprendí que era incapaz de concentrarme y que la vista deambulaba cansina de uno a otro sin advertir los detalles ni reparar en peculiaridades.
Me puse a contar los adoquines y al cabo de un rato había perdido ya la cuenta.
Seleccioné dos edificios de similares proporciones en la otra acera, un poco por delante de la altura por la que iba caminando, de manera que me diera tiempo a fijarme en ellos con detenimiento y sumé el número de ventanas de ambos por separado a ver cuál ganaba, pero no estuve seguro de no haberme equivocado.
Traté de realizar las operaciones matemáticas con las matrículas de los coches en las que tanta práctica había adquirido y me embarullé antes de llegar a las divisiones.
Sopesé las probabilidades de que fuera un hombre o una mujer la primera persona con la que iba a cruzarme en el próximo semáforo, calculé el número de viajeros que esperaban en la parada del autobús a la que me estaba acercando, hice mi particular apuesta sobre los segundos que tardaría en sonar el claxon de un automóvil… Ninguna de estas actividades, tan habituales en mis paseos solitarios por Barcelona, logró entretener mi atención y tranquilizarme el ánimo.
Únicamente la más sencilla de todas, y a la que recurría solo en casos de extremo aburrimiento, me dio algún resultado: entre la calle Aragón y la de Provenza me crucé con sesenta y dos personas, siete de las cuales caminaban despacio y cincuenta y cinco de forma apresurada y como si fueran a llegar tarde a su destino; y entre Provenza y la Diagonal, con cuarenta y nueve, de las cuales treinta y nueve iban solas y ensimismadas, igual que yo, y el resto, diez, en grupo y conversando (de esas cuarenta y nueve personas, treinta eran hombres y las demás, mujeres; de los treinta hombres, catorce llevaban una cartera o maletín en la mano y dos vestían traje de milrayas, un traje que a mí me llamaba mucho la atención; de las diecinueve mujeres, dieciocho eran guapas, once llevaban el pelo suelto, cuatro gafas de sol, dos minifalda y otras dos pantalones vaqueros).
De la Riera de San Miguel hasta el bar El Roble ya no pensé en nada, solo en el trabajo que me aguardaba, y en el miedo a no saber hacerlo bien, y en cómo me recibirían los clientes habituales, que me había dicho el dueño que eran muchos, la mayoría de los que frecuentaban el local, y en si los camareros me ayudarían como me habían prometido y serían amables conmigo igual que lo habían sido el día de la entrevista, y en el cocinero a cuyas órdenes estaría en la cocina, y en si acertaría a desenvolverme entre las mesas, y en si sería capaz de retirar los platos sin que se me cayera ninguno, y lo mismo los vasos cuando los llevara y los recogiera en la bandeja, y en si me daría tiempo a fregar todos los cacharros antes de la hora de salir, y en Marina, que me estaría esperando, por allí cerca, había prometido, delante mismo del bar, en la placeta de San Miguel, o si no un poco más arriba, en la plaza de Gala Placidia, y en lo que pensarían mi madre y mi padre y mi hermana si me vieran allí en un bar de camarero ataviado con un mandil blanco, y en lo que diría Lilaria si alguna vez me atrevía a contárselo…