Home Place
1937

Rachel Cazalet siempre madrugaba, pero en verano, en el campo, se despertaba con el coro del alba. Después, en el silencio posterior, se servía una taza de té del termo que había dejado preparado al lado de la cama, se comía una galleta maría, leía otro capítulo de Sparkenbroke (bastante intensa, en su opinión, aunque estaba bien escrita) y, cuando la brillante luz gris empezaba a inundar la habitación (dormía con las cortinas descorridas para que entrase todo el aire fresco posible), tiñendo la luz de su mesilla de un tono amarillo sucio, casi macilento, la apagaba, se levantaba, se ponía la bata de lana y las zapatillas deformadas (era increíble, siempre acababan cogiendo forma de haba) y recorría sigilosamente los pasillos anchos y silenciosos antes de bajar los tres peldaños que daban al cuarto de baño. Las paredes de esta habitación, orientada al norte, eran de pino de tea machihembrado pintado de verde oscuro, y parecía el establo de un caballo privilegiado. La bañera, con sus pies de león de hierro fundido, tenía una mancha verde esmeralda del agua que goteaba de unos grifos antiquísimos de latón y porcelana cuyas arandelas no encajaban bien del todo. Preparó el baño, colocó la esterilla de corcho y echó el pestillo. La esterilla se había combado, y al pisarla se tambaleó; en cualquier caso, este iba a ser el cuarto de baño de los niños y no era del tipo de cosas que pudiesen importarles. La Duquesita decía que la esterilla seguía estando en perfectas condiciones. A su juicio, los baños no tenían por qué ser agradables: el agua debía estar tibia («Mucho mejor para la salud, cariño») y el jabón era una pastilla de Lifebuoy, de la misma manera que el papel higiénico era de la marca Izal («Más higiénico, cariño»). A sus treinta y ocho años, Rachel pensaba que estaba en su derecho a darse un baño desaconsejablemente caliente y utilizar la pastilla de jabón transparente Pears’ que guardaba en su esponjera. Eran los nietos los que tenían que soportar la carga de la salud y la higiene. Qué bien que fuesen a venir todos; de este modo, habría un montón de cosas que hacer. Adoraba a sus tres hermanos por igual, pero por diferentes razones: a Hugh porque en la guerra le habían dejado para el arrastre y lo llevaba con valentía y sin queja; a Edward por lo guapísimo que era, como el Brigada de joven, pensó, y a Rupert porque era un pintor maravilloso y por lo mal que lo había pasado al morir Isobel, y porque era un padre fetén, y además era muy cariñoso con Zoë, que era... muy joven..., y sobre todo por lo mucho que lo hacía reír. Pero a todos los quería igual, por supuesto, de la misma manera —y también por supuesto— que no tenía ningún favorito entre los niños, que estaban creciendo a toda velocidad. De bebés era cuando más los había querido, pero ahora eran unos niños muy simpáticos y decían cosas que eran para morirse de risa. Y se llevaba bien con sus cuñadas, aunque quizá tenía la sensación de que a Zoë no la conocía muy bien aún. Tenía que ser difícil para ella incorporarse tarde a una familia tan grande y unida, con tantas costumbres, tradiciones y chistes que había que explicarle. Se propuso ser especialmente amable con Zoë, y también con Clary, que se estaba poniendo gordita, pobrecilla, aunque tenía unos ojos preciosos.

Se había puesto ya las ligas, la camisola, la combinación, las bragas de punto, las medias de estambre caladas color café y los zapatos marrones de cuero que Tonbridge lustraba hasta que parecían tofes de melaza. Hoy se decidió por el traje azul de punto (el azul era con diferencia su color favorito) y su nueva camisa de seda de Macclesfield, azul con rayas de un azul más oscuro. Se cepilló el pelo y se lo enrolló en un moño suelto que se recogió con horquillas en la nuca sin mirarse al espejo. Se abrochó la correa del reloj de oro que le había regalado el Brigada cuando cumplió veintiún años y se prendió el broche de granates que le había regalado S. para su cumpleaños al poco tiempo de conocerse. Lo llevaba todos los días; no se ponía más joyas que esta. Finalmente, echó una miradita desganada al espejo. Tenía buena piel y unos ojos vivaces, llenos de inteligencia y humor; su rostro, agradable pero nada excepcional —un poco como el de un chimpancé pálido, decía a veces—, carecía por completo de afectación y vanidad. Se remetió un pañuelito blanco debajo de la cadena de oro del reloj, cogió las listas que había ido acumulando la víspera y bajó a desayunar.

Inicialmente, la casa había sido una pequeña alquería, construida a finales del siglo XVII al estilo típico de Sussex, con fachada de madera y yeso hasta la primera planta, que estaba revestida de azulejos rosados superpuestos. De todo aquello tan solo se conservaban dos pequeñas habitaciones en la planta baja, entre las cuales había una empinada escalerita enfrente de la puerta principal que subía a tres dormitorios unidos por dos armarios empotrados. En algún momento, su dueño había sido un tal señor Home, y se la conocía sencillamente como Home’s Place. Allá por el siglo XIX, la casita de campo había sido transformada en una casa señorial. A cada lado habían erigido dos grandes alas para formar las tres partes de un cuadrado; ambas eran de piedra color miel y tenían grandes ventanas de guillotina y un tejado de pizarra lisa y azulada. Una de las alas añadía un comedor y un salón de grandes dimensiones, y una tercera habitación cuyas funciones habían ido variando y que en la actualidad era una sala de billar; la otra comprendía la cocina, la sala del servicio, la trascocina, la despensa, las alacenas y una bodega. Esta ampliación también dotaba al primer piso de ocho dormitorios más. Los victorianos habían completado el lado norte del cuadrado con una serie de oscuros habitáculos destinados a ser las dependencias del servicio, un cuarto para las botas, una armería, una habitación para la inmensa y ruidosa caldera, un cuarto de baño más con un váter debajo y, encima, los cuartos de juego de los niños con el baño ya mencionado. El resultado de este crisol de aspiraciones arquitectónicas era un laberíntico embrollo construido en torno a un hall, presidido por una escalera que desembocaba en una galería abierta desde la cual se accedía a los dormitorios. A este hueco diáfano, con su techo casi pegado al tejado, llegaba la luz a través de dos cúpulas de cristal que se llenaban de caprichosas goteras cuando hacía mal tiempo, lo cual obligaba a colocar cubos y cuencos de comida para perros en lugares estratégicos. En verano hacía frío y el resto del año un frío helador. La casa se calentaba con fuegos de leña y de carbón en las habitaciones de la planta baja; algunos de los dormitorios tenían chimenea, pero la Duquesita las consideraba innecesarias para todo aquel que no fuera un enfermo. Había dos cuartos de baño, uno para las mujeres y los niños en el primer piso, otro para los hombres (y para los criados una vez a la semana) en la planta baja. Los criados tenían su propio váter; el resto de los moradores compartía los dos contiguos a los cuartos de baño. El agua caliente para los dormitorios se sacaba cada mañana de la pila de las criadas del primer piso y se llevaba a las habitaciones en humeantes bidones de latón.

El desayuno se servía en la pequeña sala de estar de la parte de la casa que se correspondía con la antigua casita de campo. La Duquesita tenía una actitud victoriana ante su salón y su comedor, utilizando este último solo para cenar y el primero jamás, a no ser que hubiera invitados. Los padres de Rachel estaban sentados a la mesa de alas abatibles, en la que la Duquesita estaba preparando el té con una tetera que hervía sobre una lamparilla de alcohol. William Cazalet tenía delante un plato de huevos con beicon y el Morning Post apoyado contra la mermelada. Vestía ropa de montar que incluía un chaleco amarillo limón y una ancha corbata de seda con un alfiler de perla. Leía el periódico con un monóculo, arrugando el entrecejo de tal forma que la poblada ceja blanca casi tocaba el rubicundo pómulo. La Duquesita, vestida prácticamente igual que su hija pero con una cruz de madreperla y zafiros colgando de una cadena que le caía sobre la blusa de seda, llenó la tetera de plata y recibió el beso de su hija, desprendiendo una leve vaharada a violetas.

—Buenos días, cariño. Me temo que con el día que hace van a pasar mucho calor en el viaje.

Rachel posó un beso sobre la cabeza de su padre y se sentó en su sitio, donde inmediatamente vio que había una carta de Sid.

—¿Podrías tocar la campanilla para que traigan más tostadas?

—¡Es inicuo! —refunfuñó William. No explicó qué era inicuo, y ni su mujer ni su hija le preguntaron, sabedoras de que si lo hacían les diría que sus lindas cabecitas no debían inquietarse por eso. Trataba a su periódico como si fuera un colega recalcitrante con el que siempre (por fortuna) podía tener la última palabra.

Rachel aceptó su taza de té, decidió disfrutar de su carta más tarde y se la metió en el bolsillo. Cuando Eileen, que era su doncella en Londres, apareció con las tostadas, la Duquesita dijo:

—Eileen, ¿puede decirle a Tonbridge que lo voy a necesitar a las diez para ir a Battle y que me pasaré a ver a la señora Cripps dentro de media hora?

—Muy bien, señora.

—Mamá, ¿no prefieres que me encargue yo de lo de Battle?

La Duquesita dejó de untar una pizquita minúscula de mantequilla en la tostada y alzó la vista.

—No, gracias, tesoro. Quiero hablar con Crowhurst de su cordero. Y tengo que ir a Till’s: necesito un cesto nuevo y unas tijeras de podar. Los dormitorios los dejo para ti. ¿Tienes algo planeado?

Rachel cogió su lista.

—He pensado que Hugh y Sybil podrían quedarse en la habitación azul y Edward y Villy en la habitación peonía. Zoë y Rupert en la india, Nanny y Lydia en el cuarto de dormir de los niños, los dos chicos en el antiguo cuarto de juegos, Louise y Polly en la habitación rosa y Ellen y Neville en el cuarto de atrás...

La Duquesita se quedó pensando unos instantes y dijo:

—¿Y Clarissa?

—¡Ay, Dios! Tendremos que ponerle un catre en la habitación rosa.

—Seguro que le gusta la idea. Querrá estar con las mayores. Will, ¿le digo a Tonbridge lo de la estación?

—Sí, Kitty, díselo tú, querida. Yo tengo una reunión con Sampson.

—Creo que será mejor que hoy comamos temprano para que a las criadas les dé tiempo a recoger y a servir el té en el hall. ¿Te viene bien?

—Lo que tú dispongas. —Se levantó y se fue pisando con fuerza hasta su estudio para encenderse la pipa y acabar de leer el periódico.

—¿Qué va a hacer cuando haya terminado todas estas obras?

La Duquesita miró a su hija y respondió sencillamente:

—No va a terminar nunca. Siempre habrá algo que hacer. Si te da tiempo, podrías coger las frambuesas, pero no trabajes demasiado.

—Ni tú tampoco.

Pero con diecisiete personas más que iban a venir a casa había, sin duda, mucho que hacer. La Duquesita dedicó una eficiente media hora a la señora Cripps. Se sentó en la silla que esta le sacó delante de la mesa de cocina grande y recién fregada, en tanto que la señora Cripps, con los brazos cruzados, apoyaba todo su peso contra el fogón. Mientras organizaban los menús del fin de semana, Billy, el mozo del jardinero, llegó con dos canastos llenos de guisantes, habas y lechugas romanas. Los dejó en el suelo de la trascocina, y después se quedó mirando a la señora Cripps y a la Duquesita sin decir palabra.

—Disculpe, señora. A ver, Billy, ¿qué quieres?

—El señor McAlpine ha dicho que le devuelva los canastos para las patatas. —Hablaba en un susurro; le estaba cambiando la voz, y pasaba mucha vergüenza. En los últimos tiempos también le había dado por mirar con descaro a las mujeres.

—¡Dottie! —La señora Cripps recurrió a su grito más refinado; cuando la señora no estaba, berreaba—. ¡Dottie! ¿Dónde se habrá metido esta chica?

—Está ahí fuera, al fondo —dijo Billy. Esto significaba el retrete, como bien sabía la señora Cripps.

—Disculpe, señora —dijo de nuevo, y se dirigió hacia la trascocina.

Una vez que hubo vaciado los canastos y se los hubo encasquetado a Billy con instrucciones para que trajera tomates además de las patatas, volvió a centrarse en las comidas. La Duquesita inspeccionó los restos de un pollo hervido que, en opinión de la señora Cripps, no daban para hacer croquetas para el almuerzo, pero la señora dijo que con otro huevo y más pan rallado podían estirarse para que dieran. Libraron su habitual batalla en torno al suflé de queso. La señora Cripps, a pesar de que había entrado a trabajar como cocinera de batalla, se había vuelto una experta en el arte de hacer suflés, y le gustaba hacerlos siempre que se presentaba una ocasión especial. La Duquesita no veía con buenos ojos que se comiera queso cocido por la noche. Al final, acordaron que se sirviera suflé de chocolate de postre, ya que esa noche solo habría nueve comensales en el comedor.

—Mañana seremos once a almorzar porque dos de los niños comerán con nosotros, lo cual significa que habrá ocho en el hall.

Y diez en la cocina, pensó la señora Cripps.

—¿Y qué hay del salmón para esta noche? ¿Está resistiendo a este tiempo? —William había recibido un salmón de uno de sus amigos del club.

—Tendrá que servirse frío, señora. Lo voy a macerar esta mañana para andar sobre seguro.

—Muy buena idea.

—Y he añadido pepinos a la lista, señora. McAlpine dice que los nuestros aún no están listos.

—¡Qué pesadez! Bueno, señora Cripps, no quiero entretenerla, sé que tiene mucho que hacer. Estoy segura de que todo saldrá a pedir de boca.

Y se marchó, dejando a la señora Cripps con la tarea de preparar dos kilos de hojaldre, hervir el salmón, meter en el horno dos inmensos pudines de arroz, hacer la mezcla para un pastel de madeira y para una hornada de tortas de avena y deshuesar y picar el pollo de las croquetas. Dottie, que apareció nada más oír salir a la Duquesita, se ganó una buena regañina y tuvo que ponerse a desvainar guisantes, raspar cuatro kilos de patatas y limpiar la enorme lechera en la que echarían los nueve litros de leche fresca que iban a traer de la granja de al lado.

—Y asegúrate de escaldarla cuando la hayas limpiado, no sea que la leche nos juegue una mala pasada y se corte.

En el piso de arriba, las criadas, Bertha y Peggy, estaban haciendo las camas: las dos con dosel para el señor y la señora Hugh y para Edward; la de matrimonio más pequeña para el señor y la señora Rupert; las cinco camitas de hierro con colchones finos y duros para los niños mayores; las camas de las niñeras; la cama plegable grande para Neville y el catre para Lydia. Rachel se las encontró en la habitación rosa y les dijo que haría falta otro catre para la señorita Clarissa. Después asignó a cada habitación las toallas de baño y de manos necesarias, y zanjó la cuestión de cuántos orinales iban a hacer falta.

—Yo creo que dos para cada uno de los dormitorios de los niños y uno para cada una de las demás habitaciones. ¿Tenemos suficientes? —preguntó con una sonrisa.

—Solo si usamos ese que no le gusta a la señora.

—Ese lo podéis dejar en la habitación del señor Rupert. No se lo pongáis a los niños, Bertha.

El cuarto de juegos y la habitación rosa tenían suelo de linóleo y unas cortinas a cuadros que la Duquesita había cosido con su vetusta máquina Singer durante las largas tardes lluviosas. El mobiliario era de pino pintado de blanco, y la luz una bombilla con una pantalla de cristal blanco colgando del techo. Eran habitaciones para niños. Las de sus hermanos y cuñadas estaban mejor equipadas. En estas había cuadrados de alfombra de cuerda de pelo con un ribete de madera teñida y pulida, y, en la habitación peonía, una alfombra turca con idéntico ribete. Los muebles eran de caoba; había tocadores con espejos laterales, tapetes blancos de ganchillo y palanganeros de mármol con jarras y jofainas de porcelana a juego. La habitación azul tenía un diván; Rachel había acomodado allí a Hugh y a Sybil para que esta pudiese poner los pies en alto si le apetecía. La idea de un bebé nuevo era de lo más emocionante. Y es que le entusiasmaban los bebés, sobre todo los recién nacidos. Le encantaban los movimientos submarinos de sus manitas, esas boquitas rosa cereza que se fruncían con remilgo, esos ojos color pizarra que tan pronto intentaban verte como se volvían distantes. Eran unas monadas, del primero al último. Rachel era secretaria de honor de una institución llamada El Hotel de los Niños, que cuidaba de pequeños de hasta cinco años que carecían temporalmente de hogar o que habían sido abandonados. Los padres, en su mayoría gente del mundo de la música o del teatro, podían dejar allí a sus bebés por una modesta cantidad cuando salían de gira. A los bebés que simplemente aparecían dentro de una caja de cartón, envueltos en mantas e incluso a veces en periódicos, los cuidaban gratis: el Hotel era una organización benéfica que disponía de una hermana y una enfermera jefe a tiempo completo. Con el fin de conseguir personal y aumentar sus escasos recursos, formaban a chicas para que fueran niñeras. Le encantaba el trabajo y consideraba que era útil, que era lo que más deseaba hacer en este mundo y que, como jamás iba a tener hijos propios, le daba acceso a un flujo constante de bebés, todos necesitados de amor y atención. Parte de su trabajo consistía en ayudar a que los bebés no deseados fuesen adoptados, y era terrible ver cómo, a medida que iban haciéndose mayores, iban mermando sus oportunidades. A veces era muy triste.

Estaba revisando las habitaciones de los adultos, comprobando que los cajones tuvieran papel de forrar limpio, que las latas de galletas de encima de las mesillas de noche tuvieran galletas maría, que las botellas de agua de Malvern estuvieran llenas, que hubiese una cantidad razonable de perchas en los armarios..., cosas, todas ellas, que podría decirle a la Duquesita a su vuelta de Battle que ya estaban hechas, evitándole así la desazón. Las galletas se habían revenido bastante, estaban desmenuzadas y poco apetecibles. Cogió las latas y las bajó a la despensa para que las volvieran a llenar.

La señora Cripps, a la vez que mantenía en equilibrio una inmensa fuente para tartas sobre la palma de la mano izquierda, iba recortando la masa sobrante de los bordes con un cuchillo negro. Cuando Rachel le pidió que diese recado a Eileen de rellenar las latas, dijo que las galletas viejas servirían para el almuerzo de media mañana de las niñas. Hacía mucho calor en la cocina. La sorprendente tez de la señora Cripps, de un amarillo verdoso, le brillaba del sudor; el pelo negro, lacio y grasiento se le escapaba en mechones de unas enormes horquillas, y, entre su modo de mirar la tarta entrecerrando los ojos y la nariz larga y puntiaguda, parecía más que nunca una bruja corpulenta. Sobre la mesa enharinada había trozos de masa en forma de luna, pero los dedos color salchicha de la señora Cripps no se habían puesto blancos por encima de los nudillos: tenía eso que llaman manos de seda. Al ver la tarta, Rachel se acordó de las frambuesas y pidió un recipiente donde meterlas.

—La cesta de la fruta está en la despensa, señorita. He mandado a Dottie a por perejil. —Era su manera de insinuar que no quería ir a por la cesta, pero que sabía que no le correspondía hacerlo a la señorita Rachel.

—Ya voy yo —se ofreció esta inmediatamente, como ya sabía la señora Cripps que sucedería.

La despensa era un cuarto fresco y bastante oscuro; había una ventana tapada con una fina malla de zinc, frente a la cual colgaban dos tiras matamoscas infestadas de insectos. Sobre una larga losa de mármol había un muestrario de alimentos en todas las etapas de la vida: restos de asado bajo una pantalla de muselina, platos de cocina con porciones de pudin de arroz y manjar blanco, cuajo en un cuenco de vidrio tallado, jarras viejas, cuarteadas y descoloridas con salsa de carne y caldo, un cuenco de compota de ciruelas y, debajo de la ventana, en el sitio más frío, como un zepelín abatido, el colosal salmón plateado, con la mirada aletargada a causa de la reciente cocción. La cesta de la fruta estaba en el suelo de pizarra, su forro de papel teñido de jugo rojo y magenta.

Al abrir la puerta principal y salir a lo que antaño había sido el huerto de la casita, la asaltaron el calor, el zumbido de las abejas y el ruido del motor del cortacésped, la madreselva, la lavanda y el rosal trepador color melocotón marfil, antiguo y sin nombre, que formaba tupidas guirnaldas alrededor del porche. El jardín de rocalla de la Duquesita, su más reciente orgullo y alegría, era un resplandeciente derroche de esterillas y cojines salpicado de flores. Dobló a la derecha y siguió por el sendero que rodeaba la casa. Al oeste había un empinado terraplén que terminaba en la pista de tenis que estaba segando McAlpine. Llevaba puesto el sombrero de paja con su cinta negra, pantalones de pitillo tubulares como una cañería y, a pesar del calor, la chaqueta. Esta última, porque se la veía desde la casa; en el huerto se la quitaba. La vio e hizo un alto, por si quería decirle algo. «Precioso día», dijo Rachel, y McAlpine se tocó la frente a modo de respuesta. Precioso para algunos, pensó. Le gustaba el césped, pero, con tanta gente pisoteándolo, el de la pista de tenis se quedaba hecho unos zorros en un santiamén. No podía confiarle el cortacésped a Billy, era tocarlo y ya se le agarrotaba, pero estaba preocupado por sus puerros y le daba rabia perder el tiempo yendo y viniendo a vaciar los hierbajos en la carretilla. No obstante, tenía una opinión favorable de la señorita Rachel, y no le molestaba que cogiera sus frambuesas, como, a la vista de su cesta, estaba a punto de hacer. La señorita Rachel nunca dejaba el pabellón de la fruta abierto, como otros que mejor no mencionar. Era una señora bondadosa y decente, aunque demasiado flaca; debería haberse casado, a no ser que, sencillamente, no fuese de casarse. Miró al sol. Casi era hora de ir a que la señora Cripps le diera su taza de té; esa sí que tenía malas pulgas, pero mira que le salía bien el té...

Billy, agachado en el sendero que discurría entre los arriates principales, estaba recortando los bordes de la hierba. Manejaba torpemente las tijeras de podar; las abría demasiado y daba tijeretazos con feroz incompetencia. Tenía que recortar el mismo punto varias veces para que quedase bien, pues en caso contrario el señor McAlpine se le echaría encima. A veces se le quedaba enganchado algún pedacito de turba en las tijeras, y tenía que volver a encajarlo a la fuerza y cruzar los dedos para que no se percatase. Le había salido una ampolla y se había despellejado la mano derecha con el roce; de vez en cuando se quitaba la tierra salada de un lametón.

Había sugerido que podía encargarse él de podar el césped, pero estaba descartado después de aquella vez que el chisme se le estropeó; no fue culpa suya, había que haberlo revisado, pero le cayó a él. A veces este empleo era peor que la escuela, y eso que había pensado que en el momento en que dejase de ir al colegio se acabarían todos sus problemas. Una vez al mes se iba a casa y su madre lo mimaba, pero sus hermanas se habían ido a servir y sus hermanos eran mucho mayores, y su padre le insistía a todas horas en la suerte que tenía de poder aprender el oficio bajo la tutela del señor McAlpine. Al cabo de unas horas ya no sabía qué hacer y echaba de menos a sus amigos, que estaban todos trabajando en otros lugares. Estaba acostumbrado a hacer las cosas en grupo; en la escuela había tenido una pandilla con la que se iba a pescar o a recoger lúpulo cuando llegaba la temporada para sacarse un dinerillo. Aquí no había nadie con quien hacer nada. Estaba Dottie, pero como era una chica nunca sabía qué terreno pisaba con ella; y además lo trataba como un chiquillo, cuando él se estaba ganando la vida trabajando como un hombre (más o menos)... En fin, lo mismo que ella. A veces pensaba en hacerse marinero, o quizá en conducir un autobús; esto estaría mejor porque en el autobús iban mujeres; no, en lugar de conductor, sería revisor, y así podría verles las piernas...

—Veo que estás trabajando duro, Billy.

—Sí, señora. —Se chupó la ampolla y Rachel la vio al instante.

—Tiene un aspecto horroroso. Ven cuando hayas comido y te pondré una tirita. —Entonces, viendo que parecía angustiado además de incómodo, añadió—: Eileen te dirá dónde puedes encontrarme. —Y siguió caminando. No estaba nada mal, aunque a decir verdad tenía unas piernas muy flacas y huesudas; pero, claro, tenía la misma edad que mamá. Era una señora de categoría.

 

 

William Cazalet pasó la mañana haciendo las cosas que más disfrutaba. Se sentó a leer el periódico en su estudio, que estaba oscuro y atestado de muebles macizos (su dueño no hacía concesiones a que en tiempos hubiese sido el segundo salón de la antigua casita), preocupándose gratamente por el hecho de que el país se estuviese yendo a la ruina: el tal Chamberlain no se le antojaba mucho mejor que ese otro tipo, Baldwin; parecía que los alemanes eran los únicos que sabían organizar bien las cosas; era una lástima que Jorge VI no tuviese un hijo varón, y a estas alturas daba la impresión de que ya era un poco tarde; si al final resultaba que se formaba un Estado en Palestina, dudaba de que los judíos se fuesen a vivir allí en cantidades suficientes como para beneficiar a su empresa: los judíos eran su principal competencia en el sector maderero y se les daba a las mil maravillas, pero ninguno tenía el surtido de maderas nobles que ofrecía Cazalet’s, ni la calidad ni la variedad. Su inmenso escritorio estaba completamente cubierto de muestras de chapa y de muestras de madera de albizia, padauk de Andamán, pyinkado, ébano, nogal, arce, laurel y palisandro; estas maderas no estaban a la venta, simplemente le gustaba tenerlas a la vista. A menudo encargaba que se hicieran cajas con los primeros recortes de chapa de algún tronco selecto que llevaba años madurando. En el estudio había en torno a una docena, y tenía más en Londres. Por lo demás, la habitación estaba provista de una alfombra turca de un rojo y un azul intensos, una librería acristalada que rozaba el bajo techo, varias vitrinas con gigantescos peces disecados (disfrutaba de lo lindo contando las historias de cómo los había pescado, y cada cierto tiempo traía a nuevos invitados con este fin) y, en el alféizar, macetones de geranios escarlata en plena floración audaz, con el consiguiente aumento de la penumbra. Las paredes estaban abarrotadas de grabados: grabados de caza, grabados de la India y grabados de batallas, una amalgama de humo, guerreras escarlata y ojos en blanco de caballos encabritados. Había periódicos ya leídos amontonados sobre sillas y una mesa de marquetería cubierta de macizas licoreras medio llenas de whisky y oporto, con sus correspondientes vasos. Una estatua de sándalo de un dios hindú (regalo de un rajá cuando estuvo en la India) se alzaba sobre una vitrina llena de cajoncitos en los que guardaba su colección de escarabajos. Casi todo su escritorio lo ocupaban los planos de la nueva reforma de parte de los establos: la idea era que hubiese dos garajes en la parte de abajo y dependencias para Tonbridge y su familia (esposa y niño) en la de arriba. Las obras iban muy avanzadas, pero como continuamente se le ocurrían mejoras había mandado llamar al constructor, el señor Sampson, para que se reuniese con él en el solar. Uno de los cuatro relojes dio la media. Se puso en pie, cogió su gorra de tweed del gancho de detrás de la puerta y bajó lentamente a los establos. Mientras caminaba, pensó que aquel tipo tan agradable que había conocido en el tren... ¿Cómo se llamaba? Empezaba con C, creía recordar; en fin, ya se enteraría cuando viniesen a comer, porque, claro, también había invitado a la señora Comosellame. Lo malo era que no recordaba si había avisado a Kitty de que venían; en fin, si no lo recordaba, debía de ser que no. Tenía que sacar unas botellitas de oporto; el Taylor’s del 23 le venía como anillo al dedo.

Los establos estaban en dos lados, formando ángulos rectos. A la izquierda estaban las casillas individuales en las que guardaba a sus caballos, a la derecha los viejos boxes, que estaban a medio reformar. Wren estaba cepillando a su yegua castaña, Marigold; oyó el relajante siseo antes de llegar a la puerta. No había ni rastro de Sampson. Mientras se acercaba, los otros caballos se removieron entre la paja. William adoraba sus caballos; había salido a cabalgar todas las mañanas de su vida, y mantenía uno, un rucio de dieciséis palmos llamado Whistler, en una caballeriza de Londres. Al ver a Whistler encerrado en una casilla, William frunció el ceño.

—¡Wren! Le dije que lo sacara. Es su día de fiesta.

—Primero tengo que pillar a ese poni. No hay modo de pillarlo cuando ya he dejado salir al otro.

Fred Wren era un hombre bajito, enjuto y recio. Parecía como si toda su persona se hubiera comprimido; había sido mozo de cuadra antes que jockey, pero una mala caída lo había dejado cojo. Llevaba casi veinte años con William. Una vez a la semana se emborrachaba, y nadie entendía cómo subía la escalera que daba al henil en el que dormía. Esta conducta se conocía pero se toleraba, pues en todos los demás aspectos era un excelente mozo de cuadra.

—Vendrá la señora Edward, ¿no?

—Viene hoy. Vienen todos.

—Eso había oído. La señora Edward montará bien al castaño rojizo. Monta que da gusto. No se ven muchas como ella.

—Razón tienes, Wren. —Dio una palmadita a Marigold y se volvió para marcharse.

—Una cosa, señor. ¿Podría decirles a los albañiles que limpien el cemento? Me están atascando los desagües.

—Se lo diré.

Y dígales también que se lleven las escaleras por la tarde y que no me dejen el patio hecho una pocilga, que lo dejan todo lleno de virutas y de cubos y me gastan toda el agua; estoy de ellos hasta la coronilla, menudos caraduras. Wren se quedó mirando la espalda de su patrón mientras pensaba todo esto. Pero no había modo de frenar al viejo: no le extrañaría nada que lo siguiente que echase abajo fueran los establos. Y solo de pensarlo se ponía malo. Cuando entró a trabajar allí, nadie hablaba de automóviles y ese tipo de cosas. Ahora había dos, unos trastos desagradables y malolientes. Si al señor Cazalet se le metía en la cabeza acumular más armatostes como aquellos, ¿dónde los metería? En mis establos, ni hablar, pensó con agitación. Wren era mucho más viejo de lo que creía que sabía la gente y no le gustaban los tiempos modernos.

Que Wren se preocupase por los desagües dio que pensar a William. Las nuevas instalaciones necesitarían su propia agua. Quizá debería cavar otro pozo. De este modo, los jardines y los establos podrían compartir las reservas de agua, en lugar de usar agua de la casa para el jardín, y... ¡Sí! Después de comer dedicaría un ratito a hacer de zahorí. Le hablaría a Sampson del tema, aunque en realidad Sampson no sabía nada de pozos; era un negado para encontrar agua. Animado ante la idea de un nuevo proyecto, se dirigió a los garajes con paso resuelto.

 

 

Tonbridge mantuvo abierta la puerta del coche para que pasara la señora, y la Duquesita subió, agradecida, al asiento de atrás del viejo Daimler. Estaba fresco en contraste con el calor de la calle principal y olía ligeramente a devocionario. La compra ocupaba todo el maletero; a su lado iban el canasto y las tijeras de podar que había comprado en Till’s, y en el asiento de delante una caja de agua de Malvern.

—Solo nos queda recoger el pedido del carnicero, Tonbridge.

—Muy bien, señora.

La Duquesita se desprendió un alfiler que parecía que se estaba abriendo paso por el sombrero para clavarse en su cabeza. Hacía demasiado calor para ponerse ahora a coger las rosas; tendría que esperar al atardecer. Después de comer descansaría un instante, y luego saldría al jardín. Cuando hacía este tiempo, le dolía en el alma cada minuto que no podía pasar allí.

Salió el carnicero con el cordero envuelto en un paquete. Se había deshecho en disculpas porque el último pedido no hubiese sido de su agrado. Agitó su canotier a modo de despedida mientras el coche se ponía en marcha.

Tonbridge se había equivocado con los dulces.

—Quería frutas mezcladas, no solo grosellas. Me temo que habrá de ir a devolverlas.

Tonbridge volvió despacio a la tienda. No le gustaba tener que comprar dulces, y odiaba devolverlos a la tienda porque la encargada era muy seca con él y le recordaba a Ethyl. Pero lo hizo, por supuesto. Formaba parte de su trabajo.

Llevó a la Duquesita hasta la casa a la lúgubre velocidad de treinta kilómetros por hora, el ritmo que siempre había reservado para la señora Edward o la señora Hugh durante sus embarazos. La Duquesita no se dio cuenta; conducir era cosa de hombres, y podían ir a la velocidad que se les antojara. Su única experiencia con la conducción había sido en un carro de ponis cuando era muchísimo más joven. Pero notó que el asunto de los dulces le había disgustado, así que, cuando llegaron a casa y Tonbridge la estaba ayudando a salir del coche, dijo:

—Me imagino que será un gran alivio cuando terminen los garajes y disponga de un bonito piso para su familia.

Tonbridge la miró; sus tristes ojos castaños, con sus párpados inferiores enrojecidos, ni se inmutaron.

—Sí, señora. Me imagino que sí. —Y cerró la puerta del coche a su paso. Mientras lo llevaba a la puerta de atrás para descargar, pensó con pesimismo que estaba a punto de perder su única oportunidad de alejarse de Ethyl. Viviría aquí con él, incordiándole y quejándose del silencio mientras el crío se pasaba el día berreando, y su vida sería igual de mala que cuando la familia vivía en la ciudad. Tenía que haber algún tipo de escapatoria, pero no sabía cuál.

 

 

Eileen llevaba toda la mañana con retraso. El día había empezado bien: había terminado sus quehaceres (las salas de las visitas) antes del desayuno. Pero, cuando estaba fregando los cacharros, descubrió que la vajilla para las comidas del cuarto de los niños no se había tocado desde Navidad: necesitaba un buen fregado, y, cómo no, la señora Cripps no había podido prescindir de Dottie, y Peggy y Bertha tenían que dejar preparadas todas las habitaciones de arriba. Eileen no quería decir nada, pero pensaba que, en fin, la señora Cripps podría habérselo dicho a las chicas para que ya lo tuviesen todo hecho. Todavía quedaba por hacer, y, como en el comedor iba a haber un almuerzo temprano, en la cocina no se comería hasta casi las dos. Eileen estaba en la despensa, haciendo bolas de mantequilla cubiertas de gotitas de agua y colocándolas en platos de cristal para la comida y para la cena de esa noche.

La puerta estaba abierta y oyó a la señora Cripps chillándole a Dottie, que iba y venía a toda prisa por el pasillo con los platos sucios. De la cocina salía flotando un olor a tarta recién hecha y a tortas de avena, recordándole que estaba muerta de hambre; era incapaz de desayunar gran cosa, y para el almuerzo de media mañana solo había habido pastel de roca. En Londres, la señora Norfolk preparaba una comida en toda regla para el tentempié de las once, salmón en conserva o un buen pedazo de queso cheddar, pero, claro, no tenía que cocinar para tantísima gente como la que esperaba la señora Cripps. Eileen siempre acompañaba a la familia al campo en Navidad y en las vacaciones de verano. En Pascua le daban sus dos semanas de vacaciones, y Lillian, la criada de Chester Terrace, venía al campo a sustituirla. Eileen llevaba siete años con la familia y les tenía afecto, pero a la señorita Rachel la adoraba; era una de las señoras más buenas que había conocido. No se explicaba por qué no se había casado, pero suponía que habría sufrido un mal de amores cuando la guerra, como tantas otras. En verano iba a haber que trabajar duro de principio a fin, eso seguro. Aun así, le gustaba ver disfrutar a los niños, y, como la señora Hugh iba a tener otro dentro de nada, en Navidad habría nuevamente un bebé. La mantequilla ya estaba lista. Cogió la bandejita con los platos para llevarla a la despensa y casi se chocó con Dottie... Caray con la chica, nunca miraba por dónde iba. Pobrecilla, tenía un catarro de verano y una calentura muy fea en el labio a pesar de toda la crema de día que tan amablemente le había dado Eileen. Llevaba una enorme bandeja con la vajilla de la cocina para guardarla en el hall.

—No deberías cargar tanto la bandeja, Dottie. Podrías tener un accidente muy serio.

Pero, por muy amablemente que te dirigieras a ella, siempre parecía asustada. Eileen adivinó que seguía teniendo morriña porque recordaba cómo se había sentido ella cuando entró a servir por primera vez: lloraba a moco tendido todas las noches y se pasaba las tardes escribiendo cartas a casa, pero su madre jamás había respondido. No le gustaba recordar aquella época. En fin, todos tenemos que pasar por eso, pensó. A la larga es para bien. Fue a la cocina a ver qué hora era. Las doce y media, tenía que darse prisa.

La señora Cripps estaba frenética, mezclando esto y lo otro, metiendo y sacando cosas de los hornos. La mesa de la cocina estaba medio cubierta por tazones, cacerolas, los aparatos de hacer la masa, la picadora y jarras vacías, todo a la espera de ser lavado.

—¿Dónde está esa chica? ¡Dottie! ¡Dottie! —Tenía grandes manchones oscuros en los sobacos, y los tobillos le sobresalían por encima de las tiras de los zapatos negros. Sacó un cucharón de madera de una cacerola doble, la tocó con la yema del dedo índice, cató y comprobó el punto de sal—. Mira a ver si la encuentras, Eileen, hazme el favor. Hay que recoger todo esto, y el fogón necesita una buena criba; no sé qué le echan hoy en día al coque, la verdad. Dile que se dé prisa, si es que sabe lo que significa esta palabra.

Dottie estaba poniendo la mesa distraída, primero el tenedor, después el cuchillo y por último la cuchara. Hacía una pausa entre cada uno de estas maniobras, sorbiéndose la nariz con la mirada en las nubes.

—La señora Cripps te necesita. Ya termino yo de poner la mesa. —Dottie la miró con expresión acorralada, se limpió la nariz con la manga y se escabulló.

Eileen oía a las chicas reír y hablar con el señor Tonbridge, que estaba metiendo en casa las compras de Battle. Mejor que pusieran ellas la mesa y ya ayudaría ella al señor Tonbridge. Sabía dónde iban las cosas, mientras que no cabía decir lo mismo de Peggy ni de Bertha. Pero apenas había terminado de guardar la mantequilla, la nata y la carne en la despensa y el agua de Malvern en la alacena cuando se corrió la voz de que la señora Cripps estaba sirviendo la comida. De modo que salió disparada por la cocina, cruzó el hall y se fue al comedor a encender las lamparillas de alcohol debajo del calientaplatos del aparador, antes de volver al hall a tocar el gong para llamar a comer y de allí a la cocina, donde los cacharros ya estaban amontonados sobre la bandeja grande de madera. Acababa de cruzar el hall con todo esto y de poner las fuentes y los platos en la mesa cuando se presentó a comer la familia.

 

 

Cuatro horas después, casi todos habían llegado: los adultos estaban tomando el té en el jardín, y los niños, en el hall con Nanny y Eileen. Habían llegado en tres coches. Edward sacó las maletas y Louise llevó la suya —pesaba muchísimo— al hall. La tía Rach los había acompañado para indicarles cuáles eran sus habitaciones. Intentó ayudar a Louise con su maleta, pero esta no se lo permitió: todo el mundo sabía que la tía Rach andaba mal de la espalda, significase eso lo que significase. Estaba encantada de que le hubiese tocado la habitación rosa, y como era la primera en llegar se agenció la cama que estaba pegada a la ventana. Vio el catre y comprendió que Clary iba a dormir con Polly y con ella. Menuda lata, porque Clary, aunque tenía doce años (como Polly), parecía mucho más pequeña, además no era nada divertida, y encima tenían que portarse bien con ella porque su madre estaba muerta. Bah, y qué; era una delicia estar allí. Deshizo la maleta lo imprescindible para sacar los pantalones de montar y poder salir a cabalgar justo después del té. Aunque más valía que deshiciera toda la maleta si quería evitar que la interrumpieran cuando estuviese haciendo cualquier cosa y la obligasen a parar para acabar de deshacerla. Colgó los otros tres vestidos que su madre le había obligado a traer, y todo lo demás lo amontonó sin orden ni concierto en un cajón, excepto sus libros, que colocó con esmero en la mesilla de noche: Grandes esperanzas, porque la señorita Milliment lo había escogido como lectura de vacaciones; Sentido y sensibilidad, porque llevaba al menos un año sin leerlo; un viejo libro muy gracioso llamado El ancho, ancho mundo, porque la señorita Milliment había dicho que de niña solía apostar con una amiga que lo abriesen por donde lo abriesen la heroína siempre estaba llorando, y, por supuesto, su Shakespeare. Oyó llegar un coche y rezó para que fuera Polly. Necesitaba a alguien con quien hablar: Teddy estaba distante, no respondía bien a ninguna pregunta sobre su colegio y ni siquiera había querido jugar con ella a ver matrículas de coche durante el viaje. Ojalá fuera Polly. ¡Ojalá, Dios, que sea Polly!

 

 

Polly dio gracias de haber llegado. Siempre se mareaba en el coche, aunque no llegaba a vomitar. Hicieron dos paradas por ella, la primera en la colina de las afueras de Sevenoaks y la segunda al otro lado de Lamberhurst. En ambas ocasiones había salido dando traspiés y había hecho esfuerzos por vomitar, pero sin éxito. Además, había discutido con Simon. Pompeyo había sido la causa de la discusión. Simon decía que los gatos no notaban si alguien se marchaba, lo cual era una mentira como la copa de un pino. Pompeyo la había estado mirando mientras hacía la maleta y había intentado colarse. Simplemente, disimulaba sus sentimientos en presencia de otras personas. Incluso se había marchado a la cocina, lo más lejos posible de ella, para que Polly no lo pasase tan mal. Su madre le había preguntado mil veces si no estaba emocionada con ir a Home Place, y sí que lo estaba, pero todo el mundo sabía que se pueden sentir dos cosas a la vez, incluso más. No se fiaba de que Inge fuese a ser amable con él, y eso que le había dado un tarro de Crema Milagrosa a modo de soborno, pero su padre dijo que el lunes volvería a Londres, y sabía que él sí era de fiar. Aunque por otro lado iba a echar de menos a su padre. La vida era una de cal y otra de arena. Entre el lloro de Londres y el mareo del coche, le dolía la cabeza. Bah, y qué. Tan pronto como acabasen de tomar el té, Louise y ella se irían las dos juntas a su árbol favorito, un viejo manzano que podían convertir en una especie de casa en la que cada rama era una habitación distinta. Era suyo y de Louise; a ese sinvergüenza de este no pensaba dejarle subir. Los adultos le habían dicho a este que le subiese la maleta al dormitorio, pero en el mismo instante en que estuvieron fuera de la vista de estos la soltó y dijo: «Lleva tú tu maleta». «¡Canalla!». La cogió y empezó a subir las escaleras. «¡Miserable!», añadió. Eran las peores palabrotas nuevas que se le ocurrían: las que había pronunciado su padre durante el viaje para referirse a un conductor de autobús y a un hombre que conducía un coche deportivo. ¡Ay, Dios! Entre lo de Pompeyo y lo de Simon, las cosas no iban demasiado bien. Pero en lo alto de la escalera vio a su querida Louise, que en un abrir y cerrar de ojos bajó a ayudarla con la maleta. Aunque llevaba la ropa de montar, lo cual significaba que nada de ir al árbol después del té. Vamos, que de nuevo una de cal y otra de arena.

 

 

El viaje de Zoë y Rupert fue espantoso; Zoë había sugerido que Clary se fuese en tren con Ellen y Neville, pero Clary había tenido un berrinche tan gordo que Rupert había cedido y había dicho que más valía que fuera con ellos. Su coche, un pequeño Morris, no era lo bastante grande para toda la familia, y en consecuencia Clary viajó en la parte de atrás apretujada entre maletas. Al poco rato dijo que tenía ganas de vomitar y quiso ir delante. Zoë dijo que Clary no debería haberse subido al coche si se iba a marear y que no podía ir delante. Por lo que Clary, en efecto, vomitó... para darle una lección a Zoë. Tuvieron que parar, y papá intentó limpiarlo, pero olía fatal y todos estaban enfadados con ella. Después pincharon, y su padre tuvo que cambiar la rueda mientras Zoë se quedaba fumando sin decir palabra. Clary se bajó y se disculpó con su padre, que fue amable y dijo que imaginaba que no había podido evitarlo. Cuando esto ocurrió, aún no habían salido del horroroso y espantoso Londres. Papá tuvo que sacar todo del maletero para acceder a las herramientas y Clary intentó ayudarlo, pero él le dijo que mejor no, que no podía ayudarlo. Habló con esa voz paciente que significaba, a juicio de Clary, que estaba tremendamente triste, pero que no podía decirlo. Cómo no iba a estarlo: le había sucedido lo peor que puede pasarte en esta vida y tenía que seguir viviendo y haciendo como si nada, de modo que, naturalmente, Clary intentó imitar su valentía, porque sabía que para él era mucho más difícil. Por mucho que quisiera a su padre, no podía compensarle. El resto del trayecto guardaron silencio, así que Clary se puso a cantar para animarlo. Cantó Una mañana temprano y Los nueve días de Navidad, y algo llamado «área» de Mozart (solo se sabía las tres primeras palabras y después tenía que seguir con la la la, pero era una melodía preciosa, una de las favoritas de papá), y también El gitano despeinado, pero cuando llegó a Diez botellas verdes Zoë le pidió que se callase un ratito..., de modo que, cómo no, tuvo que callarse. Pero papá le dio las gracias por las preciosas canciones, así que Zoë que se chinchase, que ya era algo. Se pasó el resto del viaje con ganas de ir al baño, pero sin querer pedirle a su padre que volviese a parar.

 

 

Lydia y Neville se lo pasaron muy bien en el tren. A Neville le gustaban los trenes lo que más del mundo, cosa bastante razonable, pues pensaba ser maquinista. A Lydia le parecía un niño muy simpático. Jugaron a las tres en raya, pero no fue muy divertido porque estaban demasiado igualados como para que ganase ninguno de los dos. Neville quería subirse al compartimento de las maletas que había sobre los asientos; dijo que un chico que conocía siempre viajaba así, pero Nan y Ellen no les dejaron. Sí les permitieron quedarse en el pasillo; era escalofriante pasar por túneles y ver chispas rojas en la humeante oscuridad, y había un olor maravilloso y emocionante.

—Lo malo —dijo Lydia después de pensárselo cuando les dijeron que volviesen al compartimento— es que, cuando seas maquinista, ¿dónde tendrás tu casa? Porque, esté donde esté, siempre te estarás marchando a otros lugares, ¿no?

—Me llevaré una tienda de campaña. La montaré en sitios como Escocia o Cornwall..., o Gales, o Islandia. Donde sea —concluyó él con tono pomposo.

—No puedes conducir un tren hasta Islandia. Los trenes no pasan por el mar.

—Sí que pasan. Papá y Zoë van a París en tren. Se suben en la estación Victoria, cenan y se van a dormir, y cuando se despiertan ya están en Francia. Conque sí que cruzan el mar. Para que te enteres.

Lydia guardó silencio. No le gustaba discutir, así que decidió no hacerlo.

—Seguro que serás un maquinista fantástico.

—Te llevaré gratis siempre que quieras. Iré a trescientos kilómetros por hora.

Otra vez erre que erre. No había nada, absolutamente nada, que fuese a trescientos kilómetros por hora.

—¿Qué es lo que más te apetece hacer cuando lleguemos? —Lo preguntó por educación; no es que tuviera ningún interés especial.

—Coger mi bici. Y las fresas. Y el vendedor de helados de Walls.

—Ya no hay fresas, Neville. Ahora toca frambuesas.

—Lo mismo me da. Yo me como cualquier baya. Qué ricas-ricas-ricas las bayita-yitas-yitas. —Se echó a reír, se puso muy colorado y casi se cayó del asiento.

Al verlo, Ellen dijo que se estaba poniendo tontorrón; se calmó cuando le dijo que sacase la lengua y le frotó la parte inferior de la cara con un pañuelo humedecido con su saliva. Lydia observó con expresión de repugnancia, pero, justo cuando empezaba a sentirse superior, Nan le hizo exactamente lo mismo a ella.

—Vaya carbonilla más fea se os ha pegado en el pasillo, ¡mira que os lo avisé! —Pero seguro que lo decía porque debían de estar a punto de llegar; Lydia no veía el momento.

 

 

Los Cazalet eran una familia besucona. Al llegar la primera tanda (la de Edward y Villy), besaron a la Duquesita y a Rachel (los niños besaron a la Duquesita y abrazaron a la tía Rach); cuando llegó la segunda (Sybil y Hugh), hicieron otro tanto, y después los cuñados y las cuñadas se besaron entre ellos («¿Qué tal, cariño?»); cuando llegaron Rupert y Zoë, él besó a todos, y ella marcó las caras de sus cuñados con su tenue pintalabios escarlata y ofreció su aterciopelada mejilla a los labios de sus cuñadas. La Duquesita estaba sentada en una tumbona en el césped de la entrada, bajo la araucaria, hirviendo agua con el hervidor de plata para preparar un té indio de aroma intenso. Según iban besándola, hacía el consabido repaso mudo y raudo de su salud: Villy estaba bastante flaca, y Edward, como siempre, estaba en plena forma; Louise estaba creciendo demasiado deprisa, y Teddy estaba entrando en la edad del pavo; Sybil parecía agotada, y Hugh, como si se estuviese recuperando de una de sus jaquecas; Polly estaba convirtiéndose en una joven muy guapa, así que mejor no hacer ningún comentario sobre su aspecto; Simon estaba demasiado pálido, el aire del mar le iba a sentar bien; Rupert estaba francamente demacrado y necesitaba engordar; Zoë... Pero al llegar a Zoë no supo qué pensar. Llevada por su incorregible sinceridad, admitió para sí que Zoë no..., que no le caía bien y que se sentía incapaz de ver más allá de su aspecto, que, en su opinión, era un pelín llamativo, un poco como el de una actriz. La Duquesita no tenía nada en contra de las actrices en general, simplemente no había contado con tener una en la familia. Nadie se percató de ninguna de las observaciones salvo Rachel, que se apresuró a elogiar el conjunto de seda de tusor, el suéter blanco de ganchillo y el largo collar de corales de Zoë. Clary no se había acercado a dar besos, sino que se había metido corriendo en la casa.

—Se ha mareado en el coche —explicó Zoë con tono neutral.

—Ahora está perfectamente —dijo Rupert con tono áspero.

Rachel se puso en pie.

—Voy a ver.

—Sí, cariño, ve. No creo que deba comer frambuesas con nata; son muy indigestas y le sentarían mal.

Rachel fingió que no oía a su madre. Encontró a Clary saliendo del aseo de abajo.

—¿Estás bien?

—¿Por qué no iba a estarlo?

—Zoë ha dicho que te mareaste en el coche. Pensé que quizá...

—Hace siglos de eso. ¿En qué habitación estoy?

—En la rosa. Con Polly y Louise.

—Ah. Vale. —Su maleta estaba en el pasillo, a la puerta del servicio. La cogió—. ¿Da tiempo a deshacer el equipaje antes del té?

—Creo que sí. De todos modos, no hace falta que meriendes si no te apetece.

—No me pasa nada, tía Rachel, de veras. Estoy perfectamente.

—Bien. Solo quería asegurarme. A veces se siente uno fatal después de vomitar.

Clary se acercó a Rachel con paso vacilante, soltó la maleta y le dio un abrazo impulsivo y fugaz.

—Soy dura como una piedra. —Una sombra de duda le cruzó el rostro—. Eso dice papá. —Volvió a coger su maleta—. Gracias por preocuparte por mí —concluyó con tono formal.

Rachel la vio subir ruidosamente las escaleras. Le entristeció. Le dolía la espalda, y eso le recordó que tenía que sacar un cojín para Sybil.

Cuando volvió a donde estaban todos tomando el té, Zoë le estaba contando a Villy que había visto los individuales masculinos de Wimbledon, Sybil le estaba hablando a la Duquesita de la niñera que había encontrado, Hugh y Edward charlaban de negocios y Rupert estaba un poco apartado, sentado en el césped abrazándose las rodillas y contemplando la escena. Todo el mundo fumaba menos Sybil. La Duquesita interrumpió a Sybil para decir: «Tira el té, cariño, estará frío. Te sirvo otra taza».

Rachel sacó el cojín, y Sybil, agradecida, se levantó con esfuerzo para que se lo colocara.

Zoë, que lo vio, volvió a dirigir una mirada furtiva a Sybil y se preguntó cómo podía nadie ir por ahí con una pinta tan monstruosa. Al menos podría ponerse una bata, cualquier cosa antes que ese espantoso vestido verde que le tiraba por la zona del estómago. ¡Dios santo! Ojalá nunca se quedase embarazada.

Rachel cogió un Abdullah de la caja que había sobre la mesa del té y miró en derredor en busca de un mechero. Villy le hizo una seña con su mecherito de cuero, y Rachel se acercó a cogerlo.

—La pista de tenis está lista —dijo, pero antes de que nadie pudiera responder oyeron llegar el coche. Un par de portazos y, segundos después, Lydia y Neville entraron corriendo por la verja blanca.

—Hemos ido a más de noventa kilómetros por hora.

—¡Santo cielo! —exclamó la Duquesita, besándole. Sobreexcitado, pensó. Esto acaba en lágrimas.

—¡Le aposté a Tonbridge que no podría ir deprisa, así que fue deprisa!

—Ha ido como habría ido en cualquier caso —dijo remilgadamente Lydia, inclinándose hacia su abuela—. Neville es muy crío para su edad —susurró; eso sí, bien alto.

Neville se enfrentó a ella.

—¡No soy tan crío como tú! ¿Cómo puede uno ser demasiado crío para su edad? ¡No podrías tener la edad que tienes si fueras demasiado crío para tenerla!

—Ya basta, Neville —dijo Rupert, cubriéndose la parte inferior del rostro con la mano—. Besa a tus tías y ve a prepararte para el té.

—Besaré a las que tengo más cerca. —Plantó un besazo en la mejilla de Sybil.

—Y a las demás —ordenó Rupert.

Suspiró aparatosamente, pero obedeció. Lydia, que había dado su ronda de besos, terminó con Villy, echándose encima de ella.

—Tonbridge tiene el cuello muy rojo. Se le pone rojo oscuro si hablas de él en el coche.

—No deberíais hablar de él. O habláis con él, o mejor no decir nada.

—No fui yo. Fue Neville. Yo solo me di cuenta.

—No está bien chivarse —dijo la Duquesita—. Idos con Ellen y Nanny. —La miraron, pero se fueron inmediatamente.

—Ay, Dios, son para morirse de risa. Cuánto me río con ellos —Rachel apagó el cigarrillo—. Bueno, ¿y qué hay del tenis? —Se estaba preguntando si a Villy le habría molestado que su suegra regañase a Lydia, y sabía que a Villy le encantaba jugar.

—Yo me apunto —dijo Edward al instante.

—Hugh, venga, juega. Iré a verte. —Sybil se moría de ganas de descansar un poco al fresco, en su dormitorio, pero no quería privar a Hugh de su partido de tenis.

—Encantado de jugar si alguien quiere —dijo Hugh, pero él no quería. Quería echarse a leer en una tumbona..., pasar un rato tranquilo.

Por una vez, sin embargo, se vieron privados de sacrificarse a las necesidades imaginadas del otro, ya que Zoë, poniéndose en pie de un salto, anunció que quería jugar y dijo que iba a subir a cambiarse. Inmediatamente, Rupert dijo que de acuerdo, que él también jugaría, así que ya estaba hecha la pareja para los dobles. La Duquesita iba a cortar las flores marchitas y a coger sus rosas; y Rachel acababa de decidir que, como todos parecían contentos y ocupados, podía retirarse a su cuarto a leer la carta de Sid, cuando salió su padre.

—Hola hola, hola a todos. Kitty, tú tranquila, que acabo de acordarme de que los Comosellamen no podían cenar con nosotros, así que solo vienen a tomar un trago.

—¿Quiénes, cariño?

—El tipo que conocí en el tren. Por más que lo intento no consigo recordar su nombre, pero era un tipo muy agradable, y, por supuesto, le dije que se trajese también a su esposa. Es una pena que ya haya sacado el oporto, pero supongo que nos las apañaremos para bebérnoslo.

—¿A qué hora les dijiste que vinieran? Porque la cena es a las ocho.

—Bah, no me preocupé por la hora. Aparecerán a eso de las seis, digo yo. Vienen de Ewhurst; allí es donde dijo que vivían. Rachel, ¿tienes un momento? Quiero leerte el final del capítulo de Honduras Británicas antes de empezar a comparar la caoba de allí con la variedad de África occidental.

—Esa parte ya me la leíste, papá.

—¿Ah, sí? Bueno, qué más da, volveré a leerla. —Y cogiéndola con firmeza del brazo la hizo desfilar hacia la casa.

—¿Por qué lo dejas ir en tren? —preguntó Hugh a su madre mientras esta se iba a buscar las tijeras de podar y el canasto—. Si lo llevase Tonbridge, no se encontraría con tantísima gente.

—Si va con Tonbridge, insiste en conducir. Y, como no hay manera de impedirle que conduzca por la derecha, Tonbridge se niega a ir en el coche si conduce él. Si va en tren, ninguno de los dos tiene que ceder.

—¿Y la policía no dice nada sobre eso de conducir por la derecha?

—Sí, claro que dice. Pero la última vez que lo pararon se bajó muy despacio del coche y les explicó que él siempre había ido por la derecha y que no iba a dejar de hacerlo ahora solo porque fuera en automóvil, y al final acabaron pidiéndole disculpas ellos a él. Va a tener que dejarlo pronto; tiene la vista fatal. Habla tú con él, cariño, seguro que a ti te escucha.

—Lo dudo.

Cada uno se fue por su lado, y Hugh subió a asegurarse de que Sybil estaba bien. Subió por las escaleras de la antigua casita, evitando a los niños, que estaban todos merendando en el hall.

Casi habían terminado, y los niños mayores estaban suspirando por que les dieran permiso para bajar. Todos se habían comido la rebanada reglamentaria de pan con mantequilla, y después rebanadas a discreción de pan con mermelada (la Duquesita no veía con buenos ojos la mezcla de mantequilla y mermelada: la consideraba «un poco indigesta», su máxima condena), tortitas de avena, pastel y, para rematar, frambuesas con nata, todo ello acompañado de tazones de leche que el señor York había traído de la granja esa misma mañana. Ellen y Nanny presidían la mesa, sin olvidar sus respectivos rangos y más vigilantes y firmes que en casa con los niños que cada una tenía a su cargo. Polly y Simon, al no estar supervisados, eran tierra de nadie, cosa que, curiosamente, los amansaba. Pocas personas se libraban, pensó Louise, de volverse aburridas por culpa de los buenos modales. Por debajo de la mesa dio una patadita a Polly, que, recogiendo el guante, preguntó:

—Por favor, ¿podemos bajar?

—Cuando hayan terminado todos —dijo Nanny.

Neville no había terminado. Todos lo miraron. Cuando se dio cuenta, empezó a zamparse las frambuesas muy deprisa, hasta que se le hincharon las mejillas.

—¡Para ya! —dijo Ellen bruscamente, momento en el que Neville se atragantó, abrió la boca y dejó caer sobre la mesa un revoltijo de frambuesas.

—Los demás podéis bajar. —Y eso hicieron, agradecidos, en el preciso instante en que comenzaba la bronca.

—¿Adónde vais? —gritó Clary a Polly y a Louise. Sabía que intentaban darle esquinazo.

—A ver a Joey —gritaron a su vez mientras salían corriendo en dirección a la puerta norte. No querían que las acompañase, pensó. Decidió irse a explorar por su cuenta. Al principio no se fijó por dónde iba, estaba demasiado ocupada odiando a todo el mundo; Louise y Polly siempre se aliaban, como las chicas del colegio. De haber ido con ellas a ver a Joey, no le habrían dejado montarlo, o simplemente habrían accedido a que diese una vueltecita al final. En cualquier caso, llevaba puestos los pantalones cortos, y el cuero de los estribos le habría raspado las rodillas una barbaridad. Oía los gemidos de Neville saliendo de una ventana abierta del piso de arriba; el muy bobo se lo tenía bien empleado. Dio una patada a una piedra y se hizo daño en el dedo...

—¡Cuidado! —Eran los sinvergüenzas de Teddy y Simon, montando en bici. Lo que tenían de sinvergüenzas era, sencillamente, que no le dirigían la palabra. Solo hablaban el uno con el otro y con adultos, aunque por lo general se volvían un poco más simpáticos cuando llevaban ya un tiempo de vacaciones.

Acababa de llegar a la esquina de la casa, a cuya izquierda se veía la pista de tenis. Les oía gritar «¡Quince cero!» y «¡Tuya, pareja!»; podría ofrecerse como recogepelotas, pero a Zoë no quería verla ni en pintura. Oyó a su padre soltando su carcajada típica cada vez que fallaba una bola. A diferencia de los demás, no se tomaba los partidos muy en serio. A la derecha veía la zona más amplia del jardín, y a lo lejos el comienzo del huerto. Allí se iría. Tomó el camino de ceniza que bordeaba los invernaderos, cuyas cristaleras estaban pintadas de un blanco manchado. Veía a la Duquesita con su enorme sombrero, inclinada sobre sus rosas dando tijeretazos, y decidió cruzar por los invernaderos para que no la viese. El primero olía a las nectarinas que, guiadas en forma de abanico, recorrían el muro. En lo alto había una inmensa parra, sus uvas como pequeños abalorios de un verde y turbio cristal. Maduras, desde luego, no estarían, pero qué bonitas eran, pensó. Tocó un par de nectarinas, y una se le cayó en la mano. No fue culpa suya, simplemente se soltó. Se la metió en el bolsillo del pantalón para comérsela en algún lugar secreto. Había montones de macetas de geranios y crisantemos que apenas acababan de empezar a echar brotes; el jardinero los exhibía en la exposición floral. El último invernadero estaba lleno de tomates, de los amarillos y de los rojos; su olor era tan penetrante que le hizo cosquillas en la nariz. Cogió uno diminuto y se lo comió; estaba dulce como un dulce. Cogió tres más y se los metió en el otro bolsillo. Cerró la última puerta de los invernaderos y salió. La tarde estaba más fresca, pero se mantenía dorada. El cielo, azul claro, estaba surcado por una retahíla de nubecitas como plumas. Junto a la verja del huerto había un gigantesco arbusto con flores purpúreas, como las lilas, solo que puntiagudas; estaba lleno de mariposas: mariposas blancas, mariposas naranja con dibujos negros y blancos, pequeñas mariposas azules y una, solo una, color limón con minúsculas venitas oscuras, en su opinión la más hermosa de todas. Estuvo un rato mirándolas y pensando que ojalá conociera sus nombres. A veces pasaban inquietas de una flor a otra sin apenas detenerse. Supongo que se va gastando la miel de las florecillas, pensó. Tienen que seguir hasta que encuentran una que esté llena.

Decidió que iría a verlas a menudo: al final tal vez acabasen conociéndola, aunque parecían demasiado sobrenaturales para interesarse por la gente; más bien eran como fantasmas o como hadas... Qué suerte la suya, no necesitaban a la gente.

En el huerto, rodeado por una tapia, hacía mucho calor y reinaba el silencio. Había un largo arriate de flores para coger, y el resto eran hortalizas. Pegados a la tapia había varios tipos de ciruelos y una inmensa higuera de hojas muy rugosas que olían a chubasquero recalentado. Tenía muchos higos, y, aunque algunos se habían caído al suelo, todavía estaban verdes, duros y brillantes.

—¡Ven a ver lo que tengo!

No se había fijado en Lydia, que estaba agachada en el suelo en medio de dos hileras de lechugas.

—¿Qué tienes? —preguntó, imitando el tono de voz de un adulto, sin el menor interés.

—Orugas. Estoy cogiéndolas para que sean mis mascotas. Las meto en esta caja. Voy a hacer agujeros en la tapa con la aguja de punto más pequeña de Nan porque necesitan aire, pero no podrán escaparse. Si quieres, te doy alguna.

Lydia era simpática. En realidad, Clary no quería orugas, era demasiado mayor, pero le gustó que se lo pidiera.

—Si quieres, te ayudo.

—Sabrás dónde están por los trocitos comidos de las hojas. Pero, por favor, cógelas con cuidado. Como no tienen huesos, no se sabe qué puede hacerles daño.

—Vale. ¿Quieres de las minúsculas? —preguntó Clary al encontrar un montón en una hoja.

—Unas cuantas, para que me duren más. Las grandes se volverán capullos y dejarán de ser mascotas. —Después de un silencio, añadió—: De todos modos, menos por el tamaño, son iguales. Las caritas negras son exactamente iguales, no sirve de nada ponerles nombre. Tendré que llamarlas «tú» a todas.

—Como las ovejas. Aunque tampoco es que sean clavadas a las ovejas.

Lydia se rio y dijo:

—No hay pastores de orugas. Los pastores conocen muy bien a las ovejas. Me lo dijo el señor York. Conoce a sus cerdos y todos tienen nombre.

Cuando Clary pensó que ya habían cogido demasiadas y Lydia dijo que ya había suficientes, fueron a ver si quedaban fresas porque Lydia dijo que tenía sed y que si iba a casa a por agua Nan la vería y la obligaría a darse un baño. Pero las únicas fresas que encontraron estaban todas medio comidas por los bichos. Clary le habló a Lydia de su deseo de tener un gato y de que su padre había dicho que tendrían que pensarlo.

—¿Qué dice tu madre?

—No es mi madre.

—¡Ah! —exclamó Lydia, apresurándose a añadir—: Ya sé que no, de veras. Perdona.

—No pasa nada —dijo Clary, pero sí pasaba.

—¿Te cae bien? Me refiero a la tía Zoë; ¿te cae bien?

—No siento nada por ella.

—Pero, aunque sintieras algo, no podría ser lo mismo, ¿no? Quiero decir, nadie podría ser igual que una madre de verdad. ¡Ay, Clary, me das muchísima pena! Eres una persona trágica, ¿a que sí? ¡A mí me pareces increíblemente valiente!

Clary se sintió fenomenal. Nadie le había dicho nunca nada semejante. Curiosamente, se sentía más ligera: el hecho de que alguien lo supiese le quitaba ese carácter de secreto horrible, porque Ellen siempre cambiaba bruscamente de tema, era horroroso, y su padre jamás la mencionaba..., ni una sola vez había dicho «tu madre», y menos aún le había contado todas las cosas que deseaba saber. No podía evitarlo, para él era demasiado terrible hablar de ello, y Clary le quería demasiado como para ponerle las cosas más difíciles, así que no había nadie que... Lydia estaba llorando. No se la oía, pero le temblaban los labios y las lágrimas le caían a mares sobre la paja de las fresas.

—Odiaría que se muriera mi madre. Lo odiaría infinito.

—No se va a morir —dijo Clary—. ¡Es la persona más requetesana que he visto en mi vida!

—¿De veras? ¿La más requetesana?

—Sin ninguna duda. Tienes que creerme, Lyd: soy mucho mayor que tú y entiendo de estas cosas. —Hurgó en su bolsillo en busca de un pañuelo para Lydia, y se acordó de los tomates—. ¡Mira lo que tengo!

Lydia se comió los tres tomates, y se animó. Clary se sintió muy mayor y muy buena. Le ofreció a Lydia la nectarina, y Lydia dijo: «No, cómetela tú», y Clary insistió: «No, te la comes tú. Tienes que comértela». Quería que todo fuese para Lydia. Después cogieron las orugas y se fueron al cobertizo a ver si el señor McAlpine seguía teniendo los hurones.

 

 

Teddy y Simon rodearon la casa en bici y después los establos antes de bajar por la carretera de Watlington para enfilar el camino de Mill House, que su abuelo había comprado y estaba reconstruyendo para que parte de la familia la utilizase durante las vacaciones. Apenas hablaron, pues los dos tenían que adaptarse a que ni Teddy era aquí un prefecto ni Simon un alumno de primero del colegio al que iban ambos, sino primos normales y corrientes que podían tomarse el pelo el uno al otro. A la vuelta, Teddy le preguntó a Simon:

—¿Les dejamos jugar al Monopoly?

Y Simon, contento en su fuero interno de que le consultase, respondió con la mayor naturalidad posible:

—Mejor será, si no queremos que nos monten un numerito.

 

 

Sybil pasó un rato de lo más agradable comiendo galletas maría (tenía hambre a todas horas) y leyendo La ciudadela, de A. J. Cronin, que, al igual que Somerset Maugham, había sido médico.

Solía leer cosas más serias: era una persona que leía más para cultivarse y educarse que por placer, pero en los últimos tiempos se sentía incapaz de hacer ningún esfuerzo mental. Se había traído la obra de T. S. Eliot Asesinato en la catedral, que había visto con Villy en el Mercury, y El ascenso del F6, de Auden e Isherwood, pero no le apetecía nada leerlas. Era una delicia estar en el campo. Deseaba con todas sus fuerzas que Hugh pudiera quedarse con ella entre semana, pero tenía que turnarse con Edward en la oficina y quería estar libre para cuando naciera el bebé. O los bebés: estaba prácticamente segura de que había dos, a juzgar por la actividad que notaba en su interior. A partir de ahora, había que asegurarse a toda costa de no tener más. El problema era que Hugh detestaba cualquier forma de anticoncepción. Después de diecisiete años, en realidad a ella no le habría importado mucho que renunciasen por completo al asunto, pero era evidente que Hugh no era del mismo parecer. Se preguntó distraídamente qué haría Villy al respecto, porque no debía de ser fácil decirle que no a Edward, y además eso no debía hacerse. Cuando nació Polly, habían más o menos convenido en que dos eran suficientes; por aquella época eran mucho más pobres y a Hugh le habían preocupado los gastos del colegio en caso de que tuvieran más hijos varones, así que se habían apañado con el diafragma, con duchas vaginales y con el espermicida, o bien Hugh se corría fuera, hasta que el asunto se convirtió en tal quebradero de cabeza que Sybil dejó de disfrutarlo por completo, aunque, por supuesto, jamás se lo había dicho. Pero el año anterior, a comienzos de diciembre, habían pasado unas vacaciones divinas esquiando en St. Moritz, y al final del primer día, con el cuerpo dolorido de tanto ejercicio, Hugh había pedido una botella de champán para bebérsela entre los dos mientras se turnaban para darse un baño caliente. Sybil le dijo que se metiese él primero porque se había hecho daño en el tobillo, y cuando le tocó a ella él se sentó a mirarla. Cuando estaba a punto de salir, Hugh había desplegado una enorme toalla blanca y la había envuelto con ella, y después la había abrazado, le había quitado las horquillas y la había tumbado con dulzura sobre la alfombrilla del baño. Sybil había empezado a decir algo, pero él le había tapado la boca con la mano, le había dicho que no con la cabeza y la había besado, y había sido como cuando estaban recién casados. Después de aquello, habían hecho el amor todas las noches, y a veces también por la tarde, y Hugh no tuvo ni una sola jaqueca. De modo que su estado de ahora no tenía nada de sorprendente, y, en vista de lo contento y lo cariñoso que estaba él, se alegraba. Qué suerte tengo, pensaba. Rupert es el más gracioso y Edward el más guapo, pero no cambiaría a Hugh por ninguno de los dos.

—Pensaba que estarías en el quinto sueño. —Entró en la habitación con un vaso de jerez en la mano—. Te he traído esto para espabilarte.

—Ah, gracias, cariño. Mejor que no beba mucho si no quiero caerme redonda durante la cena.

—Tú bebe lo que quieras, que ya me lo termino yo.

—¡Pero si a ti no te gusta el jerez!

—A veces sí. Además, he pensado que, si te bebes esto, a lo mejor puedes evitar a esos desconocidos que vienen ahora a tomar algo.

—¿Qué has estado haciendo?

—He leído un poco, y después el Jefe me ha llamado para charlar un rato. Quiere construir una pista de squash detrás de los establos. Por lo visto fue idea de Edward, y ha empezado a elegir el lugar.

—A Simon le gustará.

—Y a Polly. En realidad, a todos nosotros.

—No me imagino capaz de jugar nunca más a nada.

—Lo harás, cariño. No acabarán de construirla hasta las vacaciones de Navidad. Para entonces estarás como un fideo. ¿Te quieres bañar? Porque en ese caso harías bien en meterte enseguida, antes de que empiecen los tenistas y los niños.

Sybil negó con la cabeza.

—Me bañaré por la mañana.

—Os bañaréis, mejor dicho. —Le acarició el vientre y se levantó de la cama—. Tengo que quitarme estos zapatos. —Todos los hombres de la familia Cazalet tenían los pies largos y huesudos y estaban constantemente cambiándose de zapatos.

Sybil le tendió su vaso de jerez.

—Ya he bebido suficiente.

Hugh apuró el vaso; como si fuera medicina, pensó Sybil.

—Por cierto, ¿cómo vamos a llamarlos? —dijo él.

—O a llamarle, probablemente.

—¿Y bien?

—Sebastian es bonito, ¿no te parece?

—Demasiado elegante para un niño, ¿no? He pensado que estaría bien llamarle William, como el Jefe.

—Si fueran gemelos, podríamos ponerles los dos nombres.

—¿Y si son chicas? ¿O una chica?

—Había pensado en Jessica, a lo mejor.

—No me gusta. Me gustan los nombres sencillos. Jane, Anne. O Susan.

—O uno de cada, claro. Eso sería lo mejor.

Ya habían tenido esta conversación, pero antes de que se les presentase la posibilidad de que fueran gemelos. No coincidían en los nombres, aunque al final sí se habían puesto de acuerdo en Simon, y Sybil había dejado a Hugh que eligiese Polly cuando ella había querido Antonia. Ahora dijo:

—Anne es un nombre bonito.

—Estaba pensando que Jess no está tan mal. ¿Dónde has metido mis calcetines?

—En el cajón de arriba a la izquierda.

Se oyó un coche en la entrada.

—Esos deben de ser los invitados misteriosos.

—No sabes cuánto me alegro de que a ti no te dé por invitar a tomar algo o a comer a toda la gente que conoces.

—No viajo en tren lo suficiente. ¿Quieres que intente que Polly y Simon se vayan acostando?

—Es su primera noche, déjales que peguen la hebra todo lo que quieran. Ya vendrán cuando Louise y Teddy tengan que acostarse.

—De acuerdo. —Se pasó el peine, le tiró un beso y se marchó.

Sybil se levantó de la cama y se acercó a la ventana abierta; el aire desprendía un cálido aroma a madreselva y rosas, se oían los sonidos metálicos de los mirlos instalándose para pasar la noche y el cielo se estaba tiñendo de un color albaricoque veteado de nubecitas líquidas y livianas. Le vino a la memoria «Mira por última vez todas las cosas hermosas, cada hora». Se asomó un poco más por la ventana y cogió una rosa para olerla. «Y como cincuenta primaveras son pocas para contemplar las cosas en flor...»: no era propio de Housman conceder cincuenta primaveras a nadie, no digamos setenta. Ella tenía treinta y ocho años, y la idea de que el parto fuera muy difícil y se muriera volvió a pasársele por la cabeza. Los pétalos de la rosa empezaron a caerse; al soltarla, rebotó a su sitio solo con los estambres. No podía morirse, la necesitaban. El doctor Ledingham era maravilloso, y la enfermera Lamb, de confianza. Era, sencillamente, una de esas ocasiones en las que el dolor se compensaba con aquello a lo que iba destinado. Jamás le había contado a Hugh el miedo que había pasado la primera vez con Polly, ni cuánto más aún había temido tener a Simon: la idea de que una no recordaba los partos era una patraña sentimental como cualquier otra.

 

 

Al final, Polly y Louise no habían montado a Joey. El señor Wren había dicho que todavía andaba por ahí; no había tenido tiempo de ir a por él, pero podían intentarlo ellas si querían, y les había dado el ronzal. Les había sugerido que lo cogieran y lo metiesen en el establo hasta el día siguiente; ya montarían por la mañana. Parecía bastante enfadado, así que no discutieron con él. Louise birló un puñadito de avena y se lo metió en el bolsillo junto con los terrones de azúcar que Polly había afanado durante el té. Nan la había visto, pero ambas habían sabido que no diría nada, ya que Polly no estaba a su cargo. Se habían ido por el sendero húmedo y sombreado del prado, y se habían entretenido porque a Polly le pincharon las ortigas y tuvo que coger hojas de acedera.

—Venga, date prisa —había dicho Louise—. Si lo cogemos pronto, nos dará tiempo a montar.

Pero no habían podido. Estaba en una esquina del prado, gordísimo y lustroso, comiéndose la hierba verde y suculenta. Levantó la cabeza cuando lo llamaron y las observó mientras se acercaban. Una nubecita de moscas revoloteaba en torno a su cabeza, y la cola se le agitaba acompasadamente. A su lado, cabeza con cola, estaba Whistler, también pastando. Al ver a las chicas, echó a andar hacia ellas por si acaso le traían algo rico.

—Tendremos que darle un poco de avena a Whistler para ser justas.

—Vale; tú prepara el ronzal, y ya me encargo yo de darle la comida.

Mejor al revés, pensó Louise. Estaba segura de que Polly no iba a saber ponerle el ronzal, y así fue. Whistler hundió el hocico en el puñado de avena, derramando bastante. Joey lo vio y se acercó a por su ración. Polly cerró el puño y se lo ofreció a Joey, que dio un bocado experto, pero, en el momento en que intentó pasarle el brazo por el cuello, Joey sacudió la cabeza y salió corriendo a medio galope. Se detuvo a una distancia insultantemente corta, y allí se quedó desafiándolas a que lo intentasen de nuevo. Whistler pidió más dando un golpecito a la mano de Louise, y casi la tiró al suelo.

—¡Maldita sea! Coge tú el azúcar y dame a mí el ronzal.

—Lo siento —dijo Polly con voz sumisa. Sabía que no se le daba bien este tipo de cosas. Tenía miedo (solo un poquito) de Joey.

Probaron otra vez con el azúcar y pasó lo mismo, solo que esta vez Joey echó hacia atrás las orejas y se le puso un aspecto muy pícaro. Una vez que se les hubo terminado el azúcar, Joey no quiso acercarse a ellas, y al final hasta Whistler perdió el interés.

—Me apuesto a que el señor Wren sabía perfectamente que no iba a dejar cogerse —dijo Louise, enfadada—. Ya podía haberse encargado él.

—Volvamos y se lo decimos.

Saltaron la verja en silencio. Polly notó que Louise estaba en un tris de enfadarse, pero de repente dijo:

—Lo del ronzal no ha sido culpa tuya. Mejor que no vayamos a hablar con el señor Wren. No es nada simpático con nosotras cuando tiene la cara tan roja.

—Color remolacha.

—¿A que le queda fatal con esos ojos azules tan fríos?

—A nadie se le ocurriría combinar aposta el color remolacha con el azul —convino Polly—. ¿Qué hacemos? ¿Vamos a ver nuestro árbol?

Y, para su alborozo, Louise accedió al instante. El trozo de cuerda que usaban para subir por el primer tramo, liso y duro, estaba colgando en el mismo sitio donde lo habían dejado en Navidad. Cogieron ramilletes de margaritas y Louise se los guardó en el bolsillo para poder trepar bien, y, cuando estaban cómodamente instaladas en la mejor rama, que subía de tal manera que podían sentarse la una frente a la otra, apoyando las espaldas contra la rama y el tronco respectivamente, Louise dividió las margaritas en dos montones y se pusieron a hacer cadenas para adornar las ramas.

Louise, que se mordía las uñas, tuvo que perforar los tallos a mordiscos para ensartar unos con otros, pero Polly hizo los agujeros con su uña más larga. Hablaron de las vacaciones y de lo que más les apetecía hacer. Louise quería ir a la playa, y sobre todo nadar en la piscina de St Leonards. Polly quería ir de pícnic a Bodiam. Tanto su cumpleaños como el de Simon era en agosto, y cada uno podía elegir el plan que quisiera para celebrarlo.

—Pero él seguro que elige el ferrocarril de Romney, Hythe y Dymchurch —dijo Polly con tristeza—. Ah, y también es el cumpleaños de Clary, ¿te acuerdas?

—¡Ay, Dios! ¿Qué elegirá?

—Podríamos hacer que cediese a nuestros deseos.

—Solo lo conseguiremos si le decimos que no nos apetece nada hacer algo que nos apetezca mucho.

—Eso no es hacerle ceder. Eso es... —buscó la palabra—, eso es conspirar.

—¿Por qué tiene que compartir un cuarto con nosotras? La verdad es que muy bien no me cae. Pero mamá dice que tiene que caerme bien porque no tiene madre. Eso sí que lo entiendo. Debe de ser una faena para ella.

—Tiene a la tía Zoë —dijo Polly.

—No me pega que sea precisamente una buena madre. Atractiva y chic sí que es, pero no es una madre. Hay gente que no está hecha para ese tipo de cosas, ¿sabes? Mira lady Macbeth, por ejemplo.

—Yo no creo que la tía Zoë se parezca mucho a lady Macbeth. Ya sé que para ti Shakespeare es maravilloso, pero, francamente, las personas de hoy en día no se parecen mucho a sus personas.

—¡Claro que se parecen!

Tuvieron una pequeña discusión al respecto, que Louise ganó diciendo que la naturaleza imitaba al arte y que no es que fuera una opinión suya, sino de alguien que sabía mucho de esos temas. El sol se puso. El huerto de árboles frutales pasó de un verde dorado a un neblinoso verde salvia con sombras violeta, y se fue el calor. Les vinieron a la cabeza la leche con galletas y sus madres dándoles las buenas noches.

 

 

—¿Qué tal si Rupert y tú os dais el primer baño? No tengo ningún inconveniente en esperar, y además tengo que comprobar si Nan se está instalando bien. ¿Vienes, cariño?

Y Edward, que estaba soltando la red, la acompañó. Zoë los vio subir por las escaleras de la terraza. Edward le pasó el brazo por el hombro a Villy y dijo algo que le hizo reír. Habían ganado con mucha facilidad; habrían ganado los tres sets si Edward, el mejor jugador, no hubiese tenido una racha de dobles faltas y hubiese perdido el servicio. Zoë tenía que admitir que Villy también era buena; no tenía un juego llamativo, pero jugaba sin altibajos y tenía un revés seguro, casi nunca fallaba un golpe. Zoë, a la que le molestaba perder, pensaba que era porque Rupert no se tomaba el partido lo bastante en serio; se le daban bien las voleas, pero a veces, cuando estaba en la red, se había limitado a cederle bolas que estaba segura de que debería haber cogido él, y, claro, las había fallado un montón de veces. Al menos no habían tenido que jugar con Sybil; mandaba golpes rasos y se reía cuando fallaba cosas y pedía que no enviasen bolas tan rápidas. Lo peor de jugar con ella era que todos hacían como si fuese igual de buena que los demás. ¡Eran todos tan amables los unos con los otros! También eran amables con Zoë, pero ella sabía que solo porque al casarse con Rupert se había incorporado a la familia. No tenía la sensación de que realmente le tuviesen aprecio.

—Voy a darme un baño —le gritó a Rupert, que estaba recogiendo las pelotas de tenis—. Te dejo el agua para que te bañes tú después. —Y subió las escaleras a paso ligero sin darle tiempo a responder.

Al menos, el agua estaba caliente. Tanto darle vueltas a qué hacer para pillar el primer baño sin quedar mal, y va Villy y se lo ofrece sin más, dejándola pasmada. Pero el cuarto de baño era espantoso, hacía un frío que pelaba y más feo no podía ser, con esas paredes de madera de pino y ese alféizar siempre cubierto de moscardas muertas. Había puesto el agua tan caliente que le costó meterse y quedarse un buen rato en remojo. ¡Dichosas vacaciones en familia! Si tanto querían los Cazalet a sus nietos, ya podrían ocuparse de Clarissa y Neville para que Rupert y ella disfrutasen de unas vacaciones como es debido, a solas. Pero cada año (menos el primero, cuando se casaron y Rupert la llevó a Cassis) tenían que pasar aquí semanas enteras y casi nunca disponía de Rupert para ella sola, salvo en la cama. Por lo demás, los días transcurrían haciendo cosas con aquel montón de niños, todo el mundo preocupado por que lo pasaran bien, lo cual ya estaba garantizado porque podían jugar entre ellos. No estaba acostumbrada a semejante sentimiento de clan; no era lo que entendía por unas vacaciones.

El padre de Zoë había muerto en la batalla del Somme cuando ella contaba dos años. No recordaba nada de él, aunque su madre decía que había jugado con ella a los caballitos cuando tenía año y medio. Mamá había tenido que ponerse a trabajar con Elizabeth Arden; se pasaba el día maquillando rostros, así que cuando Zoë cumplió cinco años la mandó a un internado, un lugar llamado Elmhurst, cerca de Camberley. Había sido con mucho la interna más joven, y todo el mundo la había mimado. El colegio le había gustado; lo que no soportaba eran las vacaciones en el pisito color melocotón de West Kensington, con su madre todo el día fuera y ella al cuidado de una aburrida niñera tras otra. Montar en autobús, dar paseos por los jardines de Kensington y merendar en un salón de té era la idea que tenían de pasar un buen rato. Para cuando cumplió los diez años estaba decidida a subirse a los escenarios en cuanto saliera del colegio. Desde luego, no pensaba acabar como su madre, quien, aparte de su espantoso trabajo, había estado con una retahíla de hombres viejos y grises, con uno de los cuales incluso había parecido dispuesta a casarse, aunque cambió de idea después de que Zoë le contase lo que había intentado hacer con ella un día en el que su madre había salido. Se había armado un escándalo de órdago, y desde entonces su madre había dejado de teñirse el pelo y hablaba mucho de la vida tan dura que llevaba.

El único tema en el que su madre y ella convenían de buen grado era el aspecto de Zoë. Esta pasó de ser un precioso bebé a una niña extraordinariamente bonita, y hasta consiguió evitar el habitual eclipse de la adolescencia. En ningún momento perdió su grácil figura, ni le salieron granos ni se le puso el pelo grasiento, y su madre, que se había labrado cierta autoridad en lo tocante al aspecto, se dio cuenta desde muy temprano de que su hija iba a ser una belleza, y, poco a poco, todas las esperanzas que había depositado en su seguridad y su confort (un hombre bueno que la cuidase y le ahorrase la necesidad de trabajar tan duro) fueron transferidas a Zoë. Iba a ser tan despampanante que podría casarse con quien quisiera, lo cual significaba, para la señora Headford, un hombre tan rico que no tuviese ningún problema en mantener a su suegra. De manera que le enseñó a cuidarse: a tratarse la hermosa y abundante cabellera con henna y yema de huevo, a cepillarse cada noche las pestañas con vaselina, a lavarse los ojos primero con agua caliente y después con fría, a cruzar habitaciones con libros sobre la cabeza, a dormir con las manos untadas de aceite de almendras y enfundadas en guantes de algodón... y muchas cosas más. Aunque no tenían criados, jamás se esperó de Zoë que hiciera las tareas domésticas ni que cocinase; su madre compró una máquina de coser de segunda mano y le hacía bonitos vestidos y le tejía jerséis, y cuando cumplió dieciséis años, aprobó el Graduado Escolar y dijo que estaba harta de la escuela y que quería subirse a los escenarios, la señora Headford, que a esas alturas ya la temía un poco, accedió sin pensárselo dos veces. Se sabía de duques que se habían casado con mujeres del mundo del teatro, y, como no estaba en condiciones de organizar una puesta de largo para su hija, con una temporada social y todo lo demás, parecía una alternativa viable. Le dijo a Zoë que bajo ningún concepto debía casarse con un actor, le confeccionó para las audiciones un vestido verde que, aunque sencillo, le quedaba como un guante y hacía juego con sus ojos, y se puso a esperar la llegada de la fama y la fortuna de su hija. Pero la falta de talento interpretativo de Zoë quedó enmascarada por su falta de experiencia, y, después de que dos representantes le aconsejasen que se apuntase a una escuela de arte dramático, la señora Headford comprendió que iba a tener que volver a afrontar gastos escolares. Durante dos años, Zoë asistió a la Academia de Elsie Fogerty y aprendió a vocalizar, a hacer mímica, a caminar, un poco de baile e incluso algo de canto. De nada sirvió. Era tan deslumbrante, y ponía tanto empeño, que sus profesores siguieron intentando hacer de ella una actriz durante mucho más tiempo que el que le habrían dedicado si hubiera sido menos agraciada. Zoë siguió acartonada y cohibida y era completamente incapaz de que ninguno de los diálogos que recitaba pareciera suyo. Su único talento residía en el movimiento; le gustaba bailar, y al final ambas partes acordaron que quizá haría mejor en concentrarse en eso. Dejó la escuela y se apuntó a clases de claqué y de danza moderna. Lo único bueno de la escuela de arte dramático era que, aunque muchos estudiantes se habían enamorado de ella, Zoë había guardado las distancias. Sin atender a la que era la razón evidente de esta actitud, la señora Headford no vaciló en dar por hecho que Zoë era «sensata» y sabía a qué tenía que aspirar.

Zoë había mantenido la relación con una amiga de Elmhurst, una chica llamada Margaret O’Connor. Margaret vivía en Londres, y cuando se prometió con un médico («bastante viejo, pero encantador»), invitó a Zoë a salir a bailar con ellos. «Ian va a traer a un amigo», dijo. El amigo era Rupert. «Lo ha pasado fatal. Necesita animarse», le dijo Margaret en el lavabo de señoras del club Gargoyle. A Rupert le pareció que Zoë era la chica más guapa que había visto en su vida. Zoë se enamoró locamente nada más verlo. Seis meses después se casaron.

—¿Estás ahí?

Zoë salió de la bañera, se envolvió con una toalla y abrió la puerta.

—¡Esto parece un baño turco!

—Mejor eso que un iglú. Supongo que el comedor estará helado, como siempre.

La mirada impenetrable que asomó al rostro de Rupert le hizo lamentar el comentario. A Rupert le repateaba que criticase a sus padres. Se metió en la bañera y empezó a lavarse la cara enérgicamente. Zoë se inclinó y le besó la frente empapada.

—¡Perdona!

—¿Por qué?

—Por nada. Voy a ponerme el vestido de margaritas. ¿Te parece bien?

—Perfecto.

Zoë se marchó.

La semana que viene la llevaré a Hastings a ver una peli, pensó Rupert. Jamás ha tenido una vida familiar como es debido; por eso se le hace tan rara. La idea de que, precisamente por no haberla tenido, ahora podría estar agradecida vino y se fue sin que ahondase en ella.

 

 

Neville y Lydia estaban cada uno en una punta de la bañera. Neville estaba enfurruñado porque Lydia se había marchado sin él. Cuando Lydia le dijo que no salpicase, y eso que apenas había salpicado, se puso a dar talonazos al agua, y entonces sí que la salpicó. Ellen y Nan se habían ido a cenar, así que podía hacer lo que le diese la gana. Cogió la esponja y la agarró con gesto amenazador, sin quitarle ojo. Después se la puso sobre la cabeza, y Lydia rio con admiración.

—Yo no puedo hacer eso. No me gusta que se me meta el agua del baño en los ojos.

—A mí me gusta que el agua del baño se meta por todas partes. Me la bebo. —Se llevó la esponja a la boca y empezó a chupar ruidosamente.

—Está llena de jabón, acabarás vomitando.

—No, porque estoy acostumbrado. —Bebió un poco más para demostrárselo. Empezó a saber peor y paró—. Podría beberme toda la bañera si quisiera.

—Supongo que sí. Yo vi a un hurón comiéndose un cachito de conejo con pelo y todo.

—Si solo era un cachito de conejo, entonces seguro que estaba muerto.

—A lo mejor era un conejo entero y se estaba comiendo el último cachito.

—Ojalá lo hubiera visto yo. ¿Dónde estaba?

—En el cobertizo. En una jaula, es del señor McAlpine. Tenía los ojos pequeños y colorados. Creo que estaba loco.

—¿Cuántos hurones has visto en tu vida?

—No muchos. Solo unos pocos.

—No sé si sabes que todos los hurones comen bichos. —Trataba de imaginarse cómo sería un hurón; jamás había visto un animal con los ojos rojos—. Mañana iré contigo a verlo —se ofreció—. Estoy acostumbrado a ese tipo de cosas.

—Vale.

—¿Qué nos van a dar de cenar? Estoy que me muero de hambre.

—Desaprovechaste tus frambuesas —le recordó Lydia.

—Solo las catorce últimas, más o menos. Algunas me las comí. No te metas en mis cosas —añadió—. ¡Cállate, puñeta!

Villy entró en el cuarto de baño antes de que Lydia pudiese responder.

—Daos prisa, niños. Hay mucha gente que quiere bañarse. —Desplegó una toalla y Lydia salió y se dejó arropar—. ¿Y tú qué, Neville?

—Ya me sacará Ellen —respondió, pero Villy cogió otra toalla y le ayudó a salir.

—¡Ha dicho una palabrota, mami! ¿Sabes lo que acaba de decir?

—No, y no quiero saberlo. Tienes que dejar de chivarte, Lydia; está muy feo.

—Sí, está muy feo —reconoció Lydia—. A pesar de que ha dicho cosas horribles, no te las voy a contar. ¿Me lees, mami? Anda, léeme mientras ceno, que si no es un rollo.

—Esta noche no, cariño. Vienen unas personas a tomar algo y aún no me he cambiado. Mañana. Pero me pasaré a darte las buenas noches.

—Más te vale.

—Más te vale —la imitó Neville—. Lydia cree que es lo menos que puedes hacer. —Sonrió a Villy, mostrando unos huecos rosáceos en los que empezaban a asomar las puntas de dientes mucho más grandes.

 

 

Edward decidió tomarse un whisky con soda con el Jefe mientras esperaba su turno para el baño. En uno de los muelles había un problema que tenía especial interés en discutir sin que estuviese presente Hugh. Y le pareció que esta era una buena oportunidad, pues había visto que la Duquesita estaba enseñándole el jardín. Por consiguiente, asomó la cabeza por la puerta del estudio, y su padre, que estaba sentado a su escritorio cortando un puro, le dio la bienvenida.

—Ponte un whisky, chaval, y dame uno a mí.

Edward obedeció, y se acomodó en uno de los butacones que había enfrente de su padre. William deslizó la cigarrera por la superficie del escritorio y a continuación le pasó el cortapuros.

—Veamos. ¿Qué es lo que te preocupa?

Asombrado de que siempre lo supiese todo, Edward admitió:

—Bueno, la verdad es que estoy muy preocupado por Richards.

—Nos preocupa a todos. Va a tener que irse, ¿sabes?

—De eso quería hablarte. Creo que no deberíamos precipitarnos.

—¡No podemos permitirnos un encargado de muelles que casi nunca está donde tiene que estar! En todo caso, nunca está cuando se le necesita.

—Richards lo pasó fatal en la guerra, ¿sabes? Le hirieron en el pecho y no lo ha superado.

—Por eso mismo le contratamos. Queríamos darle una oportunidad con todas las de la ley. Pero una empresa no se dirige velando por tullidos.

—Estoy completamente de acuerdo. Pero, al fin y al cabo, Hugh... —Iba a decir que Hugh no gozaba precisamente de buena salud y que ni se les pasaba por la cabeza despedirle cuando el Jefe lo interrumpió.

—Hugh está de acuerdo conmigo. Piensa que quizá no haga falta desembarazarse de él, sino que podríamos darle algún trabajo más sencillo..., ya sabes, con menos responsabilidades.

—¿Y menos sueldo?

—Bueno, puede que haya que ajustarlo. Depende de lo que encontremos para él.

Se hizo un silencio. Edward sabía que cuando el Jefe se emperraba en algo no había modo humano de hacerle cambiar de idea. Por unos instantes se enfadó con Hugh por haber hablado de esto con su padre a sus espaldas, pero enseguida reflexionó que era exactamente lo mismo que estaba haciendo él. Volvió a intentarlo.

—¿Sabes? Richards es un buen tipo. Es profundamente leal; se preocupa por la firma.

—¡Hombre, eso espero! Cuento con que toda la gente a la que damos empleo sea leal; si no, menudo panorama. —Se aplacó un poco y siguió hablando—: Podríamos buscarle algo. Ponerle al frente de los camiones; nunca he tenido muy buena opinión de Lawson. O darle un trabajo en la oficina.

—¡No podemos pagarle seiscientas libras al año por un trabajo en la oficina!

—Bueno..., pues entonces que salga a vender. Que vaya a comisión. Así dependerá de él.

Edward se imaginó a Richards, su cuerpo esmirriado y sus tristones ojos castaños.

—No puede ser. No puede ser en absoluto.

—¿Y tú qué sugieres?

—Me gustaría pensármelo.

William apuró su whisky.

—Está casado, ¿no? ¿Tiene hijos?

—Tres, y uno en camino.

—Ya encontraremos algo. Lo que deberíais hacer Hugh y tú es concentraros en quién va a ocupar su puesto. Es fundamental que encontremos a un hombre capaz. —Miró a Edward con sus penetrantes ojos azules—. Deberías saberlo a estas alturas.

—Sí, señor.

—¿Te vas?

—Voy a bañarme.

Cuando se hubo marchado, William pensó que Edward no había intentado decir en ningún momento que Richards hiciera bien su trabajo, de modo que Hugh había estado en lo cierto.

 

 

Desde su dormitorio, Rachel vio que los misteriosos invitados habían llegado. Cruzaron la verja blanca del camino de coches con esos andares indecisos y errabundos que tiene la gente cuando se acerca a una casa desconocida cuya puerta principal no se distingue a primera vista. Se volvió a meter la carta de Sid en el bolsillo del cárdigan; mejor no leerla ahora, la desperdiciaría con las prisas. Llevaba todo el día buscando un momento tranquilo, sin interrupciones, para leerla, pero sus intentos se habían visto frustrados por su bondad y su sentido del deber, y simplemente por la gran cantidad de personas que había en todas partes. Ahora tenía que ir a ayudar a la Duquesita a averiguar cómo demonios se llamaban los recién llegados. El escollo fue superado al oír que su padre salía del estudio, saludando a voz en cuello:

—Hola, hola, hola. Encantado de que hayan venido. Me temo que he olvidado su nombre, pero tarde o temprano nos pasa a todos. ¡Pickthorne! ¡Pues claro! ¡Kitty! ¡Han llegado los Pickthorne! A ver, ¿qué puedo ofrecerle, señora Pickthorne? ¿Un poco de ginebra? Todas mis nueras toman ginebra; una bebida inmunda, pero a las señoras parece que les gusta.

Rachel oyó el tintineo del carrito de las bebidas y vio que Hugh lo estaba sacando fuera. ¿Y si leía rápidamente la carta antes de bajar? En ese momento oyó que llamaban a la puerta, unos golpecitos tímidos, como inexpertos.

—¡Adelante!

Era Clary; llevaba una mano envuelta con una venda blancuzca y se la estaba sujetando con la otra.

—¿Qué pasa, Clary?

—Nada. Es que creo que lo mismo tengo la rabia.

—¿A santo de qué piensas eso, cariño?

—Llevé a Lydia al cobertizo a ver el hurón del señor McAlpine. Entonces vino Nan a buscarla y se fue, y yo volví para ver el hurón, y había dejado de comerse al conejo porque ya casi no quedaba, y me pareció que estaba tan solo en su jaula que lo dejé salir y me mordió, un poco, no mucho, pero me salió sangre, y hay que coger una plancha caliente o algo y quemar la parte mordida, y no soy lo bastante valiente y además no sé dónde están las planchas en esta casa. Eso es lo que dicen en el libro de Louisa Alcott, y papá está en el baño y no me ha oído, así que he pensado que podías llevarme tú al veterinario o algo así. —Tragó saliva antes de concluir—: El señor McAlpine estará furioso... ¿Te importaría decírselo tú?

—Vamos a echar un vistazo a tu mano.

Rachel desenrolló de la manita caliente y grisácea lo que resultó ser un calcetín de Clary. El mordisco era en el dedo índice y no parecía profundo. Mientras lo lavaba con agua de su aguamanil y cogía yodo y esparadrapo del botiquín, Rachel explicó que en Inglaterra la rabia se había erradicado y que por tanto no procedía quemar. Clary fue valiente cuando le puso el yodo, pero seguía preocupada por algo.

—¡Tía Rach! ¿Podrías venir conmigo a ayudarme a meterlo otra vez en su jaula? Para que McAlpine no se entere.

—Creo que a ninguna se nos daría bien. Tienes que ir a ver al señor McAlpine y disculparte. Él sabrá recuperarlo.

—¡No, tía Rach! Se va a enfadar muchísimo.

—Iré contigo, pero las disculpas se las tendrás que dar tú. Y promete que no volverás a hacer nada parecido. Ha estado muy feo.

—No era mi intención. Lo siento.

—Sí, bueno, pues eso se lo tienes que decir a él. Vamos.

De manera que aplazó la carta una vez más.

 

 

Los Pickthorne se quedaron hasta las ocho y veinte, momento en el cual un comentario de pasada del anfitrión convenció por fin a la señora Pickthorne de que, después de todo, no los habían invitado a cenar. «Tenemos que irnos», dijo dos veces, la primera tímidamente y la segunda con desesperación. Su marido, que ya la había oído la primera vez, se había hecho el loco, a fin de posponer todo lo posible enfrentarse con ella en el coche. Pero de nada sirvió. William se puso en pie de un salto y, agarrando el antebrazo de la señora Pickthorne de modo bastante doloroso, la acompañó hasta la verja, con lo cual la buena señora tuvo que esparcir sus adioses por encima del hombro mientras se alejaba. El señor Pickthorne no tuvo más remedio que seguirlos; consiguió olvidar su sombrero (un panamá), pero, obedeciendo a su tío Edward, la niña que había estado ofreciendo galletitas redondas se lo acercó. «Vuelvan pronto», gritó William cuando ya estaban en el coche. El señor Pickthorne esbozó una sonrisa vidriosa, metió primera bruscamente y bajó retumbando por el camino. La señora Pickthorne fingió no oír nada.

—¡Pensaba que jamás se iban a ir! —exclamó William mientras cruzaba la verja dando fuertes pisotones.

—Se pensaban que los habías invitado a cenar —dijo Rachel.

—Bah, no creo. Cómo iban a pensar eso. ¿Los invité?

—Pues claro —dijo la Duquesita tranquilamente—. Eres de lo que no hay, William. Para ellos es muy injusto.

—Volverán a casa enfurruñados y discutirán por una lata de sardinas —dijo Rupert—. No me gustaría estar en el pellejo del señor Pickthorne; seguro que le cae la culpa de todo.

Eileen, que llevaba rondando media hora larga, salió para decir que la cena estaba servida.

 

 

—Lo que dijo —este era su cuarto intento— fue: «Vengan a casa a cenar». Y luego, justo cuando nos estábamos bajando del tren, añadió: «Vengan a tomar una copa a eso de las seis».

—¡Pues eso!

—Vale; como siempre, es culpa mía —dijo él para romper el silencio tan poco amigable en el que llevaban varios minutos sumidos.

—Ah, ¿conque así se arregla todo? Como es culpa tuya, ya no hace falta que sigamos hablando, ¿no?

—Mildred, sabes que no puedo impedir que digas lo que quieras.

—No tengo ganas de seguir hablando del tema. —Poco después, añadió—: En casa no hay nada de comer.

—Podríamos abrir una lata de sardinas.

—¡Sardinas! ¡Sardinas! —repitió ella, como si fueran ratones en conserva, como si solo a un loco se le pudiese ocurrir meter sardinas en una lata—. Come tú sardinas si tanto te gustan. Sabes perfectamente cómo me sientan.

«Lo que sí sé es lo que me gustaría hacer contigo», pensó. «Me gustaría estrangularte muy despacio y después tirarte a un pozo». La brutalidad de este pensamiento, y la facilidad y la rapidez con que le vino a la cabeza, lo dejaron consternado. «Soy peor que el doctor Crippen», pensó. El mal en persona. Puso una mano sobre la rodilla de su mujer.

—Siento haberte estropeado la velada. Hay que reconocer que no tienes muchas oportunidades de divertirte, ¿no? Me da lo mismo comer una cosa que otra. Prepares lo que prepares, estará muy rico, como siempre. —La miró de refilón y vio que iba por buen camino.

—¡Si escucharas a la gente! Creo que tenemos huevos.

 

 

A Zoë le parecía que la cena estaba durando una eternidad. Había salmón frío, patatas nuevas y guisantes; de beber, un delicioso vino blanco (aunque William, que consideraba que el vino blanco era una bebida de señoras, pidió una botella de oporto), después suflé de chocolate y, por último, queso Stilton y oporto, pero tardaron mucho porque hablaban todos con tanta vehemencia que se olvidaban de coger la verdura cuando se la ofrecían, y los hombres repitieron del salmón, luego, claro, hubo que comerse toda la verdura (Rupert se levantó y la fue pasando), y mientras tanto hablaban de varias cosas a la vez..., de teatro... En fin, a ella el teatro sí que le interesaba, pero no las obras francesas, ni Shakespeare ni las obras en verso. Entonces Edward se había vuelto hacia ella y le había preguntado qué obras le gustaban, y, cuando dijo que últimamente no había visto ninguna, le había hablado de una llamada Francés sin lágrimas, y, justo cuando estaba pensando que el título sonaba bastante aburrido, Edward se rio y dijo: «¿Te acuerdas, Villy, de aquella chica tan maravillosa, Kay no sé cuántos, y de cuando uno de los actores dijo “Me dio luz verde”, y el otro dijo que le parecía que la chica debía de ser muy agarrada con sus luces amarillas y rojas?». Y entonces, después de que Villy asintiera y sonriera como para seguirle la corriente, Edward se había vuelto de nuevo hacia Zoë y le había dicho: «Deberías ir a verla algún día, te ibas a reír». Edward le caía simpático, y tenía la sensación de que ella lo atraía. Antes, cuando estaban entrando al comedor, le había dicho que llevaba un vestido muy bonito. Era uno de gasa azul con grandes margaritas blancas con el centro amarillo y un cuello de pico bastante escotado. En otro momento había estado segura de que Edward le estaba mirando el escote y había girado la cabeza para mirarlo, y, en efecto, eso estaba haciendo. Edward le dedicó una sonrisita y le guiñó un ojo. Zoë intentó fruncir el ceño, pero, en realidad, había sido el mejor momento de la cena, y se preguntó si él se estaría enamorando de ella. Por supuesto, sería horrible, pero no sería culpa suya. Se mostraría distante, pero muy comprensiva; probablemente se dejaría besar una vez, porque una sola no contaba; se dejaría coger por sorpresa, o eso pensaría Edward. Pero le explicaría que no estaría bien porque le rompería el corazón a Rupert, y, además, amaba a su marido. Lo cual era cierto. Se lo diría mientras comían en el Ivy..., es decir, después del beso, porque la comida sería para explicarlo todo. Ahora que estaba casada casi nunca salía a comer fuera, y Rupert era profesor de arte y, por tanto, demasiado pobre para que invitasen a nadie a casa. Edward le suplicaría que le permitiera verla aunque solo fuese de vez en cuando... Zoë empezó a decirse que a lo mejor eso sí se lo podría permitir.

—¡Cariño! ¿No era ese el hombre que no te quitaba los ojos de encima en el Gargoyle?

—¿Qué hombre?

—Ya sabes a quién me refiero. El bajito aquel de los ojos saltones. El poeta.

—No tengo ni idea. ¡Cuando alguien se me queda mirando no voy y pregunto: «¿Cómo te llamas?»!

Le pareció que se había apuntado un tanto, pero se produjo un breve silencio que fue interrumpido por Sybil:

—¿Dylan Thomas en un club? ¡Qué interesante!

—Sí, así es —dijo Rupert.

La Duquesita añadió:

—Antes se veía a los poetas en todas partes. Hoy en día parece que se esconden bajo tierra. En mi juventud eran bien recibidos. Te los encontrabas cuando salías a comer y en ocasiones por el estilo, de lo más corrientes.

—Duquesita, el Gargoyle está en un cuarto piso.

—¿Ah, sí? Pensaba que todos los clubes estaban bajo tierra, no sé por qué. No he ido nunca a ninguno.

—Demasiado tarde —dijo William.

—Sí, demasiado tarde —contestó ella con tono sereno, y sonó la campanilla para que Eileen se llevase los platos.

Edward se ganó aún más la simpatía de Zoë al decir:

—Nunca le he visto la gracia a la poesía, no entiendo qué quieren decir esos tipos.

Y Villy, que le oyó, respondió:

—Pero, cariño, si tú nunca lees nada. Es inútil que finjas que lo único que no lees es poesía.

Mientras Edward decía de buen humor que con una intelectual en la familia había más que de sobra, Zoë dirigió una mirada valorativa a Villy. Por alguna razón, no parecía la mujer adecuada para Edward. Era un poco..., en fin, no podía decirse que no fuese atractiva, pero le faltaba glamur. Tenía una nariz huesuda y demasiado grande, un rostro de rasgos afilados pero con cejas pobladas y muy oscuras, no grises como su pelo, y una figura que, aun siendo amuchachada, carecía de encanto. Los ojos eran castaños, y no estaban mal, pero sus labios eran demasiado finos. En conjunto, era sorprendente que el apuesto Edward se hubiese casado con una persona así. Por supuesto, había un montón de cosas que se le daban estupendamente: no solo montaba a caballo y jugaba al tenis, sino que además tocaba el piano y un instrumento tipo gaita, leía libros franceses, hacía encaje de bolillos con su mundillo y todo, encuadernaba libros con un cuero suave y flexible y tejía salvamanteles para bordarlos después. Parecía que no había nada que no supiese hacer ni tampoco ningún motivo en particular para que hiciera ninguna de estas cosas: Edward era muchísimo más rico que Rupert. Y además estaba, como decía la madre de Zoë (y, por tanto, esta), bien relacionada, aunque ahora Zoë ya no decía este tipo de cosas en voz alta. El padre de Villy había sido un baronet. En su salón, Villy tenía una foto suya en un marco de plata; tenía un aspecto tremendamente anticuado, con un bigote de morsa blanco y caído, un cuello de puntas con una corbata muy apretada y grandes ojos melancólicos. Había sido compositor..., y bastante famoso, algo que ojalá llegase a ser Rupert; la pintura de retratos daba mucho dinero si conseguías retratar a la gente adecuada. Lady Rydal, sin embargo, era una sargenta de cuidado. Zoë solo la había visto una vez, en Home Place, poco después de casarse. La Duquesita la había invitado a pasar una temporada con ellos porque todos habían tenido un gran aprecio a sir Hubert, y cuando murió sintieron lástima por ella. Lady Rydal había dejado claro que estaba en contra de las uñas pintadas, de que las chicas vistieran pantalón corto, del cine, de que las mujeres bebieran licores... Era una aguafiestas redomada.

—¿Qué piensas tú, silenciosa Zoë?

—Rupert dice que no sirvo para pensar nada —respondió. No había estado atenta y no tenía ni la más remota idea de lo que habían estado diciendo..., ni la más remota.

—Yo nunca he dicho eso, cariño. Dije que obras a partir de tu intuición.

—Las mujeres son perfectamente capaces de pensar. Solo tienen otras cosas distintas en que pensar —dijo la Duquesita.

Y Edward:

—La verdad es que no veo por qué iba Zoë a pensar en Mussolini.

—¡Pues claro que no! ¡Cuanto menos piense en ese tipo de cosas, mejor! No te calientes esa linda cabecita con ese dictador espagueti —dijo el Brigada, dirigiéndose con tono afectuoso a su nuera—. Aunque he de decir que ha hecho un buen trabajo plantando eucaliptos y drenando todos esos pantanos. No puedo por menos que concedérselo.

—¡Pero bueno, Brigada! Hablas como si los hubiese plantado él en persona. —A Rachel se le descompuso el semblante en su intento de contener la risa—. ¡Imagínatelo! Todos los botones del uniforme tendrían que hacer un sobreesfuerzo cada vez que se agachara...

Sybil, que hasta ese momento había estado escuchando afectuosamente el interminable relato del Brigada sobre el segundo viaje que hizo a Burma, dijo:

—Pero también ha construido unas carreteras bastante buenas, ¿no? Es decir, las ha mandado construir.

—Pues claro —dijo Edward—. Ha generado empleo, ha puesto a la gente a trabajar. ¡Y, Dios mío, me apuesto a que trabajan más duro que aquí! A veces pienso que a este país no le vendría nada mal un dictador. ¡Fijaos en Alemania! ¡Fijaos en Hitler! ¡Mirad todo lo que ha hecho por su pueblo!

Hugh estaba espantado.

—¡No queremos un dictador, Ed! ¡Cómo puedes pensar eso!

—¡Pues claro que no lo queremos! Lo que necesitamos es un gobierno socialista decente. Alguien que entienda a las clases trabajadoras. Trabajarían si tuviesen un incentivo digno. —Rupert lanzó una mirada desafiante a su familia conservadora—. Esta gente solo piensa en mantener el statu quo.

El suflé de chocolate llegó y los desvió de aquellos derroteros tan trillados, aunque Zoë pudo oír a Edward murmurando que él no veía que el statu quo tuviese nada de malo.

Después del suflé, Sybil y Villy dijeron que iban a acostar a los niños, y Zoë, que no quería que vieran el poco cariño que le tenía Clary, no se movió de su silla. Rachel, que se había percatado de esto, dijo que iba a coger sus cigarrillos. La Duquesita sugirió que dejasen a los hombres con su queso y su oporto.

 

 

Louise y Polly se habían bañado juntas y le habían dejado el agua a Clary tal y como les habían dicho, pero no parecía que estuviese por allí cerca, y no veían por qué tenían que ir a buscarla. Se cepillaron el pelo y trenzaron el de Louise, cosa complicada porque aún no era lo bastante largo como para hacer una buena trenza. Había decidido dejárselo largo para no tener que llevar pelucas cuando fuese actriz.

—Aunque si haces de alguien muy viejo, tendrás que ponerte una peluca blanca —dijo Polly, pero Louise repuso que la única persona vieja a la que quería interpretar, y era «interpretar a», no «hacer de», era Lear, y que todavía no había justicia en lo tocante a que las mujeres pudiesen interpretar los mejores papeles de Shakespeare.

—Lo más seguro es que tenga que empezar con Hamlet.

—No entiendo por qué no puedes ser Rosalind sin más, o Viola. Las dos llevan ropa de hombre.

—Pero por debajo son mujeres. De eso se trata. Ya me pongo yo la goma, cuando te la pone otro siempre te pellizca. En serio, Polly, deberías ponerte a pensar en qué vas a hacer tú..., ya eres un poco mayor para no saberlo.

—Sí que lo soy. Creo que me gustaría casarme con alguien —dijo unos instantes después.

—¡Menuda sosería! ¡Eso lo hace cualquiera! ¡No es ni chicha ni limonada!

—Sabía que ibas a decir eso. —De un momento a otro, Louise se iba a lanzar a hacerle sugerencias espantosas. Lo había hecho tan a menudo que Polly pensaba que a estas alturas debería haberse quedado sin ideas, pero nunca le faltaban.

—¿Qué te parece pescadera? Podrías llevar un delantal largo y un sombrerito de paja.

—No lo soportaría. Me choca mucho ver salir sangre del pescado.

—Se te daría bien colocar el pescado en la plancha de mármol.

—Si no fueran peces, sí.

—No está bien ser tiquismiquis, Polly. Así no habrá casi nada que puedas ser. Mira yo: tendré que apuñalar a unos y a otros, y estrangularlos, y caerme desmayada por las escaleras.

—Si te vas a poner así, me voy a leer.

—Vale, ya me callo. Vamos a buscar a Teddy y a Simon para jugar al Monopoly.

Pero en el cuarto de las lecciones se encontraron a Teddy y a Simon en medio de una partida que parecía que iba a durar siglos.

—Jugaremos la siguiente con vosotras —propuso uno de ellos, pero era una promesa vana porque lo más probable era que los mandasen a la cama mucho antes de que la terminaran.

—Podéis quedaros aquí si os calláis —dijo el otro, de modo que, evidentemente, cogieron las bandejas de la cena y se volvieron al dormitorio. Louise intentó dar un portazo y derramó casi toda su leche.

—¡Ojalá estuviese aquí Pompeyo! Le encanta la leche derramada, le gusta mucho más que en el cuenco.

Cogieron una toallita para la cara y limpiaron el suelo, y Polly se ofreció amablemente a ir a por más.

—Pide que te la pongan en una taza, por favor. Odio la leche en vaso, se queda como aguada.

Después de cenar se metieron en la cama y Polly siguió con lo que llevaba tejiendo desde las vacaciones de Navidad, un jersey tupido de un rosa muy pálido, y Louise empezó El ancho, ancho mundo, al poco rato ya estaba sorbiéndose los mocos y secándose los ojos con la sábana.

—Todo lo que tiene que ver con Dios es tristísimo.

Polly soltó la labor —al menos, había tejido casi un par de centímetros— y se puso a leer El libro marrón de las hadas porque no tenía gracia estar sin leer cuando la otra persona estaba leyendo. Encendió una luz y entraron las polillas, algunas pequeñas, que revoloteaban, y otras gordas, que hacían un ruido sordo al chocarse contra la pantalla de la lámpara.

Cuando llegaron Villy y Sybil, lo primero que hicieron fue preguntar dónde estaba Clary.

—Ni idea —dijo Polly.

—Nos hemos olvidado de ella por completo —admitió Louise, pero ambas sabían que se iba a armar la gorda.

Después de hacerles unas preguntas, Villy y Sybil salieron en su busca. Después vino la tía Rachel y preguntó lo mismo.

—No sabemos, tía Rach, de veras. No vino al cuarto de las lecciones a cenar. Le dejamos la bañera llena.

Louise intentó que sonase como un acto de generosidad, pero no lo consiguió porque no lo era. La tía Rachel salió inmediatamente de la habitación, y la oyeron hablar con sus madres. Se miraron.

—No es culpa nuestra.

—Sí, sí que lo es —dijo Polly—. No hemos querido que se viniera con nosotras después del té.

—¡Maldita sea! El problema es que hace que me sienta tan mal que acabo cogiéndole manía. Un poco.

Se hizo un silencio, y a continuación Polly dijo:

—No es ella la que te hace sentir mal; es nuestra manera de portarnos con ella. Tendremos que... —Pero en ese preciso instante entró la tía Villy y se calló.

—A ver, vosotras dos, escuchad. No os aliéis en contra de Clary. ¿Cómo os sentaría si ella y una de vosotras se lo hiciesen a la otra?

—No nos hemos aliado en su contra, de veras —empezó a decir Louise, pero Polly la interrumpió:

—Te prometemos que ya no lo haremos más.

Pero la tía Villy no hizo caso de esto último y dijo:

—A ti, Louise, es a la que más culpo, porque eres la mayor. —Estaba quitando la colcha de la cama de Clary, y después se puso a abrir su maleta, que estaba bastante baqueteada—. Al menos podríais haberle ayudado a deshacer el equipaje.

—Polly tiene la misma edad que Clary, y a ella no le ayudo a deshacer la maleta.

En ese momento entró la tía Sybil, y dijo:

—No aparece por ningún lado. Rachel está preguntando en la cocina, pero creo que deberíamos avisar a Rupert.

—¿Vamos a buscarla, tía Syb?

Pero su madre fue tajante:

—Ni hablar. Vais a deshacer su maleta primorosamente, y una de vosotras va a ir al cuarto de las lecciones a coger su cena. Estoy muy disgustada contigo, Louise.

—Lo siento. Lo siento de veras. —Louise se abalanzó sobre la maleta y empezó a sacar la ropa de Clary.

Polly salió de la cama para ir a por la bandeja. Notaba que su madre no estaba tan enfadada como lo estaba la tía Villy con Louise, que se había quedado muy afectada. Cruzaron una mirada, y Sybil dijo:

—¿Tenéis alguna idea de dónde pueda estar?

Polly se puso a pensar con todas sus fuerzas, pero ella no era Clary, de modo que ¿qué debía pensar? Dijo que no con la cabeza. Las madres se fueron y Louise se echó a llorar.

Al final, después de avisar a Rupert, de que los tíos se sumasen a la búsqueda, de que hasta Zoë se paseara por la pista de tenis llamándola y de que unos cuantos fueran a los establos, al cobertizo del jardinero, a los invernaderos e incluso al bosque, fue Rachel quien la encontró. Había ido a su dormitorio a coger un abrigo para sumarse a la búsqueda en el exterior y vio a Clary dormida en el suelo. Se había hecho una camita con los cojines de la butaca y se había tapado con el abrigo de Rachel. Estaba profundamente dormida y había dejado las sandalias a un lado. Sobre la almohada de Rachel había una nota: «Querida tía Rach, prefiero dormir en tu cuarto. Espero que no te importe. No me he desvestido para no coger frío. Besos, Clary». Rupert dijo que iba a despertarla para hablar con ella y que después la llevaría a su dormitorio, pero Rachel dijo que era mucho mejor dejarla donde estaba y le sacó una manta y una almohada apropiadas.

De modo que aquella primera noche se tomaron el café muy tarde. Después, la Duquesita y Villy estuvieron un rato tocando duetos, que a Zoë le parecieron un aburrimiento mortal porque no se podía hablar. Sybil se fue primero a la cama, y Hugh dijo que la acompañaba.

—¿Tú qué crees que ha pasado?

—Bueno, Louise y Polly son grandes amigas. En Londres se ven prácticamente a diario. Supongo que Clary se ha sentido excluida.

—Espera, ya te lo hago yo. —Hugh le quitó las horquillas y las fue dejando una a una en la palma de la mano de Sybil—. Estás demasiado cansada —fingió acusarla, con tanta ternura que Sybil notó un picorcillo en los ojos.

—Hasta para subir los brazos estoy demasiado cansada. Gracias, cariño.

—Yo te desvisto.

Sybil se puso en pie y se sacó el vestido de embarazada.

—Villy ha exagerado las cosas con Louise. Siempre lo hace.

—Bueno, no es asunto nuestro. —Le desabrochó el sostén y le bajó los tirantes por los brazos. Sybil se quitó las bragas, se descalzó las sandalias de una patada y se quedó ante él desnuda, grotesca y hermosa—. ¿Dónde tienes el camisón?

—En la cama, creo. ¡Cariño mío! Debes de estar harto de verme con esta pinta.

—Me maravilla. —Después añadió con tono más ligero—: Me siento privilegiado por poder contemplarte. Acuéstate.

—No debe de ser fácil para Rupert.

—No te preocupes por él.

Sybil se acostó con dificultad.

—Ojalá no tuvieras que volver el lunes.

—Seguro que podría cambiarme con Edward si tú quieres.

—No, no. No quiero. Prefiero que estés conmigo en Londres cuando nazca.

Hugh se acercó a las cortinas y las descorrió. La luz lo despertaba por las mañanas, pero sabía —o pensaba que sabía— que ella las prefería abiertas.

—No hace falta que las abras. De veras que no me molesta.

—Es que las prefiero abiertas —mintió él—. Ya lo sabes.

—Ya, lo sé. —Para qué iba a querer que estuviesen cerradas cuando sabía que a él le gustaba que entrase el aire. Sí, la luz la despertaba por las mañanas, pero era un precio ridículo que pagar por un hombre al que amaba tanto.

 

 

—... y pienso sinceramente que, si Zoë hiciera un mínimo esfuerzo por ejercer de madrastra, la pobrecita Clary sería una niña mucho más fácil de llevar.

—Si es que es jovencísima. Supongo que la familia en masa le resulta agobiante. A mí me cae bien —dijo Edward.

—Ya lo sé. —Villy se desatornilló los pendientes y volvió a meterlos en la abollada cajita.

—Bueno, menos mal que le cae bien a alguien..., sin contar a Rupert, claro.

—No es que le «caiga bien», precisamente. Está loco por ella, pero eso no es en absoluto lo mismo.

—Todo esto es demasiado sutil para mí, me temo —farfulló, porque se había sacado la dentadura postiza para limpiarla.

—Cariño, sabes perfectamente a lo que me refiero. Rebosa atractivo sexual por los cuatro costados. —Villy lo dijo en un tono de broma que no ocultaba su repugnancia.

Edward, que era plenamente consciente del atractivo sexual de Zoë, pero que sabía que era terreno peligroso, cambió de tema y se puso a hablar de Teddy, y escuchó amablemente mientras Villy le hablaba de lo preocupada que estaba por los ojos del niño y le preguntaba si no pensaba que era demasiado joven para dejar la escuela preparatoria; y ¿a que era increíble lo que había crecido en el último semestre? De hecho, siguió cotorreando cuando ya estaban acostados y Edward quería que se callase.

—La primera noche de las vacaciones —dijo, besándola y buscando con la mano el pelo corto y rizado de su nuca.

Villy se apartó de él por un instante, pero solo para apagar la luz.

 

 

—... sí que lo intento, ¡pero sencillamente no le caigo bien!

—Creo que piensa que ella no te cae bien a ti.

—Además, es Ellen la que tiene que saber dónde está. Quiero decir, se supone que no solo tiene que cuidar de Neville, que yo sepa. Se supone que es la niñera de los dos, ¿no?

—Clary tiene doce años, es un poco mayor para tener niñera. De todos modos, estoy de acuerdo contigo en que tendría que haber comprobado que Clary se iba a la cama.

Zoë no respondió. Había conseguido cargar a otra persona con la culpa, y en consecuencia se sentía menos culpable, capaz de ser más dulce.

Rupert estaba cepillándose los dientes y escupiendo en la cubeta del agua sucia.

—Mañana hablaré con Ellen. Y con Clary también, por supuesto —dijo.

—De acuerdo, cariño. —Para fastidio de Rupert, sonó como una concesión (¿acerca de qué?). No quiero discutir por esto, se recordó a sí mismo. Le echó un vistazo para ver cómo iba con la interminable tarea de lavarse la cara. Estaba usando aquel potingue transparente del frasco; estaba a punto de terminar. Sus miradas se cruzaron en el espejo del tocador y Zoë empezó a esbozar lentamente aquella sonrisa cándida tan suya; Rupert vio cómo se le dibujaba aquel hoyuelo tan seductor bajo el pómulo derecho y se acercó a ella, retirándole el quimono de los hombros. Su piel era fresca como el alabastro, lustrosa como las perlas, y tenía la cálida blancura de una rosa. Todo esto lo pensó, pero no lo dijo; su profunda adoración por ella no era algo que pudiera compartirse; en lo más íntimo sabía que la imagen de Zoë y Zoë no eran lo mismo, y solo podía aferrarse a la imagen a través del secretismo.

—Ya es hora de que te lleve a la cama.

—Vale, cariño.

Cuando le hubo hecho el amor, Zoë, con un suspiro de satisfacción, se puso de lado y dijo:

—Me esforzaré más con Clary, te lo prometo; de veras.

Rupert no pudo evitar el recuerdo de la última vez que lo había dicho, y respondió como entonces:

—Sé que lo harás.

 

 

Mi amor, me pregunto si sabrás algún día hasta qué punto eres mi amor. No sé cuánto voy a poder escribir, porque te estoy escribiendo en la sala común, adonde, como sabes, vienen todos los que están descansando entre clase y clase a echar un pitillo, tomarse un café y, por desgracia, también a charlar. De modo que me interrumpen, y dentro de doce minutos el pequeño Jenkins amenazará con asesinar una pequeña pieza, completamente inofensiva, de Bach. El miércoles pasado fue precioso, ¿a que sí? A veces pienso, o quizá no tengo más remedio que pensar, que aprovechamos más los valiosos momentos que compartimos que la gente que no tiene nuestras dificultades, que puede quedar y mostrarse cariñosa en público abiertamente y cuando quiere. ¡Ay! ¡Cuánto te echo de menos! Eres la criatura más excepcional, más milagrosa, que conozco..., mucho mejor persona que yo en todos los sentidos posibles. A veces desearía que no fueras tan enteramente buena: tan desinteresada, tan generosa e incansable en tus atenciones y tu bondad para con todos. A mí me pierde la avaricia; te quiero solo para mí. No pasa nada; sé bien que no es posible; jamás repetiré mi incalificable conducta de la noche que fuimos al concierto; jamás en la vida podré volver a escuchar nada de Elgar sin sentir vergüenza. Sé que tienes razón; están mi hermana, que depende de mí en muchísimos aspectos, y las malditas finanzas, como dices tú; y tú tienes a tus padres, que han pasado a depender de ti. Pero a veces sueño con que seamos libres para poder estar a solas. Eres lo único que quiero. Viviría contigo en un tipi o en un hotel de la costa, uno de esos que ponen geranios en las mesas del comedor y en los que la gente se sienta a comer con botellitas de vino que llevan sus iniciales escritas en la etiqueta. O en una joyita estilo Tudor en la Great West Road, con un cerezo rosado, un laburno y un sendero de baldosas irregulares... Cualquier lugar, mi queridísima Ahry, sería transformado por ti. Si se pudiera pedir la luna... He pensado que quizá podría...

¡Ay, este Jenkins! Le llovía la caspa sobre el violín y le salían unos ruidos horrorosos, como de un animalillo que se ha caído en una trampa. Sueno cruel, pero es que me ha dicho que ensaya más de lo que ensaya; no es un niño que se haga simpático. Lo que iba a decir es que, si telefonease a principios de la semana que viene, a lo mejor la querida Duquesita me acogería una noche. Y, si no, ¿qué tal a comer? O —el mayor atrevimiento— quizá podrías recogerme en la estación y podríamos comer en cualquier sitio de Battle y dar un paseo. No son más que sugerencias descabelladas; basta con que cuando llame me digas que no puede ser para que no sea. Solo oír tu voz será maravilloso. Escríbeme, cariño mío, te ruego que me escribas...

 

—¿Tía Rach?

Instintivamente, dobló la carta y la apartó de la vista.

—Sí, tesoro. Aquí estoy.

—¿No pasa nada? ¿No estás enfadada?

Rachel salió de la cama y se arrodilló en el suelo junto a su sobrina.

—Me siento muy honrada de haber sido la elegida. —Le retiró el flequillo de la frente—. Hablaremos mañana tan a gusto. Ahora duerme. ¿Estás lo suficientemente abrigada?

Clary pareció sorprenderse.

—No lo sé. ¿Cómo me ves?

—Sí lo estás. —Rachel se agachó y la besó.

—Si me hubiera contagiado de la rabia, no podrías besarme porque te mordería, ¿no?

—Pero bueno, ¿qué has estado leyendo?

—Nada. Me lo dijo una del colegio. Una niña horrible de América del Sur. No te caería bien, es malísima.

—Buenas noches, Clary. A dormir.

—¿Te vas a dormir ya?

—Sí.

De modo que, naturalmente, tuvo que guardar la carta y apagar la luz.

 

 

El sábado, Villy salió a montar con su suegro, Edward y Hugh jugaron al tenis con Simon y Teddy, Rupert se llevó a Zoë a comer en Rye y Polly y Louise estuvieron aprendiendo por turnos a montar a Joey, que, atrapado por Wren y condenado a pasar una hora recorriendo inútilmente el mismo prado al trote y a medio galope, se vengó cuando le pusieron la montura, hinchándose para que las cinchas apenas le ciñeran la enorme panza cebada de hierba y desinflándose después. De este modo consiguió que la montura se deslizase por un lado y echase a Polly al suelo. En el caso de Louise, lo único que consiguió fue darle un brusco coletazo en los ojos mientras intentaba montarlo.

Clary se llevó a Lydia a ver mariposas. Después encontraron una pila de arena que se habían dejado los albañiles, y Clary tuvo una idea. «Es una idea bastante larga», dijo con tono severo, porque Neville se les había pegado y quería desanimarle, pero no sirvió de nada. «Quiero formar parte de la idea», dijo Neville, así que al final le dejó. Con Clary al frente, se llevaron casi toda la arena a un lugar secreto detrás del cobertizo.

Rachel cogió más frambuesas y grosellas negras y rojas para que la señora Cripps hiciera postres de verano, mecanografió extractos de los Diarios de John Evelyn para el libro de su padre y por último se puso con Sybil a la sombra de la araucaria a hilvanar cinta de cortinas sobre una tela de cretona verde oscuro para que la Duquesita lo cosiera todo a máquina después del almuerzo.

La Duquesita celebró su reunión matinal con la señora Cripps. Inspeccionaron las sobras del salmón; no daba para volver a servirlo frío y con ensalada, habría que hacer croquetas para la cena, seguidas de una carlota (entre las dos llegaron a esta solución intermedia, pues a la señora Cripps no le gustaba hacer croquetas y a la Duquesita le parecía que la carlota era demasiado indigesta para comer por la noche). Para el almuerzo del domingo pondrían el cordero asado y pudin de verano. Una vez decidido todo esto, la Duquesita quedó libre para pasar el resto de la mañana en su jardín, cortando las flores marchitas y podando las cuatro pirámides de boj que estaban plantadas al final de los arriates de hierbas para proteger el reloj de sol, mientras Billy barría y recogía los recortes.

Al mediodía, todos tenían demasiado calor para seguir con estas actividades. Los padres consideraban que ya se habían esforzado con creces por ayudar a Teddy con el saque y a Simon con el revés, y ambos chicos se morían de hambre (aún faltaba una hora para el almuerzo) y emprendieron su tradicional asalto relámpago a las latas de galletas que había junto a las camas de sus padres. Hoy era fácil; birlaron todas las galletas del dormitorio del tío Rupert, sabiendo que no estaba, y se las comieron en el aseo de abajo.

Villy, después de montar, tuvo que irse con William a que este le enseñase los edificios nuevos. Estaba deseando quitarse la ropa de montar, pero su suegro, equipado con camisa de franela, chaleco de gabardina amarillo limón y chaqueta de tweed con pantalón de gabardina y botas de cuero, parecía inmune al calor, y estuvo más de una hora explicándole no solo lo que llevaban hecho, sino también los planes alternativos que habían rechazado.

A Louise y a Polly, abandonadas por Wren, que dijo que tenía que irse a ver a los otros caballos, les quedaba todavía un turno a cada una para montar a Joey, que estaba sudando una barbaridad y cada vez estaba menos dispuesto a colaborar; le había dado por amblar y detenerse a arrancar bocados de hierba.

—Huele de maravilla, pero no es que sea muy fiel —dijo Polly al desmontar—. ¿Montas otra vez?

Louise dijo que no con la cabeza.

—Si hubiese dos, podríamos dar un paseo como Dios manda. Sujétalo mientras le quito la montura.

Polly, que en su fuero interno no disfrutaba de montar ni la mitad que Louise, asintió. En realidad, estaba pensando que ahora podrían dedicar el resto del día a cosas mucho más agradables. Acarició el suave hocico de Joey, pero el animal la apartó con impaciencia: lo que quería era azúcar, no sensiblerías. Después de quitarle la montura del lomo, Louise le desabrochó la correa de la brida y se la sacó por la cara. Joey permaneció quieto unos instantes, y luego, sacudiendo la cabeza con gesto teatral, dio unos pasos a medio galope y se puso fuera de su alcance.

—Me temo que no le caemos muy bien —dijo Louise. Tenía fama de que los animales se le daban de maravilla, pero no parecía que Joey estuviera de acuerdo.

—Le caes mejor tú que yo —dijo la fiel Polly; aunque en ningún momento lo habían mencionado, sabía cómo se sentía Louise. Bajaron fatigosamente por el camino de carros que llevaba del prado a los establos, turnándose con la montura.

Clary había pasado una mañana muy buena. Habían amontonado toda la arena en un viejo cajón vivero que había en el huerto. La tapa de cristal llevaba mucho tiempo desaparecida, y el fondo tenía unos límites perfectos para llevar a cabo su idea. Primero había que apelmazar la arena para que quedase completamente lisa; lo intentaron con los pies descalzos, pero salía mejor con las manos. A Clary era a quien mejor se le daba, y a fin de tener la paz y la tranquilidad necesarias para hacerlo bien mandó a los otros a por cosas.

—¿Qué cosas? —Neville se estaba poniendo díscolo—. ¿Qué es lo que estamos intentando hacer? ¿Por qué no cogemos agua y hacemos barro? —se quejó.

—Cállate. Si no quieres jugar con nosotras, lárgate. Y, si no, haz lo que dice Clary. Es la mayor.

—No quiero largarme. Sí que quiero jugar. Quiero saber qué se supone que estamos haciendo. No quiero perder el tiempo —añadió con tono un tanto grandilocuente.

—¡No quiere perder el tiempo, dice! —se mofó Lydia, intentando pensar en la cosa más pequeña que conocía—. Su tiempo no vale ni un comino —dijo al fin.

Clary dijo:

—Estamos haciendo un jardín. Necesitamos setos, y gravilla para los senderos, y, sí, ¡un lago! Y árboles, y flores... ¡Necesitamos de todo! Uno de vosotros que vaya a por gravilla, solo de la más pequeña. Encárgate tú, Neville. Coge un semillero del invernadero.

—¿Y yo qué hago?

—Quiero que vigiles la arena. Y que raspes el musgo del muro ese del fondo, allí —señaló, a la vez que Lydia ponía cara de decepción.

—¿Adónde vas?

—Vuelvo enseguida.

Al volver de su incursión en la casa, completada con éxito y sin que nadie se enterase —cogió las tijeras de uñas del estuche de manicura de Zoë y el espejito redondo del cuarto de baño de las criadas—, se topó con un canasto lleno de recortes de boj (Billy se había tenido que ir a almorzar). En su cabeza se agolpó un sinfín de posibilidades: por ejemplo, plantar hierba y cortarla mucho con las tijeras para que pareciera césped, y con la caja podía hacer un seto diminuto que bordease el sendero de gravilla, o si no meterla en un diseño de parterres. Las posibilidades que se le ofrecían para construir el jardín más bonito del mundo eran infinitas. Por una vez se alegraba de que Polly y Louise no estuvieran allí; habrían tenido ideas, y quería que el jardín fuese enteramente suyo.

Al llegar, se encontró con que Lydia se había hartado de raspar musgo, había cogido margaritas y las estaba hincando en la arena sin ton ni son.

—Te estoy colocando las flores.

Clary dejó que siguiera en un extremo de la arena. Lydia era pequeña y no cabía esperar mucho de ella, y sabía que cuando se es demasiado pequeño a nadie le gusta que se lo hagan sentir.

Justo cuando volvió Neville sin apenas gravilla y con una montonera de cosas que no servían absolutamente de nada, oyeron que Ellen los llamaba para que entrasen a prepararse para el almuerzo.

—Es un secreto mortal —advirtió Clary—. No digáis ni mu. Decid que hemos estado jugando en el huerto. Después de comer saldremos y nos pondremos manos a la obra.

—Nosotros tenemos que echarnos la maldita siesta —le recordó Neville—. Durante una maldita hora.

—¡No es justo!

—Yo antes también me la echaba —se apresuró a decir Clary antes de que Lydia pudiese perder el control—. Cuando cumpláis doce años, ya no hará falta.

—¿Y si no llego a los doce? —A Lydia le parecía muy poco probable que fuese a llegar.

—Yo llegaré antes —dijo Neville—. Habrá unas vacaciones en las que tú serás la única que se eche la siesta.

—No os peleéis. Si entráis con la cara toda manchada de lágrimas, preguntarán qué hemos estado haciendo.

Compusieron los semblantes y, luciendo idénticas expresiones de conspiradora impavidez, se fueron a casa.

 

 

A la una en punto, Eileen hizo sonar el gong para llamar a comer.

—¡Santo cielo! ¡No he preparado la bolsa! —Rachel se levantó de un salto, notó la punzada que le daba en la espalda siempre que hacía un movimiento precipitado y se metió en casa a todo correr—. No te preocupes por las cortinas —gritó, no fuera a ser que Sybil se cansara intentando doblarlas y llevarlas. La bolsa, guardada en un cajón de la mesa de naipes de la sala de estar, era un saquito de lino con las iniciales R. C. bordadas en cadeneta de algodón azul. Era la bolsa que había usado Rachel en el colegio para guardar el cepillo de dientes y el peine, pero ahora contenía ocho cuadrados de cartón, seis de ellos en blanco y dos con la letra C. A medida que bajaban los niños después de asearse para el almuerzo, cada uno sacaba un cuadrado de la bolsa. Este ritual obedecía a que la Duquesita había decretado que se permitiese almorzar a dos niños en el comedor a fin de que aprendiesen a comportarse en las comidas con adultos; el método de selección había evolucionado para evitar las riñas y los constantes alegatos de injusticia. Fue Simon quien sacó esta vez una de las papeletas marcadas, y después Clary.

—No la quiero —dijo, y después de meterla otra vez en la bolsa sacó una en blanco—. Es que mi padre no está —se apresuró a decirle a Rachel. En realidad, temía que Lydia y Neville pudieran irse de la lengua sobre el jardín si no estaba ella para impedírselo.

Rachel lo dejó pasar.

—Pero la próxima vez tendrás que respetar las normas —dijo con suavidad.

Neville llegó tarde a comer. Bajó de la mano de Ellen, una clara señal de humillación y mala conducta.

—Perdón por la tardanza. Neville había perdido sus sandalias.

—Solo perdí una. —Si algo no acertaba a entender era el escándalo que podía llegar a montar la gente por un miserable zapato.

Al final, Teddy sacó la otra papeleta, por lo cual se sintió profundamente agradecido. Aún no estaba preparado para enfrentarse al difícil cambio que suponía pasar de la sociedad completamente masculina del colegio (con la salvedad de la supervisora y de la profesora de francés, objeto, ambas, de incesante y disimulado escarnio) a comer y hablar con tantísimas mujeres y bebés.

Decidió sentarse al lado de su padre y del tío Hugh, y así podrían hablar de críquet o, posiblemente, de submarinos, por los que se venía interesando en los últimos tiempos. El almuerzo consistía en jamón cocido caliente con salsa de perejil (la Duquesita planeaba los menús con una indiferencia victoriana por el clima), acompañado de patatas nuevas y habas gordas y seguido de tarta de melaza. Simon odiaba las habas, pero Sybil se las comió por él. Ella sí que parece un haba gorda, pensó Simon, y después se atragantó intentando no reírse de un chiste tan bueno; no quería herir los sentimientos de su madre, y solo a un haba podía gustarle que la llamaran gorda. Esto le hizo atragantarse de nuevo; su padre le dio unos golpecitos en la espalda y se le cayó el plato en el mantel. En fin, que fue un almuerzo harto embarazoso.

Teddy se dio un atracón: repitió de todo y remató con galletas con queso. Había decidido proponerle a Simon que jugasen al tenis justo después de comer porque seguramente más tarde los adultos acapararían la pista. Su padre había dicho que podía practicar el saque a solas, pero no era divertido si no había nadie para devolverle las pelotas ni, peor aún, nadie que le dijera si habían entrado o no. Si perseveraba, podría acabar representando a Inglaterra. La idea de «Cazalet contra Budge» en el tablero de Wimbledon hizo que se le erizasen los pelos de la nuca. «¡Genial jugador nuevo aniquila a Budge!», sería el titular. Claro que a esas alturas quizá ya no fuera Budge, pero fuera quien fuese..., diantre, sería una semana emocionantísima. Lo suyo sería que le entrenase Fred Perry; no había nadie en el mundo mejor que Fred. Era una faena que en el colegio no se pudiese jugar al tenis en invierno, pero podría jugar al squash o con la raqueta para mantenerse en forma. Decidió escribir a Fred Perry para ver qué le aconsejaba. No había habido modo de hablar con su padre y con el tío Hugh: habían estado discutiendo acerca de si debían o no instalar un chisme llamado «dictáfono» en la oficina. Su padre quería uno porque decía que sería más eficaz, pero el tío Hugh decía que se tardaba lo mismo en dictarle a una secretaria que a una máquina y que para él era importante el toque personal. Las mujeres habían hablado de bebés y otros rollos por el estilo. ¡Dios! Menos mal que él no era una mujer. Tener que ir con falda, ser mucho más débil..., no hacer casi nunca nada interesante, como ir al Polo Sur o pilotar coches de carreras, y encima Carstairs decía que les salía sangre a chorros de entre las piernas cada vez que había luna llena, un cuento inverosímil porque todos los meses había luna llena y era obvio que se morirían por la pérdida de sangre, y, además, él nunca había visto a ninguna a la que le pasara esto; pero es que Carstairs era de natural sanguinario, siempre estaba cascando sobre murciélagos vampiros, la carga de la brigada ligera y la peste negra. De mayor iba a ser detective, de los que investigan casos de asesinato; Teddy se alegraba de que ya no fuera a ver más a Carstairs. Su nuevo colegio se alzaba imponente en su imaginación como un iceberg: lo que llegaba a ver, y eso que no era más que una quinta parte (¿o era una sexta?), era bastante aterrador, tanto, sin duda, como lo iba a ser cuando ya no le quedase más remedio que ir. Faltaba un siglo; las vacaciones apenas acababan de empezar. Su mirada se cruzó con la de Simon, que estaba enfrente, y al hacer con el brazo derecho como que daba un raquetazo volcó el vaso de agua.

 

 

Almorzar en el hall fue difícil para Clary por motivos que no se le habían ocurrido. Neville y Lydia se portaron de maravilla, no dijeron una palabra sobre el jardín, y Clary se ofreció a ir a buscar el zapato desaparecido de Neville, lo cual fue bien recibido por Ellen. Pero Polly, que se sentía culpable de que Louise y ella hubiesen excluido nuevamente a Clary al irse juntas a montar sin preguntarle siquiera si quería acompañarlas, se puso a proponer todo tipo de actividades que ambas podían hacer esa tarde con Clary, como ir al riachuelo del fondo del bosque y construir una presa, y, viendo que no parecía que a Clary le entusiasmase la idea, un torneo de tenis o construir una cabaña de troncos en el bosque.

—Bueno, entonces, ¿a ti qué te gustaría hacer? —preguntó al cabo.

Clary notó que Lydia y Neville la miraban de hito en hito.

—Ir a la playa —dijo. Ir a la playa significaba coches y adultos, así que sabía que Polly y Louise no podían hacer nada al respecto. Se rindieron; todo el mundo sabía, dijo Louise, que a la playa iban a ir el lunes, y no antes.

 

 

Después de comer, Villy llevó a Sybil a Battle a comprar franela y lana blanca. Lo habían planeado durante el desayuno, pero habían acordado tácitamente no decir nada del viaje para evitar que ningún niño se empeñase a voces en acompañarlas. Ahora estaban en el coche, sumidas en un tranquilo silencio, retomando tan a gusto su relación estival de siempre. Se veían en Londres, claro, pero más por el afecto que se tenían sus maridos que por elección propia. Como las dos se habían convertido en miembros vitalicios de la familia Cazalet por la misma época, llevaban muchos años disfrutando de una proximidad natural que les había permitido desarrollar un tipo de intimidad poco exigente que no compartían con nadie más. Se habían casado con los hermanos dos años después de la guerra: Sybil en enero, Edward y Villy en mayo. Los hermanos habían sugerido celebrar una doble boda, incluso habían insinuado una doble luna de miel, pero no había podido ser porque Villy tenía que finalizar su contrato con el ballet ruso y Sybil quería casarse antes de que a su padre se le acabase el permiso y volviese a la India. La madrina de Sybil se había encargado de todos los pormenores (su madre había muerto en la India el año anterior), Edward había sido el padrino de boda y se habían ido a Roma de luna de miel; Hugh decía que Francia estaba demasiado llena de cosas que quería olvidar. Edward los había llevado al Alhambra a ver bailar a Villy con el ballet, y a Sybil le había causado una honda impresión que Villy fuese realmente una bailarina profesional. Habían visto Petrushka (Villy hacía de una de las campesinas rusas), y a Sybil, que iba por vez primera al ballet, le había sobrecogido ver a Massine en el papel principal. Después habían esperado a que Villy saliese por la entrada de artistas, envuelta en un abrigo con un cuello de piel blanca y el pelo (largo por aquella época) recogido en un moño con una flechita de plata asomando por un lado. Se habían ido a cenar al Savoy, y a Sybil le pareció que Villy era la persona más sofisticada y chic que había conocido en su vida. Debajo del abrigo llevaba un vestido de gasa negra bordado con brillantes cuentas de cristal verdes y azules que dejaba ver sus estrechas y elegantes rodillas, con zapatos de satén verde a juego, a cuyo lado el vestido de terciopelo beis estampado de Sybil, con su ribete de encaje irlandés, era de lo más anodino. Desbordaba vitalidad, y, animada por Edward, se pasó la velada parloteando sobre la compañía rusa y las giras; sobre París y los ensayos en los que Matisse les vaciaba botes de pintura en la cabeza; sobre lo que era pasarse semanas sin que te pagasen, alimentarse de medio litro de leche al día y echarse un rato en la cama entre los ensayos y las funciones; sobre Montecarlo y los públicos deslumbrantes, sobre las broncas entre Matisse y Diaghilev y sobre algunos miembros de la compañía que se fundían todo el sueldo en una sola noche de juego.

Por aquel entonces se le había antojado increíble y heroico que Villy renunciase a semejante vida en aras del matrimonio, pero Villy, que parecía tan enamorada de Edward como él de ella, le quitaba importancia. Se casaron en casa de Villy, en Albert’s Place, y para la ceremonia su padre compuso una suite para órgano que salió reseñada en el Times. Villy se había hecho un elegante corte a lo garçon para la boda, a la que Sybil había ido de lo más revuelta a causa de su primer embarazo, aquel en el que el niño, un varón, había nacido muerto. Aparte de estar casadas con dos hermanos, al principio apenas tenían nada en común, pero, en la familia Cazalet, casarse con hermanos conllevaba reuniones constantes y regulares: veladas en las que los hermanos jugaban al ajedrez, vacaciones de invierno en las que salían a esquiar... A Sybil se le daba fatal, no había vez que no se torciera un tobillo y hasta se rompió una pierna, mientras que Villy bajaba vertiginosamente por las pistas más difíciles con un brío y una destreza que le granjearon la admiración de la gente de la zona. Jugaban al bridge y al tenis. Iban a teatros y a restaurantes en los que cenaban y bailaban. Una noche, en el Hungaria, Villy le dijo algo en ruso al director de la orquesta, que interpretó una pieza de Delibes, y Villy bailó sola en la pista despejada y todo el mundo aplaudió. Cuando volvió a la mesa y Edward dijo mecánicamente: «Muy bien, cariño», Sybil notó que tenía los ojos llenos de lágrimas, y se preguntó si renunciar a su carrera habría sido, después de todo, tan sencillo. Villy jamás volvió a mencionar su época de bailarina. Siguió desempeñando su papel de esposa y, más adelante, de madre de Louise y después de Teddy y de Lydia como si jamás hubiera existido. Pero Sybil había observado su infatigable energía, que, como el agua, manaba en cualquier dirección que pudiese encontrar. Compró un telar y se puso a tejer lino y seda. Aprendió a tocar la cítara y la flauta. Aprendió a montar, y en poco tiempo estaba adiestrando caballos para el Regimiento de Caballería... Era una de las dos mujeres que había en Londres con permiso para hacerlo. Trabajó para la Cruz Roja llevando a niños ciegos a la playa. Competía con un bote en carreras de barcos pequeños. Aprendió ruso por su cuenta; estuvo metida en una secta Gurdjieff durante una breve temporada (Sybil se enteró solo porque Villy intentó meterla también a ella). Algunas de sus chifladuras (como la secta) no duraban mucho. Resistiéndose a un súbito deseo de preguntar: «¿Eres feliz?», dijo:

—Supongo que las tiendas de Battle estarán cerradas.

—¡Dios mío! Claro, seguro que sí. ¡Qué boba! Podríamos seguir hasta Hastings.

—La tienda de Watlington estará abierta.

—¿Tú crees? —Villy había reducido la velocidad y estaba buscando un sitio donde dar la vuelta.

—No sé por qué, siempre lo está. Tendrán lana blanca. Y casi seguro que también franela.

—Vale. —Villy se detuvo ante la avenida de una casa y dio marcha atrás.

—Qué incompetencia la mía. ¡Si hubiese guardado las cosas de Simon! Pero nunca pensé que volvería a necesitarlas.

—Yo también las tiré. No se puede guardar todo. Si quieres, yo te ayudo.

—Eres un ángel. Siempre me acordaré del faldón de bautizo que le hiciste a Teddy. —El faldón era una delicada pradera blanca, bordada de flores silvestres de hilo blanco y con dobladillos de vainica. Era del tipo de labor que suele estar hecha por monjas.

—Te lo dejo si quieres. No da tiempo a hacer otro igual.

—No quería decir eso. Solo quiero hacer cuatro camisones de franela y un chal.

Mientras subían por la colina en dirección a la tienda de Watlington, pasaron por delante de las verjas blancas de la casa. Villy dijo:

—Seguro que la Duquesita nos echaría una mano.

—Está haciendo uno de esos preciosos vestidos de seda tusor para el cumpleaños de Clary.

—¡Santo cielo! Se me había olvidado. ¿Tú qué le vas a regalar?

—No se me ocurre nada. Si te digo la verdad, no sé qué le gusta. No parece que sea una niña muy feliz, ¿no crees? Rupert dice que tampoco le va muy bien en el colegio. Malas notas, llamadas al orden, y por lo visto no ha hecho amigas.

—Supongo que, si las hiciera, Zoë no sería muy amable con ellas.

Ninguna de las dos sentía simpatía por Zoë, y ambas sabían que estaban a punto de embarcarse en una conversación sobre ella, cosa que sucedía todas las vacaciones y que siempre acababa con las dos diciendo que ya estaba bien de hablar del tema. Esta vez callaron porque habían llegado a su destino: una vieja alquería de madera blanca cuya planta baja se había convertido de manera informal en una tienda. Vendía un poco de todo: comestibles varios, verdura, paquetes de semillas, chocolate, cigarrillos, tira elástica y botones, lana de tejer, huevos, pan, sombreros panamá, canastos, tazas de porcelana china azul y blanca y teteras marrones, telas de algodón de Tootal con estampados de flores, tiras pegamoscas, alpiste y galletas para perros, felpudos y hervidores de agua. La señora Cramp sacó un rollo de franela blanca y cortó los cinco metros que le habían pedido. En el otro mostrador, el señor Cramp estaba cortando beicon con la máquina. Por encima colgaba una tira llena de moscas que chocaba contra su cabeza calva cada vez que cogía una rodaja y la ponía en el peso, y de vez en cuando una mosca muerta hacía mil años caía como una uva pasa sobre el mostrador. Su clienta, que estaba narrando a saber qué desgracia, calló cuando Sybil y Villy entraron en la tienda, y el tiempo —dos semanas sin una gota de agua y con aspecto de seguir así hasta la cosecha— fue lo único de lo que se habló mientras las señoras permanecieron en la tienda.

—Y lana blanca, señora Hugh. Paton de dos hebras; ¿era eso lo que buscaba? O, si no, también tenemos lana afelpada de Shetland.

—Haré el chal —dijo Villy. Escogieron la lana de Shetland, y Sybil compró un carrete de algodón blanco.

—La señora Cazalet se encuentra bien, ¿no? Perfecto.

Envolvió la franela con un trozo de papel marrón suave y la ató con cordón. La lana la metió en una bolsa de papel. La señora Cramp evitó mencionar la barriga de Sybil como si fuera la peste.

Pero, nada más salir Villy de la tienda, dijo:

—Si esa no está a punto de salir de cuentas, yo soy el papa de Roma.

Y la señora Miles, que era la que estaba comprando beicon, dijo:

—No me sorprendería que tuviera gemelos.

La señora Cramp se escandalizó. Hacer comentarios sobre los clientes era su prerrogativa.

—No tienen gemelos. Las señoras no tienen gemelos.

En el coche, Villy preguntó:

—¿Crees que sería buena idea que Clary dejase el colegio y se apuntase con las nuestras a las clases de la señorita Milliment?

—Para Clary, perfecto. Pero ¿crees que Rupert se lo podrá permitir?

—¡Dos libras y diez chelines a la semana! Por fuerza tiene que ser más barato que el colegio.

—Seguro que le hacen una tarifa especial por ser maestro. A lo mejor ni siquiera paga, sin contar los gastos añadidos, claro.

—Nuestras niñas tienen actividades extraescolares.

—A lo mejor Rachel puede ayudar con eso. O quizá la Duquesita podría hablar con el Brigada. O tú, alguna vez que salgáis a montar. Con lo bien que te llevas con él, seguro que a ti te escucha.

—Hablemos primero con Rupert. —Villy hizo caso omiso del cumplido, como venía haciendo en los últimos tiempos ante cualquier cumplido—. Habría que pagar transporte, claro. Tendría que ir andando hasta Shepherd’s Bush y coger el metro. Pero estaría en un ambiente de familia, y me da que eso es lo que necesita. No creo que lo tenga en su casa.

—Zoë empezará a tener hijos algún día de estos, claro.

—¡Dios no lo quiera! Estoy segura de que no quiere saber nada de bebés.

—Como todas sabemos, no siempre es una cuestión de querer o no querer.

Villy la miró alarmada.

—¡Cariño! ¿Tú..., esto..., tú no...?

—La verdad es que no mucho. Por supuesto, ahora me alegro.

—Por supuesto.

Ambas intentaban mantenerse a flote: no es que no hicieran pie, pero tampoco querían pisar terreno firme.

 

 

En general, Rupert y Zoë pasaron un día muy bueno. Fueron en coche a Rye, avanzando despacio porque Rupert quería disfrutar de su primera mañana de vacaciones, de estar en el campo y del hermoso día. Dejaron atrás trigales llenos de amapolas y campos de lúpulo casi maduro y atravesaron bosques de robles y castaños, y caminos flanqueados por altas pendientes llenas de fresas salvajes, estelarias y helechos, y setos decorados por los últimos escaramujos, casi completamente blanqueados por el sol; cruzaron por aldeas de casitas de tablas blancas con jardines que eran todo un derroche de malvarrosas, phlox y rosas y en los que a veces había una charca con patos blancos; vieron pequeñas iglesias grises con lápidas cubiertas de tejo y liquen y dejaron atrás prados de paja temprana, granjas llenas de estiércol humeante y gallinas pintas en busca de algo que comer. A veces hacían un alto pues Rupert quería verlo todo detenidamente, y Zoë, aunque en realidad no entendía por qué le daba por ahí, se quedaba mirándolo con satisfacción. Le encantaba el cuello de Rupert, con su enorme nuez, y esa manera tan suya de entrecerrar los azulísimos ojos cuando contemplaba algo y de sonreírle como pidiendo disculpas cuando ya había mirado bastante, justo antes de embragar y arrancar el coche.

—¡Ay, estos campos! —exclamó en cierta ocasión—. Para mí, los mejores de Inglaterra.

—¿Has estado en todos los demás sitios?

Rupert se rio.

—Claro que no. Me estoy dando el gusto de alimentar un pequeño prejuicio, nada más.

En la última de estas paradas se apeó del coche; Zoë lo siguió, y fueron a apoyarse en una verja. Estaban en una cima, desde donde alcanzaban a ver kilómetros y más kilómetros de todo lo que habían visto por separado durante el trayecto desplegándose ante sus ojos en una vasta extensión verde y dorada, barnizada por la luz del sol. Rupert le cogió la mano.

—Mi amor. Qué vistas más impresionantes, ¿no te parece?

—Sí. Y el cielo tiene un azul precioso. —Se quedó pensando unos instantes, y añadió—: No hay nada que sea de este azul, ¿verdad?

—Tienes toda la razón... ¡Qué observación más aguda! —Le apretó la mano, encantado con ella—. Es de esas cosas que son tan obvias que nadie las dice. Que nadie repara en ellas, quiero decir —precisó al ver su expresión—. De veras, Zoë, cariño, lo digo en serio. —Y era cierto: deseaba que Zoë fuese capaz de fijarse en algo, cualquier cosa, que no fueran ellos dos.

En Rye le compró regalos. Bajaban paseando por una de las calles empinadas que llevaban al puerto y había un escaparate muy pequeño abarrotado de joyas y piececitas de plata, con una bandeja de sortijas antiguas en primera fila. Rupert quería comprarle una, así que entraron. Escogió un diamante en forma de rosa con esmalte negro y blanco alrededor del aro, pero a Zoë no le gustó. Quería una esmeralda rodeada de diamantes en forma de rosa, pero costaba veinticinco libras..., demasiado. Así que se conformó con un ópalo de fuego rodeado de aljófares, y, aunque costaba diez libras, Rupert lo obtuvo por ocho. No supieron que era un ópalo de fuego hasta que el hombre se lo dijo, simplemente les parecía que tenía un color naranja maravilloso y deslumbrante, pero Zoë se mostró mucho más entusiasta en cuanto se enteró.

—¡Es de lo más original! —exclamó, extendiendo su blanca mano para que lo vieran.

—No a todo el mundo le quedaría bien, señora, pero a usted le queda perfecta.

—Bueno, señora —dijo Rupert cuando hubieron salido—. ¿Qué desea la señora hacer a continuación?

Quería un libro para leer por las tardes mientras los demás estaban cosiendo, tocando el piano o haciendo lo que fuera. De modo que se pasaron por una librería y eligió Lo que el viento se llevó; sabía que todo el mundo la estaba leyendo y decían que había unas cuantas escenas de pasión que estaban muy bien. Después comieron en un pub; mejor dicho, en el jardín de la entrada. Pidieron jamón, ensalada y mayonesa Heinz para ambos, media pinta de cerveza para Rupert y una clara para Zoë. Durante el almuerzo no hablaron de los niños, ni tampoco después, cuando fueron a Winchelsea porque Rupert quería ver la vidriera de Strachan, pero, cuando volvían a Home Place, Zoë dijo:

—Ah, cariño, qué bien lo hemos pasado, y cómo me gusta mi sortija.

—¿A que sí? Ahora tenemos que volver al seno de la familia..., al mundanal ruido.

—¿Al mundanal ruido?

—Como en la novela de Thomas Hardy.

—Ah. —Cuánto sabía.

—Tenemos que pensar en algo divertido que podamos hacer mañana con los niños.

—Yo creo que están tan contentos con sus primos y todo eso.

—Sí. Pero me refiero a todos los niños. Tenemos que aportar nuestro granito de arena.

Zoë guardó silencio mientras Rupert seguía hablando:

—¿Sabes, cariño? Creo que tu actitud ante la vida familiar cambiaría mucho si tuvieras un hijo. Si tuviéramos.

—Todavía no. No me siento lo bastante mayor.

—Bueno, algún día lo serás. —Tenía veintidós años..., y aparentaba menos, se dijo para sus adentros.

—De todos modos, no creo que nos lo pudiésemos permitir. A no ser que encuentres otro trabajo. O te hagas famoso, o qué sé yo. No somos ricos..., como Hugh y Edward. Ellos tienen un personal que se encarga de hacer las cosas. Sybil y Villy no tienen que cocinar.

Esta vez fue Rupert quien guardó silencio. Ellen se encargaba de casi toda la cocina y Clary y él salían a comer fuera todos los días, pero la pobrecita Zoë detestaba cocinar, eso ya lo sabía él, y en tres años no había ido mucho más allá de la sartén y las latas.

—Bueno —dijo al fin; le espantaba la idea de estropear el día—, no es más que una posibilidad. Piénsatelo.

¡Una posibilidad! Si hubiese sospechado la opinión que le merecía tener hijos, ni siquiera lo habría mencionado. Tal era su miedo, su pánico más bien, que no podía imaginarse nada más allá del embarazo (una Zoë cada vez más gorda, con los tobillos hinchados, andares de pato y náuseas) y del parto, un dolor espantoso que podía durar horas y horas y que, de hecho, hasta podría matarla, como a esas mujeres que salían en las novelas. Y no solo en las novelas: ¡la primera mujer de Rupert, sin ir más lejos! Así había muerto. Pero, aunque no se muriese, perdería el tipo: los pechos se le quedarían flácidos y los pezones demasiado grandes, como a Villy y a Sybil, a quienes había visto en bañador; se le ensancharía la cintura y le saldrían aquellas estrías tan espantosas en el estómago y en los muslos (de nuevo, Sybil; al parecer, Villy se había librado), y varices (Villy, pero no Sybil), y, naturalmente, Rupert dejaría de amarla. Durante un tiempo haría como que sí, suponía Zoë, pero ella se daría cuenta. Porque si algo sabía con certeza era que su aspecto era lo que le interesaba o le importaba a la gente: en realidad, no tenía nada más con lo que atraer o conservar a nadie. Lo había utilizado toda su vida para conseguir lo que quería, y jamás había querido conseguir nada tanto como a Rupert. De manera que ahora debía utilizarlo para conservarlo. Sabía, sin pensar mucho en ello, que no era inteligente, ni para hacer cosas ni para pensar en ellas; su madre siempre había dicho que esto no tenía importancia si eras guapa, y ella lo había aprendido a la perfección. ¿Por qué no entendía Rupert todo esto? Además, él ya tenía dos hijos, y suponían muchos gastos y eran un motivo constante de preocupación. A veces pensaba que ojalá Rupert tuviese treinta años más, que fuese demasiado viejo para cuidar a nadie más que a ella o, al menos, para querer ser padre; que le bastase con estar con ella. En los tres años que llevaban casados, solo había hablado de tener un hijo en dos ocasiones anteriores: una, al principio, cuando había dado por supuesto que ella querría quedarse embarazada, y luego, a los seis meses más o menos, cuando había cometido la estupidez de quejarse de la lata que era usar el capuchón cervical. Rupert le había dicho: «No podía estar más de acuerdo contigo. ¿Qué tal si dejas de usarlo, y que la naturaleza siga su curso?». En aquella ocasión había conseguido escaquearse (dijo que primero quería acostumbrarse a la vida de casada o algo por el estilo, lo primero que se le ocurrió para que dejase el tema), y a partir de entonces se había puesto el capuchón mucho antes de que él volviese de la escuela y jamás había vuelto a mencionar el asunto. Había pensado que a lo mejor Rupert había renunciado a la idea; ahora estaba espantosamente claro que no. El resto del trayecto a casa transcurrió en silencio.

 

 

Clary trabajó duro toda la tarde. Al principio iba a contrarreloj, porque sabía que cuando Lydia y Nev se levantasen de la siesta saldrían corriendo con ganas de hacer cosas, y se entrometerían y lo harían todo mal. Pero no salieron; las niñeras se los habían llevado a pasear, acalorados y enfurruñados, hasta la tienda de Watlington, y, a medida que iba pasando el tiempo y no volvían, Clary fue capaz de tomarse las cosas con más tranquilidad, de pararse a pensar en el siguiente paso. El espejo estaba en su sitio, encajado en la arena; parecía agua, y cuando lo rodeó de musgo quedó aún mejor. Hizo un seto precioso hincando minúsculos trocitos de cartón muy cerca unos de otros; tuvo que hacerlo dos veces, porque antes de empezar no había apelmazado la arena lo suficiente. A continuación hizo un sendero de gravilla que iba hasta el lago en paralelo al seto, y, como le pareció que hacía falta otro seto en la parte desprotegida, lo puso. A estas alturas, las margaritas de la pobre Lydia se estaban marchitando, así que las arrancó; era inútil meter flores, necesitaba plantas. Además, pensó que sería mejor plantarlas en tierra, en una tierra muy finita, para que no murieran. Con estiércol para las macetas del cobertizo construyó un arriate que empezó cuadrado y acabó con forma de huevo. Cogió pimpinela y un poco de verónica (aunque estaba mustia, servía para rellenar el hueco), uva de gato del muro del huerto y un helecho minúsculo. De algo sirvió, pero como aún quedaba mucho espacio arrancó flores de lavanda y las hincó al fondo formando ramilletes. Así colocadas parecían una planta, y al ser cosas secas seguro que no les ofendía verse reducidas a tallos. Quedaban fenomenal. Tardaré semanas en hacer el jardín entero, pensó; era, por lo demás, uno de los encantos del jardín. Necesitaba árboles, y arbustos, y tal vez un banquito para que la gente se sentase junto al lago, al que tenía que estar sacando brillo constantemente con un poco de saliva, el dedo y uno de sus calcetines, ya que a la menor tontería se llenaba de arena. Quedaba por hacer el césped, que serían matitas de hierba plantadas muy cerca unas de otras y recortadas con las tijeritas de uñas de Zoë. Sonó la campana avisando de la hora del té, y no quería ir, pero seguro que saldrían a buscarla si no iba. De modo que fue, llevándose el zapato de Neville para complacer a Ellen. De vuelta a la casa, pensó que podría estar bien que alguien viera su jardín: ¿papá?, ¿la tía Rach? Mejor los dos, concluyó.

 

 

Después del té, todos los niños jugaron al veo-pillo, uno de los tradicionales juegos de vacaciones que ellos mismos se habían inventado. Teddy medio pensaba que se había hecho demasiado mayor para jugar, y Simon fingía que pensaba lo mismo, aunque no era cierto. El juego se lo había inventado Louise y era una especie de escondite, solo que no era necesario atrapar a nadie; lo que contaba era ver a los demás e identificar quiénes eran, y exigía una constante movilidad por parte de los perseguidos, a quienes, una vez atrapados, se encerraba en una vieja perrera hasta que acudía alguien a rescatarlos. El ojeador solo ganaba si lograba pillar a todos y encarcelarlos. Lydia y Neville, que pasaban la mayor parte del tiempo en la perrera porque era fácil atraparlos, eran los que más disfrutaban porque así podían jugar con los demás, si bien se quejaban de que era injusto que los pillasen tantas veces cuando a Polly, por ejemplo, casi nunca la pillaban. Hugh y Edward jugaron al tenis.

 

 

Villy y la Duquesita tocaron unos conciertos de Bach a cuatro manos y Sybil y Rachel cortaron los camisones en la mesa de la salita matinal. Mientras Ellen planchaba, Nanny le leía en voz alta unos artículos de la revista Mundo infantil. El Brigada estaba en su estudio escribiendo un capítulo sobre los bosques de teca de Burma para su libro. El día, hasta entonces caluroso y dorado, con un cielo de un azul ininterrumpido, empezaba a acomodar sombras más alargadas mientras los mosquitos y los gazapos salían al huerto.

Flossy, que permitía a la señora Cripps que fuera su dueña por los vínculos que esta tenía con la comida, se levantó de su silla de mimbre de la sala del servicio, estiró el descansadísimo cuerpo y salió sigilosa por la ventana de guillotina para iniciar su caza nocturna. Era una gata parda, de pelo recio, y, como había observado Rachel en cierta ocasión, al igual que la mayoría de los ingleses bien alimentados, cazaba solo por deporte y era muy poco deportiva en cuanto a sus métodos. Sabía exactamente cuándo entraban los conejos al huerto, y como mínimo había uno que iba a tenerlo muy difícil contra su formidable destreza.

 

 

Cuando Rupert y Zoë volvieron de su excursión, Zoë dijo que iba a bañarse antes de que los niños y los tenistas gastasen toda el agua caliente. Rupert, a solas en su dormitorio, se dirigió a la ventana, desde donde veía a su hermana y a Sybil cosiendo bajo la araucaria. Estaban sentadas en unas sillas de mimbre en la verde explanada, y sus vestidos veraniegos (azul el de Rachel, verde el de Sybil), en contraste con el seto de tejo verdinegro del fondo, tenían una suerte de acuosa delicadeza. Entre ambas había una mesa de mimbre, cubierta por una cesta de costura y una bandeja de té con tazas de porcelana china azul y blanca; un rimero de telas color crema completaba la escena. Incluso le sobraba la esquina del arriate de hierbas que había a un lado, como también, al otro, la esquina de la verja blanca que daba al camino de coches. Quería pintar, pero para cuando tuviese listos los materiales lo mismo ya se habían marchado; la idea era dibujarlas desde la ventana, pero Zoë iba a volver y seguro que le sentaba mal. Hurgó en su bolsa de lona en busca del cuaderno grande de dibujo y del paquete de ceras pastel y bajó a hurtadillas por la escalera pequeña hasta la puerta principal.

 

 

—¡No es justo! ¡No habéis dicho que habíais dejado de jugar!

Louise abrió la puerta de la perrera.

—Te lo estamos diciendo ahora.

—No lo hemos sabido hasta ahora. ¡No es justo!

—Mira, acabamos de parar ahora mismo —dijo Polly—. No os lo pudimos decir antes porque no habíamos parado aún.

Lydia y Neville salieron renqueando de la perrera. No querían que el juego terminase y les fastidiaba mucho que no fuera justo. Ninguno había tenido la oportunidad de ser ojeador.

—Teddy y Simon se han aburrido. Se han ido de caza. No somos bastantes para jugar como es debido. —Clary se fue con ellos.

—Además, os toca la hora del baño. Van a venir a por vosotros en cualquier momento.

—¡Maldita sea!

—No le hagáis ningún caso —dijo Louise con su voz más irritante.

—¡De veras, Louise, eres odiosa! ¡Rematadamente odiosa! —Lydia sonó igualita que la amiga de su madre, Hermione; Louise no pudo por menos que admirar la imitación, pero no pensaba decírselo. No quería que hubiera dos actrices en la familia; gracias, pero no. Le hizo a Polly su señal secreta, y de repente, a toda mecha, se alejaron corriendo de Lydia y Neville, que empezaron a seguirlas pero enseguida se quedaron rezagados. Los gritos de furia solo consiguieron que Ellen y Nanny descubriesen su paradero, y se los llevaron para bañarlos.

 

 

Cuando Clary fue a buscar a su padre y a la tía Rach para enseñarles su jardín, se encontró con que no podía contar con ninguno de los dos. Su padre estaba sentado sobre la gran mesa de madera que usaban para tomar el té en el jardín dibujando a la tía Rach y a la tía Syb, mirando ora a la una, ora a la otra y, de repente, garabateando furiosamente en su cuaderno. Estuvo un rato mirándolo: tenía el ceño medio fruncido, y de vez en cuando exhalaba un profundo suspiro. A veces frotaba con el dedo los trazos que había hecho. En la mano izquierda tenía un montoncito de ceras pastel, y a veces volvía a encajar la que había estado utilizando y cogía otra. A Clary se le ocurrió que podría sujetarle las ceras, pero, cuando se acercó a decírselo, la tía Rach se llevó un dedo a los labios para que guardase silencio. Y no podía ir a pedirle a la tía Rach que la acompañase porque se pondría en medio y estorbaría, así que se limitó a sentarse en la hierba a mirar a su padre. Este tenía un mechón de pelo que no dejaba de caerle sobre la frente huesuda, y no hacía más que apartárselo o darle un manotazo. Podría sujetarle el pelo, pensó. ¿Por qué no habrá algo así que yo pueda hacer por él para que no pueda prescindir de mí? «Clary es indispensable», le diría a la gente que viniese a admirar su cuadro. Para entonces ya sería adulta, llevaría el pelo cogido en un moño y faldas largas como las tías, y tendría la cara delgada e interesante, como la de papá, y los hombres (en el interior de un taxi, o en un invernadero de naranjos como el de los Jardines de Kensington) le harían proposiciones de matrimonio, pero renunciaría a todos por su padre. Tan tremendamente indispensable sería que jamás llegaría a casarse, y, puesto que Zoë se habría muerto por comer carne en conserva durante una ola de calor (era bien sabido que te mataba, según la Duquesita), su padre no tendría a nadie más en el mundo. Papá sería famoso, y ella sería...

—¡Rupert! ¿Dónde has puesto mi libro? ¡Rupert!

Clary alzó la vista y allí estaba Zoë con su quimono, gritando por la ventana abierta del dormitorio.

En la pausa que vino a continuación vio que a su padre se le demudaba el semblante antes de componer una expresión de paciente buen humor.

—Debiste de dejarlo en el coche.

—Pensé que lo habías metido tú.

—Yo no lo metí, cariño. —Al volverse a mirarla, vio a Clary—. Clary te lo traerá.

—¿Qué libro? —Se puso en pie de mala gana. Si su padre se lo pedía, tendría que ir a buscarlo.

Lo que el viento se llevó —gritó Zoë—. Tráemelo, por favor, Clary, bonita. Eres un cielo.

Clary echó a correr. De cielo nada, pensó. Zoë lo había dicho solo para que pareciera que le tenía cariño, cuando no le tenía ni un poco. Y yo a ella tampoco, pensó; ni por lo más remoto, ni pizca. ¡La odio! Una de sus razones para odiar a Zoë era que le hiciera sentirse así. No odiaba a nadie más, lo cual demostraba que no era una persona dada a odiar, pero Zoë la hacía sentirse horrible, y a veces mala persona: cosas como lo de la carne en conserva jamás se le ocurrirían en relación con otras personas. Sin embargo, había fabulado miles de muertes posibles para Zoë, y la culpa sería suya si Zoë se moría de cualquiera de ellas. Tenía la esperanza de que hubiese algún otro modo de morir que no se le hubiese ocurrido, tenía que haberlo: la gente se moría prácticamente de cualquier cosa. Una mordedura de serpiente, o un fantasma que le diese un susto de muerte, o algo que Ellen llamaba hernia y que sonaba fatal... Volvió a las andadas, aumentando así las probabilidades de que fuera culpa suya. Cerró los ojos y contuvo la respiración para detener los pensamientos. Después abrió la puerta del coche, y encontró el libro en el asiento trasero.

 

 

El atardecer devino en una noche calurosa y tranquila. En su delirio, las polillas se chocaban sin cesar contra las pantallas de pergamino, y el polvo plateado de sus embestidas caía de cuando en cuando sobre la labor de Sybil. Le había sido cedido el sofá entero para que pudiese poner los pies en alto. El Brigada y Edward estaban jugando al ajedrez y fumando puros habanos. Jugaban muy despacio, soltando algún que otro gruñido de admiración por la destreza del contrario. La Duquesita estaba añadiendo las mangas filipinas al vestido de seda tusor de Clary. Tenía un espléndido bordado de nido de abeja sobre seda color cereza: la Duquesita era célebre por su nido de abeja. Zoë estaba acurrucada en una destartalada butaca leyendo Lo que el viento se llevó. Hugh, que estaba a cargo del gramófono, había elegido la sonata póstuma en si bemol de Schubert —una de las favoritas de la Duquesita, como bien sabían todos— y estaba escuchando con los ojos cerrados. Villy estaba bordando con una fina cadeneta negra el grueso lino de uno de sus enormes juegos de salvamanteles. Rupert se hallaba al fondo de la habitación, repantigado en una butaca con las piernas estiradas y los brazos colgando a cada lado, medio escuchando la música, medio observando a los demás. Cómo se parecía Edward a su padre, pensó. La misma frente, el mismo cabello que nacía de un pico en el centro, las mismas entradas (mucho más pronunciadas las de Edward que las de su padre). Las mismas cejas pobladas, los mismos ojos gris azulado (aunque su manera de mirarte directamente a los ojos le venía de la Duquesita, que la contaba entre sus principales encantos: te decía: «No estoy para nada de acuerdo contigo», y por eso mismo te caía bien), pómulos marcados, bigote militar. El bigote del Brigada, aparte de ser blanco, era más largo y exuberante; Edward no dejaba que el suyo pasara de un hirsuto bigote militar. Sus manos tenían la misma forma, con dedos largos y uñas un poco cóncavas; las manos del Brigada estaban salpicadas de manchas propias de la edad, y las de Edward tenían el dorso cubierto de vello. Lo más curioso de los bigotes, pensó Rupert, era que la boca desaparecía; se convertía en un rasgo nimio, lo mismo que le pasaría, supuso, a una barbilla que luciera una barba. No obstante, Edward tenía un atractivo que no parecía haber heredado de ninguno de sus progenitores; aunque sin lugar a dudas era el más apuesto de los tres hermanos, su atractivo residía en su evidente ignorancia tanto de su aspecto como del efecto que causaba en los demás. La ropa, por ejemplo, se volvía elegante por el mero hecho de lucirla él. Esta noche llevaba una camisa de seda blanca con una bufanda de seda verde botella atada al cuello y pantalones de lino a juego, pero, bien mirado, tenía que haber pensado en su atuendo, tenía que haber elegido todas estas cosas..., conque tal vez no fuera tan ignorante, después de todo. Desde luego, sabía que las mujeres le encontraban atractivo. Incluso aquellas que no siempre se fijaban inmediatamente en él; Zoë, por ejemplo, decía que, aunque no era su tipo, entendía que hubiese mujeres a quienes pudiese parecerles muy atractivo. En parte se debía a esa impresión que daba de estar siempre disfrutando, de vivir el presente, de estar absorto en él sin plantearse nada más.

Rupert, al ser seis y siete años menor que Edward y Hugh, respectivamente, se había librado de la guerra: cuando sus hermanos estaban en Francia, él era un colegial. Hugh había sido el primero en marcharse (se había incorporado a la Guardia Coldstream), y Edward, que debido a su edad no podía seguir sus pasos, se incorporó al Cuerpo de Ametralladoras unos meses después. Edward no tardó en ser condecorado con su primera Cruz Militar y fue recomendado para una Cruz Victoria. Pero, cuando Rupert, con afán de alcanzar la gloria vicaria de impresionar a sus compañeros de colegio, le había pedido detalles, Edward había dicho: «Me la dieron por mearme sobre una ametralladora, chaval. Para enfriarla un poco. Se había recalentado y estaba atascada», y pareció avergonzado. «¿Bajo fuego enemigo?». Sí, Edward admitió que había habido mucho fuego enemigo. Después cambió de tema. A los veintiún años ya era comandante y lucía una barra en la Cruz Militar, y Hugh era capitán, había sido condecorado con su cruz y había sido herido. Cuando por fin volvieron a casa, ninguno hablaba de la guerra; en el caso de Hugh, Rupert había tenido la sensación de que era porque no lo soportaba, mientras que en el de Edward más bien parecía que estaba harto de todo aquello y que solo le interesaba lo que le iba a pasar en el futuro inmediato: ingresar en la firma y casarse con Villy. Hugh nunca había vuelto a ser el de antes. La herida en la cabeza le producía fuertes jaquecas, había perdido una mano, tenía mala digestión y a veces pesadillas espantosas. Y no era solo eso: Rupert había notado, y seguía notando, un no sé qué en su expresión, en sus ojos; una angustiada mirada de ira, incluso de desgarro. Si le llamabas y te miraba a los ojos —como hacía Edward, como hacía su madre—, te daba tiempo a ver esta expresión antes de que se diluyese en una leve ansiedad y de ahí en su afectuosa dulzura de siempre. Quería a su familia, jamás buscaba otras compañías, no tenía ojos para ninguna otra mujer y les tenía un especial cariño a los niños, sobre todo a los bebés. Al mirar a Hugh, o al pensar en él, a Rupert le asaltaba una culpa irracional por no haber compartido aquel infierno desconocido.

La sonata de Schubert llegó a su fin, y Sybil, sin alzar la vista de su costura, dijo:

—¿A la cama, cariño?

—Si tú estás lista, sí. —Hugh guardó el disco y se acercó a darle un beso a su madre, que le acarició la mejilla.

—Que duermas bien, cariño.

—Voy a dormir como un tronco. Como siempre que duermo aquí. —Mientras se acercaba a su esposa, sonrió fugazmente a Rupert, y a continuación, como para cortar de cuajo cualquier asomo de sensiblería, le guiñó un ojo. Rupert le respondió con otro guiño: era una de sus viejas costumbres.

Todos empezaron a recoger sus cosas y a prepararse para irse a la cama. Rupert miró a Zoë, que estaba completamente absorta; jamás la había visto tan enganchada con un libro.

—¿Y si nos vamos a la cama?

Zoë alzó la vista.

—¿Tan tarde es?

—Más o menos. Debe de ser un libro maravilloso.

—Está muy bien. Es sobre la guerra civil de los Estados Unidos —explicó, marcando la página por donde iba. Villy hizo una mueca y cruzó una mirada fugaz con Sybil. Meses atrás, cuando salió el libro, habían hablado de él después de que Hermione se lo prestase; le había echado un vistazo, dijo, y le había parecido que la heroína era una cabeza de chorlito, siempre pensando en los hombres, la ropa y el dinero. Sybil había apuntado que se suponía que las partes sobre la guerra civil eran bastante buenas, y Villy, que no había echado un vistazo a esas partes, dijo que en su opinión apenas tenían protagonismo. Sybil había dicho que no le pegaba que fuese del tipo de libros que le gustaban. En estos momentos, Sybil acababa de pasarle la labor a Hugh para que se la sujetase mientras bajaba las piernas del sofá, pero no podía levantarse sin ayuda, y Rupert fue a echarle una mano. Villy también decidió irse a la cama y quedarse dormida antes de que Edward terminase la partida.

—¿Dónde está Rachel? —preguntó alguien, y la Duquesita, guardando los anteojos con montura de acero en el estuche de ganchillo, respondió:

—Se ha acostado temprano, le dolía mucho la cabeza.

En realidad, después de cenar Rachel se había ido al estudio del Brigada para telefonear a Sid, con quien había sostenido una deliciosa (y carísima) conversación de seis minutos acerca de los preparativos para que Sid viniese a comer. Habían convenido en que el lunes era un buen día, ya que la mayor parte de la familia se iba a la playa. «¿Y no tendrán que llevarse todos los coches?», había dicho S. Pero Rachel pensaba que no, y, en caso contrario, iría a la estación de Battle en bicicleta. La idea de Rachel montando en bicicleta había cautivado a Sid, y a Rachel le había costado interrumpir su conversación, pero no había tenido más remedio porque estaban usando el teléfono de sus padres; aun así, cuando se lo dijo, Sid se había limitado a decir: «Sí, cielo mío», y había seguido hablando. Por eso habían estado seis minutos en lugar de los tres minutos reglamentarios que la familia consideraba adecuados para las conferencias. Después de hablar, incapaz, por supuesto, de compartir su emoción y su alegría con la familia, Rachel había decidido leer en la cama y dormirse pronto, y, al encontrarse en el hall con Eileen, que llevaba la bandeja del café, le había pedido que le dijese a la señora Cazalet que tenía jaqueca y que no iba a bajar. Pero mientras subía se le ocurrió echar un vistazo a las niñas para asegurarse de que Clary se estaba adaptando bien. Louise y Polly estaban cada una en su cama (Louise, leyendo, y Polly, haciendo punto), y Clary estaba tendida en el suelo escribiendo en un cuaderno de ejercicios. Se sintió muy halagada de que se alegrasen tanto de verla.

—Ven a sentarte a mi cama, tía Rach. Estoy leyendo un libro tristísimo; aparece Dios por todas partes y la gente se pasa el día llorando. Es en Canadá y hay una tía horrible. No se parece en nada a ti —puntualizó.

Rachel se sentó en la cama de Louise.

—Y tú, Polly, ¿qué haces?

—Un jersey. Para mamá. Para Navidad. Era para su cumpleaños, pero como es un secreto me cuesta mucho sacar un rato largo para tejer de seguido. No le digas nada.

—Parece muy difícil. —En efecto: era un punto rosa pálido como de encaje y con pompones.

—Menos mal que se llama rosa sucio. Es mucho menos rosa que cuando lo empecé.

—El rosa sucio estaba de moda el año pasado —dijo Louise—. Para cuando lo hayas acabado, estará pasadísimo de moda. Pero, como tu madre no se fija mucho en la moda, seguro que le da lo mismo.

—Cuando un color te favorece, lo llevas en cualquier momento —replicó Polly.

—Si tienes el pelo caoba, tienes que ir siempre de verde. Y de azul.

—Eres toda una autoridad en esto de la moda, Louise —dijo Rachel. No le venía mal un leve desaire. Se dirigió a Clary, que había estado escribiendo sin parar—. ¿Y tú qué te traes entre manos?

—Poca cosa.

—¿Qué estás escribiendo? ¿Un diario?

—Un libro, nada más.

—¡Qué emocionante! ¿De qué trata?

—Bah, no es gran cosa. Es la vida de un gato que entiende todo lo que se dice en inglés. Nació en Australia, pero ha venido a Inglaterra en busca de aventuras.

—¿Y la cuarentena? —interrumpió Louise—. No habría podido entrar.

—¿Cómo que no? Si acaba de entrar.

—Tendría que pasar seis meses en cuarentena.

—Supongo que podrías contar eso y después decir que ya está en Inglaterra —sugirió Polly amablemente.

Clary cerró su libro y se metió en la cama sin decir una palabra más.

—Se ha enfurruñado.

Rachel estaba consternada.

—Te estás portando de una manera muy desagradable, Louise.

—No era mi intención.

—No basta con eso. No puedes ir por ahí diciendo cosas desagradables y después fingir que no era tu intención.

—Es verdad, no puedes —dijo Polly—. Lo único que consigues es que tu carácter se vuelva peor a la larga. Lo que pasa es que te gustaría que se te hubiese ocurrido a ti escribir un libro.

Rachel advirtió que había dado en el clavo. Louise se sonrojó y después le pidió disculpas a Clary, que dijo que vale.

Rachel las besó una por una: desprendían un dulce aroma a pelo húmedo, dentífrico y jabón de Vinolia. Clary la abrazó y susurró que tenía una sorpresa que enseñarle por la mañana; Louise volvió a disculparse entre susurros, y Polly se limitó a reírse y a decir que ella no tenía nada que mereciera ser susurrado.

—Portaos bien unas con otras y apagad en diez minutos.

—¡Esto sí que es arbitrario! —oyó que exclamaba Louise cuando hubo salido—. ¡Muy muy arbitrario! Si hubiera dicho a las nueve y media..., o a las diez..., lo entendería, pero solo diez minutos más después de cuando quiera que se marche... —En fin; seguro que esta pequeña dosis de rencor las unía.

 

 

El lunes, Hugh dejó a Sybil en la cama, desayunó aceleradamente con la Duquesita, que había madrugado a tal fin, y salió de casa a las siete y media con rumbo a Londres. Pensaba que a Sybil no le convenía nada ir a la playa y rogó a su madre que la disuadiera. La Duquesita estaba de acuerdo; el día prometía ser sofocante, había tíos y tías de sobra para cuidar a Polly y a Simon y ambos coincidieron en que no era bueno sentarse sobre guijarros calientes bajo un sol abrasador si no podías bañarte (cosa imposible en el caso de Sybil, por supuesto, teniendo en cuenta su estado). Hugh, que resistió el impulso de despedirse de su mujer después del desayuno (no quería volver a despertarla), sintió alivio. Sybil, echada en la cama y deseosa de que subiese al dormitorio, lo oyó arrancar el coche y se levantó a tiempo para ver cómo desaparecía por el camino. Para entonces ya estaba completamente despierta, y decidió regalarse con un largo baño antes de que alguien quisiera utilizar el cuarto de baño.

 

 

Ya eran más de las diez cuando estuvieron listos para salir. Se repartieron en tres coches abarrotados de toallas, bañadores, cestas de pícnic, esterillas y cualesquiera bártulos personales que cada uno estimase necesarios para su disfrute. Los niños más pequeños llevaban cubos y palas y una red para cazar gambas, «Que es una tontería, Neville, porque allí no hay ni una sola gamba». Las niñeras se llevaron labores de aguja y Mundo infantil; Edward, su cámara; Zoë, Lo que el viento se llevó, su bañador nuevo de cuello halter (azul marino con lazos de piqué blanco en el cuello y en la parte de atrás del talle) y unas gafas oscuras; Rupert cogió un bloc de dibujo y carboncillo; Clary, una lata de galletas para meter conchas o cualquier otra cosa; Simon y Teddy se llevaron dos barajas de cartas (hacía poco que habían aprendido a jugar al bezique); Louise, El ancho, ancho mundo y un frasco de Crema Milagrosa (no se estaba conservando bien; por abajo se había aguado y le había salido una especie de verdín por encima, pero consideraba que había que gastarla), y Polly se llevó su cámara compacta Brownie, el mejor regalo de su último cumpleaños.

Villy se llevó un libro sobre Nijinsky y su mujer en una bolsa de playa que también contenía un frasco de Pomade Divine, esparadrapo y un bañador de sobra; no soportaba andar por ahí con uno húmedo. Los encargados de conducir eran Edward, Villy y Rupert; poco a poco, los coches se fueron llenando de pasajeros que, para cuando arrancaron, ya estaban sudando y, en algunos casos, lloriqueando por culpa del calor y de la convicción de que les habían metido en el coche equivocado.

La señora Cripps los vio salir desde la ventana de la cocina. Además de hacer todos los desayunos, llevaba deslomándose desde las siete preparando sándwiches de huevo duro, de sardinas, de queso y del jamón en conserva que ella misma hacía y, de postre, pastel de semillas, tortas de avena y plátanos. Ahora tenía un ratito para disfrutar de una taza de té antes de que se presentase la señora con sus encargos.

Por motivos que no tenía ganas de concretar, a Rachel se le hacía cuesta arriba informar a la Duquesita de sus planes. Decidió no pedir el coche; la bicicleta, a pesar del calor, le daría mucha más libertad. Sin embargo, cuando la Duquesita se la encontró durante el desayuno y le preguntó, se sintió obligada a revelarlos y dijo que Sid y ella iban a almorzar en el salón de té Gateway; pero la Duquesita, que consideraba que comer en hoteles o restaurantes, incluso en un salón de té, era un derroche absurdo además de una costumbre indecorosa, insistió en que trajese a Sid a comer, y, antes de que Rachel pudiese protestar siquiera, ya había tocado la campanilla para decirle a Eileen que le dijese a Tonbridge que tuviese el coche listo en media hora. Podremos dar un paseo después de comer, pensó. Total, será igual de agradable. O casi igual. No había podido discutirlo porque Sybil entró cojeando en la salita matinal, disculpándose por llegar tarde, y se arrellanó en una silla con manifiesto alivio. Había perdido el equilibrio al salir de la bañera, explicó, creía que se había roto el tobillo. Rachel, que se había incorporado al Destacamento de Ayuda Voluntaria en los últimos años de la guerra, insistió en echarle un vistazo. Estaba muy hinchado, y no cabía duda de que le dolía mucho. La Duquesita trajo hojas de hamamelis, y Rachel una venda de crespón y unas hilas con las que le vendó el tobillo.

—En serio, tienes que mantenerlo en alto —dijo Rachel, y, después de plantar una segunda silla enfrente de Sybil, colocó cuidadosamente el pie herido sobre un cojín.

Sybil se vio obligada a sentarse en una postura incomodísima, y, casi al instante, empezó a dolerle la espalda. Había tardado siglos en vestirse por culpa del tobillo y ya estaba cansada..., y eso que el día no había hecho más que empezar. Rachel se puso en camino a Battle, y la Duquesita, después de servir el té y pedir tostadas para Sybil, se dirigió a la cocina a ver a la señora Cripps. Cuando apareció Eileen con las tostadas, Sybil le pidió un cojín para la espalda, y mientras se lo traían echó un vistazo al periódico matinal, que se había quedado abierto por la página de las noticias internacionales. Un tal Niemoller, pastor luterano, había sido arrestado al término de un largo oficio en un lugar llamado Dahlem, que a Sybil no le sonaba de nada. Decidió que no quería leer el periódico, y en realidad tampoco le apetecía comer nada. Se inclinó para que Eileen le colocase el cojín por detrás y sintió de golpe como si una mano le atenazara lentamente la espina dorsal por la región lumbar. Apenas le había dado tiempo a notarlo cuando el apretón aflojó y desapareció por completo. Qué raro, empezó a pensar, y entonces, sin previo aviso, se abismó en un remolino de pánico paralizante y absurdo. Cuando también esto amainó, afloraron retazos de un miedo coherente. Polly y Simon habían nacido más tarde de lo previsto: Polly, once días después, y Simon, tres. Faltaban entre tres y cuatro semanas para que saliera de cuentas, la caída no podía haber afectado al bebé..., o a los bebés. A estas horas Hugh ya habría llegado a Londres. La caída había sido un buen susto, nada más. ¡Qué absurdo! Se inspeccionó el cuerpo para tranquilizarse. Estaba sudando, sentía pinchazos en los sobacos y al tocarse la frente la notó húmeda. La espalda..., sí, ahora la espalda estaba bien, solo aquel dolorcillo que le entraba cuando se ponía en mala postura o se mantenía demasiado tiempo en la misma.

Movió el pie, y la súbita punzada de dolor casi fue un alivio. Los tobillos podían doler una barbaridad, pero no era nada más que eso. Tenía la boca seca, y bebió un poco de té. Qué mala pata, ahora que había pensado darse un paseíto por el jardín. Este año aún no lo había visto bien, y se imaginó a sí misma caminando descalza por el bien cuidado césped, todavía fresco por el rocío, suave, mullido: se moría de ganas de pasearse por él ya mismo. Con la frustración le sobrevino una malhumorada inquietud. ¿Qué hacía Eileen que tardaba tanto...?

—¿Se encuentra bien, señora Hugh?

—Muy bien. Me he torcido el tobillo, eso es todo.

—Ah, es eso. —Pareció que Eileen se quedaba más tranquila—. Sí, puede ser dolorosísimo. —Cogió la bandeja—. Avisará si necesita algo, ¿verdad, señora? —Se inclinó sobre la mesa y puso la campanilla de latón al alcance de Sybil. Después se marchó.

Quizá debería irme a Londres para no estar tan lejos, pensó Sybil. Podría haber vuelto con Hugh, haber cogido un taxi desde la oficina. No podía seguir así, sentada, era demasiado incómodo. Quería llamar a Hugh para ver qué pensaba él, pero no lo iba a hacer porque lo único que conseguiría sería preocuparle. Si se levantaba y cogía uno de los bastones del estudio del Brigada (solo era cruzar el pasillo), podría salir al jardín. Tal vez con un bastón le fuera posible caminar. Se volvió y bajó la pierna de la silla con dificultad; el tobillo reaccionó con una punzada tal que se le llenaron los ojos de lágrimas. Quizá sería mejor que llamase a Eileen para que se lo trajera... Pero justo entonces volvió a sentir la mano en la espina dorsal, no dolorosa sino amenazante, prometiendo dolor. De repente se acordó. Esto no era más que el principio; la mano que apretaba pasaría a ser un torno de banco, y después un cuchillo que poco a poco le hendiría la espina dorsal y se detendría a unos segundos de volverse insoportable para, en apariencia, desaparecer, pero en realidad para mantenerse al acecho y retornar con otro ataque, esta vez más mortífero... Tenía que levantarse, tenía que llegar hasta... Apoyándose en la mesa, se puso en pie. Entonces se acordó de la campanilla (que ahora estaba fuera de su alcance), y al inclinarse sobre la mesa para cogerla sintió el cálido torrente de la rotura de aguas. ¡Todo está saliendo mal!, pensó a la par que las lágrimas empezaban a resbalarle por las mejillas, pero consiguió coger la campanilla y estuvo llamando una eternidad para que alguien viniera.

Y así fue, por supuesto, y mucho antes de lo que le pareció. La volvieron a sentar en la silla, y la Duquesita mandó a Eileen a buscar a Wren o a McAlpine, al primero que encontrase, mientras ella telefoneaba al doctor Carr. Le dijeron que había salido a hacer sus visitas, pero que le localizarían y se presentaría allí en un santiamén. A su nuera no le contó que el médico había salido, sino que le dijo tranquilamente que estaba de camino y que entre Eileen y uno de los hombres la subirían a su dormitorio, y que ella, la Duquesita, no se apartaría de su lado hasta que llegase el médico. «Y todo saldrá bien», añadió con el tono más tranquilizador que pudo imprimir a sus palabras, pero estaba asustada y deseaba que Rachel estuviese allí. Rachel era una maravilla cuando las cosas se ponían difíciles. Malo era que hubiese roto aguas tan pronto; no veía nada de sangre, y no quería preguntarle a Sybil para no alarmarla. ¡Ah, ojalá estuviese aquí Rachel!, pensó casi con enfado; ella, que siempre está, justo ahora va y desaparece. Sybil estaba mordiéndose los labios, intentando no gritar ni llorar. La Duquesita le cogió una mano entre las suyas y se la agarró con fuerza; recordaba lo bien que sentaba que te agarrasen así, y mantuvo la conspiración de silencio que se consideraba correcta entre las mujeres como ellas durante los partos. El dolor había que soportarlo y olvidarlo, pero en realidad nunca se olvidaba, y al ver el mudo sufrimiento de Sybil lo recordó demasiado bien.

—Venga, venga, cariño. Va a ser un bebé precioso, ya verás..., ya verás.

 

 

Rachel habría querido disponer de más tiempo para prepararse para ir a por Sid. También habría querido que pudiesen ir a comer al White Hart, pero ni en sueños habría contravenido los deseos de la Duquesita a este respecto ni, en realidad, a ningún otro. Este estado de cosas había prevalecido toda su vida. Veinte años antes había tenido la excusa de que era demasiado joven (dieciocho años); el joven en cuestión le había instado a que fuera más libre, pero lo cierto, claro, era que no había querido ser libre con él. A medida que se fue haciendo mayor, la razón de su obediencia pasó a ser la edad de sus padres en vez de la suya, y la idea de que a los treinta y ocho años aún no podía disponer de su tiempo a su antojo o, en este caso, a su antojo y al de Sid no le afectaba seriamente. Era, sí, una lástima, pero obcecarse con los deseos personales habría sido malsano, término de uso habitual entre los Cazalet y que implicaba la máxima condena.

De modo que se instaló en la parte de atrás del coche y puso a mal tiempo buena cara. Hacía un día precioso, caluroso y resplandeciente, y Sid y ella iban a dar un delicioso paseo después de comer; incluso podrían llevarse unas galletas Osborne y un termo y así saltarse legítimamente el té familiar.

Tonbridge conducía a sus treinta y cinco kilómetros por hora de siempre. Rachel estaba deseando pedirle que fuese más rápido, pero no había antecedentes de que Tonbridge hubiese llegado nunca tarde a la estación, y meterle prisa habría sonado ridículo.

De hecho, llegaron temprano, como sabía Rachel que ocurriría. Iba a esperar en el andén, le dijo a Tonbridge, que a su vez dijo que tenía que recoger una cosa de Till’s para McAlpine.

—Hágalo ahora y nos reuniremos con usted a la puerta de Till’s —ordenó Rachel, contenta de haber sabido reconocer la oportunidad a tiempo.

La estación estaba muy silenciosa. El único mozo de cuerda estaba regando los arriates de geranios escarlata, lobelias azul oscuro y alisos blancos, restos del fervor ornamental inspirado por la Coronación. Al otro lado había una pasajera con un niño esperando para ir a Hastings a pasar el día en la playa, a juzgar por el cubo, la pala de madera y el pícnic que asomaban por la cesta. Rachel cruzó el puente en dirección a ellos, pero después pensó que no quería trabar conversación con nadie; quería recibir a Sid en silencio, pero se alegró al ver que el tren iniciaba lentamente su entrada porque le parecía que se estaba portando como una antipática. De repente el tren se detuvo, las puertas se abrieron de par en par, bajó gente y allí estaba Sid, caminando sonriente hacia ella, vestida con el traje marrón de tusor y la chaqueta con cinturón y con la cabeza descubierta. Tenía el pelo corto y el rostro aceitunado.

—¡Qué tal! —dijo Sid, y se abrazaron.

—Yo te la llevo.

—Ni se te ocurra. —Sid cogió la práctica maletita que había soltado para abrazar a Rachel y la agarró del brazo.

—Te imaginaba pedaleando hacia mí para recibirme, pero supongo que el puente te ha echado para atrás. Pareces cansada, cariño. ¿Lo estás?

—No. Y no he venido en bici. Me temo que nos va a llevar Tonbridge y que habrá que comer en casa.

—¡Ah!

—Pero después saldremos a dar un magnífico paseo, y he pensado que podríamos llevarnos el té para no tener que volver a casa.

—Una idea genial. —Lo dijo con tono resuelto, y Rachel la miró por si sus palabras encerraban ironía, pero no. Sid la miró a los ojos, le hizo un guiño y añadió—: Que Dios te bendiga, cielo, por ese afán tuyo de que todo el mundo esté siempre contento. Lo digo en serio: es una idea genial.

Salieron de la estación en silencio; un silencio que para Rachel era felizmente amigable y que para Sid estaba tan colmado de una dicha incontenible que se sentía incapaz de hablar. Pero al cabo de un rato, al pasar por delante de las puertas de la abadía, dijo:

—Si hacemos un pícnic, ¿no querrán venir también los niños?

—Están todos en la playa. No volverán hasta la hora del té.

—¡Ah! La trama se va aclarando de la manera más admirable...

—Y he pensado que podrías quedarte esta noche. Hay un catre que podríamos poner en mi habitación.

—¿Ah, sí? Pero debería esperar a que me invite la Duquesita, cariño.

—Lo hará. Te tiene mucho cariño. Es una pena que no te hayas traído el violín. Aunque podrías coger el de Edward. Ya sabes que a la Duquesita le encanta tocar sonatas contigo. ¿Qué tal está Evie?

—Eso te lo cuento en el coche. —Evie era la hermana de Sid; tenía fama de tener una mala salud de poca importancia y, a menudo, premeditada. Trabajaba como secretaria a tiempo parcial para un músico muy conocido y dependía de Sid, con quien vivía, para que administrase sus escasos recursos y la cuidase siempre que fuese menester o que se le antojase.

Así pues, en el coche, con Sid cogiéndole la mano, Rachel preguntó por Evie y oyó de su alergia al polen, de que posiblemente tuviese una úlcera (aunque el doctor pensaba que no era eso) y de su plan para que Sid la llevase al mar de vacaciones en agosto; guardar las apariencias en presencia de Tonbridge tenía su encanto, y les entraron ganas de reír porque en cierto sentido era de lo más absurdo: hablar de Evie no les apetecía lo más mínimo. Se miraban, o, más bien, Sid miraba a Rachel y era incapaz de apartar la mirada, y Rachel se sentía traspasada por aquellos ojos pequeños, tirando a castaños, elocuentes y muy separados, y, cuando notaba que empezaba a sonrojarse, Sid se reía entre dientes y soltaba algún tópico de lo más tonto como «no hay mal que por bien no venga», con esa voz que ponía cuando leía los chistes que venían en las sorpresas navideñas y añadiendo «o eso dicen», lo cual relajaba la tensión hasta la siguiente vez. Tonbridge, que iba conduciendo ligeramente más deprisa —iba pensando en la comida—, no encontraba ni pies ni cabeza a lo que decían.

Acababan de detenerse junto a la verja que daba a la puerta principal cuando Eileen, que había estado atenta a su llegada, salió corriendo y dijo que la señora decía que la señorita Rachel tenía que subir inmediatamente al dormitorio de la señora Hugh porque el bebé había empezado a nacer y el médico aún no había llegado. Rachel saltó del coche sin mirar atrás y salió disparada hacia la casa. ¡Ay, Dios!, pensó Sid. ¡Pobrecita! Se refería a Rachel.

Sybil estaba en la cama, recostada sobre unos almohadones; se negaba a tumbarse del todo, y, aunque la Duquesita pensaba que hacía mal, estaba demasiado inquieta y alarmada como para intentar insistirle. Ya lo haría Rachel... Y aquí estaba, por fin, Rachel.

—El médico viene enseguida —se apresuró a decirle la Duquesita, frunciendo fugazmente el ceño para indicarle que no debía preguntar cuándo—. Si te quedas tú con ella, ya me encargo yo de las toallas. Las criadas están hirviendo agua. —Y se fue, contenta de acometer una tarea que podía realizar con éxito. Cada vez se sentía más incapaz de soportar los dolores de Sybil. Rachel acercó una silla y se sentó al lado de Sybil.

—Bonita, ¿qué puedo hacer para ayudarte?

Sybil respiró con dificultad y se echó hacia adelante con los puños apretados, hincándolos en la cama a cada lado de los muslos.

—Nada. No sé. —Y después—: Ayúdame a..., a desnudarme. Deprisa..., antes de que me dé otra vez.

De modo que entre un dolor y otro Rachel la ayudó a quitarse el vestido, la combinación y las bragas, y, por último, a ponerse el camisón. Todo esto les llevó mucho rato, pues con cada dolor tenían que parar; y tanto le apretaba Sybil la mano que Rachel pensó que se le iban a romper los huesos.

—¿Y si nace antes de que llegue el médico? —preguntó Sybil, y Rachel supo que la posibilidad le aterraba.

—Nos apañaremos. Todo saldrá bien —la tranquilizó, pero no tenía ni la menor idea de lo que había que hacer—. Tú no te preocupes —dijo, retirándole el pelo de la frente—. En tiempos trabajé de voluntaria. ¿Te acuerdas?

Y Sybil, que pareció confortada por esto, esbozó una sonrisita confiada.

—Lo había olvidado. Claro, es verdad. —Se recostó unos instantes y cerró los ojos—. ¿Me puedes recoger el pelo, quitármelo de la cara? —Pero, para cuando Rachel encontró sobre el tocador la cinta de raso que le había indicado, otra vez estaba Sybil doblada de dolor, buscando a tientas la mano de Rachel.

—Ay, Dios, que llegue ya el médico —suplicó Rachel a la vez que Sybil soltaba un gemido.

—Lo siento. Esto es como un novelón de Mary Webb, ¿a que sí? «Agarrada a los postes de la cama»..., esas cosas... —Y, mientras Rachel sonreía al oír el gallardo chistecito, añadió—: La verdad es que duele mucho.

—Ya lo sé, cariño. Eres muy muy valiente.

De repente oyeron un coche que tenía que ser el del médico, y Rachel se acercó a la ventana.

—¡Ha llegado! Qué bien, ¿no? —Pero Sybil se había metido el puño en la boca y se estaba mordiendo los nudillos para no chillar, y no parecía oírle.

Era un hombre mayor, un viejo escocés de cabellos y bigote rojizos salpicados de canas. Entró en la habitación quitándose la chaqueta y soltando el maletín, y mientras hablaba se iba remangando.

—Bueno bueno, señora Cazalet... Me han dicho que esta mañana se ha resbalado un poquito en la bañera y que su bebé ha decidido ponerse en camino. —Echó un vistazo en derredor, vio la jarra y la palangana y procedió a lavarse las manos—. No, gracias, con la fría me apaño perfectamente, aunque vamos a necesitar agua caliente. ¿Podría encargarse del agua, señorita Cazalet, mientras examino a la paciente? Eso sí, necesito que vuelva en cinco minutos —dijo en voz un poco más alta mientras Rachel salía del dormitorio.

En el descansillo se encontró a las criadas, que estaban esperando con cubos de agua caliente tapados y una montonera de toallas apiladas sobre el baúl de la ropa blanca. En la planta de abajo se encontró a su madre, que estaba con Sid. La Duquesita se mostraba muy nerviosa.

—¡Rachel! Creo que debería llamar a Hugh.

—Pues claro que sí.

—Pero es que Sybil me suplicó que no lo llamase. No quiere preocuparlo. Me parece mal hacer precisamente lo que no quiere que haga.

Rachel miró a Sid, que estaba mirando a la Duquesita con una especie de ternura protectora que avivó su amor por ella. A continuación habló Sid:

—La cuestión no es esa. Creo que a Hugh le molestaría mucho que no se le informase de lo que está pasando.

La Duquesita, agradecida, dijo:

—Tienes razón. ¡Qué sensata eres, Sid! Cuánto me alegro de que estés aquí. Voy a llamarlo ahora mismo.

Cuando se hubo marchado, Sid sacó la abollada cigarrera de plata.

—Coge un pitillo. Tienes pinta de necesitarlo.

Y, aunque Rachel fumaba cigarrillos Egyptian porque los Gold Flake le parecían demasiado fuertes, cogió uno, y notó que le temblaba la mano mientras Sid se lo encendía.

—Es espantoso. Un dolor espantoso. No me había dado cuenta hasta ahora. ¿El doctor ha avisado a una enfermera?

—Parece que, por ahora, no. Llamó a su comadrona de siempre, que había salido a atender a alguien, y la enfermera de la zona dijo que no podía venir hasta esta tarde. El doctor me ha dicho lo que hay que hacer. Lo siento mucho por nuestros planes.

—Qué le vamos a hacer.

—¿Te ha pedido que te quedes?

—Sí. El plan es que la señora Cripps prepare un pícnic y yo mantenga alejado al grupo de la playa..., que me encargue de quitar a los niños de en medio hasta que todo haya terminado. Qué curioso, ¿no? —Y precisó tras una breve pausa—: Que en los acontecimientos más trascendentes de la vida de una persona todo el mundo tenga que quitarse de en medio, que nadie pueda enterarse de nada.

—Ya, pero es que podrían oírla. Aunque, por supuesto, Sybil no haría ni un ruido si pudiese evitarlo.

—Eso mismo.

Al advertir la expresión irónica de Sid, Rachel reconoció en sí misma aquella sensación fugaz pero familiar de que Sid era extranjera; al menos, así se lo representaba Rachel para sus adentros. La madre de Sid era una judía portuguesa a la que su padre había conocido durante una gira con la orquesta en la que tocaba. Se habían casado, había tenido dos hijas con ella —Margot y Evie— y después las había abandonado y se había largado a Australia; siempre se referían a él, con bastante amargura, como «el canalla de Sidney». Su vida había estado lastrada por las dificultades y la pobreza, y al final su madre se había muerto de tuberculosis y añoranza (su familia no había querido saber más de ella cuando se casó); según Sid, era difícil saber qué había sido peor. Pero todo esto, y el hecho de proceder de una familia de músicos, le daba aire de extranjera, lo cual, a su vez, explicaba que pareciera más dispuesta a enfrentarse a las cosas de lo que jamás lo había estado la familia de Rachel. «Desde muy pequeña, he llamado al pan, pan y al vino, vino», había dicho Sid en cierta ocasión. «¿Cómo iba a llamarlos de otra manera?». Nada más morir su madre, Margot había abandonado el nombre que siempre había detestado y había empezado a llamarse Sid. Como tantas otras parejas de orígenes culturales muy diferentes, las dos tenían una actitud ambivalente respecto de la otra: Sid, que se daba cuenta de que Rachel había estado sobreprotegida toda su vida frente a la realidad financiera o emocional, deseaba ser la persona que más la protegiera, y al mismo tiempo no podía resistirse a lanzar alguna que otra pulla sobre lo típico que era todo aquello de la clase media inglesa; Rachel, que sabía que Sid no solo había tenido que valérselas por sí misma, sino también ayudar a su madre y a su hermana, respetaba su independencia y su autoridad, pero quería que Sid comprendiese que los eufemismos, la discreción y el ocultamiento eran una parte esencial de la vida familiar de los Cazalet, destinados tan solo a mantener el afecto y los buenos modales. «Lo puedo entender», había dicho Sid durante una discusión que tuvieron al comienzo, «pero para eso no tengo por qué estar de acuerdo. ¿No lo ves?». Pero Rachel no lo veía; para ella, entender entrañaba estar tácitamente de acuerdo.

A ambas les vinieron a la cabeza algunos de estos pensamientos, pero en este momento no había tiempo para estas cosas. Rachel apagó el cigarrillo.

—Tengo que volver. ¿Podrías pedirle a la Duquesita que le diga a una de las criadas que me traiga un delantal?

—Pues claro. Faltaría más. Si puedo hacer algo, dímelo.

—Vale.

Basta con que me limite a seguir las instrucciones del médico al pie de la letra, pensó mientras subía las escaleras, y es completamente ridículo que la sangre me dé tanto repelús. Tengo que pensar en otra cosa y ya está.

 

 

Francamente, Cooden no era la mejor playa para los niños, pensó Villy mientras deslizaba el trasero sobre los guijarros en busca de un tramo del rompeolas que fuese más cómodo para su espalda. Incluso en un día tan apacible y luminoso como aquel, el mar estaba sorprendentemente frío... A lo lejos tenía un color azul acerado, pero cerca de ellos era un incesante oleaje azul verdoso que rompía sobre la abrupta pendiente de la orilla, formando un blanquecino ribete que languidecía para disolverse otra vez en el verde antes de que lo engullese la siguiente ola. Los chicos estaban tan a gusto, en el colegio habían aprendido a nadar bien; pero las chicas tenían miedo de perder pie, caminaban cojeando sobre los guijarros, avanzaban unos pasos por el agua, daban tres o cuatro brazadas y vuelta a empezar, hasta que Villy les decía que salieran —castañeteo de dientes, cuerpos fríos y resbaladizos como peces— para frotarles la espalda, darles trocitos de chocolate amargo Terry o un poco de caldo caliente. No había pozas en las rocas para Lydia y Neville, ni apenas arena; la fuerza de la resaca derribó a Lydia, que estuvo un buen rato llorando amargamente a pesar de los intentos de Villy por tranquilizarla. Neville, que lo había visto todo con espanto, anunció que ese día no quería saber nada del mar, «Menos para coger agua con el cubo». «Pues te quedarás sin chocolate», había dicho Clary, a lo cual Ellen, que estaba enganchando un pañuelo con imperdibles al sombrero panamá de Neville para que le cayese un trozo de tela blanca sobre los hombros huesudos y ya un poco quemados, repuso al instante que se ocupase de sus propios asuntos. Ellen y Nanny, con sus sombreros, sus cárdigans grises de punto y sus prácticos vestidos de algodón con cinturón incluido, con las piernas estiradas y enfundadas en tupidas medias de algodón claro y zapatos negros de dos tiras, tenían la labor en el regazo. Un día de playa debía de parecerles el purgatorio, pensó Villy. A ninguna de las dos se le habría pasado por la cabeza bañarse y su autoridad sobre los niños estaba socavada por la presencia de los padres, pero al mismo tiempo eran responsables de que Lydia y Neville no se enfriasen, de que no les diese demasiado el sol ni se fueran con niños desconocidos que podrían contagiarles cualquier cosa.

En este momento, Nanny, que había empezado a vestir a Lydia, vio frustrado su objetivo porque Edward dijo que iba a meter a su hija a hombros en el agua, lo mismo que Rupert a Neville (no les hacía gracia la idea de que sus hijos tuviesen miedo al agua). «Cuando salgáis, decidles a los chicos que salgan también», gritó Villy; para los chicos sería una cuestión de honor no salir hasta que les obligasen. Miró a Zoë, que se había acurrucado contra el rompeolas sobre una esterilla de coche y se estaba untando crema en las piernas, la única parte de su cuerpo expuesta al sol; qué vulgar, hacer esto en público, pensó Villy, y acto seguido se avergonzó. Haga lo que haga la pobrecilla, me lo tomo fatal. Rupert había intentado que se bañase, pero se negaba, decía que seguro que estaba demasiado fría. Jamás le había confesado a ninguno de los Cazalet que no sabía nadar.

Villy se quedó mirando a Edward y a Rupert mientras avanzaban por el agua con Lydia y Neville agarrados a sus espaldas como cangrejitos nerviosos. Cuando empezaron a nadar, Lydia chilló de emoción y Neville de miedo; sus chillidos se mezclaron con los gritos marinos de otros niños, niños asustados por las olas, niños que no querían salir, que estaban muertos de frío, que no querían que los nadadores les salpicasen. Los padres siguieron nadando hasta que Rupert vio que corría el riesgo de que Neville lo estrangulase y tuvo que salir. El viento se había llevado el sombrero de Neville, y Villy vio a Simon y a Teddy nadando a la carrera para recuperarlo, como dos pequeñas nutrias.

Las chicas, vestidas ya con sus pantalones cortos y sus camisas Aertex, empezaban a preguntar por la comida. Polly y Clary estaban cogiendo piedrecitas planas y las iban metiendo en la lata de galletas de Clary, y Louise estaba tumbada bocabajo, al parecer sin que la pedregosa playa le afectase, leyendo y enjugándose los ojos con una toalla de baño.

—¿Cómo de pronto? —dijo una de ellas.

—En cuanto salgan los demás y se cambien. —Rupert le hizo un gesto con la mano a Edward, que llevaba a Lydia en brazos y les estaba gritando algo a los chicos.

Lydia volvió con aire triunfal y muerta de frío; después de que Edward la soltase al lado de Villy, se arrimó a ella con las trenzas chorreando y sin poder evitar que le castañeteasen los dientes.

—He nadado mucho más lejos que tú —le espetó bien alto a Neville.

—Estás congelada, cariño. —Villy la envolvió con una toalla.

—No. Lo que estoy es asada. Me estoy obligando a mí misma a castañetear. Así es como se viste Nan por las mañanas. ¡Mirad! —Agarró la toalla, se puso de espaldas y, encorvada, empezó a contorsionarse como si se estuviera poniendo un corsé, imitando de maravilla un torpe recato. Edward y Villy intercambiaron una mirada y ambos consiguieron contener la risa.

Teddy y Simon salieron disparados del agua en el momento en que Edward gritó: «¡A comer!». Vinieron corriendo, saltando con facilidad sobre las piedras, el pelo pegado a la cabeza, los tirantes de los bañadores cayéndoles por los hombros. Un súper baño, dijeron; si fuera por ellos, no habrían salido; para qué iban a cambiarse si se iban a meter de nuevo inmediatamente después de comer. Eso ni hablar, dijo Edward. Primero tenían que hacer la digestión. Si te bañabas justo después de comer, te daba un corte de digestión y te ahogabas.

—Papá, ¿conoces a alguien que realmente se haya ahogado? —preguntó Teddy.

—A un montón de gente. Venga, a cambiarse. ¡Chop chop!

—¿Qué significa «chop»? —preguntó Lydia, nerviosa.

—Deprisa en chino —dijo Louise—. Mamá, ¿podemos empezar a sacar la comida? Solo para ver qué hay, ¿vale?

Zoë ayudó a sacar el pícnic, y las niñeras dejaron de peinar cabezas y de chasquear la lengua cada vez que veían alquitrán en el bañador de Lydia y extendieron una esterilla para que se sentasen los niños. Zoë estaba contenta porque Rupert se había arrodillado a su lado, le había despeinado cariñosamente y le había preguntado cómo estaba su ratita de biblioteca, haciéndola sentirse interesante de una manera distinta. Los niños comieron vorazmente, menos Lydia, que rechazó su huevo duro porque decía que estaba muerto. «Nunca como huevos muertos», explicó, así que Teddy se lo comió por ella. Neville derramó su naranjada en la esterilla del coche y a Clary le picó una abeja y estuvo llorando hasta que Rupert le sorbió el aguijón y le explicó que peor le había ido a la abeja, que a estas alturas ya debía de estar más muerta que muerta. Después de comer, las niñeras obligaron a Lydia y Neville a descansar a la sombra del rompeolas, los adultos fumaron y los niños más mayores jugaron una partida de memorama bastante precaria con las cartas que se habían traído. Clary era con mucho a la que mejor se le daba; parecía que no olvidaba ni una sola carta, aunque, como observó Simon, las piedrecitas hacían que algunas cartas quedasen inclinadas y pudieran verse si hacías trampa, como, al parecer, pensaba que podría ser el caso de Clary. Después los chicos quisieron volver a bañarse, alegando que se lo habían prometido. La marea estaba bajando y los demás decidieron mojarse los pies, cosa que al llegar no había sido posible. ¡Dios mío!, pensó Zoë. Esto sigue y sigue. Había llegado a la parte de Lo que el viento se llevó en la que Melania se había puesto de parto y Escarlata no conseguía que viniese el médico, y decidió que en estos momentos no le apetecía leer eso. Rupert iba paseando por la orilla de la mano de Clary, que lo miraba y le mecía el brazo. Quizá si me llevase mejor con sus hijos no querría tener más, pensó. Parecía una buena idea, aunque difícil. Se veía a sí misma cuidando a un Neville enfermo de pulmonía o de cualquier otra cosa mortal; velándole noche tras noche, acariciándole la frente y negándose a apartarse de su lado ni un instante hasta que le declarasen fuera de peligro. «Te debe la vida, cariño», diría Rupert, «y yo jamás podré devolverte todo lo que te debo». Pensó que se parecía a Escarlata: hermosa, valiente y franca en cualquier situación. Ya se encargaría ella de que Rupert leyese el libro para que se diese cuenta.

A eso de las cuatro todo el mundo estaba dispuesto a volver a casa, aunque los niños se negaban a admitirlo. «¿No hay más remedio? Si acabamos de llegar...». Recogieron pieles de plátano, cáscaras de huevo, cortezas de sándwiches y tazas de baquelita; se perdieron efectos personales, que luego fueron encontrados y restituidos a sus dueños; de repente alguien descubría unas llaves que no se veían por ningún lado. Emprendieron la caminata de vuelta por la playa y por el camino de tierra que llevaba hasta los coches, que, al haber estado aparcados al sol, parecían hornos. Villy, Rupert y Edward bajaron las ventanillas, pero los asientos estaban ardiendo y Neville dijo que no podía sentarse, y hubo que colocarle sobre el regazo de Ellen. Edward condujo su Buick, y Villy, el viejo Vauxhall del Brigada, cuya caja de cambios estaba en un estado lamentable debido a la gran cantidad de personas que lo habían utilizado y, en cualquier caso, a que era bastante viejo. Rupert se llevó a Zoë y a Ellen en su Ford con Neville y Lydia, que reclamó a voces que quería ir con Neville porque habían empezado a jugar al veoveo. Clary se alegró de ir con Villy y las chicas; Nan fue en el coche de Edward, en el asiento del copiloto, que le encantaba, y los chicos en el de atrás. Los coches iban uno detrás de otro; Villy encabezaba la marcha, por si acaso el suyo se averiaba. Las chicas discutieron acerca de a quién le tocaba ir delante; Louise decía que a ella porque era la mayor, y Clary decía que atrás se mareaba. Villy eligió a Clary. El sol le había dado dolor de cabeza y empezó a pensar con ilusión en darse un baño templado y sentarse a coser con Sybil en el césped. «Pero a los niños les viene bien bañarse y que les dé el aire del mar», se dijo para sus adentros.

 

 

Rachel volvió al dormitorio y descubrió que gracias al doctor Carr había dejado de ser el escenario de una emergencia chapucera para convertirse misteriosamente en un lugar en el que estaba sucediendo algo importante, con un desenlace previsible. Sybil estaba echada de lado con las rodillas encogidas, y el médico estaba poniéndole una compresa fría en el tobillo.

—La señora Cazalet lo está haciendo muy pero que muy bien —anunció—, está a más de la mitad de la dilatación, y el bebé está bien encajado. Vamos a necesitar toallas para ponérselas debajo, y si le parece pida que traigan la balanza de la cocina, y después podría frotarle la espalda..., aquí, por abajo, a cada lado de la columna, cuando le lleguen los dolores, y dígale que respire. Cuanto más le duela, señora Cazalet, más profunda ha de ser la respiración. ¿Hay por ahí una mesita en la que pueda dejar mi parafernalia, señorita Cazalet? ¿Hay un timbre en este cuarto? ¡Ah! Bien, así podremos pedir las cosas. Respire, señora Cazalet, intente relajarse y respirar.

—Sí —dijo Sybil. Ya no parecía tan asustada, observó Rachel; tenía los ojos clavados en el médico, con una expresión de confiada obediencia rayana en la adoración.

Extendieron las toallas, cubrieron una mesa con un paño limpio y colocaron como es debido los fórceps, las tijeras y una botella con vendas de gasa a un lado. Peggy subió la balanza, anunciando sobrecogida que la señora Cripps la había limpiado con sus propias manos, y le dijeron que cambiase los cubos del agua caliente cada veinte minutos para garantizar que el agua estuviese a la temperatura justa cuando la necesitasen. Todo esto causó una sensación de orden y finalidad, pero una vez que todo estuvo organizado hubo orden y, sin embargo, parecía que la finalidad se esfumaba. Rachel, que sabía que no sabía nada, empezó a preguntarse cuánto iba a durar todo aquello. Se suponía que si una ya había tenido hijos todo iba más deprisa, ¿no? Pero ¿más deprisa que qué? Al cabo de un rato de incierta duración pero muy largo, el doctor Carr volvió a examinar a Sybil («No hace falta que salga, señorita Cazalet»), y al acabar se enderezó con un pequeño gruñido y dijo que aún faltaba un buen rato y que tenía que llamar a su mujer para que le dijese a su socio que estuviese preparado para encargarse de las consultas vespertinas. Rachel le dijo dónde estaba el teléfono y después volvió a ocupar su sitio junto a Sybil, que estaba echada bocarriba, inmóvil. Entre que tenía los ojos cerrados y que se había apartado el pelo —con las raíces oscurecidas por el sudor— de la frente, tenía la apariencia de un ídolo. Abrió los ojos y sonrió a Rachel.

—Polly tardó siglos, pero Simon fue bastante rápido. No tardará, ¿no?

—¿El bebé?

—El médico. Ay, que viene. —Pero no era el bebé, solo era otro dolor. Se puso de lado con dificultad para que Rachel pudiese frotarle la espalda.

La Duquesita había hecho todo lo que se le había ocurrido. Había llamado a Hugh esforzándose al máximo por mostrarse serena y le había sugerido que se pasase por casa a coger la ropa del bebé. Sí, había un médico. El doctor Carr tenía muy buena fama en cuestión de partos. Y Rachel estaba ayudando, todo iba bien. Había vuelto a la cocina y se había encontrado con que la señora Cripps había puesto a todo el mundo manos a la obra. Las criadas estaban preparando sándwiches y una bandejita con embutido y ensalada para el almuerzo; Dottie iba y venía tambaleándose con grandes jarras esmaltadas para llenar el perol y el hervidor enormes que había al fuego, y la señora Cripps en persona, su rostro verdoso brillando a causa de la energía y el sudor, estaba restregando frenéticamente la bandeja de la balanza de la cocina, mientras Billy, siguiendo instrucciones, traía nuevas remesas de carbón para avivar la lumbre. Imperaba un estado de diligente excitación. La señora Cripps había anunciado antes que los partos de las señoras eran imprevisibles y que nada de lo que pudiese pasarle a la señora Hugh la sorprendería, tras lo cual Dottie había estallado en lágrimas de lo más teatreras, y una de las criadas tuvo que propinarle un cachete para que tuviese, como observó la señora Cripps, un buen motivo para llorar. Cuando entró la Duquesita, todos interrumpieron sus tareas y la miraron como si fuese la portadora de a saber qué noticias.

—La señora Hugh está bien, y el médico ha llegado ya. El señor Hugh vendrá esta tarde. La señorita Sidney y yo comeremos en la salita matinal, pero poca cosa. Veo que están todos muy ocupados, así que no les molesto más. No creo que el grupo de la playa vuelva mucho antes de las cuatro, señora Cripps, pero deberíamos tener listos los cestos para cuando lleguen.

—Sí, señora. Y ¿quiere que sirvamos ya el almuerzo, señora?

La Duquesita echó un vistazo a su reloj de pulsera; entre la correa y la muñeca llevaba metido un fino pañuelito de encaje.

—A la una y media, gracias, señora Cripps.

Al salir de la cocina hizo un alto en el hall, preguntándose si debería ir a ver si Rachel se estaba apañando bien, si necesitaba algo. Después recordó que Sid estaba por ahí abandonada sin nada con que pasar el rato, así que le dio el Times y una copita de jerez y le dijo que el almuerzo estaba en camino y que volvería en menos que canta un gallo. Le había entrado una preocupación horrorosa por cómo iban a vestir al pobre bebé nada más nacer. Era muy poco probable que Hugh llegase a tiempo con su ropita, y mientras tanto necesitaría calor. Se fue a su dormitorio, rebosante de muselina blanca y con las paredes pintadas de un azul pálido, y buscó y encontró el chal blanco de cachemira que le había traído Will de uno de sus viajes a la India. Con el paso del tiempo y los lavados había cogido un tono crema, pero seguía siendo suave y ligero como una pluma. Con eso valdría. Lo dejó en el pasamanos de la escalera, justo enfrente del cuarto de Sybil. Después bajó a comer.

 

 

A pesar de que su madre le había dicho varias veces que todo iba bien y que no debía preocuparse, Hugh, cómo no, estaba preocupado. Es por la posibilidad de que sean gemelos, pensó mientras conducía en dirección a Bedford Gardens. Si eran gemelos, podía haber complicaciones, y no le hacía ninguna gracia pensar en Sybil sin su médico y su matrona de siempre. Ojalá hubiera pasado ayer, pensó, o, mejor, dentro de tres semanas, cuando se suponía que tocaba. ¡Pobrecita! Seguro que se había excedido; no deberíamos haber ido al concierto, pero es que ¡parecía que le apetecía tanto! Cuando Hugh había entrado en el despacho del Jefe para comunicárselo, su padre había sonreído y había dicho: «¡Caramba!», pero no había perdido la calma, y, cuando le anunció que iba a irse inmediatamente para allá después de pasarse por su casa, el Jefe refunfuñó: «Cosas de mujeres. Mejor que te quites de en medio hasta que todo haya terminado, hijo mío».

Después lanzó una mirada penetrante a su hijo mayor —imprevisiblemente nervioso desde aquella maldita guerra— y le dijo que, por supuesto, se marchase si creía que era eso lo que tenía que hacer. Él llegaría al atardecer, añadió, en su tren de siempre.

Había un silencio delicioso en Bedford Gardens: casi todo el mundo estaba de vacaciones con sus hijos. Aparcó el coche, enfiló el sendero y entró en casa. Cerró con un portazo, y en ese mismo instante oyó un ruido en el piso de arriba, alguien que cruzaba corriendo la habitación..., su dormitorio. Dejó el sombrero en la mesita del hall, y ya se disponía a subir cuando de repente apareció Inge al final de la escalera. Estaba muy maquillada y llevaba puesto un vestido que Hugh identificó al instante como el vestido de seda rosa que se había comprado Sybil el año anterior para una boda. Inge se le quedó mirando como si fuera un intruso hasta que Hugh se sintió obligado a decir:

—Soy yo, Inge.

—Yo creía que no hasta la noche usted volvía.

—Bueno, la señora Cazalet está dando a luz y he venido a por la ropita del bebé.

—Está en cuarto niños —dijo, y desapareció escaleras arriba.

Cuando Hugh llegó al piso del dormitorio, la puerta estaba cerrada, y adivinó que Inge estaba dentro recogiéndolo todo febrilmente. Nada más ver el vestido, Hugh había decidido fingir que no lo reconocía; no podía despedirla ahora porque tendría que quedarse allí con ella hasta que se marchase, y eso lo entretendría demasiado. Furioso, siguió subiendo hasta que llegó al cuarto de los niños, y vio la ropita apilada en una cesta; encontró una maleta, volcó todo dentro y la cerró. La puerta del dormitorio seguía atrancada. Bajó al salón y recordó que quería su cámara para sacar fotos a Sybil y al niño. Su escritorio, al fondo de la habitación, estaba todo patas arriba, como si lo hubieran saqueado: el cajón abierto, papeles por todas partes. ¡Maldita sea! No iba a tener más remedio que despedirla.

Mal estaba que se pusiese la ropa de Sybil y su maquillaje (aunque no creía que Sybil tuviese demasiado maquillaje), pero lo de revolver su escritorio... ¿Buscaba dinero, o qué? Se estaba portando como una vulgar ladronzuela, incluso —le asaltó un desagradable pensamiento— como una especie de espía, aunque bien sabía el cielo que allí no había nada que mereciera ser espiado. Bah, era ridículo. No, no del todo: Inge era alemana, ¿no? A Hugh nunca le había caído bien, y ahora no podía dejarla sola en casa; podría hacer algo, como arramblar con todo lo que encontrase de valor, incendiar la casa..., cualquier cosa. Dejó la cámara al lado de la maleta y volvió al piso de arriba.

Hugh estuvo exactamente una hora más. Inge había desparramado toda la ropa de Sybil por la habitación: sus zapatos, sus joyas..., todo. Hugh le dijo que se pusiera sus cosas, hiciera las maletas y se largase. Disponía de media hora para dejar la casa, y, en primer lugar, tenía que devolverle las llaves. Inge sacó el labio inferior y soltó una palabrota en alemán entre dientes, pero no discutió. Hugh esperó fuera a que se pusiera su vestido de algodón y después aguardó en el dormitorio mientras Inge hacía las maletas en el piso de arriba. Apestaba al perfume de Sybil, Tweed, el que siempre le regalaba para su cumpleaños. Intentó poner un poco de orden, colgar unas cuantas cosas en el armario, pero el revoltijo era tal que se desanimó. El corazón le palpitaba de ira, y empezaba a dolerle la cabeza; justo lo que faltaba, ahora que tenía un largo trayecto por delante. «¡Dese prisa!», gritó por el hueco de la escalera. Le pareció que tardaba mucho, pero al final apareció con dos maletas que a todas luces pesaban una barbaridad.

—Las llaves —dijo Hugh. La mujer le dirigió una mirada de puro odio y se las puso en la mano, haciéndole daño.

Después, muy despacio y con una puntería escalofriante, le escupió.

Schweinhund!

Hugh la miró a los ojos, unos ojos claros y saltones que rebosaban un frío rencor. Se limpió la cara con el dorso de la mano. El odio que sentía por ella le asustó.

—Salga de aquí. Salga antes de que llame a la policía. —Bajó las escaleras tras ella y vio cómo abría la puerta y la cerraba con furia a sus espaldas.

Se fue al cuarto de baño y se lavó la cara y la mano, pasándolas una y otra vez por agua fría. Después se tomó un par de pastillas, y pensó que más valía cerciorarse de que la casa estaba cerrada a cal y canto. No lo estaba. La puerta trasera de la cocina estaba entreabierta. A continuación se pasó por el sótano y por la planta baja para asegurarse de que las ventanas se quedaban todas bien cerradas. Entonces se acordó de Pompeyo, pero, cuando al fin encontró al pobre gato, estaba en la cama de Polly y estaba muerto..., estrangulado con el cordón de la bata de invierno de Polly. El adorado gato de Polly, la criatura que más quería en este mundo. Esto ya era el colmo. Se sentó en la cama de su hija y apoyó el rostro en la mano. Lloró unos instantes hasta que le llegaron ecos de su primera infancia que le decían que no estaba bien, así que paró y se sonó la nariz. Miró a Pompeyo, que yacía rígido con el cordón todavía tensado alrededor del cuello. Entonces se le ocurrió que estrangular a un gato sin hacer ni un ruido no era nada fácil a no ser que tuvieras experiencia, y un escalofrío de repulsión le recorrió el cuerpo. Pero tenía que seguir. Envolvió a Pompeyo en una toalla de baño y se lo llevó abajo, con la idea de enterrarlo en el jardín trasero, pero nada más ver la tierra achicharrada y cubierta de raíces de lirios cambió de idea. Se llevaría a Pompeyo a Sussex, encontraría el momento oportuno para decírselo a Polly y la ayudaría a enterrarlo; la Duquesita les facilitaría un buen lugar para una sepultura. En cualquier caso, tenía que contarle a Polly que Pompeyo había muerto, pero no cómo. Jamás debía enterarse de lo cruel y malévola que puede llegar a ser la gente..., bastaba con que sufriera su pena a secas. Le daré otro gato, pensó mientras metía las cosas en el coche y dejaba a Pompeyo al fondo del maletero. Le daré veinte gatos, cualquier gato que se le antoje.

 

 

—Yo siempre he pensado que la hermana de Adila era mucho mejor que Adila. Era mucho más discreta..., menos rimbombante.

Sid, aunque no estaba de acuerdo con el comentario de la Duquesita (es decir, no compartía su evidente aversión por la rimbombancia), se alegraba de que el tema de los violinistas estuviera siendo la distracción perfecta para ella. Habían avanzado desde una profunda admiración común por Szigeti y Hubermann hasta las hermanas D’Aranyi. A su vez, dijo que juntas eran magníficas, que la una realzaba a la otra, que eran perfectas cuando interpretaban a Bach, por ejemplo. Los ojos de la Duquesita resplandecían con interés.

—¿Fuiste a oírlas? Debieron de estar maravillosas.

—Las oí, pero no en el concierto. Una noche, en casa de una amiga. De repente decidieron tocar. Fue inolvidable.

—Pero, en mi opinión, Jelly jamás debería haber interpretado aquella pieza de Schumann. Es evidente que Schumann no quería que se tocase, y me parece mal que actuase en contra de sus deseos.

—Aunque, si uno descubre un manuscrito así, parece difícil resistirse.

La Duquesita, presintiendo que se adentraban en terreno peligroso (que algo fuese irresistible era, a su juicio, razón de más para resistirse a ello), añadió:

—Claro que Somervell compuso su concierto para Adila, y por eso, entre otras cosas, se la ha oído muchas más veces en público a ella que a su hermana. ¡Esas danzas húngaras de Brahms que tocó de propina! ¿No te parecen maravillosas? La número cinco, por ejemplo.

Sid asintió; no había nadie capaz de interpretar una danza húngara mejor que un húngaro.

La Duquesita se pasó ligeramente la servilleta por la boca y la enrolló para meterla en el portaservilletas de plata.

—¿Has escuchado a este chico nuevo, Menuhin?

—Fui al primer concierto que dio en el Albert Hall. Tocó a Elgar. Una interpretación increíble.

—Nunca me ha parecido bien esto de los niños prodigio. Debe de ser muy duro para ellos..., no disfrutan de una infancia como Dios manda y se pasan el día viajando.

Sid, pensando en Mozart, guardó silencio, y la Duquesita puntualizó:

—Pero le he oído y es maravilloso; cómo entiende la música..., y, además, ya no es un niño. Fíjate qué interesante: todas las personas que hemos mencionado, por no hablar de Kreisler y Jourchim, ¡son judíos! Hay que reconocérselo: ¡son unos violinistas extraordinarios! —De pronto miró a Sid y se puso un poco roja—. Sid, cariño, espero que no te...

Y Sid, hastiada del antisemitismo generalizado que parecía envolver a los ingleses, respondió con el curtido buen humor que se había visto obligada a cultivar desde que era niña:

—¡Y tanto que lo son, Duquesita! Me gustaría decir que «lo somos», pero no me engaño en cuanto a mi talento... Quizá sea mi sangre gentil la que me ha impedido llegar a lo más alto.

—No creo que eso sea importante. Lo fundamental es disfrutarlo.

Y ganarse mal que bien la vida con ello, pensó Sid, pero se lo calló.

La Duquesita seguía descontenta con lo que consideraba que había sido un desliz.

—¡Mi querida Sid! No sabes cuánto te apreciamos. Rachel te adora, ¿sabes? Podrías quedarte unos días para que podáis veros un poco más. Espero que tengas tiempo.

Le tendió la mano a Sid, que se la cogió como si fuera un puñado de suculentas migajas a las que era incapaz de resistirse.

—Eres muy buena, Duquesita. Sí, me encantaría quedarme un par de días más.

La mirada franca y preocupada de la Duquesita se despejó, y le dio una palmadita a Sid en la mano.

—Y a lo mejor podríamos tocar juntas..., la aficionada y la profesional, ¿qué te parece? El Gagliano de Edward está aquí.

—Estaría muy bien. —El Gagliano de Edward era mil veces mejor que su violín. Edward ya no lo tocaba nunca: yacía en su funda, todavía con la inscripción «Cazalet hijo» de sus días de colegial, y no lo movían del campo.

La Duquesita llamó para que Eileen recogiera los restos de la comida y se levantó de la mesa.

—Debería ir a ver si necesitan algo arriba. ¿Te importa estar atenta por si vuelven los de la playa?

—Cómo no.

Cuando la Duquesita se hubo marchado, Sid se encendió otro cigarrillo y se acercó a las sillas de mimbre del césped. Desde allí veía el camino y la verja. En su interior bullía el consabido batiburrillo de sentimientos ambivalentes: el agravio ante el espantoso apiñamiento de personas en una misma categoría por razones de raza, una gratitud insidiosa pero irresistible por haber sido clasificada como una excepción a la regla... Suponía que todo esto no era más que la típica perspectiva del mestizo, pero tenía otra razón para ansiar la aprobación general, por no decir el cariño; una razón de la que ni la Duquesita, ni ninguno de los Cazalet, ni sus compañeros de trabajo ni, de hecho, nadie en absoluto salvo, quizá, Evie sabrían nunca nada si podía evitarlo..., y esta razón era Rachel, su querida, adorada Rachel, su amor secreto. Secreto había de permanecer si quería conservarla, y la vida sin Rachel no era algo que soportase contemplar. En realidad no es que Evie lo supiera, pero tenía un pálpito y ya había empezado a utilizar su condenada intuición con fines manipuladores..., por ejemplo, para insistir en que se fueran las dos a pasar dos soporíferas semanas en la playa. Evie siempre percibía el momento en el que no era el centro de atención, y aprovechaba la ocasión para hacer exigencias más rebuscadas. Y esta ocasión, la gran ocasión de su vida, era dinamita pura. Si yo fuese un hombre, pensó Sid, todo esto no sería necesario. Pero no quería ser un hombre. Nada es sencillo, pensó. Sí, una cosa sí: amaba a Rachel con todo su corazón, y nada podía ser más sencillo que esto.

 

 

Sybil estaba tumbada con las piernas separadas y las rodillas en alto, el montículo de su vientre tapándolo todo menos la coronilla, rosada y brillante, del doctor Carr, que se estaba agachando a ver cómo iban las cosas. Durante un buen rato no habían ido de ninguna manera: los dolores seguían ahí, pero el cuello del útero no se había dilatado más; Sybil parecía atascada. El doctor Carr la tranquilizaba mucho, pero estaba tan cansada y tan harta del dolor que lo que más deseaba era que se le pasase, y durante la última hora (u horas, o lo que fuera) no había habido motivos para pensar que lo haría. En medio del reconocimiento le sobrevino otro colosal embate de dolor, como una ola inesperada, y se retorció para librarse de él, pero no pudo porque el doctor Carr le estaba sujetando las piernas.

—Empuje, señora Cazalet, haga fuerza... Empuje.

Sybil empujó, pero esto no hizo sino aumentar el suplicio. Sacudió débilmente la cabeza y paró, y sintió que el dolor disminuía llevándose consigo todas sus fuerzas. Empezaron a escocerle las orejas por el sudor, y a continuación vinieron las lágrimas. Gimió; no era justo que la sujetase ahora que estaba demasiado cansada para seguir empujando, solo empeoraba las cosas. Exhausta, buscó a Rachel con la mirada, pero el doctor Carr estaba hablando con ella y estaba demasiado lejos. Se sentía tirada, abandonada por ambos.

—Lo está haciendo muy bien, señora Cazalet. Cuando le venga el siguiente dolor, respire profundamente y empuje con todas sus fuerzas.

Sybil empezó a preguntarle si por fin estaba pasando algo.

—Sí, sí, su bebé está de camino, pero debe usted ayudar. No luche contra los dolores, cabalgue sobre ellos. Acompáñelos, ya casi ha terminado. —Lo hizo dos veces más, y entonces, justo antes de la tercera, sintió que la cabeza del bebé, como una roca pesada y redonda embutida en su interior, empezaba a moverse de nuevo, y soltó un grito que no era simplemente de dolor, sino también de emoción porque su hijo estuviese saliendo de ella a la vida. Y después, las dos o tres últimas oleadas, que, aunque parecía que la abrían de cuajo con un dolor aún más intenso, no la asaltaron como antes: la atención de su cuerpo estaba centrada por completo en la increíble sensación de la cabeza que bajaba y salía. Vio que Rachel estaba a su lado con una pequeña cataplasma blanca y negó con la cabeza: no quería perderse el viaje de este bebé como en las dos ocasiones anteriores, así que se incorporó para poder ver su llegada. El médico hizo un gesto a Rachel, que guardó la cataplasma. Sybil soltó un largo suspiro, y en ese momento salieron la cabeza —los ojos apretados, el fino pelo oscurecido por la humedad— y los arrugados hombros, y el resto del cuerpo de renacuajo quedó tendido sobre la cama. El doctor Carr ató y cortó el cordón, cogió al bebé por los tobillos y le dio un cachetito en la espalda resbaladiza y sanguinolenta. La cara del bebé se contrajo como de pena por haber abandonado su acuoso elemento, y de repente abrió la boca y exhaló su primer aliento con un llanto agudo y vacilante. «Un niño precioso», dijo el doctor Carr. Estaba sonriendo. Los ojos de Sybil estaban clavados en el rostro del médico, suplicando en silencio. El doctor Carr la miró con ternura, casi como si fueran amantes, y depositó al bebé en sus brazos. Rachel, contemplando la cara que ponía Sybil al recibir a la criaturita ensangrentada que ahora lloraba a pleno pulmón, no pudo contener las lágrimas. El cuarto rebosaba emoción y amor.

Después, el doctor Carr adoptó un tono enérgico y pragmático. Le dijo a Rachel que vertiese agua templada en una palangana para bañar al bebé mientras él se ocupaba de la placenta. Rachel se ató una toalla a la cintura y cogió cautelosamente al bebé de los brazos de Sybil. Le aterrorizaba la posibilidad de hacerle daño. El doctor Carr lo notó y observó con tono brusco:

—No es de cristal, no se va a romper. —Y cogió al bebé y lo tendió boca arriba en la palangana—. Sosténgale la cabeza y pásele la esponja. Así. —Y volvió con Sybil.

El bebé, que había dejado de llorar, se repantingó en la bañerita y recorrió la habitación con los ojos color pizarra, abiertos ya; los puños se le abrían y se le cerraban, tenía las rodillas apuntando cada una en una dirección y los pies formaban un ángulo recto con las piernas; le salía una burbuja de moco de uno de los orificios nasales. El doctor Carr, a quien parecía que no se le escapaba nada, lo miró y le limpió los orificios nasales con un pedacito de algodón. El bebé frunció el entrecejo, arqueó la espalda de manera que se le notaron todas las costillitas y volvió a llorar. Su piel, del color de las más diminutas conchas rosadas, era suave como una rosa. Hacía movimientos lentos y caprichosos con un brazo o una pierna y a veces parecía que miraba a Rachel, pero tenía una mirada inescrutable. Rachel le pasó la esponja con cuidado, incluso con humildad: el bebé tenía un aspecto a la vez vulnerable y majestuoso.

—Ya puede sacarle; séquele y lo pondremos en la báscula. Me apuesto un riñón a que pesa un poco más de tres kilos, pero aun así tenemos que asegurarnos. Ya está, señora Cazalet.

De pronto, un olor a sangre caliente se extendió por la habitación. Eran las cinco menos cuarto.

 

 

Hugh no llegó a Home Place hasta veinte minutos después de que naciera su hijo. Había pinchado y le había costado quitar la rueda del coche. Al llegar se encontró a la Duquesita alimentando a Rachel con sándwiches de jamón y té. La señora Pearson, la matrona, había llegado, y el doctor Carr, después de tomarse deprisa y corriendo una taza de té, había vuelto con su paciente para el parto del segundo bebé —a la postre eran gemelos—, que no pensaba que fuese a durar mucho. Rachel acompañó a Hugh al coche a coger la ropita de bebé.

—Me gustaría ver a Sybil. ¿Crees que pasaría algo si subo? —dijo mientras entraban de nuevo en casa.

—Hugh, cariño, eso yo no lo sé. ¿Qué has hecho otras veces?

—Bueno, a Sybil no le gusta que vaya hasta que todo esté en orden, pero esto no había pasado nunca.

—Bueno, de todos modos tenemos que subir la ropa. Por ahora tu hijo se está apañando con un chal de cachemira.

—¿Está bien?

—¡Está maravillosamente bien! —dijo Rachel, con tanto fervor que Hugh la miró y dijo, esbozando una sonrisita:

—No sabía que las tías se pudieran quedar tan prendadas.

—Bueno, es que he estado allí. La señora Pearson no pudo venir inmediatamente, así que eché una mano, más o menos.

—¿Lo ha pasado mal?

—Supongo que esto nunca es coser y cantar. Ha estado magnífica, muy valiente, y se ha portado muy bien. El doctor Carr dice que el segundo vendrá muy deprisa, o que eso cree —matizó atropelladamente, por si se había ido de la lengua.

—Estupendo, eres una buenaza, Rachel. Me pregunto si me dejarían verla..., un segundo, nada más.

Pero, cuando subieron a la habitación, la señora Pearson se acercó a la puerta, se volvió a decirle algo a Sybil y les dijo que la señora Cazalet le mandaba un beso, pero que prefería verlo más tarde, y Hugh, pensando que su mujer necesitaba que la señora Pearson estuviese a su vera, no se atrevió a pedirle que le enseñase a su hijo.

 

 

Sybil, sumida de nuevo en los insoportables dolores de parto, anhelaba estar con Hugh, pero por nada del mundo le habría obligado a verla ni por un instante en semejante estado. Estaba atascada, y el primer bebé la había rasgado, y, a pesar de las palabras de consuelo del doctor Carr, tenía la sensación de que aquello iba a durar toda la eternidad, o hasta que le fallasen las fuerzas. En realidad duró una hora y media más, al final de la cual quedó claro que este bebé no salía de cabeza..., que venía de nalgas. El doctor Carr tuvo que utilizar fórceps para mantenerle unidas las piernas, y a estas alturas Sybil recibió de buen grado el cloroformo. Así pues, en esta ocasión no vio a la criaturita amoratada y magullada que salió con una vuelta de cordón y a la que no fueron capaces de hacerla respirar. Mantuvieron a Sybil bajo los efectos de la anestesia para sacar la placenta, la lavaron y la cosieron, y después el doctor Carr se sentó a su lado hasta que recobró la consciencia lo suficiente como para que le pudieran decir que el bebé estaba muerto. Sybil pidió verlo y se lo enseñaron. Miró el cuerpecito minúsculo y flácido, y después extendió la mano y le tocó la cabeza.

—Una niña. Qué triste se va a poner Hugh. —Le cayó una lágrima: estaba demasiado agotada para llorar.

Después de un silencio, el doctor dijo con delicadeza:

—Tiene usted un hijo precioso. ¿Quiere que venga su marido a verlos a ambos?

Media hora más tarde, exhausto, el doctor Carr se subió a su viejo Ford. La noche anterior había tenido que salir, por la mañana había pasado consulta y después había acudido a cinco avisos antes de atender el parto de la señora Cazalet, y ya no era tan joven como antes. A pesar de sus cuarenta años de experiencia, el nacimiento de un bebé aún le conmovía, y tenía una compenetración con las parturientas que jamás tenía con las mujeres en otras circunstancias. Era muy mala suerte que el segundo bebé hubiera nacido muerto, pero al menos tenía al otro. Dios, mira que se había esforzado por sacarlo adelante; la señora Cazalet jamás sabría hasta qué punto se había esforzado. Había seguido apretando y soltando el pechito varios minutos después de saber que no había nada que hacer. La señora Pearson quiso envolverlo, que no se le viera, pero él había sabido que la madre querría verlo. Luego, al bajar, le habían servido un trago de buen whisky, y le había advertido al señor Cazalet que su esposa estaba muy cansada y no debía quedarse mucho tiempo con ella; lo único que necesitaba era una buena taza de té y echar un sueño, nada de escenitas, había querido añadir, pero al ver el rostro del padre descartó que pudiese haberlas. Parecía un hombre bueno y comprensivo, no como otros que se desentendían, decían frivolidades o, con frecuencia, se emborrachaban. En fin, lo que tenía que hacer ahora era volver a casa con Margaret. En los viejos tiempos solía volver con todo tipo de anécdotas sobre los partos, emocionado, incluso exaltado por haber presenciado el viejo milagro de siempre. Pero, después de que perdieran a sus dos hijos en la guerra, Margaret no soportaba oír hablar del tema y él se lo callaba. Su mujer se había convertido en una sombra aquiescente y pasiva que no hacía más que soltar pequeños comentarios rutinarios sobre la casa, el tiempo y lo destrozón que era su marido con la ropa. Le compró un cachorrillo, y pasó a hablar sin parar de él. Se había convertido en un perro gordo y consentido, pero ella seguía hablando de él como si fuera un cachorro. El doctor Carr no sabía qué más podía hacer por ella, pues a su dolor jamás se le había permitido estar al mismo nivel que el de su esposa. Eso también se lo callaba. Pero, cuando iba a solas en su coche como ahora, y con un trago de whisky en el cuerpo, pensaba en Ian y en Donald, de quienes nunca se hablaba en casa y que, si no fuera por la memoria de su padre y por sus nombres inscritos en el monumento del pueblo, caerían en el más completo de los olvidos.

 

 

—Sí que se lo pregunté, y lo único que me respondió fue «eso a ti no te importa». —Louise miró resentida a su madre, que estaba en la otra punta del claro fumando, riéndose y charlando con el tío Rupert y con una mujer llamada Margot Sidney.

Polly, Clary y ella se habían alejado del pícnic (que de todos modos se había terminado hacía ya un buen rato) con el fin de sostener una conversación seria sobre cómo exactamente nacían los bebés, pero no estaban llegando a ninguna conclusión. Clary se había subido un poco la camisa, se había toqueteado el ombligo sin demasiado convencimiento y había sugerido que tal vez fuera por ahí, pero Polly, disimulando su horror, se había apresurado a decir que por ahí no cabían.

—Los bebés son bastante grandes, más o menos como una muñeca de tamaño mediano.

—El ombligo tiene un montón de arrugas. A lo mejor da de sí.

—Lo mejor sería que la gente pusiera huevos y ya está.

—La gente pesa demasiado para poner huevos. Al incubarlos, los romperían, y habría revuelto de bebé por todas partes.

—Mira que eres asquerosa, Clary. No. Me temo que es —se inclinó hacia Polly y articuló las palabras con los labios— entre las piernas.

—¡No!

—No quedan más sitios.

—¿Y ahora quién es la asquerosa?

—Yo no. No lo he planeado yo. Y es de sentido común —añadió altanera, intentando acostumbrarse a tan espantosa idea.

—Desde luego, ordinario sí que es —dijo Clary.

—Pues yo creo —añadió Polly con aire soñador— que en realidad lo único que tienen es una especie de pepita, bastante grande en comparación con un pomelo, y que el médico la pone en una palangana de agua caliente y va y explota o lo que sea, como esas flores japonesas que salen de las conchas, y se convierte en un bebé.

—Eres tonta de remate. ¿Por qué crees tú que se iban a poner tan gordas si lo único que tienen es una pepita? Mira a la tía Syb. ¿De veras piensas que lo único que tiene dentro es una pepita?

—Además, se sabe que es peligroso —dijo Clary. Parecía asustada.

—Tan peligroso no puede ser... Mira cuánta gente hay —empezó a decir Louise, y de repente se acordó de la madre de Clary—. A lo mejor tienes razón con eso de la pepita, Polly, supongo que sí. —Y le hizo un guiño muy evidente a Polly para que se diera cuenta.

Poco después, la tía Rachel vino a buscarlas y les dijo que la tía Sybil había tenido un niño, y también una niñita que había muerto, y que estaba cansadísima y que por favor se metieran tranquilamente en casa y se quedaran calladitas. Simon, que en ese momento estaba en lo alto de un árbol, gritó «¡Genial!», y siguió colgado bocabajo de una rama y pidiéndoles que mirasen, pero Polly salió corriendo hacia la tía Rachel y dijo que quería ir a ver a su madre y al bebé de inmediato. Todo el mundo se alegraba de irse a casa.

Rachel y Sid salieron a eso de las seis a dar un paseo. Rodearon deprisa, casi furtivamente, el camino para ir a la verja que daba al bosque, por si acaso alguien de la familia las veía y quería apuntarse. Una vez allí, empezaron a pasear por el estrecho sendero que lo cruzaba y que desembocaba en los prados que había al fondo. Rachel estaba muy cansada; le dolía la espalda de inclinarse sobre la cama de Sybil, y la noticia del bebé muerto la había disgustado mucho. Cuando llegaron al escalón de la cerca que se abría sobre la suave pendiente de la pradera, Sid propuso que parasen a sentarse un rato bajo el gran roble solitario que se alzaba a pocos metros del bosque, y Rachel asintió agradecida. Aunque si le hubiese sugerido dar un paseo de diez kilómetros, pensó Sid, también habría accedido, a pesar de que no puede con su alma. Esta idea le suscitó una tierna exasperación; la generosidad de Rachel le impresionaba, y hacía que la toma de decisiones exigiese a menudo un despliegue de agotadora perspicacia.

Rachel apoyó la espalda contra el roble y aceptó un pitillo de Sid, que le dio lumbre con el mecherito de plata que le había regalado Rachel para su primer cumpleaños tras conocerse, hacía casi dos años. Estuvieron un rato fumando en silencio. Los ojos de Rachel estaban clavados sobre la verde y dorada pradera sembrada de amapolas, margaritas y botones de oro, pero no parecía que viese nada de esto. Sid observaba el rostro de Rachel. Su fino cutis estaba pálido y demacrado; encima de los pómulos salientes, sus ojos azules estaban empañados, marcados por la fatiga; la boca, temblorosa, se fruncía con pequeños mohínes decididos, como si temiese echarse a llorar. Sid alargó el brazo y le cogió la mano.

—Te ayudaría contarlo.

—¡Qué crueldad! ¡Tanto sufrimiento y tanto esfuerzo para que la pobre criaturita nazca muerta! ¡Qué mala suerte, qué horror!

—Pero al menos ha nacido un bebé. Imagínate si solo hubiera venido uno, habría sido mucho peor.

—Por supuesto, por supuesto. ¿Tú crees que siempre echará de menos a su melliza? Se supone que los mellizos tienen una unión especial.

—Creo que solo los gemelos.

—Ah, sí, es verdad, se me había olvidado. Lo terrible es que no puedo evitar alegrarme de no haber estado presente en el segundo parto. Me habría puesto a lloriquear.

—Cariño, no estuviste y ya está, y si hubieras estado seguro que por consideración a Sybil no habrías llorado. Pero aunque lo hubieras hecho no habría sido el fin del mundo, ¿sabes? Llorar no es un crimen.

—No, pero a mi edad es improcedente.

—¿Ah, sí?

Al ver la expresión tierna e irónica de Sid, Rachel dijo lentamente:

—Bueno, a nosotros nos educaron en la idea de que hacerse adulto era, en parte, aprender a no llorar por nada. Menos por la música, por patriotismo y por cosas por el estilo.

—O sea, que con Elgar se matan dos pájaros de un tiro, ¿no?

Rachel se rio.

—Qué razón tienes. ¡A saber qué harían los Cazalet antes de Elgar cuando querían llorar!

—Mejor que no nos remontemos a la Edad Media de los Cazalet.

—Mejor. —Rachel se sacó el pañuelito blanco de la muñeca y se enjugó las lágrimas—. ¡Mira que soy ridícula!

Después se pusieron a hablar de ellas. Rachel preguntó por las vacaciones en la playa que quería Evie, y Sid dijo que no le apetecían ni pizca, y únicamente calló el hecho de que le iba a costar mucho financiarlas (la holgura de Rachel y las estrecheces de Sid incomodaban a ambas). Entonces Rachel le preguntó si se sentía obligada a ir porque Evie realmente lo necesitaba, en cuyo caso, ¿por qué no veraneaban en Hastings, y así podrían venir las dos a Home Place a comer, etc.? Pero Sid dijo que le daba miedo que Evie descubriese lo suyo..., lo suyo con Rachel.

—Pero, cariño, ¡si en realidad no hay nada que descubrir!

Sid sabía que esto era a la vez verdadero y falso:

—Bueno, es una persona muy celosa. Posesiva.

—Tú eres lo único que tiene en este mundo. Es comprensible.

Me obliga a ser lo único que tiene en este mundo, pensó Sid, pero guardó silencio. Como tantas personas que criticaban y apremiaban a otras para que fueran más abiertas, había secretas espesuras que se reservaba para sí. En este caso se decía para sus adentros que era por lealtad a Evie; Rachel, tan incapacitada para las prácticas manipuladoras, jamás entendería que otra persona se entregase a ellas. De repente, Rachel suspiró satisfecha.

—Qué bien que estés aquí ahora —dijo, con un cariño tan sentido que Sid pudo abrazarla y besarla por vez primera aquel día, un placer exquisito aunque diferente para cada una.

 

 

Hugh, aunque esperaba haberlo disimulado, se había quedado impresionado al ver a Sybil. Estaba echada bocarriba bajo una sábana limpia, con el pelo suelto sobre el almohadón cuadrado y blanco; en contraste con tanto blanco, su rostro ofrecía un aspecto gris y ceroso, y tenía los ojos cerrados. Hugh pensó que parecía una moribunda, pero la señora Pearson, que había abierto la puerta, dijo alegremente, como si tal cosa:

—Ha venido a verla su marido, señora Cazalet. Voy a bajar un momentito a pedir un té para la señora —añadió, y salió acompañando sus pasos del frufrú del vestido.

Hugh buscó una silla y la arrimó a la cama.

Los ojos de Sybil se habían abierto al oír a la señora Pearson, y lo miró sin expresión. Hugh le cogió la mano y se la besó; Sybil frunció levemente el ceño, cerró los ojos y dos lágrimas le resbalaron lentamente por las mejillas.

—Lo siento. Eran mellizos. Me resbalé. Lo siento. —Se movió un poco en la cama y se estremeció.

—Cariño mío, no pasa nada.

—¡Sí pasa! El doctor intentó que respirara. No llegó a respirar. Al final no vivió.

—Lo sé, cariño. Pero ¿qué me dices de nuestro precioso niño? ¿Puedo verlo?

—Está allí.

Mientras Hugh contemplaba el perfil de su hijo, que estaba de costado y dormía a conciencia, Sybil dijo:

—Él está perfectamente. ¡A él no le pasa nada! Pero sé que tú querías una niña...

Hugh volvió a su lado.

—Está estupendo. Y ya tengo una hija maravillosa.

—¡Era mucho más pequeña! Tan pequeñita... Daba lástima. Cuando la toqué, su cabeza seguía caliente. Nadie la habrá conocido, aparte de mí. ¿Sabes qué quería?

—No. —Se le hacía difícil hablar.

—Quería volver a tenerla dentro de mí para que estuviese a salvo. —Lo miró con ojos llorosos—. Lo deseaba con todas mis fuerzas.

—Quiero abrazarte, pero así, tumbada bocarriba, es difícil. —Entonces, incapaz de contenerse, soltó un sollozo seco y se llevó la mano de Sybil al rostro.

Inmediatamente, Sybil se incorporó y le abrazó.

—Tranquilo. Quería que lo supieras, pero no que... ¡No estés triste! No es como si... Cuando se despierte, ya verás qué guapo es... No estés triste... Piensa en Polly... Cariño... —Y mientras le abrazaba, consolándole por su propia desdicha, Hugh empezó a darse cuenta de las dimensiones de la misma, y el amor de Sybil disolvió la compasión que sentía por ella. La estrechó entre sus brazos y la recostó con cuidado en la almohada, alisándole el cabello, besándole dulcemente la boca, diciéndole que tenía razón, que tenían a Polly, y que la quería, y también a su nuevo hijo. Cuando la señora Pearson regresó con el té, estaban cogidos de la mano.

 

 

Al oír que Polly y Simon iban a ver a su nuevo hermano, al que habían llevado al vestidor de Hugh en su moisés con este fin, los otros niños clamaron que también a ellos los dejasen ir. Más tarde, cuando Villy fue a darle las buenas noches a Lydia, la oyó hablando del bebé con Neville.

—No me ha gustado y ya está —estaba diciendo Neville—. No entiendo cómo puede gustarle a nadie.

—Sí que parecía un poco... rojo y arrugado..., como un viejecito minúsculo.

—Si empieza así, ¿en qué crees que se acabará convirtiendo?

—Me pongo a temblar solo de pensarlo.

—Te pones a temblar —se burló Neville—. Yo no tiemblo. Yo solo pienso que es horroroso. Preferiría un perro labrador...

—¡Neville! Al fin y al cabo, es un ser humano.

—Puede que sí. O puede que no.

En este momento, Villy, poniendo cara seria, los interrumpió.

 

 

Después de que Polly hubiese visto a su nuevo hermano, Hugh dijo que quería hablar con ella.

—¿Ahora? —Había planeado jugar al Monopoly con Louise y Clary.

—Sí.

—¿Aquí?

—Podríamos dar un paseo por el jardín.

—Vale, papá. Tengo que decírselo a las otras. En cinco segundos nos vemos en el hall.

Hugh la llevó al banco que había al lado de la pista de tenis y se sentaron. Hubo un breve silencio, y Polly empezó a inquietarse.

—¿Qué pasa, papá? —Hugh tenía los rasgos muy endurecidos, como siempre que estaba cansado—. Nada malo, ¿no?

—Bueno, en realidad, sí.

Polly le agarró de la manga del abrigo.

—No le pasa nada a mamá, ¿verdad que no? ¡No me habéis dejado verla! Está..., está perfectamente, ¿verdad que sí?

—No es eso, no es eso —dijo, afectado por su expresión—. Mamá está muy muy cansada, nada más. Se fue a dormir y no he querido despertarla. La veréis por la mañana. No, se trata de... —Y le contó la historia que había preparado con tanto esmero. Que había tenido que pasarse por casa a por las cosas del bebé y que, al bajar del piso del cuarto del bebé, había visto a Pompeyo echado en la cama, se había acercado a hacerle una caricia y se había encontrado con que estaba muerto; estaba claro que había muerto tranquilamente mientras dormía, lo cual era tristísimo, pero, en su opinión, era la mejor de las muertes posibles para un gato—. Seguro que no se ha enterado de nada, Polly. Simplemente, se fue a dormir y ya no se despertó. Lo cual, claro —la miró con cara seria—, es mucho más duro para ti que para él.

—Y, claro, a fin de cuentas es lo mejor. —Estaba pálida y le temblaba la boca—. ¡Ha tenido que ser horrible para ti! ¡Ir y encontrártelo así! ¡Pobre papá! —Le echó los brazos al cuello, llorando amargamente—. ¡Pobre Pompeyo, se ha muerto! No era tan viejo; ¿por qué se habrá muerto así? ¿Crees que quizá pensaba que yo no iba a volver y...?

—Seguro que no ha sido por eso. Y no sabemos cuántos años tenía. Seguro que era mucho más viejo de lo que parecía. —Había llegado en una cesta de Selfridge’s, un regalo de la madrina de Polly, Rachel, para su noveno cumpleaños—. Ya era mayor cuando te lo regalaron.

—Sí. Para ti ha tenido que ser un golpe terrible.

—Sí. ¿Quieres un pañuelo?

Lo cogió, y se sonó dos veces la nariz.

—Se le debieron de gastar las siete vidas. ¡Papá! No lo habrás..., no lo habrás tirado, ¿verdad?

—¡Dios mío, claro que no! Es más, te lo he traído. Pensé que a lo mejor querías organizarle un funeral en toda regla.

Polly le dedicó una mirada tan rebosante de radiante gratitud que el corazón le dio un vuelco.

—Sí. Me gustaría mucho.

De vuelta a casa hablaron de la extraordinaria vida de Pompeyo..., o vidas: lo habían atropellado tres veces, se había quedado atrapado dos días en la copa de un árbol hasta que lo bajaron los bomberos, estuvo ni se sabe cuántos días encerrado en la bodega...

—Pero solo suman cinco vidas —dijo tristemente Polly.

—Será que gastó algunas antes de que lo conocieras.

—Será eso.

Cuando estaban cerca de la casa, Polly dijo:

—¡Papá! Se me ha ocurrido una cosa. Puede que no tuviera siete vidas siendo el mismo gato: puede que simplemente vaya a ser siete gatos distintos. Bueno, seis más.

—Puede. Bueno —terminó—, si te topas con un gatito que tenga pinta de ser Pompeyo viviendo otra vida, dímelo y te lo daré.

—¿De veras, papá? Tendré los ojos muy abiertos.

Así fue el inicio de aquel verano, que, si bien en la memoria de muchos de ellos acabó por confundirse con otros veranos, en general pasó al recuerdo como el verano en el que nació el pequeño William y ocurrió aquello tan triste del otro bebé. Pero Polly habría de recordarlo como el verano en el que murió Pompeyo y le despidieron con un magnífico funeral; el viejo William Cazalet, como el verano en el que cerró el trato para la compra de la cercana Mill Farm; Edward, como el verano en el que, mientras cubría la baja de Hugh en la oficina, conoció a Diana; Louise, como el verano en el que le llegó la regla; Teddy, como el verano en el que cazó su primer conejo y la voz empezó a jugarle malas pasadas; Lydia, como el verano en el que los chicos la encerraron en el pabellón de la fruta, se olvidaron de ella y se fueron a jugar al hockey en bicicleta y a comer, y nadie la encontró hasta que iban por mitad del almuerzo (era el día libre de Nan), cuando ya había calculado que en el momento en que se acabasen las grosellas se moriría por falta de alimentos; Sid, como el verano en el que por fin comprendió que Rachel jamás abandonaría a sus padres, pero que ella, Sid, jamás podría abandonar a Rachel; Neville, como la vez en que se le cayó el diente flojo montando en bici y no encontró otro modo de bajarse más que chocándose contra algo, de manera que se tragó el diente y, sin atreverse a contárselo a nadie, pasó una temporada muerto de miedo por si le mordía por dentro; Rupert, como el verano en el que comprendió que al casarse con Zoë había perdido la oportunidad de ser un pintor serio, que no le iba a quedar más remedio que seguir trabajando de maestro si quería darle todo lo que para ella era indispensable; Villy, como el verano en el que se aburrió tanto que empezó a aprender a tocar el violín por su cuenta y construyó una maqueta del Cutty Sark que era demasiado grande para meterla en una botella, como había hecho el verano anterior con un barco más pequeño; Simon, como las vacaciones en que su padre le enseñó a conducir con el Buick, subiendo y bajando por el camino; Zoë, como el espantoso verano en el que la regla se le retrasó tres semanas y creyó que estaba embarazada; la Duquesita, como el verano en el que floreció por primera vez la peonía de árbol; Clary, como el verano en el que se rompió el brazo al caerse de Joey mientras Louise le estaba dando una clase de equitación y en el que entró sonámbula en el comedor cuando estaban todos cenando y pensó que era un sueño y su padre la cogió en brazos y la llevó a la cama; Rachel, como el verano en el que vio nacer a un niño, ni más ni menos, pero también como el verano en el que la espalda empezó a darle más guerra que nunca, una guerra que durante el resto de su vida solo conocería treguas intermitentes. Y Will, para quien fue el primer verano de su vida, no lo recordaría en absoluto.