Las cosas parece que van bien, que la red que uno afanosamente ha ido tejiendo con el fin de aislar su pequeño rincón en el mundo es lo bastante fuerte y segura como para recogerse dentro de ella en caso de necesidad, que los parapetos que aquí y allá con no poco esfuerzo ha levantado le servirán de defensa y protección cuando el destino o lo que sea se tuerza y haya que buscar refugio… Hasta que un día, de repente y sin avisar, cuando menos se espera, uno de los eslabones que servía de unión entre esas cosas que iban bien se suelta de golpe, y la cadena se rompe, y la red se deshace, y los parapetos se vienen al suelo. Y es entonces cuando uno tiene la impresión de que se ha enredado en la red y se le traban los pies en la cadena, que alguno de los parapetos se le ha caído encima, que el andamio en que se sustentaba su vida corre peligro de desmoronarse como un castillo de naipes.
El hilo del que pende todo, eso era, el hilo que sujeta las cosas, todas las cosas, las que hacemos nosotros y las que nos imponen los demás, el hilo en el que alguien va colgando todo lo que a uno le va saliendo al paso en la vida.
El hilo que, sin que nos demos cuenta, se tensa y se rompe por el punto menos pensado, que es casi siempre también el más cargado, aquel en el que más peso se ha ido acumulando, el de las ilusiones por ejemplo, porque las recogemos todas y no desechamos ninguna, o el de las esperanzas, que nos aferramos también a todas y hacemos todo lo posible por guardarlas, o el de las aspiraciones, en particular las más secretas, aquellas que arden dentro y nos van alumbrando en las sombras…
Un hilo invisible y tan frágil como el que tiende la araña: el hilo quebradizo del que dependían las cosechas de mi padre, el hilo oscuro que me había tendido el sargento, el hilo finísimo —impalpable, de tan fino, temía yo— de la beca, el hilo en apariencia seguro de Marina…
—Me voy a ir a Menorca este verano —me había dicho aquella misma tarde, a la salida de mi primer día de trabajo en el bar El Roble. Estábamos sentados en un banco a la sombra en la plaza de Gala Placidia y yo me sentía tan cansado que al principio tuve la impresión de que no era Marina quien había pronunciado aquellas palabras, me sonaron tan lejanas y extrañas como si se las hubiera oído a algún cliente en el bar y las estuviera en aquel momento recordando. Por eso guardé silencio y no hice ningún comentario.
Observé que Marina se me quedaba mirando, extrañada.
—¿No me has oído? —dijo. El tono de su voz quería ser amable, pero percibí en él una chispa de impaciencia—. Que me voy a ir a Menorca.
No mentiría si afirmara que sus palabras me hicieron daño, un daño físico, igual que si me hubieran clavado una aguja en el cuello o me hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago.
—¿A Menorca?
—Sí, con mis padres y mis hermanos. —Me cogió del brazo, como si me notara en la cara el daño que yo estaba sintiendo en el cuello y el estómago.
—¿Cuándo? —pregunté, aterrado.
—A mitad de la semana que viene. —En su voz había solicitud y tiento—. Va también el hermano de mi padre y su familia. —Me apretó el brazo en una fugaz caricia, y apoyó su cabeza en mi hombro. Algo en mi interior me impulsó a retirarlo, pero el simple movimiento de llevarlo a cabo representaba un esfuerzo que ni siquiera me molesté en considerar—. Hemos alquilado una casa en el campo, una casa de payeses, antigua y muy grande. Por eso vamos las dos familias.
—¿Y cuánto vas a estar allí? —Estoy seguro de que la voz me temblaba. Marina se separó, como si se hubiera asustado un poco.
—Casi un mes, hasta primeros de agosto —contestó, posando una mano en mi rodilla y esforzándose en mantener el mismo tono solícito y prudente.
Por un momento pensé que era mi obligación preguntarle algo más, mostrar interés por aquel inesperado viaje, enterarme bien de todo, pero me dio mucha pereza hacerlo, una pereza infinita, tan grande como el cansancio que me bajaba desde los brazos hasta los pies, y guardé silencio, un silencio oscuro por fuera y lleno de espinas por dentro.
Marina me miraba, y había preocupación en sus ojos, y curiosidad, y también un brillo de afecto, y acaso una muda corriente de compasión removiéndose allá en el fondo.
—Pero antes de que marche —dijo, y buscó mis dos manos con las suyas—, podemos vernos todos los días.
Esperó a que yo la mirara, y me soltó entonces una mano y con dos dedos me levantó la barbilla de forma que mi cara quedara a la altura de la suya, y sonrió y se le formaron los dos hoyuelos, uno a cada lado de la mejilla, y se estuvo así quieta y mirándome sonriente sin parpadear un rato hasta que consiguió lo que buscaba, que era que yo sonriera también. Y nada más aparecer mi sonrisa la apagó con un beso en la boca que duró más que ninguna otra vez, como un relámpago eterno.
—Y podemos ir a la playa… —susurró—. ¿Has estado alguna vez en la playa en verano?
No me dio ninguna vergüenza decirle que no.
—Este sábado mismo, o el domingo, el día que quieras. Los dos los tienes libres, ¿no?
—Sí.
—A Sitges, ¿has estado?
—No.
—O a Blanes. ¿Cuál te gusta más?
—Me da igual.
—A los dos se puede ir en tren. A Blanes mejor, para que conozcas la Costa Brava. El sábado o el domingo, ¿qué día prefieres? El sábado, que habrá menos gente, y así el domingo vamos al cine.
Pensé luego en el metro al volver desolado como un náufrago a la pensión que lo que tenía que haberle preguntado sobre todo era por qué no me lo había dicho antes, si había sido porque lo habían decidido sus padres y ella no lo sabía o porque no quería o no se atrevía a decírmelo: a lo mejor si yo me hubiera enterado antes habría ido unos días o una temporada a ayudar a mis padres en las labores del campo, o habría hecho otros planes, Ildefonso me había comentado la posibilidad de pasar el verano en París, o en Londres, trabajando en lo que fuera y aprendiendo de paso el idioma, viajando y conociendo mundo, que buena falta nos hacía a los españoles, que se nos veía a la legua la cara de pueblerinos, con estas o parecidas palabras lo había dicho, y debía de tener razón…
Me tumbé en la cama de mi habitación y no paraba de darle vueltas todo el tiempo a los mismos pensamientos, como si fueran los hilos de un ovillo que se me hubiera deshecho en la cabeza y no fuera capaz de enrollarlos.
—Me acordaré mucho de ti —me había repetido Marina.
Y también:
—El tiempo pasará pronto…
Gustavo tenía razón: los verbos en futuro eran los únicos que empleábamos, y el futuro imperfecto el único tiempo que sabíamos conjugar.
Encendí la radio, a ver si la música me traía el presente, aunque fuera solo por un rato, antes de dormirme, y me espantaba de paso aquellos pensamientos de los que no era capaz de desenredarme. La radio estaba ya algo vieja y ni desplegando la pequeña antena que llevaba adosada en un costado captaba con nitidez las ondas que sobrevolaban como bandadas inmensas de invisibles golondrinas el cielo nocturno de Barcelona. Era de la marca Philips, me la habían regalado en casa cuando cumplí los dieciséis y desde entonces se había convertido en compañera inseparable: en el pueblo cuando me tocaba pasar el día entero guardando las ovejas y, en verano, durmiendo también con ellas en un chozo o a la intemperie; el último año en el colegio, por las noches, para saber lo que pasaba en el mundo y estar al corriente de los nuevos discos y cantantes que iban apareciendo; y siempre, en los momentos de mayor soledad o aburrimiento, para ayudarme a sobrellevar el peso de las circunstancias.
Con la luz apagada rastreé las emisoras en busca de alivio y consuelo. Se me caían los párpados y el sueño pedía paso con urgencia cuando, a punto ya de sucumbir, sonó el punteo de una guitarra. Aquellos solos y sobre todo aquel ritmo, enérgico y melancólico a la vez, me eran familiares, pero no reconocí la canción hasta que, como un estallido, me llegó la voz, una voz desgarrada, áspera y honda hasta la raíz, una voz que arrastraba las palabras como si estas tuvieran herrumbre o estuvieran oxidadas, la voz inconfundible y amiga de Janis Joplin.
No entendía lo que decía la letra —solo el título, Summertime: apenas sabía dos palabras de inglés, únicamente las que había aprendido por mi cuenta escuchando las canciones por la radio o leyendo los títulos en las carátulas de los discos: en el colegio de los frailes y en el instituto no enseñaban más que el francés—, pero me agarré a ella (lo había hecho ya antes muchas veces: en las canciones de Janis Joplin intuí siempre un reflejo de mi estado de ánimo cuando este, como no era infrecuente, se teñía de soledad y desamparo, y tuve asimismo la certeza de que ellas expresaban también aquella protesta sorda contra no sabía muy bien qué que con tanto ahínco se apoderaba de mí en ocasiones y me enardecía en una rebeldía callada y pugnaz), me agarré a aquella música y a aquella voz como se agarraría un náufrago al último asidero, la quilla del barco desarbolado, el mástil roto, el saliente de una roca…
El estremecimiento que me sacudió al oír los primeros compases de la canción, y que alejó momentáneamente el sueño, poco a poco se fue diluyendo en el poso de la emoción, y así, con los ecos de una música venida de otro mundo en los oídos, me dormí aquella noche.