Hay quienes piensan que el boom fue exclusivamente un montaje comercial. Nada más lejos de la realidad, aunque también hubo de eso. El boom fue una coincidencia de muy buenos autores y muy buenas obras en un momento determinado pero, sobre todo, un factor extraliterario que marcó un punto de unión entre ellos y una razón para encontrar héroes donde solo había gente corriente: la Revolución Cubana, como hemos visto hasta ahora. Pero aquello no podía ser eterno. Los congresos latinoamericanos de los años sesenta, las reuniones en Cuba en torno a los premios o los comités de redacción de la revista Casa, etc., aglutinaban a un número elevado de personas alrededor de una causa común y le daban un aire de cohesión. Y como en todas las vías gregarias de la humanidad tiene que haber unos líderes, aquí también los hubo. Los Lennon y McCartney ya sabemos quiénes eran (Carlos Fuentes también participó de la macarnidad y el lenonismo de Gabo y Mario), pero también hubo un George Harrison, bohemio, imaginativo e inocente (Julio Cortázar), y un Ringo, que se aprovechó de la fama de los demás para colarse en el grupo (José Donoso), y un George Martin (productor de los Beatles) que los llevó por la senda de la fama y los hizo de oro (Carmen Balcells). Hubo asimismo escarabajitos o escarabajotes, es decir, beatles, que más bien fueron moscardones incordiantes peleados con muchos de ellos, y a veces intrigantes hasta el paroxismo, como Guillermo Cabrera Infante; o beatles simpáticos y campechanos, como Jorge Edwards.
Hasta hay quien dice que hubo una Yoko Ono, la encargada de destrozar la amistad de los del grupo, y hacer saltar por los aires la historia de la cultura pop más bella de todos los tiempos, que en el caso literario pudo ser Ugné Karvelis, la segunda esposa de Julio Cortázar quien, según comenta Plinio Apuleyo Mendoza, hermano de Soledad e íntimo de Gabo, era, «contra toda lógica política, incondicional de los cubanos, o actuaba en todo caso en perfecto acuerdo con ellos» y ejercía «sobre Julio una influencia muy grande en aquel momento», «con su oscura vehemencia, exacerbada a veces por algunos vasos de whisky», «sembrando pacientemente recelos en ese nuevo jardín de los candores de Cortázar» (Mendoza 2000: 190-191). Pero también pudo haber otras Yoko, más cercanas al cogollito del boom. Y, por supuesto, el caso Padilla, verdadera Yoko con mayúsculas.
El proceso del poeta Heberto Padilla dura desde 1968 y su sombra, muy alargada, se estira hasta 1971. En esos tres años, descubriremos, por encima de fiestas, reuniones, borracheras y horas de soledad frente al papel en blanco, who’s who. Los del boom se quitarán la careta, y ya nada será igual que antes, ni siquiera la férrea amistad entre Gabo y Mario. La estirpe empieza a sacar a la luz las colas de cerdo. En 1968, el libro de poemas Fuera del juego, obtuvo el premio de poesía Julián del Casal, uno de los más importantes de Cuba. En el jurado había tres poetas cubanos de mucho prestigio (Lezama, Tallet y Manuel Díaz Martínez) y dos escritores extranjeros, César Calvo, poeta peruano que vivió un tiempo en Cuba, totalmente identificado con la revolución, y J. M. Cohen, traductor de Gabo, Fuentes, Paz, Borges y otros al inglés. Padilla gozaba, por entonces, de una reputación literaria y política más que positiva. Pertenecía a la primera generación de la revolución, junto con Retamar, Pablo Armando Fernández, Manuel Díaz Martínez, etc., y ostentaba cargos políticos de gran calado. Carlos Barral cuenta por extenso en el tercer volumen de sus memorias, su primer encuentro con él en 1963, cuando Padilla lo invitó, como responsable de una alta empresa estatal (lo llama incluso viceministro) para importación de libros e instrumentos de cultura. Describe su primera noche allí como un rosario de fiestas, bailongos y copas. Al poeta lo describe así:
El muy literario Padilla sí que era en cambio más político que literato. Desde el primer día todos sus gestos me parecieron calculados y la negociación de los detalles de nuestra operación más bien un minucioso ceremonial diplomático.
(Barral 2001: 603)
Entre sesión y sesión de análisis del catálogo editorial, y después de reuniones y comidas con ministros y burócratas, Padilla lo paseaba por las nuevas instituciones populares, sedes de asociaciones de escritores, residencias de becarios, y otros logros de la revolución, muy orgulloso de todo lo que mostraba, pero incapaz de distinguir entre la «verdad y el embuste oportuno» (Barral 2001: 604). Barral estuvo en enero de 1968 en el famoso Congreso cultural de La Habana, y coincidió otra vez con Padilla, poco antes del problema surgido con el premio. Dice el catalán que, en ese momento, «el dirigismo en materia cultural resonaba con descaro en todos los discursos y hasta en la conversación casual con quien quiera que tuviese alguna responsabilidad política o verdadera influencia» (Barral 2001: 614). Y añade que ese evento fue el «funeral de una literatura hasta entonces tolerada», y que el lema «Contra la Revolución nada» de Castro tendría desde ese momento «una lectura absoluta y públicamente proclamada. No habría más que literatura de uso político». Padilla, según Barral, ya lo advertía: los escritores y pensadores «serían íntimamente espiados, constantemente vigilados» (Barral 2001: 615). Y llegó el premio. Poco antes, el poeta había criticado duramente el libro Pasión de Urbino, de Lisandro Otero, quien había aspirado al premio de Barral en 1964, el Biblioteca Breve. Pero en esa ocasión lo había ganado Cabrera Infante con Tres tristes tigres. Padilla, claramente molesto con el dirigismo, ponía el dedo en la llaga: el libro de Cabrera era maravilloso y el de Otero, por entonces vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura, mediocre, pero en Cuba Cabrera ya no existía, y Otero era ensalzado como un gran escritor. Concluía Padilla: «En Cuba se da el caso de que un simple escritor no puede criticar a un novelista vicepresidente sin sufrir los ataques del cuentista-director y los poetas-redactores parapetados detrás de esa genérica la redacción» (Goytisolo 1983: 15).
Tal como estaba la situación en Cuba, no es de extrañar que Padilla perdiera su trabajo. Así fue, ya que hacía tiempo que Cabrera se había ido del país y criticaba abiertamente la política castrista. Goytisolo expresa la consternación por lo que estaba pasando:
El 8 de noviembre de 1968, hacia las dos y pico de la tarde, había bajado como de costumbre al bulevar de Bonne Nouvelle a estirar un poco las piernas y comprarme Le Monde, cuando una crónica del corresponsal del periódico en Cuba llamó bruscamente la atención: «El órgano de las Fuerzas Armadas denuncia las maniobras contrarrevolucionarias del poeta Padilla». El artículo, firmado con las iniciales de Saverio Tutino —enviado especial asimismo de Paese Sera —, reproducía algunos pasajes de la filípica de Verde Olivo contra el poeta, a quien acusaba no solo de un catálogo de provocaciones literario-políticas, sino también —lo cual era mucho más grave —de haber «dilapidado alegremente los fondos públicos durante la etapa que había dirigido Cubartimpex». Según el autor del editorial, Padilla encabezaba un grupo de escritores cubanos que se dejaban arrastrar por el sensacionalismo y las modas foráneas «creando obras cuya molicie se mezcla a la pornografía y la contrarrevolución».
(Goytisolo 1983: 15)
Y los altos cargos intervinieron, como es lógico. Poco antes de la proclamación del fallo del jurado del polémico premio, Raúl —hoy flamante sucesor de su hermano, como si de una línea monárquica se tratara —había hecho circular el rumor de que si se daba el premio a Padilla, escritor contrarrevolucionario, iba a haber «graves problemas» (Díaz Martínez 1997: 90). Asimismo, la obra de un autor considerado como revolucionario hasta la fecha, Antón Arrufat, titulada Los siete contra Tebas, ganador del Premio Nacional de Teatro de la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba), fue considerada como contrarrevolucionaria. Pero el jurado no estimaba la obra de Padilla como opositora o molesta, sino solo crítica. Algunos poemas eran elocuentes, como el conocido «En tiempos difíciles», donde el poeta dice que en esos tiempos duros al hombre le pidieron su tiempo, las manos, los ojos, los labios, las piernas, el pecho, el corazón, los hombros, la lengua, etc., y le dijeron que ese sacrificio era imprescindible. Y, después de todo eso, le dijeron que echara a andar, porque en tiempos difíciles esa era la prueba decisiva. Ese poema, ciertamente, hirió la sensibilidad del aparato, sobre todo por tratarse de un autor que había sido tan bien tratado por el régimen y había ocupado puestos de altísima responsabilidad. Pero lo que más molestó, sin duda, fue la alusión a Fidel Castro, en el poema titulado «A veces», donde dice que a veces es necesario que un hombre muera por un pueblo, pero lo que jamás puede ocurrir es que todo un pueblo muera por un hombre. De nada le sirvió que en el mismo libro hubiera palabras elogiosas para muchos de los «logros» de la revolución.
A pesar de la polémica, y de que desde arriba se trató de que el jurado del premio revocara la decisión, la UNEAC aceptó la decisión soberana de los poetas y premió a Padilla y Arrufat, pero no dio a los autores de los libros galardonados la visa para viajar a Moscú ni los mil pesos que estipulaba el premio. En el caso de Padilla, en la publicación se le obligó a agregar al poemario un texto oficial donde se le acusaba de connivencia con el imperialismo del Norte, hipócritamente basado en criterios «artísticos»: «Nuestra convicción literaria nos permite señalar que esa poesía y ese teatro sirven a nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que ellos necesitan para alimentar su caballo de Troya a la hora en el que imperialismo se dedica a poner en práctica su política de agresión bélica frontal contra Cuba» (Casal 1971: 62). No se sabe cómo una convicción literaria puede entrar en ese tipo de debates ideológicos; lo que está claro es que la molestia no fue «literaria» o «estética», sino estrictamente política: «La Dirección encontró que los premios habían recaído en obras construidas sobre elementos ideológicos francamente opuestos al pensamiento de la Revolución» (Casal 1971: 58), por eso, los responsables máximos de la UNEAC rechazaron «el contenido ideológico del libro de poemas y de la obra teatral premiados» (Casal 1971: 63).
Las acusaciones contra Padilla iban por el lado de la «desgana revolucionaria», el «criticismo», «ahistoricismo», «la defensa del individualismo frente a las necesidades sociales» (Vázquez Montalbán 1998: 344), y la «falta de conciencia con respecto a las obligaciones morales en la construcción revolucionaria» (Ette 1995: 233). Curiosamente, las dos obras polémicas se publicaron (era requisito del premio), pero ni fueron distribuidas, ni vendidas en librerías, y solo se difundieron clandestinamente. Hoy, conseguir una primera edición de Fuera del juego constituye la posesión de un verdadero tesoro, más por las circunstancias dolorosas que rodean su publicación que por su calidad literaria, que es también sobresaliente. Nosotros estuvimos en la casa donde Padilla vivió en Princeton, nada más salir de Cuba, muchos años después, y también nos vimos en Alabama, el último lugar donde impartió clases, y donde murió en el año 2000. Allí precisamente nos dedicó un ejemplar de la primera edición de su poemario, que guardamos como oro en paño.
Casi siempre que se entrevista a un delantero que ha sido héroe de un partido de fútbol, que ha metido el gol de la victoria porque no estaba en «fuera de juego», suele manifestarse cauto o falsamente modesto, al señalar que esa victoria se debe no solo a su gol, sino a la labor de todo el conjunto. En los años ochenta se hizo famosa una frase de Emilio Butragueño, «el Buitre», delantero del Real Madrid el cual, siempre que elogiaban sus goles, contestaba: «El equipo somos once». Sin una buena defensa, de nada sirven los goles del delantero. Padilla estaba fuera del juego, pero en la retaguardia rondaban piezas muy correosas, ávidas de libertad, que enseguida hicieron notar su voz. La noticia corrió de boca en boca y escandalizó a todos los intelectuales con un poco de sentido común. Goytisolo fue uno de los primeros movilizados, que trató de organizar la defensa con los pesos pesados del boom, amigos del buró político cubano: «Por consejo de Franqui me puse en contacto con Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa, Semprún y García Márquez, y, desde el despacho de Ugné Karvelis en Gallimard, intenté comunicarme telefónicamente con Heberto. Ante la inutilidad de mis llamadas —su número nunca contestaba —, resolvimos enviar un telegrama firmado por todos nosotros a Haydée Santamaría en el que, tras declararnos consternados por las acusaciones calumniosas contra el poeta, manifestábamos nuestro apoyo a toda acción emprendida por la Casa de las Américas en defensa de la libertad intelectual. La respuesta telegráfica de Haydée —recibida dos días más tarde —nos llenó de estupor». Y más adelante, reproduce Goytisolo una parte del telegrama de la directora de la Casa de las Américas: «Inexplicable desde tan lejos puedan saber si es calumniosa o no una acusación contra Padilla. La línea cultural de la Casa de las Américas es la línea de nuestra revolución, la Revolución cubana, y la directora de la Casa de las Américas estará siempre como quiso el Che: con los fusiles preparados y tirando cañonazos a la redonda» (Goytisolo 1983: 17).
José Miguel Oviedo, el 2 de diciembre de 1968, escribe a Mario: «Me parece muy mal lo que pasa en Cuba con Padilla, van camino al estalinismo. ¿Qué dirá Roberto? Me imagino que no participará, quisiera leer alguna declaración. Si tú y el eje Cortázar-Fuentes-Gabo traman algún texto llamando la atención sobre esto, me gustaría verlo y saber si puedo firmarlo también» (Princeton C.0641, III, Box 16). El eje Cortázar-Fuentes-Mario-Gabo ya se había movilizado antes, porque el 14 de octubre de 1968, Cortázar le escribe una carta a Mario donde le habla primero sobre el proyecto del peruano de ir a vivir a Barcelona, algo de lo que se ha enterado por Gabo, que ya vive allí, y que en las conversaciones que ha tenido con él, Mario siempre ha sido tema central y obsesivo. Al final de la carta hay una larga posdata: «Franqui, Fuentes, Goytisolo y yo estamos proyectando una carta privada a Fidel sobre los problemas de los intelectuales en Cuba. Desde luego estás incluido entre los firmantes (iría también Semprúm y el otro Goytisolo, nadie más, para que la cosa tenga impacto; ah, Gabo también, claro. Cuando el borrador esté listo, te lo mando para que nos digas si estás de acuerdo y si la firmas. GUARDA TOTAL RESERVA SOBRE ESTO. Se trata de conectarse mano a mano con Fidel, evitando la publicidad, que es inútil y contraproducente. Ya te escribo pronto sobre esto)» (Princeton C.0641, III, Box 6).
La inocencia del argentino llega hasta esos límites: piensa que su influencia en las altas esferas es tal, que no solo va a comunicarse con Fidel de tú a tú, sino que además ellos pueden influir en las decisiones del dictador. Esa carta se escribió, y Mario la recibe para dar su visto bueno, el mes siguiente. Dice Cortázar en otra misiva del 3 de noviembre a Mario:
Se trata ahora de la carta que encontrarás adjunta, y que hemos preparado Fuentes, Goytisolo y yo, basándonos en una serie de informaciones fidedignas que nos han llegado últimamente […]. Hemos pensado que de ninguna manera debía ser una carta abierta, sino más bien un pedido de información. Y que sólo debían firmarla unos pocos escritores amigos de Cuba y bien conocidos en cualquier parte.
Creo que las cosas son lo bastante graves como para que no podamos quedarnos callados. En enero me encontraré contigo en La Habana, para la reunión de la revista, y probablemente allí tendremos la respuesta a esta carta; en todo caso es lo que espero.
Como no se puede perder tiempo, te ruego que la firmes, si estás de acuerdo, el original y las copias […]. La idea es enviar el original a Fidel de manera oficial, es decir a través de la embajada de París y dirigida a Raúl Roa, y las copias a Haydée, Dorticós, Celia Sánchez y Llanuza; el objeto de esas copias es hacer conocer lo suficientemente, entre esas personas «clave», nuestras inquietudes, y conseguir así una respuesta o un cambio de actitud, según sea el caso.
Por favor, firma inmediatamente las cartas y envíalas a Gabriel García Márquez. Este nos las devolverá a París, desde donde saldrán para La Habana. Hubiéramos querido, Fuentes y yo, hacerte llegar un borrador para que lo aprobaras previamente, pero la cosa urge y consideramos que estarás de acuerdo con la redacción de la carta; por supuesto, si no es así, avísanos […].
Queda entendido que le envías todo a Gabo, para ganar tiempo; él ya está avisado por Fuentes y nos remitirá las cartas a París en seguida.
(Princeton C.0641, III, Box 6)
El ambiente se caldea, sube la temperatura y los intelectuales forman su línea defensiva con contundencia, pretenden marcar bien a cada jugador del equipo que viste de verde olivo: Celia Sánchez, una de las mujeres guerrilleras de la Sierra, amante de Fidel hasta su muerte, en 1980; Haydée, por supuesto, otra de las guerrilleras, directora de Casa; Dorticós, que fungió como presidente de Cuba hasta 1976, etc. Como se ve, cuentan con Gabo, que hasta la fecha ni ha ido a Cuba ni se ha declarado de un modo vehemente tan comprometido como los demás. Diez días más tarde, el 13 de noviembre, Carlos Fuentes escribe a Mario desde Barcelona, donde ha estado con Gabo, el cual le ha leído una carta del peruano, en la que habla de todos los problemas que asolan la realidad latinoamericana, incluido el de la libertad de expresión de los intelectuales en Cuba y, más concretamente, el de Padilla. Fuentes repasa todos esos temas:
Te escribo urgido por una verdadera necesidad de comunicación —lo que dices concuerda tanto con mi propia impresión del mundo cada día más terrible que nos ha tocado —. Vengo de Madrid, de ver a mi padre. La campaña de delaciones en México solo es comparable a épocas negras en la Italia de Mussolini. Elena Garro, la ex mujer de Octavio Paz, ha denunciado a 500 intelectuales como «conspiradores contra el orden» y, específicamente, a mí y a Vicente Rojo, editor de mi cuadernito sobre París, como «instigadores a la violencia». La ejemplar renuncia de Paz a su puesto de Embajador después de la matanza del 2 de octubre en la Plaza de las Tres culturas ha desatado las furias del tambaleante PRI contra él. Esto era de esperarse; pero no que su propia hija denunciase a Octavio en una carta abierta en la que lo acusa de haber «emponzoñado» a una generación predicando el «odio a Dios y el amor a la materia» (!). […] [mi crítica al PRI] me ha valido una campaña de vituperios encabezada por Salvador Novo (convertido en policía literario del régimen). […] Marta Traba descubre, con la menopausia, una tardía vocación de «nacionalista» y el pobrecito Arguedas (hijo mío: solo serás buen escritor si te han devorado las pulgas, o el romanticismo de la miseria) resucita, a estas alturas, la querella entre «indianismo» y «cosmopolitismo». Pero todo esto era de esperarse, tarde o temprano. Lo doloroso, lo verdaderamente doloroso, es lo que pasa en Cuba. Esto sí me hace desesperar de mis profundas convicciones y caer en los peores lugares comunes reaccionarios: la historia se repite, el progreso es una ilusión, las naciones son incapaces de abandonar la tierra esponjosa de sus mitos de origen. […] Heberto Padilla ha sido denunciado por Otero, Granma y Verde Olivo como contrarrevolucionario, malversador de fondos, snob cosmopolita y también por haber vivido en los Estados Unidos antes de la revolución (cuántas cabezas caerán si este es tipificado como crimen contra la revolución). Lo espantoso es que en el origen de todo está la vanidad herida de Otero: el crimen de Padilla es que no le gustó La pasión de Urbino. Enviamos un telegrama a la Casa de las Américas expresando nuestra preocupación. Haydée le contestó a Julio: «No se atrevan a juzgar desde tan lejos. Nosotros sabemos qué es la revolución y qué es la contrarrevolución. Yo, como dijo el Che Guevara, moriré por la revolución con la metralleta en la mano». El delirio, y ninguna razón. A través del caso Padilla, claro, aquellos periódicos han definido al arte revolucionario como un arte dirigido, dictado por el poder.
(Princeton C.0641, III, Box 9)
La situación en América Latina, para Fuentes, es escalofriante. La izquierda está dividida, los intelectuales caen en demagogias o actitudes deshonestas, las críticas, delaciones, acusaciones falsas, etc., se deslizan como la pólvora. El panorama es oscuro en muchos países, pero lo peor le toca a Cuba. Se nota la desesperanza de los del boom con respecto a la luz que muchos habían visto con la llegada de la revolución. Además, para colmo, a Mario le están lloviendo acusaciones de todo tipo porque ha aceptado dar un curso en una universidad norteamericana, y ha recibido dólares, el arma del capitalismo contra los «pobres latinoamericanos explotados». Hay, incluso, otro problema interno: algunos miembros de la estirpe del boom no se fían de unos tanto como de otros. Ángel Rama, por ejemplo, escribe en estos términos a Mario, el 4 de septiembre de 1968:
Sobre lo de Cuba no sé si Fuentes y Gabo son los mejores garantes de una preocupación diligente en favor de la Revolución Cubana: hubiera preferido que lo firmaran Julio y tú, pensando en la audiencia que habría de otorgársele al pedido. Claro está que me parece excesivo culpar a Cuba por las declaraciones vergonzosas de Guillermo Cabrera, propias de señora gorda y no de un escritor. En cuanto a Heberto mis noticias dicen que no tiene problemas y que son indirecta consecuencia de las posiciones de Cabrera.
(Princeton C.0641, III, Box 18)
¡Qué fácil es echar la culpa a Cabrera Infante del agravio a Padilla! Rama era un gran crítico literario, uno de los mejores de su época, pero se le veía el plumero ideológico a muchas leguas. Por otro lado, él se daba cuenta de que Gabo y Fuentes no estaban tan bien considerados por los cubanos como Julio y Mario, los más integrados hasta ese momento. Lo que está claro es que entre Rama y Cabrera Infante no había ni química ni física. Una carta de ese tiempo, de Calvert Casey a Cabrera, trata con bastante desdén al crítico uruguayo, sabiendo que el receptor de la misiva va a estar de acuerdo con el diagnóstico. Y en medio, uno de los viajes de Julio a Cuba, donde se demuestra que el compromiso del argentino era total, tanto, que no repara en muchos de los sinsentidos de la política cubana:
Julio me escribió afiebrado y agotado de su viaje a Cuba y regreso vía Moscú, con misiones para preparar congresos de escritores del tercer mundo que «la Casa, Fidel y Llanusa quieren para fin de año» (sic). Quiere que vaya a París a pasar un fin de semana con ellos para hablar, claro que no iré, lo aprecio y lo respeto demasiado a Julio para ir, ¿cómo no darse cuenta de que un hombre que habló «durante nueve horas seguidas» (sic) está profunda e irremediablemente enfermo? Pero, ¿cómo tardé yo tantos años en darme cuenta? Que el cretinito de Ángel Rama no se dé cuenta, pero Julio […].
Algo me sospechaba yo de que después de este viaje de Julio a la Ínsula ya no podríamos vernos más, si es que queremos mantener la amistad, y eso me entristece. No, Willy, no seamos ingenuos, no ha caído en manos de Marcia y comparsa: estaba muy deseoso de esto: extraña es el alma humana, alguna vieja humillación, quién sabe, pero de donde él trae sangre y ánimos nuevos es de allí, de aquella isla cargada de odio e impotencia.
(Princeton C.0272, II, A, Box 1)
Sin embargo, algo estaba cambiando ya ese año y Mario se iba distanciando. Primero, el asunto del dinero del Premio Rómulo Gallegos; luego, la invasión de Checoslovaquia, en la que ahora entraremos; después, las críticas que recibió por aceptar contratos en los Estados Unidos, y finalmente, el caso Padilla, acabaron con la paciencia del peruano, para quien la libertad de expresión es lo más importante que hay en el hombre, por encima de la «necesidad» de la implantación del socialismo. Por eso, a partir de 1969 se va alejando de la isla, y comienza por renunciar al Comité de la revista Casa. Después, su compromiso con la revista Libre terminaría por rematar el divorcio con los cubanos. Una larguísima carta de Julio, del 31 de enero de 1969, trata de explicarle cómo están interpretando sus puntos de vista en Cuba, cómo le están atacando y cómo sus amigos han tratado de defenderlo. Ahora bien, le deja claro que su conducta «nos colocó a tus amigos en una situación más que incómoda en La Habana». Primer escollo: «Al llegar allí yo esperaba encontrarte y grande fue mi sorpresa al saber no solamente de tu ausencia, sino de tu obstinado silencio frente a los sucesivos cables que te había enviado o te estaba enviando la Casa. Recuerdas que yo había transmitido tu pedido de instrucciones a Roberto acerca de la mejor manera de viajar a Cuba; ¿cómo imaginarme, entonces, que renunciarías a último momento a ir a la reunión?» (Princeton C.0641, III, Box 6).
Segundo escollo, y más importante, porque entra en los temas calientes: «La reunión no era una tontería, y lo sabes de sobra. Frente a episodios como el de los premios de la Uneac, los ataques a Padilla y a Arrufat, los artículos de Verde Olivo, etc., sin contar el texto de la carta dirigida a Fidel que habías firmado junto con nosotros, me parecía y me sigue pareciendo imperioso que dejaras de lado cualquier cosa para pasar por lo menos tres días en La Habana. A eso se sumó lo que solo supe al llegar: la estupefacción, la consternación y la viva reacción provocadas por tu artículo en Caretas. Nadie —me apresuro a decírtelo —discutía tu derecho a oponerte a la actitud de la URSS en Checoslovaquia; nadie ignoraba, por lo demás, que yo había firmado cables y mensajes de protesta, y que acababa de pasar ocho días en Praga invitado por la Unión de Escritores. Pero en La Habana, y creo que eso no lo viste con suficiente claridad, se entendía que tus frases referentes a la actitud de Fidel eran inadmisibles por parte de alguien que, frente a problemas críticos de la revolución (el Congreso Cultural de La Habana, primero, y ahora la reunión de la revista) permanecía ausente por razones de trabajo en el primer caso y sin dar razón alguna en el segundo» (Princeton C.0641, III, Box 6).
Después le cuenta lo virulento de las discusiones, la declaración final, lo molestos que estaban por haberle mandado el billete de avión y no haber ido, y cómo se rumoreaba que lo iban a expulsar del comité, aunque gracias a la firme oposición de Julio y Ángel Rama, y algo menos firme (pero también oposición) de Roque Dalton, David Viñas y Ambrosio Fornet, la sangre no llegó al río y no se lo juzgó en su ausencia. De todas formas, la reprimenda que viene a continuación era lógica:
Es evidente que te descuidaste, y que si tenías razones para no ir, hubiera sido más que necesario que las pusieras en claro. Ahora ocurre lo de siempre: los «temperamentales» suman tu ausencia del Congreso Cultural a esta segunda ausencia, le agregan tu artículo de Lima, y la deducción es inevitable. Mi caso era análogo al tuyo, después de los cables que habíamos enviado a Haydée y el mío personal a Padilla, que cayó como una bomba en ese ambiente de pueblo chico […]. La (ausencia) tuya no tenía razones válidas, y en cambio un silencio total a los sucesivos mensajes; hay que tener en cuenta el clima de continuo acoso en que están los cubanos, y su excesiva susceptibilidad; por eso te digo que te equivocaste tácticamente. Si no querías ir, había que explicarlo claramente; hubiera causado mala impresión, pero nadie hubiera podido imaginar que los dejabas caer para siempre.
(Princeton C.0641, III, Box 6)
Finalmente, le dice que, contestando a su pregunta, es bueno que vaya a La Habana y se explique, que todo puede arreglarse con ellos. «Creo que el clima ha mejorado, que los incidentes del tipo Padilla o Arrufat no se repetirán por el momento —aventura Cortázar —, y sobre todo que nuestra función […] sigue siendo importante y necesaria. Nunca me arrepentiré de haber ido esta vez a La Habana, aunque mi hígado haya quedado como una criba; y volveré a ir si hay nuevos incidentes, porque es por ahora mi única manera de estar con esa revolución que, con todos sus vaivenes, me sigue pareciendo lo único que cuenta en estos años en América Latina» (Princeton C.0641, III, Box 6).
Se equivocaba Julio. Lo de Padilla no había hecho sino empezar, y en 1971 llegaría a un punto casi kafkiano. Y los cinco años siguientes al caso Padilla serían los más represivos, grises y repulsivos de toda la historia de la intelectualidad cubana, desde los tiempos de José María Heredia y José Martí. Curiosamente, en enero y febrero de 2007, mientras asistíamos a la Feria del Libro de La Habana, pudimos revivir in situ el ambiente tétrico, tan denso que se podía cortar, que provocó un programa de televisión, recordando aquel Quinquenio Gris de 1971 a 1976. Todo comenzó la noche de los Reyes Magos. A falta de regalos, porque no hay con qué (los Reyes Magos cubanos también cobran unos diez dólares mensuales, como todo hijo de vecino revolucionario), el canal Cubavisión agasajó a los cubanos con el programa Impronta, dedicado a los que han dejado huella en la cultura cubana. Entrevistaron a Luis Pavón Tamayo, quien presidió el temido Consejo Nacional de Cultura hasta 1976 (eufemismo de «caza de brujas» o, más bien, caza de librepensadores, homosexuales, escritores independientes, críticos, etc.), y autor directo de las purgas castroestalinistas, encarcelamientos, exilios forzosos. Ya al día siguiente hubo protestas públicas y privadas por el programa, por parte de aquellos que sobrevivieron a la represión (muchos no viven para contarla) y en pocos días el sistema cubano de correo electrónico se llenó de mensajes cruzados entre escritores y políticos. Finalmente, los primeros días de febrero, hubo una reunión de los escritores y artistas con Abel Prieto, actual ministro de Cultura, para deshacer el entuerto. Allí pudimos constatar que lo que esos escritores vivieron en los setenta fue una experiencia traumática, como nos contaban, por ejemplo, Antón Arrufat (uno de los más vilipendiados por sus antecedentes, el de la homosexualidad y el del episodio del premio junto con Padilla), Julio Travieso o Reynaldo González.
Mario reaccionó. Quizá gracias a las palabras de Julio, siempre cariñosas, aunque muy claras, y a varias conversaciones con Ángel Rama, que se encontraba en Puerto Rico por entonces. Una carta del 1 de marzo de 1969 a Roberto Fernández Retamar así lo constata. Independientemente de su desazón, que ya sería mayúscula, quiso templar gaitas y recobrar el estatus anterior, de apoyo declarado al proyecto cubano. La envió desde Río Piedras, donde se encontraba impartiendo el famoso curso sobre García Márquez. Comienza lamentando no haber asistido a la reunión de Casa, lo que ha sido erróneamente interpretado como una deserción. Pero no lo dice con la humildad del hijo pródigo que vuelve al redil, sino con la contundencia de la que hace gala constantemente, dando la cara y pisando firme:
Aunque es verdad que no hay en mí nada de heroico, encontré fuera de lugar tus ironías sobre mi incapacidad para «el riesgo y el sacrificio» y mi negativa a «perder unos días de tu segundo semestre de residente». Tú sabes que he ido a La Habana cuatro veces, y dos de ellas en circunstancias más riesgosas y comprometedoras que la presente —durante la crisis de los cohetes, para la Tricontinental —, y que nunca he dejado de manifestar con la mayor claridad mi solidaridad con la Revolución cubana. Lo he hecho en mi país y en los países donde he vivido o estado de paso, y mientras ustedes se hallaban reunidos, lo estaba haciendo en los Estados Unidos, en un acto público, pese a la atmósfera intimidatoria creada por la presencia en el auditorio de contrarrevolucionarios cubanos. Y lo he hecho aquí, en Puerto Rico, en la prensa y en la Universidad. Por decir lo que pienso de Cuba he sido insultado en distintos sitios, y ahora soy atacado aquí, como podrás darte cuenta por los recortes que te adjunto y que, bella ironía, aparecieron más o menos al mismo tiempo que leía tu carta.
(Princeton C.0641, III, Box 9)
A continuación, dice que le apena que él ponga en duda su lealtad, de la que se siente orgulloso, y que si no fue a la reunión es porque tuvo que realizar trabajos que tenía contraídos. Además, llamó a Cuba para decirlo y fue imposible contactar, por las dificultades que entraña la comunicación con la isla desde los Estados Unidos. También le sorprende que él haya sido motivo de discusión en esa reunión por el artículo en Caretas y el viaje a USA. Lo de la revista peruana refiere al tema de Checoslovaquia. Con respecto al viaje a Estados Unidos, afirma que no está en la opulencia económica, y que acepta los trabajos por necesidad y no por placer. Y que viajar allí y recibir dólares es lícito siempre que no haya una concesión ideológica (algo que, por otro lado, y eso no lo dice Mario, lo decimos nosotros, porque lo hemos visto, tanto Retamar como muchos otros intelectuales-políticos cubanos han hecho sin escrúpulos en multitud de ocasiones, llenándose de dólares los bolsillos). En fin, termina concluyendo que no vería con malos ojos que los cubanos hicieran lo mismo que él, porque en Estados Unidos hay mucha gente interesada en conocer el proyecto cubano de boca de los mismos protagonistas de la revolución, porque en muchas universidades «se está librando una verdadera batalla contra el enemigo común», y «sería un enorme estímulo para esos jóvenes que salen a enfrentarse con la policía armados con retratos del Che y de Fidel» (Princeton C.0641, III, Box 9). Para hablar de todo ello le sugiere ir a la isla en julio, cuando ya acabe sus compromisos académicos.
Julio Cortázar recibió también esa carta, y se apresuró a contestarle, el 11 de marzo, dando nuevamente sus consejos. En primer lugar, volvió a reiterarle que hizo mal en no ir y no dar señales de vida. Después, desea que le inviten en julio, aunque Mario es pesimista en ese sentido. Escribe Julio: «Espero que te equivoques y que tu impresión de que no van a invitarte a ir a Cuba no se confirme; si fuera así—y lo doy a entender muy claramente a Roberto —cometerían un gravísimo error. No porque tú vayas a cambiar de actitud frente a Cuba por una razón de este tipo, pero sí porque esas conductas no sirven más que para aislarlos cada vez más. Mañana les ocurrirá conmigo, ya lo verás, y aunque tampoco yo cambiaré en lo hondo, me sentiré muy desdichado frente a una situación semejante» (Princeton C.0641, III, Box 6).
Esta vez Cortázar fue profeta en su tierra y no se equivocó. Lo que no imaginaba es que la virulencia contra su firma en la primera carta de 1971 sería mucho más desagradable que con otros de los firmantes, dada su anterior connivencia con el régimen. Por último, Cortázar también discrepa profundamente con Mario con respecto al tema de la aceptación de un contrato en USA. Su posición es mucho más «cubana» en ese sentido:
Siempre me pareció que al firmar la anterior declaración de la revista de la Casa, en el 66 ó 67, nos obligábamos moralmente a no ingresar en el drenaje de cerebros. Creo que si hubieras venido al Congreso Cultural, donde este tema fue capital, no hubieras aceptado ir a Pullman; hace unos días tuve ocasión de decirle lo mismo a Octavio Paz, que va a Pittsburgh por tres meses. Por mi parte, rechazaré la invitación de Columbia, cortés pero decididamente, porque aunque sé de sobra las excelentes condiciones que habría allí para decir lo que se piensa (como lo dices tú de tu universidad), lo que vale hoy en Latinoamérica es la decisión física de no ir, puesto que en nuestros países pocos pueden saber si trabajamos con libertad o no en los USA, y en cambio sí saben de las ventajas de todo orden que los yanquis conceden a sus huéspedes culturales, y deducen como es lógico que de una manera u otra cedemos a las presiones y a los halagos».
(Princeton C.0641, III, Box 6)
El 20 de agosto de 1968, dos mil trescientos tanques soviéticos y setecientos aviones invadieron Praga, con seiscientos mil soldados, poniendo fin al efímero período de apertura que se había llamado la «Primavera de Praga». El pueblo se manifestó contra la vuelta del estalinismo, y hubo decenas de muertes. El eslovaco Dub?ek, que había sido protagonista político de la «Primavera», fue llevado al Kremlin y obligado a firmar el compromiso de sumisión al nuevo orden. A su regreso, entre sollozos de impotencia y vergüenza, la radio emitió un discurso suyo donde recomendaba la claudicación para evitar un baño de sangre. Ante tal ignominia, voces del mundo entero se lanzaron en contra de los soviéticos: los partidos comunistas francés e italiano, el de Carrillo y la Pasionaria en el exilio, y en el mundo intelectual latinoamericano, la mayoría de sus protagonistas actuaron sensatamente en favor de la libertad de los checos.
Pero Fidel Castro que, como sabemos, en enero había apretado todavía más el cuello a los cubanos en el Congreso Cultural, y que luego castigó a Padilla y Arrufat, apoyó públicamente la invasión, como necesidad propia de un país que depende política y económicamente de la URSS. Desgraciadamente, ya no estaba el Che para contradecirlo. Pero no todo el bloque occidental era contrario a la invasión. Una carta de Cabrera Infante a Néstor Almendros, el 2 de octubre de 1968, demuestra cómo cierta prensa de izquierdas, Le Monde, coqueteaba frívolamente con algo que nunca aceptarían en su país: «Cosa curiosa, repite punto por punto los argumentos soviéticos según el noticiero ruso que vimos anoche en la tele, tratando de explicar con un maniqueísmo risible, si no fuera trágico, que la respuesta del pueblo checo a la presencia de los tanques y tropas rusos es cosa de delincuentes burgueses: y para demostrarlo procuraron fotografiar en lugares estratégicos a dos o tres pobres hippies de pacotilla, con pelo largo y pantalones estrechos: las obsesiones son debidas a las poluciones nocturnas de Brezhnev y de Fidela, que deben soñar cada noche que son asediadas por turbas de hippies y yippies que, reproducciones de Allan Ginsberg, quieren meterse en la cama de El Máximo. Pobres franceses, siempre atrapados entre las mentiras de la derecha de De Gaulle y las expurgaciones de izquierda de Le Monde, Sartre et al.» (Princeton C.0272, II, Box 1).
Soledad Mendoza nos relataba que el mismo día de la invasión ella estaba en Praga, en una reunión de las juventudes comunistas, y que fueron desalojados todos inmediatamente. Ella viajó a París a reunirse con Carlos Fuentes, que por entonces vivía unos meses en un apartamento de un escritor americano, en plena isla de San Luis, y le enseñó el lujo en el que, por pura casualidad, podía vivir esos meses. Fuentes iba a ser crítico igualmente con la invasión, pero Gabo y Mario lo fueron con más contundencia. El mexicano, en su libro sobre la nueva novela hispanoamericana, cuenta un viaje muy peculiar: «Cuando, en diciembre de 1968, visitamos Checoslovaquia Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y yo, pudimos darnos cuenta de la profunda necesidad de democracia total en Checoslovaquia y de la función exacta y libre de la palabra en un sistema que, por primera vez, estaba a punto de realizar el gran sueño del marxismo. Que en nombre del comunismo, la burocracia y el ejército rusos hayan intentado asesinar ese sueño, es un crimen y es una tragedia» (Fuentes 1972: 92).
Pero el que mejor narra ese viaje es Gabo, homenajeando a Julio en su artículo «El argentino que se hizo querer por todos». Fueron en tren desde París, pues los tres eran «solidarios» en su miedo al avión. A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntar cuándo, cómo y a través de quién se había introducido el piano en el jazz. Anota Gabo: «La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas increíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk, no solo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible» (García Márquez 1991: 517). Pero, yendo al grano, su opinión sobre lo que pasaba en Praga era muy crítica: «En septiembre de 1968, encendí medio dormido el receptor de radio de la mesa de noche, como obedeciendo a un presagio, y escuché la noticia: las tropas del Pacto de Varsovia estaban entrando en Checoslovaquia. Mi reacción, pienso ahora, fue la correcta: escribí una nota de repudio por la interrupción brutal de una tentativa de liberalización que merecía una suerte mejor» (García Márquez 1991: 206).
En junio de 2008 tuvimos la fortuna de entrevistar a Teodoro Petkoff, líder venezolano del MAS, y amigo de Gabo desde los primeros setenta, que ahora dirige un periódico crítico con el gobierno de Chávez. De hecho, la edición de Tal Cual del 5 de junio de 2008 traía en la portada un fotograma ampliado de la película La vida de los otros, Oscar a la mejor película extranjera en 2006, donde se ve a Ulrich Mühe con los cascos puestos escuchando lo que se dice en casa del escritor sujeto a espionaje. Y el comentario tenía que ver con la reciente «ley de inteligencia» de Chávez, que no solo permite la escucha y delación anónima, sino que va a concluir en la contratación de abundantes funcionarios que se dediquen a velar por la «pureza del pensamiento y de la expresión» de los venezolanos en todo lo referente al gobierno y al «aprendiz de Castro». De hecho, el comentario de portada bromeaba con el estreno de la película en Cuba, donde muchos comentaban, a la salida de la emisión, que no se debería titular La vida de los otros, sino «La vida de nosotros». Petkoff, además de crítico con Chávez y comunista convencido, es un hombre honesto que, después de haber estado en los sesenta en la cárcel por actividades violentas revolucionarias, comprendió que la vía era otra, se desgajó del Partido Comunista para fundar el MAS y supo que la única forma de intentar que el comunismo triunfara era a través del juego democrático limpio.
El periodista y político venezolano nos contó que en el inicio de su amistad con Gabo estuvo la cuestión de Checoslovaquia. Él había publicado un libro después de los aciagos acontecimientos, Checoslovaquia, el socialismo como problema, por el que fue anatematizado por ex colegas del Partido Comunista y por los mismos soviéticos, donde criticaba la opción rusa y se proclamaba partidario de un socialismo democrático y libre. Así las cosas, en 1970 recibió una carta, de manos de Soledad Mendoza, donde un escritor colombiano, al que Petkoff había leído en la cárcel, le decía que había devorado su libro, que estaba absolutamente de acuerdo con él y que pronto se verían las caras en Caracas. Un día de la Semana Santa de 1971, cuando Teodoro se encontraba de vacaciones en la playa, recibió de improviso la vista de Miguel Otero Silva, acompañado por un hombre de amplio bigote que se decía llamar Gabriel García Márquez, y desde ese momento se convirtieron en grandes amigos. Tanto que, interesado por el MAS y su fundador, dijo que es el único partido donde podría militar. Llegó incluso a entregar a Petkoff el dinero del Premio Rómulo Gallegos, en 1972, para que fundara el periódico del Partido, Punto. En una conversación reciente, en marzo de 2008, Gabo comentaba a Petkoff que Carlos Andrés Pérez, ex presidente de Venezuela, estaba escribiendo sus memorias, y pidió a Gabo que le ayudara a reconstruir algunos momentos de los años setenta. Petkoff le recordaba entonces a Gabo que él ganó el Premio Rómulo Gallegos en 1972:
—Ah, ¿yo lo gané?—bromeaba Gabo —. Ya no me acuerdo.
—Sí, y nos diste el dinero, en vez de comprarte un yate.
—¿De verdad? ¿Y quién más lo ganó?—continuaba Gabo, provocador —.
—Tu amigo Mario, jeje —Teodoro le seguía la corriente —.
—Ah, caramba…
Las declaraciones de Gabo sobre la invasión fueron contundentes: «A mí—declara a Plinio A. Mendoza —se me cayó el mundo encima, pero ahora pienso que todos vamos así: comprobar, sin matices, que estamos entre dos imperialismos igualmente crueles y voraces, es en cierto modo una liberación de conciencia» (Mendoza 1984: 112). Gabo habla incluso de sus divergencias con Fidel en ese particular. Trata de comprenderlo, sin compartir sus opiniones: «[Mi postura] fue pública y de protesta, y volvería a ser la misma si las mismas cosas volvieran a ocurrir. La única diferencia entre la posición mía y la de Fidel Castro (que no tienen que coincidir por siempre y en todo) es que él terminó por justificar la intervención soviética, y yo nunca lo haré. Pero, el análisis que él hizo en su discurso sobre la situación interna de las democracias populares era mucho más crítico y dramático que el que yo hice en los artículos de viaje de que hablábamos hace un momento. En todo caso, el destino de América Latina no se jugó ni se jugará en Hungría, en Polonia ni Checoslovaquia, sino que se jugará en América Latina. Lo demás es una obsesión europea, de la cual no están a salvo algunas de tus preguntas políticas» (Mendoza 1984: 127).
Fue, sin duda, Mario Vargas Llosa quien con más contundencia desaprobó el fin de la Primavera de Praga con los tanques soviéticos. En un artículo de la revista peruana Caretas, en la edición del 26 de septiembre al 10 de octubre de 1968, número 381, titulado «El socialismo y sus tanques», arremetía contra la invasión diciendo que «constituye una deshonra para la patria de Lenin, una estupidez política de dimensiones vertiginosas y un daño irreparable para la causa del socialismo en el mundo». Como ya hemos visto, Retamar lo criticó pública y privadamente, sobre todo en la carta que le dirige el 18 de enero de 1969, donde aparecen todos los temas de los que luego Mario se defiende en la suya del 1 de marzo del mismo año que ya hemos citado. Retamar le echa en cara «la condenación de la política exterior de la revolución en la revista Caretas de septiembre 26, 1968» (Princeton C.0641 III, Box 9). La respuesta de Mario sobre ese particular, en la carta del 1 de marzo, fue más que elocuente:
Discrepar de la actitud adoptada por Fidel en la cuestión de Checoslovaquia no significa, en modo alguno, haberse pasado al bando de los enemigos de Cuba, como no lo es tampoco enviar un telegrama opinando sobre un asunto cultural de la Revolución. Mi adhesión a Cuba es muy profunda, pero no es ni será la de un incondicional que hace suyas de manera automática todas las posiciones adoptadas en todos los asuntos por el poder revolucionario. Ese género de adhesión, que incluso en un funcionario me parece lastimosa, es inconcebible en un escritor, porque, como tú sabes, un escritor que renuncia a pensar por su cuenta, a disentir y opinar en alta voz ya no es un escritor sino un ventrílocuo. Con el enorme respeto que siento por Fidel y por lo que representa, sigo deplorando su apoyo a la intervención soviética en Checoslovaquia, porque creo que esa intervención no suprimió una contrarrevolución sino un movimiento de democratización interna del socialismo de un país que aspiraba a hacer de sí mismo algo semejante a lo que, precisamente, ha hecho de sí Cuba. Admito tu derecho a llamar mi protesta «risible» y «alharaca verbal», pero en cambio no entiendo por qué deduces del hecho de haber expresado yo esta opinión que me arrogo el papel de «custodio de las revoluciones del planeta» y de «juez de las revoluciones». No hay tal. No soy un político sino un escritor que tiene perfecta conciencia del escaso efecto que pueden tener sus opiniones políticas personales, pero que reclama el derecho de expresarlas libremente.
(Princeton C.0641, III, Box 9)
De qué manera más indirecta, pero clara, Mario ha llamado funcionario sin opinión propia y ventrílocuo a Retamar. No era para menos. La tanquemaquia no tenía sentido, si no es bajo la idea del imperialismo que Gabo ha llevado a colación en su inteligente entrevista con Plinio. El malestar era generalizado, pero solo Vargas Llosa fue blanco de las iras de casi todos. Y en algún momento también Cortázar. A Fuentes todavía no se le había hincado el diente. En una carta de José Miguel Oviedo a Mario, el 5 de abril de 1970, la situación parece casi dramática:
Esta es la parte brava de tu carta. Supe que habías llamado por teléfono a Lucho para pedirle unos artículos que ya daban la pista de lo que estaba pasando contigo y los cubanos: Checoslovaquia y el exilio. Mientras, leía en Marcha los venenosos dardos de Collazos (un escritorcito perfecto en su papel de testaferro) contra Julio que él, trabajosa y extensamente, contestó en dos números del semanario. En la nueva réplica a Cortázar, Collazos te ponía en feo cabe al pasar. Ignoro si la andanada ha seguido después de eso (aquí uno no se entera de nada) y si ya has merecido el honor de página aparte. También leí la extraviada y stalinista nota de Dalton sobre el artículo de Visión, en Casa, donde a todos les caía su regalito. ¿Qué está pasando? ¿Por qué ese ensañamiento con los novelistas, pero especialmente con ustedes dos, Cortázar y tú? (Porque a Fuentes, creo, lo han dejado descansar; ahora se ataca a los amigos inmediatos). No entiendo nada. ¿Les molesta el éxito? ¿O el exilio? […]. Me parece justísimo que te defiendas, y espero ver tu respuesta en Marcha. Lo que sí no te recomiendo es la carta de renuncia a Haydée, por lo menos antes de tener el último «acuse de recibo» de los cubanos. Mira, es difícil explicarte mis motivos pero creo que eso sería darles la razón; hacerles pensar (y decir): «Lo que este quería era renunciar, romper con Cuba, como ya lo anunciábamos con los artículos del compañero Collazos». No les des la yema del gusto: lo que están buscando es tu renuncia. Jódeles la vida: quédate dentro hasta que te boten, si pueden y si se atreven.
(Princeton C.0641, III, Box 16)
El boom y Cuba empezaban a echar chispas. Por todos lados. La terminología no podía ser más guerrera. El «boom» del boom, sin embargo, no llegaría hasta 1971, con el último round del caso P(es)adilla. Mientras tanto, ese mismo año, los ya amigos se intercambiarían ideas para una iniciativa muy ambiciosa, cómo no, de Carlos Fuentes, el entusiasta, el diplomático y relaciones públicas, el negociante, el de la nariz para el éxito.
¿A quién no le gusta codearse con los de arriba? ¿Asemejarse a los que tienen el poder? ¿Desmenuzarlos, entenderlos, incluso imitarlos? Gabo lo hizo desde que, en 1975 entablara amistad con el más poderoso de todos ellos: Fidel Castro. Pero casi una década antes, cuando el olor de Padilla todavía no apestaba en el continente, pero sí el humo de los tanques rusos, los del boom quisieron jugar también a las batallitas, utilizando, sin embargo, su pluma en lugar de las armas que matan. La tradición de dictadores en América Latina es solo comparable con la tradición musical, el culto a lo sagrado y a lo del más allá o a la misma lengua española. Solo que las demás batallas son placenteras y agradables, mientras que la costumbre de las dictaduras es insana y ha hecho mucho daño a millones de personas en los dos siglos de andadura independiente. Por poner un ejemplo, el caso de Cuba parece el más triste, pues a los cuatrocientos años de yugo español (Martí dixit), en ciento seis años de república ha tenido tres dictadores casi ininterrumpidamente, desde los años veinte del siglo ídem: Machado (1925-1933), Batista (1952-1958), y los hermanos Castro (1959-fin de los tiempos), que acaban de cumplir, muy orondos, cincuenta años en el poder.
Pero no son solo los cubanos los caudillos relevantes que ha tenido América Latina en los doscientos años de independencia. Comenzando por figuras como Moctezuma, Juan Manuel Rosas, cabe resaltar la intuición de Juan Vicente Gómez, que era mucho más penetrante que una facultad adivinatoria. «El doctor Duvalier, en Haití—son palabras de García Márquez —, que había hecho exterminar los perros negros en el país, porque uno de sus enemigos, tratando de escapar de la persecución del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudio de Carlyle, y que cerró a la República del Paraguay como si fuera una casa, y solo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. Antonio López de Santana, que enterró su propia pierna en funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre, que navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal. Anastasio Somoza García, en Nicaragua, quien tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimentos: en uno, estaban las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban encerrados sus enemigos políticos. Martines, el dictador teósofo de El Salvador, el cual hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país, para combatir una epidemia de sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer, para averiguar si no estaban envenenados» (García Márquez 1991: 121).
En fin, a esta lista podrían añadirse Melgarejo en Bolivia, Trujillo en la República Dominicana, Porfirio Díaz en México, Estrada Cabrera en Guatemala, Óscar Benavides en Perú o Maximiliano Hernández en El Salvador, es decir, patriarcas de las cuatro estaciones. Con ese material, no es extraño que Gabo pudiera escribir una obra magnífica como El otoño del patriarca, que pretende ser un retrato robot de todos ellos. Quién sabe si la idea de Carlos Fuentes, en 1967, pudiera haber influido en el colombiano para escribir su obra maestra. El 22 de febrero de 1967, Fuentes envía a Vargas Llosa una carta en la que le confiesa:
He andado rumiando desde que hablamos aquella tarde, en Le Cerf Volant, sobre Wilson y «Patriotic Gore». Y sobre un libro colectivo en esa vena. Hablaba anoche con Jorge Edwards y le proponía lo siguiente: un tomo que podría titularse «Los Patriarcas», «Los Padres de las Patrias», «Los Redentores», «Los Benefactores» o algo así. La idea sería escribir una crónica negra de nuestra América: una profanación de los profanadores, en la que, v. g., Edwards haría un Balmaceda, Cortázar un Rosas, Amado un Vargas, Roa Bastos un Francia, García Márquez un Gómez, Carpentier un Batista, yo un Santa Anna y tú un Leguía… u otro prohombre peruano. ¿Qué te parece? El proyecto necesita afinarse, por supuesto, pero podríamos empezar por cartearnos tú y yo y Jorge, que está entusiasmado con la idea., y proponerla a Alejo, Julio, Augusto, Gabriel y Jorge Amado. […]. Ten la seguridad de que el libro que resulte será uno de los de mayor éxito en la historia literaria de América Latina […]. De los valores literarios no hablo: también el enfoque personal de cada escritor será un elemento de fascinación […]. Verás que estoy bastante arrebatado con la idea, y por más de un motivo. Los de Gallimard, a su regreso de Túnez, me hablan del entusiasmo con el que los críticos de varias zonas idiomáticas hablaron del grupo latinoamericano. Subrayar ese sentido de comunidad, de tarea de grupo, me parece sumamente importante para lo futuro.
(Princeton C.0641, III, Box 9)
En mayo, Fuentes vuelve a hablar con Jorge Edwards sobre el tema. Parece que lo tiene muy claro, y piensa que va a ser realmente el libro del boom. Lo que no sabía el mexicano es que el verdadero libro del boom estaba a punto de ser publicado en Argentina y, lamentablemente para él, ni la idea ni la ejecución habían sido suyas. No obstante, asombra la tenacidad de Fuentes al insistir a todo el grupo en la realización de ese trabajo inmenso. Edwards se dirige a Mario: «Carlos Fuentes me habló aquí de una carta que me habías mandado a Chile con respecto al libro sobre los dictadores. Nunca la recibí. Quizás la encuentre allá a mi regreso. A Fuentes le hice ver que el caso de Balmaceda es bastante diferente al de Melgarejo o Santana. Balmaceda fue el presidente más progresista del siglo XIX chileno. […]. Ahora he visto un libro sobre “dictadores latinoamericanos”. Se habla de capítulos sobre Machado, Somoza, Gómez, etc., y junto a estos maleantes, como uno más de ellos, se menciona a Balmaceda» (Princeton C.0641, III, Box 8). Pero en julio Carlos Fuentes vuelve a la carga y escribe a Mario completamente emocionado sobre las posibilidades del tema y las gestiones realizadas, junto con los comentarios de los presuntos implicados. La carta a Vargas Llosa es del 5 de julio de 1967, y está enviada desde Venecia:
Muy querido Mario:
Regresé esta mañana de París, un poco abrumado por el trabajo (te encantará la película que hice con Reichenbach: es la prueba de la absoluta contemporaneidad de lo «primitivo» latinoamericano; corregí la traducción del libro de nouvelles que publicará Gallimard en enero, etc.) pero no quiero que pase un día sin ponerte al tanto de nuestro proyecto. Julio se adhirió con gran entusiasmo: un texto de veinte cuartillas de alusión al cadáver de Eva Perón. Pero el que delira con la idea es Carpentier; escogió a Machado, con una parte final introduciendo en escena al sargento Batista; en Gallimard me dicen que llama todos los días para hablar de la idea e impulsarla allí; y a mí me telefoneaba cada dos o tres días para expresarme de nuevo su embeleso. Nunca lo he visto igual. Cree que será uno de los libros capitales de nuestra literatura, y le concedo razón. Íd., Miguel Otero Silva hará un Juan Vicente Gómez (encontré a Miguel en el cuarto de Neruda y me invitó a Caracas; mi aerofobia me impedirá asistir). Íd., Roa Bastos se adhirió con su Dictador Francia y un entusiasmo similar. De manera que tenemos, prácticamente, el asunto en marcha. (Íd., García Márquez con un tirano de Colombia). Julio y Alejo estuvieron de acuerdo en que la edición se hiciera en México: España o Argentina resultan demasiado peligrosas para un libro de esta naturaleza. […]. Hay huecos sensibles. Estrada Cabrera, Melgarejo, Rosas, Porfirio Díaz, y sobre todo algún dictador contemporáneo y reciente como Trujillo.
(Princeton C.0641, III, Box 8)
Lamentablemente, esa iniciativa nunca se llevó a cabo. Hemos rastreado la correspondencia posterior de los protagonistas y en 1968 se pierde el rastro. El libro, lógicamente, nunca salió, porque en otro caso lo conoceríamos de sobra, con tanto patriarca dando vueltas y tanto ingrediente del boom asomando por los créditos de realización, maquetación, making up, guión y dirección. Lo que no quiere decir que los protagonistas no ensayaran, individualmente, una contribución al tema. Miguel Ángel Asturias ya había publicado a mitad de siglo El Señor Presidente, y Augusto Roa Bastos, Alejo Carpentier y García Márquez, quizá espoleados por la idea que tuvo el mexicano, publicaron respectivamente Yo, el Supremo (1974), El recurso del método (1974) y El otoño del patriarca (1975) en fechas similares. También sabemos que La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, publicada en los albores del siglo XXI, tuvo su origen en un viaje de principios de los setenta a la República Dominicana, y que, desde entonces, se sucedieron numerosas visitas a la isla para investigar, entrevistar, conocer protagonistas y lugares, visitar periódicos, archivos y bibliotecas, para poner su grano de arena. El tema lo merecía, la Historia también. Curiosamente, el único que no ha dedicado una obra de ficción a la dictadura ha sido Fuentes, porque incluso un cuento como «Casa tomada» de Cortázar se ha interpretado como una crítica al excesivo control por parte de gobiernos autoritarios como el de Perón. Todavía está a tiempo el mexicano; ganas y destreza no le faltan, pues nunca ha dejado de sorprendernos casi anualmente, con un libro de diferente estilo y contenido, desde los años del boom hasta nuestros días. Ahí queda el reto.