—¿En qué piensas? —pregunté a Beniamino.
—No te lo voy a decir.
—Te conozco desde hace demasiados años para no saber cuándo estás preparando un plan... Y también creo que puedo adivinar... lo que te bulle en la cabeza...
—Venga, Sherlock..., deslúmbrame con tu genio de investigador —me provocó.
—Quieres robar en el garito.
—Justamente... Un buen trabajito fácil, remunerado y por el que nadie va a correr a llorar a la policía —se rio sarcástico.
—Ni hablar —desaprobé, con el tono de quien no admite réplicas.
Estábamos sentados desde hacía cuatro horas, por tercer día consecutivo, en el vagón de carga de un furgón con ventanillas de espejo, de marca japonesa, aparcado frente a la entrada del garito, con la esperanza de ver entrar a Alberto Dedonato.
No fue difícil organizar la vigilancia. Marlon comprendió al momento a qué templo del juego de azar se refería el subteniente Fazio. En un par de días nos había proporcionado un vehículo, que habíamos preparado con binoculares, cámaras fotográficas, dos cómodos silloncitos, una nevera portátil, licores y cigarrillos. Yo llevaba siempre encima el walkman y varias cintas de blues, por si ninguno de los dos tenía ganas de charlar. A Beniamino, por ejemplo, se le pasaban de repente en cuanto yo sacaba el tema de Gina. De mi chica no quería ni oír pronunciar su nombre.
La vigilancia se llevaba a cabo en el bulevar Merello, una calle arbolada que se eleva con suavidad hacia la parte alta de la ciudad y ofrece una vista única sobre el golfo a los afortunados propietarios de las últimas plantas de sus discretos y señoriales edificios. Brundu aparcaba cada tarde hacia las nueve frente a uno de esos edificios. Bajaba del furgón e iba a pie a coger la moto que estaba cerca. Una vez solos Beniamino y yo, encerrados en la parte de atrás del furgón, nos encargábamos de controlar la puerta del garito. Si el exagente se dejaba ver, teníamos que avisar a Brundu mediante el radiotransmisor, de manera que estuviéramos preparados para el seguimiento tanto con el furgón como con la moto.
El viejo Rossini volvió a la carga.
—Esta es la hora en la que empieza a llegar la gente que juega fuerte... Cochazos, mujeres enjoyadas... Hasta aquí llega el olor de los billetes de cien mil...
Por toda respuesta me puse los auriculares y empecé a escuchar a Peggy Scott y a Jo Jo Benson, que cantaban «I Want To Love You, Baby».
Me los quitó con un gesto rápido y chistoso.
—Escucha, Marco —susurró con un tono que quería ser convincente—. La idea de este «trabajito» me vino al pensar en Marlon. La verdad es que le he cogido cariño al muchacho y me da pena pensar que, una vez resuelto el caso, cuando nosotros nos vayamos, él se quedará aquí tirando del carro con los típicos robos de pacotilla... ¿Te acuerdas de cómo se quedó cuando limpiamos al belga y vio los treinta millones? Dijo que nunca había visto tanto dinero junto...
Quise ponerme los auriculares, pero me bloqueó el brazo.
—Venga, Marco, no hagas el capullo... Él empieza ya a tener sus añitos, y sabes que me disgusta ver a buenos «chicos», voluntariosos y que saben comportarse, que sudan lo suyo para hacerse un hueco en la profesión... Mientras esos mierdas de narcos se hacen millonarios en dos días... Cuanto más infames son, más dinero sacan...
—A ver si lo entiendo: ¿quieres cometer un robo para impulsar la «carrera» de Marlon? —pregunté incrédulo.
—Así es —respondió—. Es un amigo.
Me di la vuelta para que no se diera cuenta de que estaba sonriendo.
—Cuanto más viejo eres, más blando y romántico te vuelves —dije, fingiendo un tono disgustado—. Organizas un golpe, aunque no necesites ese dinero en lo más mínimo y a lo mejor eres capaz de contarle una trola al sardo para que se quede todo el botín... No estoy de acuerdo, pero si me prometes que esperarás a la resolución del caso y a que yo me marche de la isla, la verdad es que no puedo impedírtelo...
Satisfecho, me dio una palmada en el hombro y volvió a concentrarse en la planificación del golpe.
—¿Cuánto dinero piensas que puede haber? —pregunté con curiosidad.
—Es difícil saberlo —respondió, mientras se torturaba el bigote—. Creo que, hacia las tres de la mañana, entre efectivo, relojes y joyas podríamos pillar unos cien millones.
—¿Y tú crees que, según nos vean llegar, se van a dejar limpiar sin mover un dedo? Tendrán un sistema de seguridad, digo yo.
—Cagliari no es Milán y aquí no están acostumbrados a este tipo de atracos —explicó con tono de sabihondo—. A estas alturas, tengo identificado a todo el «personal», incluidos los dos gorilas que se ocupan de la seguridad: dos capullitos sin personalidad...
Alberto Dedonato apareció al día siguiente. Llegó en coche, una berlina Passat blanca y lo aparcó a pocas decenas de metros de nuestra unidad móvil.
—Esperemos que no se quede toda la noche —protesté.
—Pues sería mucho mejor. Cuanto más tarde salga, más cansado estará... y menos cuidado tendrá de mirar a su espalda...
Fue el último en abandonar el garito a las seis de la mañana. Desde el bulevar Merello se dirigió al centro de la ciudad conduciendo con toda tranquilidad, gracias a lo cual pudimos mantener el contacto con facilidad. Sin embargo, al llegar a la altura de la calle Telesio, en un barrio residencial de chalecitos adosados, aceleró de repente y en un instante perdimos su pista en un laberinto de calles completamente iguales.
Volvimos al refugio de pésimo humor. Yo pensaba que nos había descubierto, mientras que Rossini y Brundu sostenían que había actuado por costumbre, usando una táctica antiseguimiento, un procedimiento de seguridad normal en un prófugo.
—Eso también es verdad —tuve que admitir—. Sigo pensando en él como un poli y no como en un ilegal perseguido por la justicia.
Beniamino extendió un mapa de la ciudad sobre la mesa y empezó a estudiar con atención la zona donde había desaparecido el hombre delimitando con un bolígrafo algunos grupos de calles.
—Dedonato no vive lejos de donde lo hemos perdido —observó—. Alrededor de la calle Telesio hay pequeños barrios residenciales y en uno de ellos se esconde nuestro hombre... Si no ha aparcado el coche en un garaje podemos tratar de descubrirlo..., con lo blanco que es... Y tenemos que hacerlo ahora, desde luego —añadió malicioso—, cuando esté durmiendo.
Nos dividimos para acelerar la batida. Yo cogí el Panda; Rossini, el furgón, y el sardo, su inseparable Ducati. Unos veinte minutos después, un mensaje por radio de Marlon confirmó la exactitud de la intuición del viejo hampón: el Passat estaba en el aparcamiento de la plaza Pitagora, exactamente en el centro de un barrio atravesado por calles dispuestas en círculos concéntricos. Los tres nos montamos en el furgón y, por turnos, mientras dos de nosotros tratábamos de recuperar un poco de sueño, iniciamos la vigilancia.
A las cuatro y media, cuando por fin decidió aparecer el exagente, estábamos ya despiertos desde hacía un buen rato, hambrientos y preocupados por tener que enfrentarnos aún a una larga espera. La convicción de que se movía desde un lugar seguro le hizo olvidar las tácticas de seguridad y esta vez nos llevó sin dificultades hasta un bar de la calle Sassari. Allí se encontró con el tipo del pelo blanco. Decidimos concentrar en este último toda nuestra atención. Un par de horas después ambos tipos se despidieron a la salida del local y se alejaron en direcciones opuestas.
Pelo Blanco se fue a pie, paseando con calma, con las manos cruzadas detrás de la espalda, hasta llegar a un hotel cercano. Me acerqué a la entrada y cuando lo vi meterse en el ascensor, jugueteando con las llaves de la habitación, me acerqué a la recepcionista. Me encontré frente a una morena de unos veinticinco años, gafas con una montura levísima de metal, labios finos, uñas recién pintadas y un discreto escote.
—No tenemos habitaciones libres —me saludó con tono práctico.
—Tengo que saber sin falta cómo se llama el tipo del pelo blanco —dije, mientras señalaba el ascensor—. ¿Qué tengo que hacer para obtener esa información? ¿Darle un billete de cincuenta mil, besarla, invitarla a cenar, golpearla en la cabeza?
No se alteró.
—Diría que dos billetes de cincuenta pueden servir.
Le di el primero y el otro lo mantuve bien a la vista, sujeto entre el índice y el corazón de la mano izquierda.
—Para conseguir los dos, no basta solo con el nombre —regateé.
La chica se mostró razonable. Abrió el libro de registros y le dio la vuelta en el mostrador de manera que pudiera leerlo y señaló una línea con la punta de un bolígrafo. Abel Gance, de nacionalidad francesa, nacido en Lyon el 25 de septiembre de 1942, residente en Ajaccio, Córcega. Profesión: representante comercial.
—La habitación está reservada para dos días más —me confió—. Llegó ayer en un Renault Espace con matrícula de Ajaccio que está aparcado en el sótano... Si quisiera echarle una ojeada, tiene que bajar por las escaleras que están a su izquierda —concluyó extendiendo una mano con la palma boca arriba, sobre la que deposité el resto de la cifra pactada.
El coche era verde y estaba bien cuidado. Y estaba abierto, con las llaves en el contacto para permitir al guarda del aparcamiento moverlo en caso de que fuera necesario, dado que el lugar era más bien pequeño. En el compartimento interior de la puerta del conductor encontré un billete de ida y vuelta para el transbordador Bonifacio-Santa Teresa di Gallura. Según lo que estaba escrito, el francés tenía que embarcarse en él dos días después, a las dos y media. Anoté el número de matrícula y volví satisfecho a donde estaban mis amigos. La pista de Dedonato estaba resultando fructífera.
—No logro llegar a entender qué tipo de banda es esta —murmuró meditabundo Rossini, cuando les conté lo que sabía de Abel Gance—. Qué pueden hacer juntos un antiguo agente secreto, un abogado desaparecido, dos arrepentidos y este francés que apesta también a poli...
—No tengo ni idea —respondí—. Pero ahora sabemos que tienen una base en Córcega y que vale la pena seguir a Gance. Quién sabe si no nos llevará hasta Siddi.
—¿No te parece que Córcega está demasiado cerca para alguien que quiere hacerse pasar por muerto? —preguntó Brundu poco convencido.
—Sí y no. Las dos islas están separadas por un brazo de mar pero pertenecen a dos Estados diferentes y, por lo tanto, están controladas por policías distintas. Córcega, en mi opinión, es el sitio perfecto para esconderse. Nosotros mismos lo escogimos. —Señalé a Rossini y a mí mismo—. Y hasta podría apostar a que era allí donde se veían Siddi y Vadilonga. Dedonato venía a recogerla y pasaba con ella la frontera. En el transbordador. Quizá no sea la residencia habitual del abogado, pero estoy seguro de que, en cualquier caso, nos pondrá sobre su pista.
—Necesitamos un plan, Marco —puntualizó lacónico el viejo Rossini.
—He pensado en uno. Sencillo y eficaz: Marlon se queda aquí, en Cagliari, vigilando a Dedonato mientras nosotros nos vamos hoy mismo a Bonifacio, para darte tiempo a reactivar tus contactos corsos, que podríamos necesitar, y esperamos la llegada de monsieur Gance.
—No está mal, Sherlock —fue su comentario.
Volvimos al refugio de calle Galassi a preparar las bolsas para el viaje. Al abrir el cajón de la mesita de noche, vi la cubierta del libro sobre el cine francés que la banda usaba para mantener el contacto con la viuda Vadilonga.
«¿Qué te juegas a que encuentro también al amigo Abel?», pensé mientras lo cogía.
No me equivocaba. El índice general de los nombres citaba a Abel Gance en calidad de director, guionista y actor y me remitía a la página 147 para conocer el resto. La distinción que se daba al personaje me hizo darme cuenta de que habíamos encontrado al pez más gordo. Director, guionista y actor: papeles todos de jefe de banda, sin duda. Como director, en 1926 había rodado la primera superproducción francesa: Napoleón. En dos años se grabaron cuatrocientos cincuenta mil metros de película para contar la vida del emperador corso desde su infancia hasta 1796, año de la campaña de Italia. En la película, Gance también interpretaba un papel, el de Saint-Just. El personaje de Napoleón se lo había dado a Albert Dieudonné.
«He aquí a nuestro exagente del Sisde: Alberto Dedonato en Italia y Dieudonné en el extranjero. Si Gance es el jefe, él debe de ser su segundo, el general», pensé. En aquel momento comprendí que toda la banda estaba en aquella película. Tuve la confirmación de inmediato cuando me topé con Annabella, el alias de Fiorenza Vadilonga, que interpretaba a Violine, proletaria hija de un tabernero.
Me eché a reír.
—¡Chicos, estáis jodidos! —exclamé en voz alta y seguí leyendo los nombres de los otros actores. Antonin Artaud (Marat), Edmond Van Daële (Robespierre) y la inolvidable Gina Manès en el papel de Josefina Beauharnais...
Se me heló la sangre en las venas, pero logré mantener la suficiente lucidez para ubicar su figura en la banda: Josefina era la mujer de Napoleón, y el subteniente Fazio había dicho que Napoleón/Dedonato tenía una relación sentimental con una chica hispano-alemana que trabajaba para los servicios secretos germanos de la base de la OTAN de Decimomannu. Logré recordar que mis clientes también habían hablado de ella como de uno de los personajes implicados en las primeras investigaciones sobre la desaparición de Giampaolo Siddi, cuando aún se perseguía la pista del contrabando con los militares.
Ahora también tenía claro su papel y fui corriendo al baño a vomitar. Cuando salí, encontré a Beniamino esperándome. Me dio una botella de calvados.
—¿Qué pasa? —preguntó con calma.
—Me he follado al sicario —susurré con un tono cargado de vergüenza.
—¿A quién te has follado? —gritó incrédulo.
No le contesté y le di el libro que seguía teniendo apretado contra el pecho. Tampoco él tardó demasiado en comprenderme.
—¡Marlon! —llamó—. Vístete y prepara los hierros... —Luego se dirigió a mí—: ¿Dónde vive?
Capté al vuelo sus intenciones. Me hubiera gustado disponer de un poco más de tiempo para reorganizar las ideas, pero la verdad es que no era el momento.
—En el cinco de calle Bacone. En el bajo. Tiene también ventanas por detrás. El apartamento, por orden de entrada, tiene: salón, cocina, dos habitaciones y un baño —murmuré dando las instrucciones precisas para la incursión.
—Si la encuentro, la liquido —me comunicó lacónico Rossini.
—Ya lo sé. ¿Quieres que vaya yo también? —pregunté vacilante—. A mí me abriría la puerta sin levantar sospechas.
—El único en esta historia que no se mosquea nunca eres tú, Marco. Ni siquiera cuando deberías; por ejemplo, durante una investigación... —saltó cabreado—. Una tía te aborda en un bar y ni por un momento te preguntas si por casualidad no tendrá segundas intenciones... Te has dejado engañar como un pipiolo... «Mi Gina —empezó a imitarme— lo sabe todo de cómo follan los caimanes... Estoy enamorado...» Y mientras tanto ella nos despejaba el patio... En cuanto una te besuquea, dejas de enterarte de las cosas y eso lo sabe ya todo el mundo... Ella incluida. Mira cómo no se acercó a mí o a Marlon. Se fue directa a ti, segura de que picarías. —Dejó de gritar el tiempo justo para recuperar el aliento—. El coño es el anzuelo más viejo del mundo y tú sigues picando... La verdad es que eres el rey de los capullos... Marlon, ¿dónde cojones estás?
—¿Seríais tan amables de explicarme qué pasa? —Brundu, vestido de punta en blanco y con las dos cake decorator del calibre 9 en la mano, nos miraba desconcertado.
—Sherlock —chilló Rossini, señalándome con el pulgar—. Se ha llevado a la cama al sicario... ¡Y hasta se ha enamorado!
—¿El Caimán también es maricón, como el belga? —preguntó aún más trastornado.
—No —respondió el viejo Rossini resoplando—. El sicario es su Gina... Aquella zorra con gafas de sol y la pica en el brazo; es un puto agente secreto y la mujer de Dedonato. —Luego se dirigió a mí—: La pica es el maldito signo de la muerte y la desgracia... Y tú vas a encoñarte con una que la tiene marcada en la piel...
—¿Estáis seguros? —preguntó incrédulo el sardo.
—Sí, por desgracia —respondí, al recuperar las fuerzas para hablar—. Ya sospechábamos que el asesinato de Benoit era obra de una mujer que se había puesto a horcajadas sobre sus rodillas y que, mientras lo besaba, le había incrustado un plantador en el ojo... Incluso el arma, una herramienta de jardinería, inducía a pensar que se trataba de una asesina, de una profesional a sueldo... —Me concedí una pausa para beber a gollete todo el licor que pude—. Pero el hecho de haber sido testigos directos del homicidio de Fiorenza Vadilonga nos desvió del camino... Creímos que era un hombre porque estaba todo estudiado para que así lo pensáramos: una mujer, embutida de aquella manera en un chándal y con el pelo recogido bajo la gorra de béisbol puede parecer perfectamente un hombre. Pero ahora, al volver a pensar en la escena, me doy cuenta de que aquella figura, incluso de espaldas, era ella... Y si es verdad que pertenecía, o que sigue haciéndolo, a los servicios alemanes de la OTAN, no hay que asombrarse de que sea tan buena disfrazándose. Esos tíos adiestran en serio a sus sicarios...
—Y entonces ¿por qué no te ha matado a ti también?
—Porque hasta ahora le resultaba más útil vivo que muerto —seguí explicando—. Gina me abordó en el Libarium para poder colocar los micrófonos y controlar así, día a día, los progresos de la investigación y anticiparse a nuestros movimientos. Mientras dormía, cogió de mis pantalones las llaves del apartamento de Pitz’e Serra e hizo una copia; luego, al salir de su casa, me siguieron Dedonato o Gance... o los dos, y los llevé primero al refugio... y después al Ribot...
—Hija de puta —comentó Marlon, antes de entregarle una metralleta a Rossini—, quizá deberíamos ir a regarla de plomo un poquito.
Se encaminó hacia la puerta precediendo al milanés, pero en el momento de abrirla se detuvo.
—Pero si es una asesina —empezó con el tono más serio que le había oído nunca—, ¿podemos afirmar con seguridad que violó la regla de «ni mujeres ni niños» cuando despachó a la viuda, o sea que es un caso de una mujer que mata a otra mujer?
—Claro —respondió con seguridad el viejo hampón—. Porque aquí no estamos ante un homicidio por un arrebato... Qué se yo... por cuestiones de cuernos o como remate de una pelea... Nos encontramos frente a un homicidio premeditado y por trabajo... En definitiva, que es una prestación profesional.
—¡Me parecéis dos locos! —grité exasperado—. Estáis siempre tocando las pelotas con vuestras putas reglas.
—Perdona, Caimán —retomó con timidez el sardo mientras apoyaba las armas en una silla—. Quizá tú no lo entiendas, pero estos son temas delicados... No me gustaría hacer nada que, ni siquiera de lejos, pudiera ser objeto de crítica... Nosotros tenemos problemas con esta banda —siguió explicando— y, mientras matemos a tíos, nadie puede decir nada en el mundillo, pero con las mujeres es otra historia: el motivo debe ser justo, necesario y demostrable.
—Te entiendo, Marlon —intervino Beniamino—. En este caso todo es correcto... Fíate de mí.
—Claro, claro... No hace falta que malgastes tu palabra, Beniamino —rebatió el sardo—. Solo quería asegurarme... De toda esta historia me entero poco... Soy de Sant’Elia, nunca he tenido nada que ver con agentes secretos, abogados, investigaciones y otras gilipolleces del estilo.
Cuando se marcharon, tuve una especie de sensación de liberación. Ya no podía escucharlos. Me tumbé en la cama con la botella a mano y me puse los auriculares del walkman. Todavía no tenía ganas de pensar. Me sentía demasiado aturdido por el último descubrimiento; sabía además que, cuando hiciera un balance de los daños provocados por el engaño, por la traición y por mi estupidez, el dolor y la amargura me asaltarían hasta transformarme en un náufrago. Esperé a que Screamin’ Jay Hawkins, gritándome en los oídos su blues «I Put A Spell On You», me ayudara a mantener alejado aquel triste momento. Un par de horas después oí que la puerta se abría. Beniamino se acercó a la cama.
—El apartamento estaba completamente vacío, aparte de esto —dijo mientras me lanzaba los patines que llevaba puestos Gina cuando mató a la viuda—. Son para ti —continuó—. Te los deja como recuerdo y te manda saludos, «bello Caimán». Lo ha escrito en el espejo del baño con pintalabios, como en una escena de una puta película.
Se sentó en el borde de la cama y empezó a retorcer los brazaletes. Eso significaba que tenía algo importante que decir. Fuera lo que fuese, yo ya estaba suficientemente borracho y, por lo tanto, podía soportar cualquier cosa.
—Entiendo cómo te sientes, Marco: te han dado una buena patada en los cojones y te va a doler el resto de tu vida... —se solidarizó—. No es culpa tuya si no tienes ojo para las mujeres... Pero lo de enamorarse como un chiquillo de nuestro peor enemigo, esta es gorda de verdad... Y creo que es el trago más amargo... Pero primero tenemos que acabar la investigación y, sobre todo, poner en su sitio a esa banda de putos actores para poder anticiparnos a ellos. Tenemos que estar en Bonifacio pasado mañana por la tarde. Hasta entonces, haz lo que quieras: llora, grita, chilla, emborráchate, escucha música, baila foxtrot, pero para ese día te quiero absolutamente lúcido y operativo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
El viejo Rossini quiso un pacto solemne, al estilo del hampa, con apretón de manos, abrazo y doble beso en las mejillas.
Por la noche decidí rematar mi borrachera en el Libarium. Sabía que a mi socio no le parecía bien, pero mantuvo su palabra y evitó cualquier comentario para respetar aquel «haz lo que quieras» que había pronunciado horas antes. Él y Brundu me acompañaron con el furgón, que aparcaron frente al local. Se quedarían en la parte de atrás, escondidos para proteger mi incolumidad.
Provisto de una botella que cogí directamente de la barra, me senté a la misma mesa que había ocupado con Gina la última vez. En realidad, contra toda lógica, esperaba que ella entrara en el local y se sentara frente a mí. Por encima de cualquier otra cosa quería entender: no conseguía todavía conciliar la personalidad de sicario psicópata con la de la mujer gozosa y llena de vida que bailaba flamenco y hacía el amor conmigo con una pasión tan arrolladora que podía confundirse con el amor.
Quién sabe... Quizá había tenido una infancia difícil o tal vez había sido la esquizofrenia de aquella vida tejida con espionajes, complots y engaños... la que la había transformado en un monstruo... Quizá... No pude continuar con mis elucubraciones. Frente a mí se plantó un tipo que sostenía una copa y llevaba bajo el brazo un cubo lleno de hielo del que sobresalía el cuello de una botella.
—¿Champán? —pregunté.
—No —respondió—. Grappa. De una sola uva: chardonnay, para ser más exactos.
—¿Y la toma helada?
—Sigo esta escuela de pensamiento. Me he permitido acercarme —continuó—, porque he notado que usted es un auténtico bebedor de destilados y...
—Y... —lo animé a continuar.
—Y... entre auténticos bebedores uno se entiende. Tengo la absoluta necesidad de hablar con alguien —confesó.
Lo observé. Era un treintañero alto y con sobrepeso con una cara grande en la que destacaban un par de ojos azules y un barba descuidada.
—¿Qué entiende por necesidad de hablar? —pregunté suspicaz—. ¿Usted es uno de esos que hablan, hablan y no escuchan, o uno de esos que cada cinco minutos te tocan las pelotas pidiendo pareceres y confirmaciones?
—Rigurosamente del primer tipo —me aseguró mientras apartaba la silla para sentarse.
—Quieto ahí —lo frené—. Una última pregunta: ¿el tema no va de enfermedades graves, problemas judiciales o financieros, hijos destrozados por la droga... o alguna mierda de ese tipo, verdad?
—Mi novia y yo hemos cortado —declaró.
—¡Sea usted bienvenido! —exclamé aliviado, y lo invité a sentarse.
Empezó desde lejos. Exactamente desde aquel día de junio en el que se habían hecho novios. Pero no era aburrido, sino más bien lo que se dice un tío majo. Después de tres años de noviazgo y otros tantos de convivencia, ella había dicho que se sentía defraudada de él y de su relación. Le había pedido que se separaran durante un breve tiempo, justo lo necesario para reflexionar sobre sus sentimientos. Él había aceptado y se había marchado con su madre. Solo que ese mismo día ella se había puesto a gritar que la habían abandonado y, ofendida de muerte, había roto la relación.
—Ha sido hábil para librarse de mí —concluyó con fatiga—. Lo tengo que reconocer. Todos mis amigos están a su lado mimándola y me consideran el más cruel de todos los gilipollas.
No logró decir nada más. Se le cayó la cabeza contra la mesa con un ruidito que atrajo por un instante la atención de los demás clientes. Por la boca y por la nariz salió un hilo de grappa. Miré la botella que estaba en el cubo: vacía. Fui tambaleándome hasta la barra para avisar al encargado de que el bebedor de grappa había alcanzado el objetivo del coma etílico y con cierto esfuerzo alcancé la salida.
Al acercarme se abrió la puerta lateral del furgón y apareció la mano de mi socio para ayudarme a subir.
—Estoy listo —anuncié, antes de agarrarla.
Asistimos a la llegada del transbordador en el puerto de Bonifacio desde lo alto de una de las ocho torres construidas por los genoveses para la defensa de la ciudad. Habíamos estado escrutando la embarcación desde lejos con los prismáticos con la esperanza de poder ver a nuestro hombre. Lo encontramos junto a la cabina de mandos con su inseparable gabardina, el cigarrillo en los labios y, en apariencia, dedicado por completo a fumar sin preocuparse del fuerte viento que arreciaba por la proa. Solo teníamos unas horas de ventaja sobre él. La típica borrasca de invierno había retrasado nuestra hora de salida de Santa Teresa di Gallura, algo que había impedido a Beniamino reactivar sus contactos en la isla. Se nos había esfumado así la oportunidad de obtener el material necesario y organizar la logística adecuada. Mi socio se sentía a disgusto, desarmado.
—Si se mete por una carretera del interior, por donde pasa un coche de ciento en viento y se da cuenta de que lo seguimos...
—... se le puede ocurrir la pésima idea de esconderse al pasar una curva y tendernos una trampa —le interrumpí, y acabé la frase en su lugar—. Es la décima vez que lo dices —proseguí con acritud—. No podemos hacer nada al respecto y, además, tu olfato infalible nos salvará.
El Renault de Gance fue uno de los primeros coches en desembarcar, pasó la aduana sin problemas, salió del puerto y cogió la nacional 198 en dirección a Porto Vecchio. El tráfico era fluido, aunque había empezado a llover. El hombre, al volante de un dos mil de cilindrada, mantenía una velocidad sostenida, que nuestro Panda aguantaba con evidente dificultad. Unos kilómetros más allá de Porto Vecchio, Gance puso el intermitente izquierdo con la intención de desviarse hacia una carretera estrecha y en pésimas condiciones. Por las indicaciones llevaba al bosque Fôret de l’Ospedale, a la cascada Piscia di Gallo y al pueblo de Zonza. Por su forma de conducir, comprendimos que se trataba de un recorrido habitual para Gance. Nosotros solo conocíamos bien de Córcega la parte de Bastia, situada en la otra punta de la isla: en aquella parte cubierta de majestuosos bosques de pinos y encinas no habíamos estado nunca. La consecuencia de todo esto es que, al cabo de unos centenares de metros, el Espace se había ya distanciado de nosotros.
Una señalización de carretera, agujereada por una rosa de perdigones, nos indicaba que estábamos a punto de llegar a Barrage de l’Ospedale.
—¿Qué es este sitio? —preguntó mi amigo, invitándome a consultar el mapa de carreteras.
—Un lago artificial.
La superficie del agua perforada por la lluvia apareció de repente al salir de una curva. Casi a la vez, Rossini redujo la velocidad y paró el coche junto a una roca.
—He visto el Espace entre los árboles —me informó mientras bajaba.
Estaba parado unos centenares de metros más abajo, en un ensanche de la carretera que atravesaba el lago a lo largo del dique. Abel Gance, apoyado cómodamente en la valla y al resguardo de un gran paraguas, estaba hablando con alguien a través de un potente radiotransmisor.
—Menos mal que he visto el coche, si no habríamos tenido que pasar a menos de un metro de distancia de él y seguro que nos habría reconocido —comentó Beniamino.
—¿Lo ves? Ya te decía yo que tu olfato nos salvaría —le alabé—. Me gustaría saber con quién está hablando —continué.
—Sea quien sea, no anda lejos —sentenció en tono profético.
El «director» reemprendió su camino. La noche se estaba echando ya encima: la luz de los pilotos traseros se entreveía de vez en cuando entre la vegetación. En Zonza creímos que lo habíamos perdido. Un cruce de tres carreteras en el centro del pueblo bloqueó la persecución.
—Tenemos una posibilidad entre tres de coger la carretera correcta —observé.
—Demasiado poco para mi gusto —resopló Beniamino, mientras estudiaba la zona en el mapa—. Además, en los próximos kilómetros, las tres se cruzan a su vez con otras carreteras. Puede haber ido a cualquier sitio.
—Entonces ¿qué propones?
—Más que seguir a ciegas... nos conviene registrar a fondo el pueblo y comprobar si nuestro hombre se ha parado aquí.
Zonza es una famosa localidad turística, colgada a ochocientos metros de altitud en la falda de una montaña. Había parado de llover, pero no se veía a casi nadie por las calles, quizá a causa del frío viento que soplaba. Empezamos a batir las calles de la parte alta para luego ir bajando hacia el valle. La intuición de mi socio había vuelto a acertar: vimos el Espace aparcado en el jardín de un chalecito. La parcela estaba descuidada, llena de hierbas quemadas por del invierno, y la casa parecía abandonada desde hacía tiempo. La puerta de entrada estaba abierta de par en par y una débil luz dejaba ver solo una desnuda pared blanca. Al poco tiempo salió Gance, doblado por el peso de dos bombonas largas y estrechas, unos tubos y un soplete que cargó en el amplio maletero del coche. Mi socio y yo nos miramos perplejos, mientras nos preguntábamos para qué querría un soldador.
El francés bajó hacia Levie, donde paró para repostar gasolina y comprar algunas provisiones, y luego tomó una carretera de tierra que ni siquiera estaba en el mapa. En ese momento nos vimos obligados a dejarle cierta ventaja para que no recelara, dada la total ausencia de coches. Por fortuna las luces largas del Renault podían verse desde lejos.
Luego dejamos el camino de tierra para entrar en una carretera asfaltada y, unos kilómetros después, llegamos al cruce donde tomamos la desviación para Cartalavonu. Llegamos a una aldea oscura y desierta donde la mayoría de las casas tenían pinta de que las hubieran restaurado durante los últimos años y de estar habitadas únicamente en verano.
—Donde acaba el pueblo muere también la carretera —le comuniqué a mi socio tras mirar el mapa.
—Entonces mejor sigamos a pie... No debe de andar lejos.
La última construcción del pueblo, en un punto donde se cruzaban varios senderos trillados por los excursionistas, era el restaurante Le Refuge. El único cliente era nuestro hombre, que, sentado en la mesa más próxima a la chimenea, comía con placer una sopa humeante. Nos apartamos del camino y nos adentramos un poco en el bosque para poder continuar con la vigilancia sin correr el riesgo de que nos viera. Veinte minutos más tarde vimos a dos personas que salían por un sendero y se dirigían hacia la entrada del local. El primero era bajo, robusto y de mediana edad. El otro, más alto, delgado y mucho más joven. Vestían trajes de pana marrones e iban tocados con gorras del mismo tejido y color. El calzado, botas de goma llenas de barro. Al pasar cerca de nuestro escondite, oímos claramente que hablaban sardo entre ellos.
Se sentaron en la misma mesa que Gance y a ellos también les sirvieron la misma sopa.
—¿Qué te juegas a que son los dos arrepentidos que desaparecieron con Dedonato?
—Justamente ellos —confirmó Rossini—. Por la ropa parece que siguen siendo pastores también aquí en Córcega.
—Y, como han llegado a pie, podemos deducir que viven cerca.
—Notable intuición, Sherlock.
La cuenta la pagó el «director». Al salir se dirigieron al Renault. Gance se puso unas botas y sustituyó la gabardina por un anorak, mientras los otros descargaban las herramientas, el soldador y las vituallas compradas en Levie.
—¡Me cago en la puta! —imprecó el viejo Rossini.
—¿Qué te pasa?
—Esos tres gilipollas se van a meter ahora por el bosque y nosotros vamos vestidos de ciudad. Vamos a acabar llenos de barro hasta las orejas...
Ahogué una carcajada, al mirar sus brillantes zapatos blancos y negros de gánster. Saqué del bolsillo de la cazadora una botella de calvados y se la ofrecí.
—Echa un trago, socio —lo consolé.
—Te advierto de que tú también estropearás tu bonito traje de empleado bancario —rebatió cabreado—. He visto a muchos inconscientes como tú, en tiempos del contrabando, que se presentaban vestidos como damiselas para pasar las fronteras y luego caían en los caminos... La montaña es algo serio, sobre todo en las noches de invierno —concluyó, mientras subrayaba sus últimas palabras con un gesto de las manos.
El silencio del bosque amplificaba el menor ruido. Los tres nos precedían trepando como cabras a lo largo del intransitable sendero. Nosotros íbamos a unos trescientos metros de distancia. Yo caminaba con dificultad, absolutamente concentrado en ver dónde ponía los pies. Cuando patiné en el barro por tercera vez, Beniamino, exasperado, me ordenó que me detuviera allí mismo y esperara escondido entre los árboles. Vi la luz de su linterna alejarse cada vez más, hasta desaparecer del todo. Solo pude encender otro pitillo y buscar una piedra para sentarme.
La oscuridad, la montaña y el silencio no eran lo mío, desde luego. Me provocaban ansiedad y el frío me ponía nervioso. El aire puro, además, laceraba mis pulmones de fumador con cada inspiración. Menos mal que, además del calvados, me había traído el walkman. Pedí a Lowell Fulson que me hiciera compañía. Me cantó «Reconsider Baby», uno de los grandes clásicos del blues, acompañado de un buen grupo de viento: Philip Gilbeaux a la trompeta, Choker Campbell en el saxo tenor, Julian Beasley en el barítono y Phatz Morris al trombón.
Al final de la pieza me quité los auriculares. En aquel bosque reinaba demasiada paz para escuchar un género que canta la dura realidad de existencias hechas de traiciones, corazones rotos, venganzas y conmovedores momentos de nostalgia. Tuve que resignarme a dejarme arrastrar por el aburrimiento. El viejo Rossini reapareció dos horas después, sucio, mojado y de pésimo humor.
—No sueltes una de tus habituales putas ocurrencias —me advirtió—. No los he perdido de vista en ningún momento: están escondidos en un caserío, en un pequeño valle a cuarenta minutos de camino de aquí. Está rodeado por un claro y no he podido acercarme...
—¿Hay alguien más?
—Un hombre, seguro. Le he oído pedir al grupo que se identificara.
—¿Francés?
—Italiano..., con un buen acento sardo...
Sentí un escalofrío a lo largo de la espalda. Quizá Giampaolo Siddi no estaba lejos.
—¿Qué hacemos? —pregunté impaciente—. ¿Vamos a vigilarle o a buscar ayuda?
Mi socio se alisó el bigote.
—Por el momento tenemos que continuar al acecho... Sabemos tan poco de ellos... He encontrado un buen punto de observación, a unos doscientos metros por encima de la casa.
Cuando el viejo Rossini por fin se detuvo, con la intención de enseñarme las ventanas iluminadas de una casa, aproveché aquel momento para tumbarme en la hierba mojada y tratar de recuperar el aliento. Permanecí así durante unos minutos hasta que se abrió la puerta del caserío y se oyó un grito en el interior. Un prolongado grito de dolor y horror. De un bote me puse en pie. La puerta se cerró despacio a espaldas de un hombre que se alejó unos veinte metros en dirección al bosque y luego meó sabiamente a sotavento. Cuando volvió a entrar, otro grito violó la paz de la montaña.
—Es un clamoroso interrogatorio «ejemplar»... y de los de las grandes ocasiones —señaló mi amigo.
—Ya. Están ablandando a alguien... Daría bastante por saber a quién...
—Sea quien sea, en este momento no podemos hacer nada por ayudarlo, desarmados como estamos...
Con las primeras luces del alba, salieron cuatro hombres de la casa y se pusieron en círculo a fumar y a discutir con animación.
Vi a Abel Gance y a los dos arrepentidos. El cuarto individuo me pareció no muy alto, sobre los cincuenta años, con grandes entradas y vestido con un elegante traje inglés de caza. Lo observé mucho rato con los binoculares y después saqué de la cartera un viejo recorte de periódico con una fotografía bastante nítida.
—Beniamino —dije, mientras le pasaba los prismáticos—. Te presento al abogado Giampaolo Siddi.
—No hay duda —confirmó—. Es él.
Me froté las manos satisfecho.
—La primera cuestión de la investigación está resuelta.
—Así es. Ahora me muero de ganas de echarle el guante para que nos cuente el resto... Una empresa que no es precisamente fácil, ya que, por lo que se ve, aparte de nuestro abogado, el resto están armados.
—Quizá sea el momento de ir a llamar a la caballería.
—Todavía no. Primero tenemos que descubrir qué está ocurriendo en esa casa y estudiar sus movimientos... Antes de pedir a los amigos que nos echen una mano, debo estar en condiciones de explicarles bien la situación para que sepan a qué se enfrentan.
Por fin los cuatro tomaron una decisión: los dos pastores entraron en el caserío y salieron al momento arrastrando consigo a un hombre desnudo, incapaz por completo de sostenerse en pie. Tenía la cabeza caída hacia delante, encajada entre los hombros, y los brazos le colgaban inertes. Ambos le sujetaron por las axilas y se dirigieron a la pocilga que estaba junto a la casa; los cerdos, interesados, levantaron el hocico de la tierra y pusieron las orejas alerta. El grupito estuvo a la vista de espaldas durante unos instantes, justo el tiempo necesario para observar que la cara del prisionero estaba lacerada y roja de sangre. De los glúteos caía más sangre mezclada con heces.
Lo ataron a la empalizada. Mientras el joven le tiraba agua a la cara para despejarlo, el otro arrepentido, ayudado por Gance, preparó la llama del soldador.
—Bastardos —silbó el viejo Rossini—. Lo van a asar.
—¿Por qué no lo hacen dentro? —pregunté horrorizado ante la idea de tener que asistir a aquel «espectáculo».
—Porque el hedor impregnaría la casa... —respondió mientras enfocaba la silueta atada—. Si han decidido usar el soldador, significa que todavía no han conseguido que hable... Y la verdad es que lo han intentado: la cara está irreconocible, no tiene ya uñas en las manos, tiene los cojones inflamados y negros... Desde los tiempos de la guerra entre la banda Turatello y la mafia napolitana en Milán no veía nada parecido...
—Bonita gente también aquella... —comenté—. Lo matarán con la llama... —añadí.
—Puedes estar seguro. Habrá que ver en cuánto tiempo... Si son hábiles puede durar incluso un par de horas.
El desconocido recuperó poco a poco la conciencia. Abel Gance lo agarró del pelo y le habló; él intentó escupirle a la cara, pero estaba demasiado débil para poder hacerlo.
—Es un tío con cojones —comentó Beniamino, con un tono cargado de respeto.
El más viejo de los pastores fue el encargado de manipular la llama. Primero la deslizó a lo largo del brazo derecho, luego por el izquierdo. Luego llegó el turno de las piernas. El torturado intentaba zafarse, pero de su boca ya solo salía un sonido débil y desarticulado. Giampaolo Siddi no miraba, estaba de espaldas y se observaba la punta de los zapatos. Gance, cada vez más frenético, insultaba al prisionero para exhortarlo a hablar.
—Le habla en francés y lo insulta en corso —observé—. Por lo menos ahora sabemos de dónde viene.
Llegó un momento en que el «director» comprendió que torturarlo era tiempo perdido. Con un cuchillo cortó las cuerdas que lo sujetaban a la empalizada y, de un solo movimiento, lo agarró por las piernas y lo catapultó a la pocilga. Los cerdos lo olisquearon primero y luego empezaron a lanzarle dentelladas. La única reacción de aquel hombre fue la de encogerse en posición fetal.
—¡Gance, eres pura carroña! —exclamó mi socio—. Ese pobrecillo todavía está vivo... Mira.
Me dio los prismáticos. Negué con la cabeza.
—¡Vamos a buscar ayuda! —exclamé—. Hay que eliminar a esa banda de asesinos.
Para encontrar un teléfono, tuvimos que volver a Levie. Beniamino conversó durante diez minutos con su amigo contrabandista de Bastia.
—Me ha dicho que vuelva a Zonza y que espere en el hotel De La Terrasse a que él me llame. Mientras tanto va a informarse de si falta alguien al pasar lista y, si no encuentra interesados directos, nos mandará un «equipo de desratización».
Por el camino compramos indumentaria y zapatos adecuados para el lugar y, al llegar al hotel, le dimos a la encargada de la lavandería nuestras ropas de urbanitas. A la hora de la comida mi socio afirmó que tenía hambre y me obligó a acompañarlo. Rechazó enérgicamente el entrante de embutidos variados a pesar de la insistencia del propietario, que juraba sobre la calidad de la carne porcina de la zona, pero se zampó una tortilla de queso corso, trucha y quesos.
—Aún no consigo catalogar el tipo de banda —farfulló el milanés, mientras degustaba un sorbo de tinto Domaine de Torraccia—. Sus miembros tienen poco en común entre sí y, además, no entiendo esa historia de que cada uno represente a un personaje de la película Napoleón...
—Me muero de ganas de que Siddi me lo cuente. De los cuatro es sin duda el eslabón más débil: se dio la vuelta cuando el canijo empezó a usar el soldador. Creo que bastará con la amenaza de someterle al mismo tratamiento para que se desmorone.
—Tampoco a mí me dio la impresión de ser un hombre de acción... Esperemos que no haga falta disparar... Los muertos no hablan...
A media tarde llegó la llamada de Bastia. Beniamino escuchó sin decir palabra.
—Feo asunto, Marco —susurró—. Parece que los cerdos se han comido a un jefe de los independentistas corsos... Nos han citado esta noche en Castello de Cucuruzzu.
Me di cuenta de que se le había ensombrecido la cara.
—¿Qué te preocupa, socio?
—El destino de nuestra investigación... Hubiera preferido un equipo de desratización, porque esos obedecen a quien les paga. Con los «patriotas», como los llaman aquí, es distinto: son ellos los que mandan. Nosotros, como mucho, podemos pedir el favor de interrogar a Siddi o llevárnoslo de aquí... Si dicen que no, estamos acabados...
El lugar elegido por los independentistas para nuestro encuentro era una fortaleza en el centro de una zona arqueológica de más de dos hectáreas de la cultura de los torreones. Para llegar seguimos las indicaciones a través de senderos inmersos por completo en medio de la vegetación. La luz de la linterna iluminaba el terreno cubierto de hojas húmedas que silenciaban nuestros pasos. De repente desembocamos en un pequeño claro donde se erigían una serie de construcciones de piedra. Trepamos hasta la más alta, que dominaba el valle y nos acomodamos a esperar. Las brasas de nuestros cigarrillos eran bien visibles para cualquiera que anduviera por los alrededores.
—Óptima elección, este sitio —alabó mi socio—. Los «patriotas» saben lo que se hacen... Aquí es imposible preparar una trampa.
—¿Crees que están ya aquí?
—Desde que ha anochecido. Ahora están observándonos con visores nocturnos y un equipo rastrea los alrededores en busca de presencias sospechosas. Aparecerán solo cuando se aseguren de que estamos solos... Y no los oiremos llegar.
—¿De verdad están tan bien organizados?
—Son un ejército, Marco. Pequeño, compacto y bien organizado... Pero ¿cómo piensas plantear la cuestión de Siddi? Cuando les contemos los detalles de la tortura, se pondrán furiosos y querrán vengarse... No creo que les importe nada la investigación...
—Tienes un puntito rojo en la frente —lo interrumpí alarmado.
—Y tú otro en una sien, Marco... Quédate quieto, inmóvil y no hagas movimientos bruscos o idiotas, como meter las manos en los bolsillos.
—¿Qué coño está pasando?
—Calma, calma... Nos tienen a tiro... Es el sistema nocturno de apuntar. Para tu información, el proyectil acierta exactamente donde está el punto de luz.
—Bajad —nos ordenó una voz en corso.
Dos sombras nos registraron y nos indicaron adónde dirigirnos. Unos treinta metros más allá se encendieron un par de luces y nos encontramos con el resto del grupo: una decena de hombres con monos azules, pasamontañas del mismo color y empuñando modernos y sofisticados fusiles de asalto. En el cinturón, cargadores de reserva y pistolas militares.
—Frente Nacional de Liberación de Córcega —fue la lacónica presentación de quien debía de ser su jefe.
—Marco Buratti y Beniamino Rossini.
—De monsieur Rossini hemos obtenido óptimas referencias. No aprobamos su estilo de vida, pero sabemos que podemos contar con su discreción. Sin embargo, de usted, monsieur Buratti, no sabemos nada...
—Soy un investigador privado y la única referencia que puedo ofrecer es mi amistad con monsieur Rossini.
—Un detective y un gánster, qué extraña pareja.
—Es una larga historia y no tenemos tiempo de conversar —atajé.
—Justo —asintió el jefe—. Parece que tienen información sobre un militante nuestro que desapareció hace días.
—Tenemos una serie de informaciones sobre un hombre secuestrado. No sabemos si es uno de los suyos —puntualicé, omitiendo de manera intencionada la noticia de su muerte—. En cualquier caso, antes de hablar de eso —continué—, nos gustaría proponerles un acuerdo: nosotros los llevamos al lugar y ustedes nos permiten interrogar a uno de los cuatro secuestradores.
—¿Su investigación puede afectar de alguna manera a la lucha por la liberación del pueblo corso?
—No.
—¿Y quiénes son esos secuestradores?
Saqué del bolsillo las fotografías de Siddi y Gance. Les pasé también la de Dedonato, pero les advertí que este último se encontraba en Italia.
El jefe, al observar aquellas caras, tuvo un gesto de sorpresa. Las instantáneas pasaron de mano en mano y, entre los hombres enmascarados, empezó a deslizarse una mezcla de nerviosismo y excitación.
—A dos los conocemos bien —comunicó, señalando a Gance y Dedonato—. El primero es un exoficial de los servicios secretos franceses. Ahora sigue trabajando para ellos, pero por su cuenta: se ocupa de la guerra clandestina, y «oficialmente» no autorizada, que nos han declarado los franceses... Emboscadas, secuestros, torturas, homicidios, intentos de infiltración, esas son sus actividades... Además trafica con heroína... Los franceses hacen la vista gorda porque, total, es la juventud corsa la que muere... Este, en cambio —señaló la cara redonda de Dedonato—, es su segundo de a bordo. Cuando llegó a Córcega nos hizo una buena putada... Apareció en Corte en compañía de una mujer y se dedicó a decir por todas partes que tenía una carga de explosivos para vender. Los nuestros analizaron el terreno y se fiaron... Encontramos a tres de nuestros hombres degollados... Parece que fue obra de la mujer.
No podía ser otra que Gina. Me la imaginé por Cagliari siguiendo nuestras huellas con la intención de matarnos. Ahora había llegado nuestro turno. Quién sabe de qué manera habría pensado eliminarme. Esperaba que su enferma fantasía me hubiera reservado al menos un final rápido y no demasiado doloroso.
—Conocemos también a otros integrantes de la banda —continuó el corso, devolviéndome a la realidad—. Y todos tienen alias sacados de la película Napoleón... Una gran película francesa —subrayó sarcástico—. También la operación de guerra sucia ideada contra nosotros se llama así...
—¿Qué puede decirme del otro hombre? —pregunté, refiriéndome a Giampaolo Siddi.
—Lo conocemos como Antonin Artaud. En la película hacía el papel de Marat. Se ocupa sobre todo del tráfico de heroína, pero pocas veces hemos detectado su presencia... Creemos que no vive en Córcega.
—Se llama Giampaolo Siddi, desapareció hace diez años de Cagliari, donde vivía y ejercía la profesión de abogado. Es el objetivo de nuestra investigación y es a él a quien tenemos que dirigir la mayoría de nuestras preguntas... Si es posible, incluso nos gustaría llevárnoslo a Italia...
El hombre negó con la cabeza. No era cuestión de insistir.
—De todos modos tenemos que interrogar también a Gance... Podría ser útil también para ustedes conocer la actividad de la banda en Cerdeña —añadí con diplomacia.
—Vale. Pero, mientras tanto, hábleme usted de ello.
Empecé por Dedonato/Dieudonné, luego seguí con Abel Gance y Gina Manès. Terminé con los dos arrepentidos: los «patriotas» los reconocieron como los ejecutores de la emboscada al responsable del Frente de Bocognano, en el centro de la isla. Hablé del seguimiento de Gance desde Bonifacio a Cartalavonu y, sin omitir detalles, de la tortura y del homicidio del secuestrado. Aquellos hombres encapuchados y armados lloraron de dolor y se abrazaron. El jefe, desesperado, cayó de rodillas.
Beniamino lo ayudó a levantarse.
—¿Hijo o hermano? —le preguntó.
—Hermano.
—Era un héroe. Pueden honrar su memoria con orgullo —declaró con solemnidad mi socio.
Sabía encontrar siempre la palabra justa. El dolor se transformó en un silencio duro como una piedra. Había llegado el momento de ajustar cuentas con la compañía de Napoleón. Los hombres del Frente nos siguieron a bordo de dos potentes todoterrenos. Llegamos a Cartalavonu cuando todavía era de noche. El Renault de Abel Gance había desaparecido del aparcamiento. Mal asunto.
El viejo Rossini se puso a la cabeza de la fila india que caminaba por el sendero. El jefe y yo éramos los últimos.
—¿Ha estado alguna vez en la cárcel, monsieur Buratti?
—Siete años.
—Mi hermano estuvo en una prisión francesa durante cinco años. Aún era un estudiante... —susurró con un tono cargado de nostalgia.
No quería conocer la vida del hombre que había visto morir en la pocilga. Había olvidado ya su nombre, pero el grito de dolor seguía resonando en mis oídos y sabía que me haría compañía durante bastante tiempo.
—No se deje llevar por los recuerdos —le aconsejé—. Todavía no es el momento...
—Lleva razón —convino—. ¿Ha estado alguna vez en una batida de caza del corzo? —preguntó, cambiando de tono.
—No —respondí con cautela, tratando de entender qué quería decir.
—Hoy tendrá la posibilidad de asistir a una.
Me detuve para mirarle a los ojos.
—No hay corzos en Córcega.
—Se equivoca, monsieur Buratti... Se equivoca... —desmintió en tono ambiguo mostrándome la funda de un fusil.
Aquella mañana lo aprendí todo sobre la caza del corzo. Los dos arrepentidos fueron abatidos como dos ejemplares de trofeo y sepultados junto a los cerdos. El caserío fue registrado e incendiado. De Gance y Siddi no había ni rastro: era probable que se hubieran marchado de inmediato después de la muerte del «patriota». Nos separamos de los hombres del Frente con la promesa de que si ellos encontraban a Siddi, lo mantendrían con vida el tiempo suficiente para que nosotros lo interrogáramos. A los otros les dispararían en cuanto los vieran.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó mi socio cuando nos quedamos solos.
Le mostré el papelito que había encontrado entre los efectos personales de uno de los dos pastores.
—Vamos a resolver el misterio de Mangiabarche.
—¿Córcega o Cerdeña?
—No lo sé. Propongo que volvamos a Bonifacio y que «untemos» un poco a los marineros del transbordador... Puede que alguno haya visto a nuestros héroes.
Hubo suerte: quinientos francos fueron suficientes para refrescar la memoria a un joven mozo. Se acordaba bien de Gance porque lo había insultado cuando trató de pegar un adhesivo con el logo de la compañía en el cristal trasero del Espace.
Reconoció también a Siddi. Dijo que le había parecido un tipo nervioso que mantenía siempre la mirada baja. Como si quisiera evitar encontrarse con los ojos de otros pasajeros.
Nos sentamos en un banco en el puente de popa. A pesar de que el mar estaba en calma, esa parte del barco estaba desierta, a excepción de una bella mujer de unos cuarenta años con una abundante cabellera negra que escribía notas al margen en las páginas del libro que leía.
—¿Cuáles fueron las últimas palabras de la viuda?
—Es la tercera vez que me lo preguntas, Marco.
—Perdona, estoy reflexionando sobre el asunto Mangiabarche. Y la primera vez que oímos esta expresión fue justamente de los labios de Vadilonga cuando estaba a punto de morir...
—«Qué pena... Faltaba poco... Mangiabarche» —repitió con fidelidad Rossini, resoplando.
—Eso es. Después volvemos a verla escrita hoy en una cuartilla de cuadritos entre los objetos personales de uno de los dos arrepentidos muertos. Por la caligrafía insegura podemos suponer que es de su puño y letra...
—Bueno, en resumen, ¿qué quieres decir? —me atajó impaciente.
—Que dos personas muy diferentes entre sí que no se conocían, pero que pertenecían o estaban relacionadas con la banda, sabían esta expresión y la consideraban tan importante para pronunciarla en el último momento de su vida o para conservarla junto a las fotos de la familia.
—Todo eso no nos ayuda a entender lo que es, pero mi sexto sentido me dice que Mangiabarche será nuestra próxima pista.
—Solo en el caso de que perdamos por completo los contactos con la banda. Pero espero que logremos volver a descubrir a Siddi y a los demás a través de Dedonato... Siempre que Marlon haya conseguido no perderlo de vista.
—En cualquier caso nos queda el garito: Dedonato no puede estar mucho tiempo lejos de él.
—Depende. Creo que, en cuanto Gance sepa lo que les ha ocurrido a sus dos hombres de Cartalavonu, prohibirá a todos que frecuenten cualquier lugar donde puedan reconocerlos...
—La verdad es que entender qué cojones es ese puto Mangiabarche nos facilitaría la vida —suspiró Rossini.
—Mucho, socio... Créeme.
—Podría ser cualquier cosa —resopló pensativo—. Un nombre en código, un sitio, una sala de baile, un barco, un bar, una tienda...
Cansado de hablar del caso, se levantó del banco y me preguntó si quería algo del bar. Le mostré la botella de calvados que asomaba del bolsillo de la chaqueta. Se lo preguntó también a la mujer que estaba sentada frente a nosotros. Esta sonrió y respondió que agradecería un café.
La buhardilla de la calle Galassi estaba vacía. Ni rastro de Marlon. En la mesa de la cocina, los restos de una comida apresurada. Un plato de espaguetis, un trozo de queso, una manzana. Al observar las sobras, deduje que eran por lo menos del día anterior.
—Anoche no durmió aquí —me informó mi socio al regreso de un reconocimiento de la habitación del sardo.
—Creo que ha perdido el contacto con Dedonato y, mientras espera nuestro regreso, ha vuelto a su querido barrio.
—Puede ser. Pero no se ha llevado el hierro. ¿Has conectado el móvil?
—Sí. Y voy a aprovechar para concertar enseguida una cita con nuestros clientes: creo que les daré una alegría cuando sepan que Giampaolo Siddi goza de buena salud...
—Me parece una excelente idea. Mientras tú te tiras el moco con los amigos abogados, yo buscaré a Marlon y luego nos veremos aquí todos...
Cuando la mujer del abogado Columbu me abrió la puerta, me llegó el aroma penetrante del puro del abogado Vargiu. Al teléfono había anunciado novedades importantes y pedido de forma expresa la presencia de mis clientes, aunque al principio de la investigación estos hubieran declarado que querían mantener los contactos en exclusiva a través del viejo amigo Genesio. En cuanto a él, lo encontré, como siempre, apoltronado en su sillón tras el viejo escritorio de cerezo, con las manos cruzadas sobre el estómago. Moi, Vargiu y Pontes estaban sentados en un sofá apoyado contra la pared. Estreché manos y distribuí sonrisas antes de sentarme en mi silla habitual y encender mi habitual cigarrillo.
—Como ya saben, no suelo informar a mis clientes de todas las fases de la investigación. Por tanto, deben decidir si quieren conocer solo los resultados obtenidos hasta ahora o bien el balance parcial, pero exhaustivo, del que el abogado Columbu tiene ya conocimiento, al menos en parte... En este último caso podría siempre «enriquecerlo» con alguna nota de color... —Sonreí con sorna—. Sobre todo en los momentos más emocionantes.
—Nos gustaría oír un informe. Como se estila en la mejor tradición investigadora —respondió Moi en nombre de todos—. En cuanto a las posibles lagunas, nuestra profesión nos ha enseñado a colmarlas con un poco de fantasía y mucha lógica.
Hablé. Como había ya anticipado, omití todos los detalles que tenían algún toque de ilegalidad, por leve que fuera. En diez minutos logré resumir los puntos más importantes y llegar a la conclusión.
—Giampaolo Siddi está vivo. Lo he visto con mis propios ojos —anuncié en tono neutro.
Vargiu estrechó con fuerza el brazo de Moi y Pontes se puso en pie de un salto.
—Hace diez años organizó aquella burda puesta en escena —continué— para despistar a investigadores y familiares. En realidad quería evitar que se descubriera su fuga con la caja de la banda de los «abogados», de la cual él era uno de los lugartenientes. Un movimiento estudiado con tiempo y llevado a cabo con la complicidad de Alberto Dedonato, vieja herramienta de los desviados y corrompidos servicios secretos de nuestra República, que, gracias a su cargo de agente del Sisde destacado en el Servicio Central de Protección de Arrepentidos, podía esconder a cualquier persona en el extranjero sin ningún problema. El mismo Dedonato, unos años más tarde, al saber que la nueva gestión de los servicios lo había destituido, decidió desaparecer junto a dos arrepentidos sardos mientras los conducía a otro Estado. Dedonato, Siddi y los dos pastores entraron así a formar parte de una extraña banda que actúa hoy en día en Córcega y está capitaneada por un exagente del servicio de inteligencia francés, conocido como Abel Gance. Nombre y apellido robados a un gran director de cine, guionista y actor francés. De hecho, la banda tiene una estructura «cinematográfica», copiada de la superproducción de los años veinte Napoleón, que respeta incluso el plano jerárquico: Gance es el director, Dedonato/Dieudonné es Napoleón, Siddi, que ahora usa el nombre del actor y dramaturgo Antonin Artaud, es Marat... Y así todos. Trabajan para el servicio secreto francés. Se encargan de la guerra «sucia» y clandestina contra los independentistas corsos: infiltración, secuestros, torturas y homicidios... Y no solo de eso, sino también del tráfico de heroína, del cual, como les he dicho, el responsable es nuestro Giampaolo Siddi...
»Estos son los hechos. Ahora, si quieren saber mi opinión personal, puedo añadir que creo que la banda Napoleón nació de la asociación de algunos antiguos agentes secretos de diferentes nacionalidades con un indeterminado número de hampones que, juntos, decidieron ofrecer sus servicios al mejor postor... Hoy es Francia, mañana podría ser España, Inglaterra o Italia... Para todas aquellas operaciones que los gobiernos no pueden autorizar “oficialmente”... —Me encendí el enésimo pitillo—. Pedí también al abogado Columbu que organizara este encuentro porque tengo que ponerles al corriente de otra noticia de importancia, ante la cual, ustedes podrían decidir la rescisión del encargo que me hicieron para confiárselo a alguien que tenga una mayor capacidad operativa en el lugar. Quizá, por qué no... a las mismas fuerzas del orden.
—Deje de marearnos, Buratti, y díganos de qué se trata —me pidió Vargiu.
—Giampaolo Siddi se encuentra en estos momentos en Cerdeña —solté de un tirón.
Los cuatro abogados se miraron entre sí: un intercambio cargado de tensión y emoción.
—Encuéntrelo, señor Buratti —me ordenó Ignazio Moi con un hilo de voz.
—No me pidan que lo entregue a la magistratura o a las fuerzas del orden... Saben que no puedo permitirme el lujo de responder a ciertas preguntas... —subrayé.
—Usted atrape a ese bribón o descubra su escondite... De lo demás nos ocuparemos nosotros —aclaró Moi, mientras se levantaba.
La conversación había terminado.
En el refugio de la calle Galassi encontré a Beniamino solo. Estaba sentado en la cocina, con el abrigo puesto todavía y un cigarrillo apagado en los labios.
—No encuentro a Marlon. Por ninguna parte...
—Se habrá «entretenido» con alguna chica —rebatí optimista.
—No le pega...
Sonó el teléfono móvil.
—¡Debe de ser Brundu! —exclamé aliviado, y saqué el aparato del bolsillo.
—Diga.
—Ah, hola, bello Caimán —me saludó una vocecita de miel.
—¡Gina! —exclamé, mientras buscaba la mirada de mi socio, que se acercó de inmediato para escuchar la conversación.
—Sí, soy yo, mi amor. ¿Cómo estás?
—¿Qué cojones quieres?
—No estarás enfadado con tu Gina, ¿verdad?... Solo quería decirte hola... Te echo mucho de menos, ya lo sabes...
—¿Cómo has conseguido este número de teléfono?
—Me lo ha dado tu amigo Marlon.
—¿Marlon? —grité—. ¿Qué cojones le habéis hecho?
—Nada —respondió tranquila—. Es nuestro invitado y, como ha llegado el momento de hablar de negocios, ha sido tan amable de darnos tu número, así que por fin podemos proponer un trato.
—Gina, nosotros no tenemos ya nada que tratar. La banda Napoleón está acabada. Habéis perdido...
Me interrumpió con una carcajada.
—Tontito... Eres de verdad un caimancito tontito —se rio de mí otra vez con tono meloso—. Para nosotros solo sois una molestia pequeña, pequeña, como una chinita en el zapato. Si no me hubiera colgado de ti y de tu preciosa pollita, habría resuelto ya el problema... Ahora te conviene ser bueno...
—¿Qué quieres?
—Mi jefe quiere hablar contigo y con ese antipático amigo tuyo... Ese campesino que no sabe tratar a las señoras...
—Tú no eres una señora, Gina... Eres un monstruo que habría que encerrar cuanto antes en un manicomio.
—Bello Caimán, ¿te parece forma de hablar a tu novia?
—¡No eres mi novia! —grité al teléfono—. Corta ya esta pésima imitación de Sandra Milo y dime qué quiere Gance.
—Uy, qué nervioso estás —se lamentó sin cambiar de tono—. Mi jefe os propone un trato: el sardo a cambio del silencio sobre nuestras actividades y la promesa de que os marcharéis de inmediato muy, muy lejos...
—Déjame hablar con el «director».
—No quiere hablar contigo, bello Caimán.
—¿Por qué no?
—No hace falta, porque puedo hacerlo yo, que soy tu novia.
Mi socio, con un gesto, me aconsejó que me calmara y en sus labios leí la orden de que aceptara. Suspiré.
—De acuerdo. ¿Dónde y cuándo?
—Esta noche. Aún no puedo decirte dónde... Pero me muero de ganas de volverte a ver, bello Caimán... —se despidió felina y colgó.
El viejo Rossini se dejó caer abatido en una silla, maldiciendo en voz baja.
—Pobre Marlon, está jodido...
—¿Estás seguro de que no quieren negociar? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
Me dirigió una mirada cargada de reproche.
—Marco, por favor... ¿Desde cuándo una banda propone intercambiar un rehén por una promesa de los Jóvenes Castores? La cita es una trampa para liquidarnos a los tres.
—¿Cómo pueden creer que nos van a engañar tan fácilmente?
—Mira, esa sí que es una pregunta inteligente... Es evidente que tienen en mente alguna otra cosa...
Volvió a sonar el teléfono móvil.
—Hola, bello Caimán.
—¿Habéis decidido ya el sitio?
—Ah, qué impaciente eres, Caimán mío... Yo también lo estoy, ¿sabes? Por desgracia, el jefe todavía no lo ha decidido... Es un tipo tan perfeccionista... Te llamo porque se me hace larga la espera... Demasiado larga. No quiero pasar tanto tiempo sin oír tu voz...
—Gina... —traté de interrumpirla.
—Escúchame, Caimán... Te lo ruego... Estoy aquí con Marlon, y nos aburrimos tanto... ¿Sabes lo que se me ha ocurrido? —se rio contenta, como una niña—. He pensado que podríamos hacer un concurso con premios... Así nos divertiremos...
—¿Qué clase de concurso? —pregunté mosqueado.
—Uno muy, muy fácil: yo te hago preguntas sobre blues y tú las contestas... Si las respuestas son correctas, a tu amigo no le pasa nada...
—¿Y si no es así? —Sentí que se me helaba la sangre.
—Le corto un trocito.
—¿De qué?
—Pues de su cuerpo, Caimancito tontorrón. Tengo un hacha pequeña de cocina que me regaló un cocinero japonés. Ya sabes, de esas que usan para cortar la carne en trocitos pequeños, pequeños.
—Estás loca, Gina, ni siquiera lo intentes —la amenacé y colgué.
Me miré las manos: me temblaban de manera visible. Me costó trabajo encender un pitillo.
—Tienes que jugar, Marco —dijo Beniamino con seriedad.
—Ni hablar.
Me pasó un brazo por los hombros.
—Pues tendrás que hacerlo. Te obligará... Además, aunque no juegues, lo mutilará igual. Si respondes, al menos le ahorrarás algo de sufrimiento...
—Escucha, cada vez que me equivoque en la respuesta le hará daño y será culpa mía —le rebatí.
—Solo tienes que tratar de acertar el mayor número de respuestas posible —me animó—. El objetivo del juego es que perdamos la cabeza por la tensión... Impedirnos afrontar la situación con lucidez...
El timbre de llamada nos avisó de que Gina tenía prisa por empezar. No me moví. Beniamino me cogió por los hombros y me sacudió.
—Juega, Marco, intenta que a nuestro amigo le hagan las menos lonchas posibles... Mientras, yo trataré de idear un plan que nos salve el culo a los tres.
—Diga —contesté con un hilo de voz.
—¡Señoras y señores! —gritó excitada Gina, dirigiéndose a su público imaginario en una perfecta imitación de una presentadora de televisión—. Tenemos al teléfono a nuestro concursante... Un aplauso de ánimo, por favor... ¿Está preparado para escuchar la primera pregunta?
—Sí —respondí inseguro, asaltado por el deseo de tirar por la ventana el maldito teléfono.
—Bien... El premio para nuestro concursante, si acierta, es el pulgar de la mano derecha de nuestro simpático ayudante. Vamos allá: queremos saber qué cantante está considerado como el más desafortunado de la historia del blues y por qué. El concursante tiene un minuto para responder desde ya.
«Jódete —pensé—, esta me la sé.»
—Iverson Minter, conocido como Louisiana Red...
—Bravo por nuestro concursante... La primera parte de la respuesta es correcta, pasemos a la segunda: ¿por qué se dice que es el cantante más desgraciado del blues?
—Porque su madre murió a la semana de haberlo parido, a su padre lo linchó el Ku Klux Klan, un tractor atropelló a su hermano, su mujer murió de un tumor a los treinta años y le robaron los derechos de autor del álbum Lowdown Backporch Blues y del sencillo «Red’s Dream».
—¡Exacto! —gritó como una posesa—. El pulgar se queda donde está... Ahora interrumpimos el concurso para una breve pausa publicitaria. Volveremos con la siguiente pregunta.
Interrumpió la comunicación y yo aproveché para enjugarme el sudor que me caía por la frente y para echar un trago de calvados.
—Muy bien, Marco —me halagó el milanés.
—Muy bien, un cuerno. Es pura chiripa... —rebatí con sinceridad—. El blues es un tema demasiado amplio... Esa chiflada debe de tener una enciclopedia que ahora se está divirtiendo en espulgar, a la caza de alguna pregunta difícil.
Volvió a dar señales de vida exactamente diecisiete minutos después.
—Aquí estamos de nuevo, en línea con nuestro concursante, que, como recuerdan, adivinó la primera pregunta... Bien, pasemos a la segunda... Esta vez, nuestro ayudante nos ofrece el índice de la mano derecha... En un minuto queremos saber todos los apodos del gran bluesman Roosevelt Sykes.
«Vuélvete a joder. Esta también me la sé.»
—The Blues Man, Dobby Bragg, Easy Papa Johnson, Willie Kelly y The Honeydripper —respondí con seguridad.
—¡Eeeexactooo!
Volví a dejar el móvil encima de la mesa.
—Beniamino, no puedo seguir así hasta la noche... Es una pesadilla, una locura... Si sigue con los dedos, veinte preguntas no me las quita nadie...
—No tenemos ni las fuerzas ni la información necesarias para descubrir dónde lo tienen secuestrado —afirmó desconsolado mi socio—. Solo podemos intentar liberarlo por la noche... Hasta entonces tienes que tratar de mantenerlo lo más entero posible...
El timbre del móvil me advirtió de que Gina seguía con ganas de jugar.
—¡Ya no podemos llamarlo concursante, sino campeooón! —exclamó, dirigiéndose una vez más a su público imaginario—. Un campeón, de momento, infalible. Pasemos a la tercera pregunta. Esta vez el premio es un bonito dedo corazón con su anillo. Como siempre, en un minuto, queremos saber el verdadero nombre, el número de matrimonios y la fecha y causa de la muerte de la cantante Dinah Washington.
Esta vez no pude pensar nada, pues estaba ocupado en reprimir un conato de vómito: no estaba seguro de una de las respuestas.
—Ruth Lee Jones, se casó cuatro veces y murió el 13 de diciembre de 1963 por ingestión de barbitúricos.
—¡Ay, ay, ay, señor Caimán! —gritó, fingiendo sorpresa y desilusión—. Se ha equivocado en una de las respuestas: la fecha exacta es el 14 de diciembre de 1963. Nuestro ayudante será ahora tan amable de extender la mano sobre la mesa... Así... Eso es... Ahora, según el reglamento de nuestro juego, amputaremos el dedo corazón de su mano derecha...
—He fallado una respuesta: ahora va a cortarle el dedo —anuncié a Beniamino
—¿Todo? —preguntó escandalizado.
—Eso ha dicho.
Me arrancó el teléfono de la mano.
—Puta asquerosa —empezó—. No estás jugando limpio... Las preguntas eran tres y de ellas, una doble. La respuesta equivocada es solo una, no puedes cortarle todo el dedo... sino solo una falange... A tantas preguntas, tantas partes en las que tienes que dividir el dedo.
«La pesadilla se transforma en farsa —pensé—. Mi socio se ha vuelto loco.» Pero enseguida comprendí que lo suyo no era nada más que el intento extremo de limitar las amputaciones a Marlon. La discusión se prolongó otros cinco minutos más, hasta que el móvil avisó con un pitido de que la batería se estaba acabando. Rossini pidió una hora de tiempo para recargarlo. Escuchó la respuesta de Gina y luego volvió a pasarme el aparato.
—Tu amigo es de verdad intratable. Llegará un día en que tendrás que elegir entre él y yo —se lamentó la mujer—. Solo una falange, de acuerdo, pero, cuando volvamos al juego se hará como yo digo: diez preguntas, diez trozos enteros... Y diez segundos para la respuesta, ni uno más.
Se oyó un golpe seco seguido de un grito ahogado de dolor.
—Hasta dentro de una hora, bello Caimán. Piensa en mí mientras tanto.
Me bebí a gollete un largo trago de calvados. El líquido me bajó por el cuello y me mojó la camisa. El milanés me la arrancó de la mano.
—Cálmate, Marco. Así estás haciéndoles el juego.
—Tienes razón... Pero no eres tú el que tiene que responder, el que tiene la responsabilidad...
—No eres responsable de nada, ¿quieres entenderlo? —se cabreó—. Los responsables son los mierdas de la banda que le han dado carta blanca a esa loca de atar, que incluso está perdiendo el control. Le ha llegado el olor de la sangre y está cada vez más excitada. Tienes que tratar de acabar con ella; si no, convertirá a Marlon en un fenómeno de feria.
Faltaban solo cincuenta y cinco minutos. Llené una copa de licor y decidí que tenía que bastarme con eso. El viejo Rossini, silencioso y con cara grave, empezó a limpiar la metralleta. Tal como lo conocía, sabía que hubiera preferido mil veces encontrarse en medio de un tiroteo a fuego abierto en vez de aguantar, impotente, la histeria de una sicaria psicópata. Traté de repasar mis conocimientos de blues y luego volví a pensar con insistencia en Gina y en Marlon. El pilotito verde nos indicó que la batería del teléfono se había recargado. Cuando pasó la hora, el aparato volvió a sonar...
—¿Estás listo, Caimán? —La voz de Gina había cambiado, se notaba ronca y tenía un no sé qué de animal. Me dio miedo.
—Sí.
—Entonces vamos allá con las preguntas. Con la primera te juegas el lóbulo de la oreja izquierda de Brundu. ¿Qué tenían en común Speckled Red y Piano Red?
—Eran hermanos y albinos.
—Exacto. Pabellón de la oreja derecha. ¿Dónde actuó en 1969, en Inglaterra, el guitarrista Magic Sam?
No lo sabía. Los diez segundos pasaron volando.
—Se acabó el tiempo.
Con los dientes apretados oí claramente diferenciado el lamento de Marlon, que trataba de ahogar su grito de dolor y, de repente, su voz:
—¡No sigas jugando, Caimán! —gritó con todo el aliento que le quedaba en el cuerpo—. Esta zorra nos está humillando a los tres... No le des esa satisfacción.
Corté la comunicación.
—¿Qué pasa? —preguntó alarmado Rossini.
Le repetí lo que me había dicho el sardo. Sin decir una palabra, volvió a ocuparse del cuidado de las armas. El teléfono sonó, y volvió a sonar. Una de las veces, tuve la tentación de cogerlo: comuniqué mi intención con una mirada a mi socio. Negó con un movimiento mínimo de la cabeza. Un no apenas esbozado, pero definitivo. Cuando Gina por fin se cansó de llamar, nosotros esperamos la llegada de la noche en silencio.
Eran cerca de las once cuando volví a oír la voz de Gina.
—Hola, bello Caimán —dijo, con la voz ya normal.
—No quiero hablar contigo, Gina. Pásame a otro miembro de la banda.
—¡Eh! No estás en posición de dar órdenes.
—Pues no habrá encuentro —rechacé, cortando la comunicación.
El teléfono volvió a sonar a los dos minutos.
—¿Están dispuestos para un encuentro, sí o no? —preguntó una voz de hombre.
El acento de Lombardía me hizo comprender que se trataba de Alberto Dedonato.
—Hola, Napoleón —lo saludé.
Acusó el golpe y permaneció en silencio unos segundos. No se esperaba que lo reconociera.
—Dentro de una hora ante la estatua de san Francisco en Monte Urpinu —me informó antes de colgar.
Sin Marlon, nuestra desventaja en relación con la banda Napoleón se hacía insalvable. No conocíamos el sitio y perdimos cinco preciosos minutos para localizarlo en el plano. La estatua estaba en el punto más alto de una colina, llamada precisamente Monte Urpinu, ocupada en gran parte por un jardín público. Una gran zona boscosa, con una sola calle que subía en cuesta hasta la cima y bajaba luego por otra ladera, sin duda desierta, dada la época del año y la hora: el lugar ideal para una emboscada.
El viejo Rossini estaba convencido de que ya estarían allí esperándonos.
—Habrán plantado a Marlon bien a la vista, bajo la estatua, con alguno de la banda sujetándolo, supongo que Gina. Los otros dos, Gance y Dedonato, estarán bien escondidos entre los árboles, preparados para llenarnos de plomo con armas con silenciadores... Dudo que Siddi participe en el juego. Creo que se esconde bien lejos de Cagliari...
—¿Y entonces? —pregunté curioso por saber si había pensado algún plan.
Se torturó el bigote antes de contestar.
—Disparar por la espalda es su especialidad. Están entrenados y bien armados... No tenemos tiempo material para pensar y organizar un contraataque. Ni para tratar de reclutar a algún amigo de Marlon en su barrio... ni para que vengan los corsos en avión...
—¿Y entonces? —insistí exasperado.
—Y entonces, nada. Vamos allá y nos comportamos como hombres.
—¿Ese es todo tu plan?
—Oye, socio... ¿Qué pretendes? Ellos son tres, nosotros dos... uno, si hay que disparar... Porque, como bien sabemos, tú las armas no quieres ni verlas... —dijo en tono provocador.
—Conozco la canción —le paré—. Y no quiero escucharla... ¿Recuerdas aquella vez que me obligaste a empuñar un arma?
—Claro. Cuando llegó el momento de apretar el gatillo, soltaste la metralleta... Pero, esta vez, los hierros sirven para salvar la vida de un amigo.
Negué con la cabeza.
—¡No! —rechacé decidido.
—Vale. Respeto tu decisión, pero no me pidas estrategias bien elaboradas en una situación como esta. Tenemos el tiempo justo para prepararnos —añadió luego al mirar el reloj.
Salió de la habitación unos diez minutos después. Llevaba un traje de Armani, una camisa de Calvin Klein, zapatos de Ferragamo. Toda la indumentaria era rigurosamente nueva. Esa noche, el destino se iba a encontrar de frente a un hombre elegante. Beniamino pensaba así. En un tiroteo se mata o te matan y, para él, estrenar ropa era también una forma de respeto hacia los hombres que mataría o hacia los enterradores que se harían cargo de su cuerpo.
Llegamos cerca del lugar del encuentro unos minutos antes de medianoche. Beniamino me abrazó.
—Ten cuidado, Marco. Recuerda que solo tenemos una vida...
—... y que esto no es un ensayo general —terminé la frase.
Era una de sus preferidas y se la había oído mil veces.
El viejo Rossini bajó del furgón y desapareció entre los árboles con la metralleta en la mano. Proseguí con el vehículo hasta el inicio de la cuesta que llevaba hasta la estatua y me quedé esperando allí con el motor encendido. El plan de mi socio era sencillo de verdad: él intentaría llegar hasta la estatua caminando por el bosque y, si lograba encontrar a Marlon, me lo diría por el radiotransmisor. Yo tenía que pisar el acelerador a fondo y volar hasta la cima. Allí decidiríamos qué hacer.
—He descubierto sus posiciones —me comunicó por radio Rossini a los diez minutos—. El clásico triángulo de tiro cruzado: Gina vigila a Marlon, sentado en la base de la estatua con las manos y los pies atados... Dedonato está escondido a unos treinta metros entre los árboles del lado de la subida, Gance se encuentra en la parte de la bajada.
—¿Qué piensas hacer?
—Cuando oigas disparos, arranca a toda velocidad en dirección a la estatua, con todas las luces puestas y tocando el claxon sin parar. Te acercas todo lo que puedas a nuestro amigo, bajas y lo cargas en el furgón...
—Gina me disparará.
—Esperemos que no tenga buena puntería. Trataré de obligarla, por lo menos, a mantener la cabeza agachada...
—¿Beniamino?
—¿Sí?
—Me parece un plan tan previsible como suicida.
No se preocupó de contestarme. Empezó a disparar, distribuyendo ráfagas de forma equitativa a los tres de la banda Napoleón.
Encendí las largas. Antes de llevar la mano al claxon, metí una cinta en el radiocasete y puse el volumen al máximo. En el interior del furgón explosionó la voz de Chuck Berry cantando «Worried Life Blues». Era mi manera de enfrentarme al destino. Cuando acometía el último tramo de la cuesta, el parabrisas se rajó por los disparos de Dedonato. Oía cómo las balas impactaban en la carrocería y el cristal, pero no percibía el ruido: los malos usaban silenciador. No podía decirse lo mismo de la metralleta de mi socio. Su M3 cake decorator, concebida durante la Segunda Guerra Mundial como un arma sólida y fiable, estaba exhibiéndose con su característica ráfaga lenta que evita atascos y permite un perfecto control del arma.
La estatua se encontraba en el arcén de la calle. Marlon estaba sentado en la base de cemento. Me dirigí con decisión hacia el sardo pero, de repente, me topé de frente con Gina, completamente vestida de negro. Me apuntó con su metralleta y empezó a disparar. Marlon le golpeó las piernas con los pies atados y la derribó. Traté de atropellarla, pero rodó sobre sí misma y se apartó con agilidad. Frené, metí la marcha atrás y pisé a fondo el acelerador para intentarlo de nuevo. Maldije al darme cuenta de que había logrado esconderse tras la estatua. Reapareció al instante y le plantó un cuchillo a Brundu en la garganta, usándolo de escudo. Frené, aunque el sardo me acuciaba para que los atropellara. El furgón estaba atravesado en la calle y, de vez en cuando, oía los proyectiles que se incrustaban en la carrocería. Gance y Dedonato me disparaban en cuanto Rossini les daba algo de tregua mientras recargaba el arma.
La mujer agarró a Marlon del pelo y lo obligó a arrodillarse, le tiró hacia atrás la cabeza y me miró fijamente a los ojos. Lamió con voluptuosidad, como si fuera un helado, un filo de la lama y luego, poco a poco, lo deslizó por la garganta de su prisionero. La sangre brotó hacia arriba para caer luego sobre el asfalto. Grandes gotas negras y densas. Gina se levantó y se alejó un par de metros andando hacia atrás. Se llevó las manos a la boca con los ojos desorbitados, como los niños cuando hacen una trastada.
Grité más que la voz de Chuck Berry. Grité al bajar del furgón y mientras corría hacia Brundu. Seguía gritando mientras lo agarraba por los hombros, un instante antes de que cayera al suelo. Mis zapatos estaban manchados con su sangre, mis brazos lo sujetaban. Sabía que no podría apartarme de él ni tampoco quería...
Por el rabillo del ojo me di cuenta de que ella me encuadraba con calma en la mira de su metralleta. Una ráfaga de Rossini la obligó a tirarse al suelo y a buscar refugio en un desnivel del terreno. Oí que el milanés me ordenaba cargar a nuestro amigo en el furgón. Lo arrastré cogido por los brazos hasta la puerta lateral y, con dificultad, logré tumbarlo en el suelo del vehículo.
Luego volví al asiento del conductor y encendí el motor. De repente se abrió la puerta del copiloto: mi socio saltó adentro gritando que arrancara. Mantuvimos la cabeza encajada entre los hombros hasta que estuvimos fuera de tiro y no oíamos ya el impacto de las balas en la parte trasera del furgón. Chuck Berry cantaba todavía a pleno pulmón. El milanés lanzó un puñetazo rabioso e hizo trizas el radiocasete.
En el silencio que siguió se dio la vuelta para mirar el cadáver de Marlon y, por primera vez en muchos años, vi dos gruesas lágrimas surcando su cara. En ese momento yo también me sentí autorizado a llorar la muerte de nuestro amigo. Llegamos frente al edificio de la calle Galassi. El viejo Rossini envolvió el cuerpo en una manta y lo cogió en brazos con delicadeza.
—Espérame aquí. Tenemos que deshacernos enseguida del furgón.
Bajé para ver los daños que había sufrido el vehículo. Quedaba solo un faro ileso y conté unos cuarenta agujeros de bala en la carrocería. Una verdadera suerte que no nos hubieran dado.
Mi amigo volvió al cabo de cinco minutos. Subió al Panda y me abrió camino hasta el canal de Mamarranca, que atraviesa una parte del extrarradio de la ciudad y que el hampa de Cagliari ha utilizado desde siempre como contenedor de basura. Nos quedamos mirando cómo el furgón flotaba unos segundos antes de sumergirse por completo en aquellas aguas pantanosas.
Media hora más tarde estábamos sentados a los lados de la cama de Marlon. El milanés le había puesto una manta que lo cubría hasta la barbilla para ocultar el corte del cuchillo de Gina. La cara estaba desfigurada a causa de las pequeñas mutilaciones de la oreja y de la punta de la nariz: la venganza de mi exnovia por abandonar a la mitad su concurso.
Velamos a nuestro amigo fumando y bebiendo hasta la mañana siguiente. Cuando la luz del sol inundó la habitación, Beniamino abrazó aquel cuerpo sin vida y juró venganza.
—Marco, no quiero que acabe en el depósito en manos del matarife de turno —dijo en tono abatido—. Y luego leer en el periódico las gilipolleces que escriben siempre cuando muere uno de nosotros... Marlon no se lo merece.
En ese momento me di cuenta de cuánto dolor devastaba nuestras mentes: no estaríamos nunca en paz si abandonábamos de manera furtiva el cadáver de nuestro amigo.
—Lo entiendo —dije, asintiendo con la cabeza— y estoy de acuerdo... Lo haremos a nuestra manera.
Salimos a buscar la vieja Ducati dos y medio. Como imaginábamos, la encontramos cerca del aparcamiento de la plaza Pitagora, donde Dedonato solía dejar su coche. Estaba claro que habían capturado al sardo mientras vigilaba la zona. Volvimos a envolver el cuerpo de Brundu en una manta y nos dirigimos a una empresa de pompas fúnebres, elegida al azar en las páginas amarillas.
El viejo Rossini puso el cañón de la metralleta bajo la barbilla del propietario y en su mano un fajo de billetes de cien mil.
—Quiero un buen trabajo. Que su madre pueda verlo por última vez.
También encontramos en la guía telefónica direcciones útiles para localizar el material que necesitábamos para decir adiós a nuestro amigo. A veces el dinero fue más que suficiente; en otros casos, Beniamino tuvo que enseñar el hierro y poner cara de malo, amenazas que todos se tomaron muy en serio. Poco después de las once de la noche entramos en el barrio de Sant’Elia, directos a la casa del sardo. Beniamino abría camino sentado en la Ducati. Yo lo seguía al volante de una furgoneta. Sujeto con el cinturón de seguridad, Marlon iba sentado a mi lado: el tipo de las pompas fúnebres había hecho lo que había podido, pero soltó un suspiro de alivio cuando nos vio salir del establecimiento con el cadáver.
Me paré a unos cuarenta metros de la casa y abrí la puerta lateral. El vehículo estaba preparado para hacer proyecciones de películas al aire libre. Extraje una plataforma montada sobre unas ruedas sobre la cual estaba fijado un proyector de dieciséis milímetros. Mientras Rossini ponía a ambos lados unos potentes altavoces, yo me dediqué a colocar la película. Luego pusimos a Marlon Brundu en el asiento de su querida moto y la colocamos entre el proyector y la casa. Estábamos casi listos. Faltaba solo la gente. Saqué del bolsillo de la cazadora una casete donde tenía grabada una única canción: «I Smell A Rat», de George Buddy Guy. La llevaba siempre conmigo desde hacía años. La había elegido como banda sonora de otro funeral: el mío. Por eso no me separaba nunca de ella. Hasta aquella noche. El blues era triste y estaba lleno de la rabia que expresaba el desgarrador sonido de la guitarra eléctrica que durante nueve minutos y treinta y un segundos clamaba al cielo. Era también la más mediterránea de las canciones de Buddy. Unos músicos estadounidenses la habían grabado el 31 de octubre de 1979 en los Condorcet Studios de Toulouse, Francia. También por eso pensé que Marlon habría apreciado la canción y mi gesto de despedida. Habíamos conectado la radio de la furgoneta a los altavoces del proyector. Cuando subí el volumen, la voz y la guitarra de Buddy entraron en todas las casas e invitaron a la gente a abrir las ventanas.
Vi como se abría también la de la madre de nuestro amigo. Encendí el proyector. La luz recogió a Marlon y a su moto y transportó sus sombras al muro blanco agrietado. Sobre las notas del blues discurrieron los créditos... Siguieron después las primeras secuencias de Salvaje. Nuestro amigo asistía por última vez a la proyección de la película de su vida. Luego se fundió con los otros Black Rebels y se alejó con ellos.
Su madre bajó a la calle sostenida por dos vecinas.
—Le hemos traído a su hijo —dijo el viejo Rossini abrazándola.
Llegaron también los amigos, los mismos que Brundu nos había presentado cuando nos invitó a conocer su barrio. A ellos les pedimos que no le hicieran pasar por la humillación de una autopsia y de la foto de reconocimiento en los periódicos. Nos dijeron que no nos preocupáramos. Les confiamos también la furgoneta y el proyector con el encargo de devolverlos. Nos alejamos a pie. Cuando me di la vuelta, por un fugaz instante me pareció ver que nuestro amigo hablaba con Marlon Brando y Lee Marvin.
A la mañana siguiente encontré a Beniamino en la cocina de la buhardilla. El perfume de su loción para después del afeitado tapaba el del café que estaba tomando. En la solapa de la chaqueta rayada destacaba un botón negro. Me dio otro para mí. Me lo puse en la chaqueta sin decir palabra: no tenía ganas de discutir con él.
—Primero, matamos a Dedonato. Quiero dejar viuda a esa zorra antes de cargármela...
Lo observé mientras me llevaba la taza a los labios. La venganza era ya una fiebre que lo consumía. Nada ni nadie lo habría disuadido de su propósito: hasta que consiguiera castigar a Gina, Gance y Dedonato con la máxima pena no encontraría paz.
—Tenemos que andar con cuidado: ellos también nos están buscando... Quizá no podamos permitirnos el lujo de elegir el orden de eliminación, sobre todo si son ellos los que nos encuentran antes —argumenté para tratar de hacerle entrar en razón.
—Es verdad, pero Napoleón-Dedonato es el único del que sabemos algo: conocemos su coche, el sitio donde lo aparca y el garito al que va a jugar. Para que no nos descubran de día, nos quedaremos bien escondidos aquí dentro. Saldremos solo por la noche para dar una vuelta por la zona del garito. Hasta que veamos el coche: entonces aparcamos el nuestro, entramos y nos lo cargamos.
En mi mente sonó un timbre de alarma.
—¿No conviene esperar a que salga? ¿No es más fácil cargárselo mientras entra en el coche?
—¿Y cómo voy a atracar el garito? —preguntó tan tranquilo.
Me puse en pie de un salto.
—El golpe ibas a darlo con Marlon. Y él, desgraciadamente, ya no está.
Me invitó a sentarme con calma.
—El robo viene bien para despistar: si le disparo por la calle, los investigadores pensarían en una ejecución, pero si muere en el garito, lo archivarán como un homicidio casual cometido por un atracador nervioso... De todas formas, ningún cliente hablará, dudo que alguno se quede a esperar la llegada de la policía...
—Invéntate algo mejor —rebatí—. La víctima es un exagente del Sisde, desaparecido por arte de magia con dos arrepentidos... Lo elimines como lo elimines, no pensarán nunca en una casualidad.
—Vale, tú ganas —admitió, abriendo los brazos—. Hay que hacer ese atraco para compensar a la familia y asegurar a la madre un futuro decente.
Ante semejante argumento solo pude mostrar una sonrisa torcida que pretendía dejar clara mi desaprobación.
Pasó inadvertida.
Durante cuatro noches recorrimos la avenida Merello, pasando frente al templo del juego de azar cada media hora, sin llegar a ver el coche de Dedonato. Aproveché esos paseos nocturnos para tratar de convencer a Beniamino de que cambiara de idea. Mi principal argumento consistía en Giampaolo Siddi y en la posibilidad, nefasta para nuestra investigación, de que volviera a abandonar Cerdeña. Mi socio no me daba siquiera la satisfacción de escucharme. A medida que pasaba el tiempo, su humor se volvía más sombrío: hablaba, dormía y comía cada vez menos. El quinto día se puso intratable de verdad. Por fortuna, al pasar por enésima vez frente al garito, vimos aparcado cerca el Passat blanco del exagente del Sisde. Al circular junto a él, mi socio tuvo una idea.
—La banda Napoleón tiene que usar, necesariamente, coches «legales»: comprados e inscritos a nombre de empresas o personas inmaculadas para poder superar cualquier inspección.
—¿Y?
—Entonces, antes de cargármelo, recuérdame que le pida las llaves del coche... Por fin tendremos a nuestra disposición un vehículo rápido... Estoy cansado de ir siempre con este Panda.
Esperamos en el jardín del garito la llegada de dos clientes habituales que habíamos visto en la anterior vigilancia. En el momento en que tocaron el timbre, los sorprendimos por la espalda. Era una pareja de cincuentones ricachos. El hombre casi se desmaya en mis brazos cuando el viejo Rossini le plantó la metralleta en la espalda.
—Cuando los gorilas abran la mirilla para ver quién ha llamado, sonrían y nadie sufrirá ningún daño —le susurró.
Los dos, a pesar del miedo, resultaron bastante creíbles y la puerta se abrió sin ningún problema. Sin embargo, cuando mi amigo aplastó contra la pared a los dos encargados de seguridad y los desarmó, el ricacho decidió hacer un segundo intento de desmayo y esta vez lo consiguió de pleno. La mujer, nada impresionada, intentó reanimarlo irritada clavándole pataditas en las costillas con la punta de sus zapatitos de charol.
—Basta —la frenó el milanés—. Ya acabará luego. Ahora, si es tan amable, camine delante de nosotros junto a estos dos imbéciles.
Uno intentó defender su imagen.
—Oye, que solo has tenido suerte —protestó.
—Tú, a callar —rebatió Beniamino—. Sois dos pringaos que incitáis al robo... Me parece que os hacemos un favor al truncaros la carrera.
Me dio las pistolas que les había cogido. Grandes y pesadas.
—¿Qué hago con esto?
—Nada. Las sujetas con el cañón apuntando al suelo. Son tan grandes, que solo con mirarlas dan miedo.
Subimos las escaleras y entramos en un gran salón donde unas cincuenta personas estaban dejándose el alma en el juego, hasta el punto de que no notaron nada extraño en nuestra comitiva.
—¿Hay otras salas? —pregunté a la mujer.
—Un par de baños donde la gente va a esnifar y cuatro o cinco salitas de póquer, pero esas están insonorizadas —respondió con tono asqueado.
—Parece que el ambiente no es de su agrado —indagué con curiosidad.
—¡Por el amor de Dios! Aquí dentro solo hay nuevos ricos de última hora... Llevan todavía pegado el olor a oveja... La única mujer con clase que hay aquí es la que les habla... Pertenezco a una de las más antiguas y nobles familias...
No le dio tiempo a acabar la frase, porque una patada en el culo de Rossini la lanzó patas arriba hasta una mesa de macao, el bacarrá a la italiana.
—Condesa de los cojones —lo oí murmurar.
La nobleza nunca había suscitado sus simpatías. Esta vez, el jaleo atrajo la atención de los presentes.
—¡Quietos todos! —gritó mi socio—. Sobre todo tú —se dirigió a Alberto Dedonato, que nos había reconocido y estaba metiendo la mano en la chaqueta.
La metralleta que lo apuntaba lo hizo desistir y levantó las manos por encima de la cabeza con docilidad. El milanés se acercó y con cautela le sacó la pistola del forro de la chaqueta.
—Si alguien más lleva algún hierro, es mejor que lo coja por el cañón, lo apoye con delicadeza en el suelo y lo empuje con el pie en mi dirección —explicó apremiante—. No tienen que tener miedo de mí, sino de mi socio. Él mantiene las pistolas apuntando al suelo hasta que alguien se pasa de listo; una vez que las levanta, empieza a disparar... No por casualidad lo llaman Dos Pistolas.
Aquel viejo hampón era un verdadero maestro del atraco. Con la misma tranquilidad con la que se tomaba un café en el bar, mantenía bajo control la situación contando embustes y sin recurrir a la violencia. Tres hombres y una mujer, esta última en posesión de una pequeña pistola con culata de nácar, lo miraron subyugados y soltaron sus armas sin rechistar.
—Ahora, cada uno de ustedes será tan amable de dejar en la mesa todo el dinero y los objetos de valor y luego se pondrá de cara a la pared con las manos encima de la cabeza —ordenó—. Tú quédate donde estás..., tranquilo, sentado y con las manos bien altas —dijo al exagente.
Napoleón sudaba copiosamente. Había comprendido que estábamos allí por él.
En mi nuevo papel de pistolero despiadado ordené a un crupier que recogiera el botín en un tapete. En cinco minutos el atraco había acabado. Ahora la mano pasaba a la venganza. El viejo Rossini cambió de expresión, abandonó el papel de ladrón cortés y volvió a ser el hombre abrumado por el dolor que había jurado matar a sus enemigos mientras abrazaba el cadáver de Marlon Brundu.
—¿Estás preparado para morir? —susurró a Dedonato cuando este le dio las llaves del coche.
El hombre no respondió. Con gesto nervioso se secó el sudor que le caía hasta los ojos. Beniamino apoyó la culata metálica de la metralleta en su hombro y cogió con cuidado la mira.
El exagente se dirigió a mí. Era su última esperanza.
—Si me dejan vivir, a cambio les daré Mangiabarche.
—En verdad sois la escoria de la humanidad —soltó el milanés sin dejar de apuntarlo—. Secuestráis, torturáis, matáis... Pero, cuando llega vuestra hora, estáis siempre dispuestos a negociar, a vender a alguien con tal de salvar el pellejo...
—Mangiabarche y a todos los demás —lo interrumpió Napoleón, mirándome a los ojos.
—¿A Gina también? —pregunté en tono sarcástico.
—¿Por qué no? —rebatió con rapidez—. Los negocios son los negocios.
Mi socio perdió la paciencia.
—Decide tú, Marco. ¿Quieres hacer un trato y dejar con vida a este pedazo de mierda o quieres vengar la muerte de un amigo?
Habría preferido negociar y derrotar de otra manera a aquella banda de asesinos, pero sabía que perdería para siempre la amistad de Beniamino Rossini, quien no renunciaría nunca, ni siquiera a cambio de la verdad de Dedonato u otros mil como él. Y luego habría vivido para siempre con el remordimiento de haber traicionado al sardo que murió tranquilo al saberse vengado por sus dos amigos continentales. No tenía alternativa.
—Muchos saludos de parte de Marlon —dije.
El pecho de Dedonato apenas se estremeció cuando lo alcanzó la breve ráfaga de tres disparos. Cayó de inmediato al suelo. El viejo Rossini siguió disparándole los veintisiete proyectiles de calibre 9 milímetros que le quedaban en el cargador.
Una hora después estábamos sentados tranquilamente en la mesa de la cocina de la buhardilla. Beniamino, con ademán experto, se dedicaba a valorar el botín. Yo bebía, fumaba y miraba el móvil. Esperaba una llamada.
—No llamará —dijo, mirando a contraluz la piedra de un anillo—. Te arriesgas a pasarte el resto de la noche en blanco.
—Llamará. Estoy seguro.
El teléfono sonó a las dos en punto de la tarde y me despertó con un sobresalto.
—Hola, Gina.
—Alberto era muy importante para mí. Lo conocí cuando tenía poco más de veinte años... No teníais que haberlo matado, Caimán. Estoy muy triste —murmuró con la voz rota.
—Ve haciéndote a la idea... Y solo es el anticipo por la muerte de Marlon. Beniamino ha grabado una cruz y frotado con ajo cada una de las treinta balas del cargador que ha reservado enterito para ti. Quiere asegurarse de que mueres.
—¿Tú también, bello Caimán?
—No. Preferiría verte encerrada con una bonita camisa de fuerza... Pero la guerra ha empezado y ya no es posible echarse atrás.
—Pues vais a perder esta guerra... ¿Quieres conocer cómo he decidido matarte?
—Gracias, prefiero no saberlo. Adoro las sorpresas —mentí.
—See you later, Alligator —se despidió.
—In a while, crocodile.