—Cincuenta y seis millones en efectivo, otros tantos entre joyas y relojes, seis pistolas... Un buen trabajillo —comentó satisfecho mi socio.
Mi mirada recayó en una bolsa de plástico que había sobre una silla.
—¿Y qué hay ahí?
—Antes, mientras dormías, he bajado a echar un ojo al Passat... Esperaba encontrar algo interesante... Pero, bueno, lo he recogido todo en esa bolsa.
Empecé a curiosear: mapas de carreteras de Cerdeña y Córcega, manuales de mantenimiento de Volkswagen y un sobre con los papeles del coche.
El impuesto de circulación estaba a nombre de la filial italiana de una sociedad belga con sede en Lieja: Schutz & Van Daële Import-Export. La sucursal de Italia se encontraba en Cagliari, en el número 162 de la calle Cannizzaro. Al comprobar la ubicación en el plano, me di cuenta de que se encontraba a dos pasos de la plaza Pitagora, donde el exagente del Sisde solía aparcar su coche.
—Hemos encontrado la casa de Dedonato —anuncié a Rossini.
—Entonces, estas son las llaves —dijo, haciéndolas tintinear—. Estaban junto a las del coche.
—Quizá deberíamos ir a echar un vistazo.
—Dame un poco de tiempo para preparar la artillería.
Cogí las fotocopias del libro sobre la historia del cine francés y fui sobre seguro a la página 147, dedicada al director Abel Gance y a su obra maestra Napoleón. Como había supuesto, en el elenco de actores estaban también Maurice Schutz y Edmond Van Daële, este último en el papel de Robespierre. Decidí hacerles un regalo a los corsos y pasarles la dirección de la sede de Lieja. No podía excluirse que la empresa de importación y exportación fuera en realidad la base principal: desde siempre Bélgica ha sido patria de mercenarios y de antiguos agentes secretos en busca de un contrato.
—¿Se me nota abultado? —preguntó mi socio, haciendo una pirueta en un improvisado desfile.
—No —contesté mientras lo observaba con atención.
—Debajo del abrigo llevo la metralleta, las dos pistolas y varios cargadores de reserva.
—¿No exageras un poco?
—Quiero disponer de todo el «instrumental» necesario para enfrentarme a posibles situaciones complicadas.
—Socio, estás maquinando algo...
—Una pequeña ocurrencia para sacar de su madriguera a tu exnovia y a su jefe.
—Tengo la ligera impresión de que no me va a gustar nada.
Se torturó el bigote.
—Pensaba usarte como anzuelo para hacerlos salir del escondite —dijo tranquilo.
Lo miré fijamente y me di cuenta de que hablaba en serio.
—¿Y cómo?
—Te plantas en el Libarium y te pones a beber tu matarratas. Ellos te ven y esperan fuera para eliminarte... Pero entonces llego yo...
Negué con el índice.
—Ni hablar.
—Venga, Marco —insistió—. Seguro que funciona. Ahora tengo suficiente artillería para enfrentarme a ellos sin ningún miedo... Los dos pollos de la vigilancia del garito nos han regalado dos Browning del calibre 9 con cargador doble de trece balas...
—Un tiroteo al estilo Bruce Willis frente a mi local preferido no te lo permito ni en broma —dije en un tono que no admitía réplicas.
—Ya estamos con el aguafiestas de siempre. ¿Tienes una idea mejor? —preguntó, resoplando.
Miré si quedaba algo de café en la cafetera. Lo eché en la taza y luego añadí un buen chorro de calvados.
—Un verdadero plan todavía no —me atreví a decir—, pero sí una certeza. Y se llama Mangiabarche. Solo si resolvemos este misterio, lograremos cazar a la banda... Hasta ahora no nos hemos enfrentado nunca al problema de descubrir quién o qué se esconde tras ese extraño nombre. Ha llegado el momento de hacerlo...
—¿Estás convencido de que puede ser el paso decisivo? —preguntó dubitativo.
—Absolutamente. ¿Sabes por qué? Porque fue la primera información que Dedonato quiso vendernos a cambio de su vida: «Si me dejan vivir, a cambio les daré Mangiabarche», dijo. Y luego añadió: «Y a todos los demás». Y no te olvides, además, del papelito que encontramos en el caserío de Cartalavonu y de las últimas palabras de la viuda Vadilonga.
El viejo Rossini se metió las manos en los bolsillos y empezó a balancearse sobre los talones con ademán meditabundo.
—Sabemos desde hace mucho que esta mierda de Mangiabarche es importante para la investigación... En el transbordador, al volver de Córcega, nos estrujamos el cerebro preguntándonos qué podía ser... El problema no es ese y tú lo sabes, Marco...
Era muy consciente de a qué se refería, pero su testarudez me cabreó.
—No. La verdad es que no lo sé... A ver si puedes explicármelo —le rebatí con tono provocativo.
Se desabrochó el abrigo y con el índice tocó el botón negro que llevaba en la solapa de la chaqueta.
—Estamos de luto, socio. Y así seguiremos hasta que hayamos ajustado cuentas. Primero los muertos y luego Mangiabarche. Estas son las reglas.
—Cometes un error de valoración —dije, cambiando de tono de repente—. Al eliminar a Dedonato hemos quemado la única pista que podía llevarnos al resto de la banda. De hecho, tú mismo has propuesto tenderles una trampa para que se descubran. Pero no debemos olvidar que ellos también estarán buscándonos para eliminarnos... En esta situación, entre trampas y contraataques, nos arriesgamos a perder no solo el control de la situación, sino sobre todo la piel.
—Bonito discurso, pero no me convence. Dedonato, al espiarnos con los micrófonos, se enteró de que nuestro objetivo era Giampaolo Siddi, sus tráficos y la banda de los «abogados»: con Mangiabarche nos ofreció en bandeja de plata la solución del caso. De hecho, la frase «y a todos los demás» la añadió después, y yo quiero justamente a esos.
—A través de Siddi los cazaremos a todos y, si quieres, puedes exterminar a la banda entera —dije con seguridad.
Se encogió de hombros.
—Ese es un trabajo que harían encantados los corsos... Yo me conformo con Gina y Gance.
Se fue a la nevera, de donde sacó una botella de vodka y un vaso helado.
—De todos modos ahora vamos a casa de Dedonato y luego ya tomaremos una decisión —concluyó en tono posibilista.
Por el camino nos detuvimos en un centro comercial y mi socio llamó por teléfono a su contacto corso para transmitirle la información sobre la filial belga de la banda Napoleón. Yo lo esperaba cerca de la salida, apartado del trasiego constante de la puerta, formado sobre todo por parejitas que iban de la mano y madres agobiadas con la compra y con los niños gritando en brazos. Cuando el milanés colgó, en vez de encaminarse hacia mí para volver al coche, se fue directamente hacia las escaleras mecánicas. Lo seguí lleno de curiosidad. Lo encontré en una joyería de la primera planta. Desde el escaparate vi que escogía un brazalete de oro. Otro más que añadía a la discreta colección que le colgaba de la muñeca izquierda. Bromeó largo rato con las dependientas, que le rieron a gusto las gracias. Si hubieran tenido la más ligera idea de lo que llevaba bajo el abrigo, habrían perdido el buen humor durante toda una semana. Al final, la elección recayó en una pulsera modelo marinero con los eslabones formados por anclas cruzadas.
Fue la manera en que la miraba, ceñida alrededor de la muñeca junto a las demás, lo que me desveló su significado. «Otra cabellera», pensé riéndome. Luego me fui rápidamente hacia la salida: no quería que el viejo gánster me viera reír.
El número 162 de la calle Cannizzaro correspondía a un chalecito. A los lados, había otros iguales: techo a dos aguas, de aire ligeramente tirolés, un derroche de columnas de base cuadrada y pintura bicolor que hacía que parecieran helados de fresa y limón. Una brillante placa de latón dejaba bien claro que esa era la sede de Schutz & Van Daële Import-Export. Las contraventanas estaban cerradas y no parecía que hubiera nadie en el interior.
Decidimos entrar. El milanés abrió la cancela exterior con una de las llaves. Con otra —maciza, de acero y con una mariposa en la extremidad— la puerta principal de la casa, al tiempo que desactivaba la alarma. El viejo Rossini entró solo, metralleta en mano. En la izquierda llevaba una pequeña linterna. Con ademán experto, entró y salió deprisa de las diferentes habitaciones; luego me llamó.
Cerré la puerta al entrar y encendí la luz. Habían dejado solo los muebles. Se habían llevado todo lo demás. Los cajones y los armarios estaban desoladoramente vacíos.
La decoración indicaba que una parte de la casa había servido de oficina y el resto de dormitorio. Contamos ocho camas. Beniamino me hizo un gesto para que lo siguiera al baño. En el espejo, con pintalabios, Gina había escrito su acostumbrado mensaje de despedida SEE YOU LATER, ALLIGATOR. En la mitad inferior había dibujado una cara infantil. Excepto la nariz: esa era de verdad. Era el trozo que le faltaba a la de Marlon Brundu. En el borde del lavabo, abandonado con descuido, un tubito de pegamento.
Mi amigo salió del baño y rompió a patadas un par de sillas de anea. Amontonó los trozos de madera bajo una mesa de haya y los untó con pegamento. Altamente inflamable, como ponía bien claro en las advertencias. Luego sacó del bolsillo el encendedor. Estaba convencido de que si Gina y Gance lograban eliminarnos, la banda recuperaría sin duda la posesión de la casa. Valía la pena complicarles la vida. Por mi parte pensé que el incendio llamaría la atención, no solo de los bomberos, sino también de las fuerzas del orden y quién sabe si de algún magistrado joven y curioso...
—¡Zorra asquerosa! —exclamó Rossini, refiriéndose a mi exnovia—. Tengo que matarla lo antes posible; si no, voy a volverme loco —añadió dando un puñetazo al volante.
—Mangiabarche —fue mi lacónica intervención.
—¡Vale! —soltó furioso—. Haremos lo que tú digas... durante una semana —precisó— Luego te plantas en el Libarium a hacer de cebo.
No respondí. Alargué la mano derecha hacia él. La estrechó con vigor. Esperaba que mi olfato de investigador «cruzado» hubiera captado la pista correcta. El plan de Beniamino era correcto en cuanto a táctica, pero podía ser mortal para el que suscribe y para cualquier otro inocente beodo del Libarium. No soy un alma noble, pero nunca me lo habría perdonado: los borrachos mueren siempre sin saber por qué.
—Señor Buratti, ¿sabe que Alberto Dedonato ha sido asesinado en un garito de la avenida Merello durante un atraco?
El abogado Columbu esperó paciente pero inútilmente una respuesta por mi parte.
—Mi amigo, el que trabaja en jefatura —continuó—, me ha confiado que algunos informadores de la zona de Sant’Elia le han referido que, hace unos días, fueron testigos de un extraño suceso, parece ser que se trataba de una especie de ceremonia... Los investigadores y la fiscalía, siempre según fuentes confidenciales, no saben qué pensar... Aquí en Cagliari nunca había ocurrido nada parecido. Están buscando a dos continentales. Parece que, en el mundillo, a uno de los dos se lo conoce como Dos Pistolas...
Me encendí un pitillo.
—¿Ha acabado? —pregunté en tono desgarbado.
—Quien me recomendó su nombre habló de investigaciones en los límites de la legalidad, no de homicidios —concluyó con acritud.
—Sí. Sant’Elia es obra nuestra —resoplé—. Los amigos de Siddi torturaron y mataron a Marlon Brundu, nuestro colaborador local. Usted lo tenía también en su libro de gastos —quise especificar—. Nosotros lo honramos a nuestra manera... y eso es asunto nuestro... —concluí señalando el botón negro que llevaba en la chaqueta.
—¿Y Dedonato? —apremió.
—Abogado, me sorprende que un viejo penalista como usted dé crédito a confidencias sin haber comprobado antes si son fundadas o no —rebatí en tono ofendido—. Jamás hemos puesto un pie en ese garito. No lo hemos eliminado nosotros... Palabra de honor —mentí con sarcasmo.
El anciano abogado me miró fijamente y yo sostuve la mirada.
—No se lo tome a mal, Buratti, pero hubiera preferido escuchar estas palabras de Rossini.
—Lo sé abogado, y no me ofendo. Beniamino y usted están hechos de la misma pasta, dos hombres de una pieza. En cuanto se vieron empezaron a arrullarse...
—Me parece que, a pesar de sus palabras, sí que se ha ofendido.
—No —lo tranquilicé—. Es una simple crisis de desánimo... Si necesitara un abogado, no me dejaría defender por un caballero honesto como usted. Lo hice ya una vez y me chupé siete inolvidables años de prisión... Elegiría al menos honesto, pero el que tuviera más influencias entre los jueces... Porque ese es el tipo de abogado que gana las causas... Y usted, un hombre íntegro de la quinta del noventa y nueve, no se ha dirigido para esta investigación a un teniente jubilado de los carabinieri, con treinta años a sus espaldas de servicio impecable en el arma. Llamó al que suscribe un «cruzado», un investigador que no se mueve por lo legal... Porque es de ese tipo de investigadores que descubren la verdad. Así que deje de tocarme los cojones y pasemos a cosas serias... Dedonato, sin duda, no está entre ellas.
Columbu jugueteó con las gafas, que se llevó alternando de la nariz a la frente.
—Cada vez que hablo con usted siento sin remedio el peso de los años —observó suspirando.
—Mangiabarche —lo atajé impaciente, pensando en la escasa semana que el viejo Rossini me había concedido para resolver el caso—. ¿Le dice algo ese nombre?
—No lo he oído en mi vida. Me imagino que tendrá que ver con el caso.
—Es la clave para resolverlo —subrayé con el tono de voz—. Sea lo que sea, estoy seguro de que se encuentra aquí en Cerdeña...
Se rascó el estómago.
—Vaya a la librería Tiziano, en la calle del mismo nombre, a dos pasos del mercado de San Benedetto. La frecuenta un grupo de intelectuales, profundos conocedores de la isla... Quizá ellos puedan ayudarlo.
Estaba girando el pomo de la puerta cuando Genesio Columbu añadió:
—La enfermedad de Moi progresa más deprisa que su investigación... No queda mucho tiempo.
Salí del despacho cuando ya eran las ocho menos cuarto. Demasiado tarde para ir a la calle Tiziano. Decidí volver a la buhardilla donde me esperaba el milanés. No había querido que estuviera presente en la entrevista con Columbu porque sabía que, frente a él, no habría sido capaz de mentir. Al tipo de hampón que era esa clase de abogado le produce el mismo efecto que un confesor. Me había tocado a mí —como, por otro lado, correspondía, ya que era yo el titular de la investigación— negar nuestra responsabilidad en la muerte de Dedonato, poniendo sobre la mesa mi palabra de honor... Cuyo valor era, todo sea dicho, nulo, por las innumerables veces que había abusado de ella con los clientes. Y no me importaba mucho. Desde hacía tiempo había comprendido que en este oficio si quieres llegar a la verdad, la de la uve mayúscula, tienes que darte un buen atracón de mentiras. Dichas y oídas. Formaba parte de mi papel. Dejaba encantado a los demás las ganas de escandalizarse: yo ya no me veía capaz.
Cuando me di cuenta del tinte plañidero que estaban adquiriendo mis pensamientos, empecé a buscar un bar lo bastante surtido para tener calvados entre sus licores. Al final me metí en una bodega y aproveché para hacer una buena compra. Adquirí también vodka para mi socio. Bebí en el coche, en un aparcamiento apartado. Largos tragos a gollete. Y en silencio. Desde la noche del adiós a Marlon no había vuelto a escuchar blues. No tenía ganas: esa enferma mental de Gina había usado la música de mi vida para torturar al sardo. Entre todas sus acciones esa era la que no le perdonaría jamás, ni siquiera después de su muerte. Estaba llegando a un punto en que empezaba a acostumbrarme a lo inevitable del trance. Ella y Gance estaban condenados: Rossini, antes o después, los mataría. El error del director había sido infravalorar al viejo hampón. Al pasar junto a nosotros con los patines, unos segundos antes de asesinar a la viuda Vadilonga, Gina había desperdiciado la única ocasión auténtica para eliminar al milanés y salvar a toda la banda. Beniamino la destruiría, la aniquilaría. Era demasiado fuerte para ellos.
En aquel punto de la investigación, esa era la única certeza que me quedaba. La única esperanza era encontrar a Siddi y disponer de media hora para poder interrogarlo... El abogado Moi moriría más tranquilo. La verdad a veces tiene ese efecto.
Pero antes había que descubrir el misterio de Mangiabarche.
A la mañana siguiente, hacia las diez, Beniamino y yo entramos en la librería Tiziano. No era grande, pero estaba muy bien abastecida. Había bastantes clientes y tuvimos que esperar un poco para poder hablar con el dueño.
—¿Es usted Pietro Pani?
—Sí.
Alargué la mano.
—Marco Buratti —me presenté—, y este señor es Beniamino Rossini.
Nos miró perplejo. Probablemente no dábamos la impresión de ser clientes habituales de librerías.
—¿En qué puedo ayudarlos?
—El abogado Genesio Columbu nos ha recomendado que vengamos aquí —me apresuré a explicarle para tranquilizarlo—. Tenemos un problema que, en apariencia, puede parecer insignificante e incluso un poco ridículo, pero que, en realidad, es muy serio...
—Mortalmente serio —intervino Rossini.
Lo fulminé con la mirada y continué:
—Tenemos la absoluta necesidad de descubrir lo antes posible qué es o qué significa «Mangiabarche».
—¿Mangia... barche? —repitió para asegurarse de haberlo entendido bien.
—Mangiabarche —me apresuré a corregirle—. Todo junto.
—Nunca lo había oído —dijo, negando con la cabeza—. Paolo —llamó a un tipo que estaba consultando un libro de espaldas a nosotros.
El hombre se dio la vuelta. Era un cuarentón con bigote, gafas y una cara simpática.
—Paolo Frau —se presentó.
—Quizá él pueda ayudarlos... Yo estoy muy ocupado con unos clientes —se excusó Pani.
Tras ponerle al corriente de nuestra extraña petición, Frau buscó unos cigarrillos en los bolsillos de la chaqueta y se puso uno en los labios.
—¿Están seguros de que, sea lo que sea, se encuentra en Cerdeña? —preguntó perplejo.
—Estamos razonablemente seguros —contesté.
—Porque, miren, no parece un nombre sardo y creo que eso puede excluir la posibilidad de que sea un lugar... En cualquier caso lo comprobaremos...
Consultamos libros de historia, arqueología y guías turísticas sin hallar el más insignificante vestigio de Mangiabarche. Preguntamos también a todas las personas que se acercaron a la librería. Me asaltó una crisis de desaliento al darme cuenta de que unos sardos cultos que querían y conocían muy bien su isla no habían oído ese nombre en su vida. Y, sin embargo, estaba seguro de que se encontraba allí.
A la hora de cerrar, Frau y Pani nos invitaron a tomar una copa en el bar de la esquina.
—Si es tan importante para ustedes descubrir qué significa Mangiabarche, podrían dirigirse a la radio —propuso Pani mientras se metía en la boca un puñado de cacahuetes.
Lo miré sorprendido.
—¿En qué sentido?
—Hacer una petición a los oyentes...
—Un concurso con premio... Tienen mucho éxito —sugirió el otro.
Cuando escuché aquellas palabras, sentí un escalofrío de horror al recordar el que había organizado Gina, pero una repentina intuición me obligó a reflexionar con atención. El desaliento se transformó en optimismo.
—Esa sí que es una gran idea —exclamé—. ¿Podemos invitarlos a comer? —añadí de inmediato.
A media tarde estaba en los estudios de Radio Novecento pertrechado con unos auriculares y un micrófono. Beniamino me observaba desde el control fumando, resoplando y elevando los ojos al cielo. Estaba convencido de que aquello era solo una pérdida de tiempo. No tenía confianza en los medios, mucho menos en la radio, que, según él, ya nadie escuchaba. Por mi parte, pensaba exactamente lo contrario. No solo porque los índices de audiencia desmentían a mi socio, sino sobre todo porque las ondas nos dan la posibilidad de contactar con el mayor número de personas en el menor tiempo posible. Una luz roja me avisó de que estaba en el aire.
Me aclaré la voz.
—Oyentes de Radio Novecento, buenas tardes. Me llamo Marco Buratti y represento a un grupo de patrocinadores de esta emisora —mentí con gran desenvoltura. En ese momento me di cuenta de que a través de las ondas era aún más fácil hacerlo—. Ellos han decidido recompensar su fidelidad como oyentes proponiéndoles un nuevo concurso que tiene por título «El misterio de...». El premio es un viaje para dos personas a la romántica París. Siete días de ensueño... Esta semana tienen que descubrir «El misterio de Mangiabarche...». El primero de ustedes que nos diga qué o quién se esconde tras este nombre, volará a París, acompañado por la persona que elija... Después de unos minutos musicales y la publicidad abriremos los micrófonos a sus llamadas... Cincuenta llamadas al día durante toda una semana...
Tras mi señal, el técnico pinchó «Parigi con le gambe aperte», cantada por Ricky Gianco y Gino Paoli. Aproveché para quitarme los auriculares e ir a fumar un pitillo al control.
—No sirves como conductor de un programa —gruñó Rossini.
Le hice un gesto burlón con la boca y me fui al encuentro del dueño, que estaba saliendo en aquel momento de su despacho.
—Ustedes dos me caen bien. Pueden llamarme Rudy.
Era un tipo de unos treinta años, gordito y sudoroso, que se comía las uñas, chupaba piruletas y llevaba un traje de lana gris lleno de arrugas. Estaba seguro de que no se había tragado la historia de los patrocinadores, a pesar de que la había confeccionado a medida para él, pero aceptó en cuanto le solté un buen puñado de billetes, suficientes para cubrir el premio y dos meses de alquiler de los estudios. No habíamos llegado por casualidad a Radio Novecento. Pani me había proporcionado amablemente el número de teléfono de una amiga suya periodista, la cual me había ilustrado con la misma amabilidad sobre la situación de las radios locales. Me definió la de Rudy como crítica: deudas y escasa atención por parte de patrocinadores. Justo la radio que necesitábamos.
—Señor Buratti, dado que mi emisora cubre solo la provincia de Cagliari, he pensado hablar con varios presentadores de Sassari, Nuoro y Oristano, de manera que anuncien el juego a sus oyentes y proporcionen su número de teléfono... Aquí estamos acostumbrados a intercambiarnos favores... —añadió Rudy, mientras se frotaba las manos en el pantalón de manera agitada.
—¿Y cuánto me costará este intercambio de favores? —pregunté en tono práctico.
Levantó el pulgar para indicar la cifra de un millón. Di mi consentimiento: podía ser útil y, además, toda la operación la financiaba el difunto Benoit.
Las cincuenta llamadas del primer día fueron por completo inútiles. Los oyentes, alentados por el premio, probaban suerte inventándose las historias más absurdas. Entre las palabras de presentación y los inevitables saludos a parientes y amigos, las llamadas no duraban menos de tres o cuatro minutos y el juego se prolongó bastante. Demasiado, para mi paciencia. Al día siguiente me presenté pertrechado de calvados y cigarrillos en abundancia.
Al cuarto día tenía una barba incipiente y los ojos enrojecidos, y sentía cada vez más a menudo la tentación de usar el micrófono para desahogar toda mi rabia y exasperación. El viejo Rossini no se limitaba ya a negar con la cabeza y elevar los ojos al cielo: cada vez que nuestras miradas se cruzaban, se llevaba el dedo índice a la sien y le imprimía un decidido movimiento semirrotativo para darme a entender que, según él, estaba completamente majara.
A las 18.44 respondí a la llamada número treinta y seis del día.
—Puedes hablar, estás en antena.
—Hola, soy Monica... Llamo desde Cagliari...
—Hola, Monica, ¿puedes decirnos a qué te dedicas?
—Estudio filología en la universidad.
—¿Y con quién te gustaría ir a París?
—Pues, con Cristiano, mi chico.
—¿Estás dispuesta a resolver «El misterio de Mangiabarche»?
—¡Pues claro! —respondió con un tono de tal seguridad que despertó mi atención—. Es un escollo que está en medio del mar frente a Calasetta. Se llama así porque antes los barcos se estrellaban siempre contra él... Desde que construyeron el faro ya no ha vuelto a ocurrir.
«Otra bola pero, por lo menos, es más inteligente que las otras... Mangiabarche..., un escollo..., tiene cierta lógica», pensé.
Decidí ponerla a prueba.
—Te veo muy segura, Monica.
—Mi madre es de Calasetta y, desde que nací, paso allí casi todas las vacaciones de verano —rebatió picada.
—¿Y serías tan amable de contarnos algo de Calasetta? —insistí.
—Pues el pueblo es conocido como localidad turística, forma parte del archipiélago de Sulci... Casi es la punta de la península de Sant’Antioco, exactamente frente a la isla de Carloforte... Fue fundado, hace dos siglos, creo, por un grupo de antiguos deportados genoveses. Aún hoy, los habitantes hablan genovés y no sardo.
Seguía las palabras de la universitaria mientras observaba con atención un mapa de Cerdeña que había colgado a mi espalda. La chica estaba demasiado segura de sí misma para pasar por alto la respuesta.
—No cuelgues, vamos a consultar con nuestro notario —dije en tono chistoso e hice una señal al técnico para que pusiera música.
Me lancé a la sala de control para buscar una guía telefónica. Calasetta estaba en efecto en la provincia de Cagliari. Los abonados del pueblo llenaban poco más de tres páginas.
—Quizá lo hayamos conseguido —comuniqué emocionado a mi socio.
—Quizá —admitió—. Pero ¿puedes decirme qué cojones hacen Gance y sus socios con un escollo en medio del mar? De todos modos, llama a una agencia inmobiliaria —sugirió sabiamente—. Hazte pasar por un rico continental que quiere comprarse un chalecito en la playa.
Seguí su consejo. Una empleada antipática pero eficiente no solo confirmó todo lo que había dicho la oyente, sino que añadió una frase que respondía a la duda expuesta poco antes por Rossini.
—Se llama también Mangiabarche a toda la zona costera próxima al escollo, que está solo a unos cien metros... Quizá porque hay un restaurante que se llama así... Hay también chalets aislados y adosados; si me llama mañana por la mañana...
Colgué.
—Mangiabarche es una base de la banda —anuncié con satisfacción—. Y allí se esconde Giampaolo Siddi —añadí sonriendo.
—Te debo una disculpa, Marco —farfulló Beniamino.
Me eché a reír, nervioso.
—Déjalo ya y... prepara la artillería.
Me fui corriendo al estudio.
—¿Monica? ¿Estás todavía al teléfono? —pregunté.
—Sí.
—Has ganado... ¡La respuesta es correcta! Puedes pasar a recoger el premio cuando quieras a partir de este momento...
Continué con mi papel de presentador unos minutos más. Rudy quiso, a toda costa, acompañarnos hasta la puerta y nos invitó a volver. El viejo Rossini le plantó el índice en el pecho.
—Mucho cuidadito, Rudy —susurró—. No te olvides del premio para la chica, Rudy.
Fue sin duda la forma en que repitió dos veces su nombre lo que le hizo palidecer. Juró por un montón de santos locales que cumpliría con su deber.
Salimos al amanecer del día siguiente. Rossini no se fiaba y no quería recorrer una carretera desconocida de noche: cargados como íbamos de armas nos arriesgábamos a terminar nuestra carrera en un control cualquiera. El sol invernal decidió dejarse ver cuando estábamos atravesando ya la zona minera de Iglesias. Veinte minutos más tarde, al acercarnos a Sant’Antioco, tuvimos la certeza de que íbamos a tener un bonito día, aunque muy ventoso: el viejo contrabandista había reconocido de inmediato la corriente de aire frío y seco del noroeste: el mistral. El empleado de una gasolinera nos puso al corriente de que ese viento, en la zona, nunca duraba menos de tres días.
Mi socio comentó que no podíamos esperar una situación mejor, porque con ese ventarrón la gente se quedaría encerrada en casa: lo ideal para lo que teníamos que hacer. En realidad, una vez más, no teníamos un plan concreto. Pero ahora sabíamos adónde nos dirigíamos, que no era poco. Había sido suficiente con buscar entre los abonados de la guía telefónica el nombre de los actores que quedaban del reparto de la superproducción Napoleón. Suzanne Bianchetti aparecía como residente de la localidad de Spiaggia Grande, cerca del restaurante Mangiabarche, como me había confiado al teléfono el encargado, en vena de cotilleos, después de haber escuchado mi trola salpicada de halagos hacia su cocina.
Entramos en Calasetta con las gafas de sol puestas. Escondimos el Passat de Dedonato cerca del puerto. Cuando salimos del coche, el viento gélido nos embistió: por fin habíamos encontrado el verdadero invierno también en Cerdeña. Beniamino se dirigió hacia el pantalán para ver el mar. Yo me quedé apoyado en el Passat a sotavento, mientras fumaba en paz. El agitado mar me decía muy poco aquella mañana: olas enormes, espuma blanca, reflejos vítreos. Mi mente estaba inundada por otras olas muy diferentes... Olas de temor de que todo fuera mal y que Siddi lograra escapárseme otra vez. Y de ver a Gina. Recuerdo que pensé que, si tenían que matarme, prefería que fuera Abel Gance el que apretara el gatillo. Desde el puerto subimos hasta la vieja torre a pie a través de una intrincada red de callejuelas. Sentados sobre un viejo cañón oxidado, escrutamos desde lo alto el pueblo y los alrededores, una especie de amplio promontorio de perfil accidentado por ensenadas de diferentes dimensiones. Las casas, separadas por apretados setos de chumberas, aparecían diseminadas en el terreno, cultivado en su mayoría con viñas. Era el lugar ideal para la base de una organización criminal: discreto, turístico, pero no de masas, apartado y, sin embargo, con acceso por carretera y por mar.
Desde nuestra posición, no podíamos ver el escollo de Mangiabarche pero pudimos localizarlo en el mapa. Observamos largo rato los techos de las casas, aunque estábamos muy lejos para ver algo concreto. Bajamos hacia la plaza principal. El estilo que la caracterizaba era el del período fascista; a un lado estaba el ayuntamiento; en los otros, locales y casas. En medio, la habitual estatua al soldado desconocido, un infante que desafiaba el mistral protegiéndose con el cuello levantado de su abrigo de bronce. Nos metimos en un bar a tomar el primer café del día. Mi socio se escandalizó al ver los cruasanes en bolsitas de plástico en lugar de bollos recién hechos de pastelería; la camarera, aburrida, le explicó que esos podía encontrarlos solo en verano cuando había turistas. Beniamino aprovechó para hablar de la zona; entre charla y charla, saltó el nombre de Mangiabarche y la mujer nos dio las indicaciones para llegar hasta allí.
Teníamos que salir del pueblo cogiendo la carretera que costeaba el mar y seguirla unos kilómetros; a la derecha veríamos varias playas, un camping y un hotel. Un poco más adelante, siempre a la derecha, encontraríamos un camino sin asfaltar. No había posibilidad de error porque la dirección la indicaba un cartel publicitario del restaurante Mangiabarche; debíamos adentrarnos por ese camino unos cincuenta metros y luego girar a la izquierda por un sendero de arena hasta llegar al acantilado, que los lugareños llamaban Nido de Gorriones. Al asomarnos, a la derecha veríamos Mangiabarche y su faro.
Rossini conducía con la metralleta en el regazo y sujetaba el volante con la izquierda, mientras con la derecha jugueteaba con sus brazaletes. Quizá pensaba en cuántos añadiría al día siguiente si la caza resultaba provechosa. En dos pequeñas fundas en los costados llevaba las Browning del calibre 9. En la cintura y el tobillo, otras dos que contenían un par de pistolas confiscadas en el garito. Las pistoleras eran de cuero, trabajadas a mano; el armero que se las había vendido el año anterior había insistido en que comprara las de nailon: modernas, finas, ligeras y resistentes. Y mucho más económicas. El viejo gánster lo miró fijamente, escandalizado, pero no dijo nada. Claro que no podía decirle al vendedor que le gustaba iniciar un tiroteo sintiendo el aroma del cuero mezclado con el aceite lubricante de las armas. Al recordarlo, olfateé el aire y sentí una atmósfera tranquilizadora. Entre pistoleras artesanales y trajes nuevos, Rossini se preparaba para un tiroteo como para una boda. Ese día llevaba un traje azul oscuro de Helmut Lang, camisa blanca de Gigli, corbata de Moschino y zapatos blancos y negros Al Capone, manufacturados por su zapatero milanés de confianza. Le dije que no me parecían adecuados para andar por un acantilado y él me confió que eran un «modelo único», pala de suave piel, cosida a una suela que suele emplearse para las botas de montaña. Dejé de escucharlo y observé los tacones gastados de mis botas de pitón. La noche anterior, me había quitado el traje de empleado bancario y había vuelto a vestirme como siempre. Desvelado el misterio de Mangiabarche, no hacía falta parecer otro.
Llegamos a la última curva. Rossini condujo con cuidado para no quedarse bloqueado en la arena con el coche. Unos centenares de metros más allá, la carretera acababa bruscamente en el acantilado. Era el punto de la península en el que el viento embestía con toda su fuerza y traté de protegerme la cara con el cuello de piel sintética de la cazadora. Tomando como punto de referencia la isla de Carloforte, nos dirigimos hacia la derecha como nos había indicado la camarera.
—Qué lugar tan extraño —comentó mi socio, que iba unos metros por delante de mí—. No había visto nunca nada parecido en Cerdeña. Parece un pedazo de Cornualles que hubiera caído aquí por quién sabe qué accidente...
Miré la pequeña pradera de hierba y las altas rocas del acantilado esculpidas por el viento y el mar.
—Tienes razón —confirmé—. Es un sitio precioso. Me gustaría volver en verano.
—Ahí está Mangiabarche.
Aceleré el paso. Vi un gran escollo rodeado de otros más pequeños, de los cuales emergían por encima del agua solo las puntas. Afiladas y peligrosas. Las olas, impulsadas por el mistral, se estrellaban contra las rocas y mojaban de espuma el faro que se erigía en el punto más alto. El origen del nombre era evidente: parecía la dentadura de un monstruo marino.
Rossini reemprendió el camino y pocos minutos después llegamos a la parte posterior de una pequeña cala protegida del viento. En el fondeadero, anclada de popa, había una motora de altura, con camarotes, larga e imponente. Parecía desierta.
Mi amigo la observó con el binóculo. Luego me lo pasó.
—¿A que no adivinas cómo se llama?
—Napoleón —dije, antes incluso de enfocar la imagen.
Luego apareció el nombre escrito con grandes letras de brillante latón a lo largo de los flancos de la embarcación. Los componentes de la banda no destacaban precisamente por su imaginación.
—No deben de andar lejos —añadí preocupado.
Beniamino se dio la vuelta hacia tierra.
—Están allí, en una de aquellas casas —confirmó, señalando los techos que despuntaban entre los árboles—. Quizá también haya alguien a bordo...
—No creo... De todos modos, vale la pena ir a echar un vistazo. Mientras tanto, ve a esconder el coche... Tan blanco, se ve de lejos.
Resolví mi misión en diez minutos, pero mi socio se lo tomó con calma.
—Empezaba a preocuparme —dije con afán de polemizar.
—No había nadie y he aprovechado para curiosear un poco —se excusó enseñándome un puñado de bengalas de posición que llevaba en una bolsa de plástico—. Pueden resultarnos útiles.
Nos adentramos en los campos, entre viñas, trigales e higueras. No fue difícil localizar la villa Bianchetti. Estaba rodeada en tres de sus lados por un impenetrable seto de chumberas. El cuarto, la fachada, estaba protegido por dos cámaras colocadas a los lados de una larga verja que el viejo Rossini vio desde lejos al mirar con los prismáticos. El lugar había sido elegido con cuidado: el terreno estaba en el centro de la zona, de manera que quedaba completamente rodeado por otras propiedades; así que, para llegar, había que seguir las vallas de las parcelas circundantes, obligados a recorrer una única calle, cortada de manera continua por una serie de curvas en ángulo recto. La casa se dividía en dos construcciones de piedra de una planta, unidas por una parte central prefabricada, que por atrás hacía las funciones de garaje. En conjunto parecía bastante vulgar pero funcional. Estaba rodeada por todas partes de una verde pradera de césped. Era imposible acercarse sin ser vistos.
—Tenemos que esperar a que anochezca —observó Rossini.
—Todavía no es ni siquiera mediodía... Vamos a tener que quedarnos aquí por lo menos otras cinco o seis horas —protesté mirando a mi alrededor.
Estábamos escondidos entre los árboles, cerca de la última curva antes de la casa, a unos cien metros.
—No te cabrees, Marco... Soy lo bastante viejo para reconocer los síntomas de la tensión.
—Tienes razón, socio —me excusé—. Aquí estamos incluso resguardados del viento... Solo que andamos escasos de víveres...
—Tienes suerte, muchacho. —Buscó en la bolsa de plástico que había cogido del barco—. Mira lo que he encontrado —añadió, y me pasó una botella de calvados casi llena.
—No está nada mal —comenté leyendo la etiqueta—. Tienen muchos defectos, pero saben qué beber... —concedí, mientras quitaba el tapón.
A las doce y veinte el Renault Espace de Gance salió por la cancela. Al volante iba Gina; a su derecha, otra mujer a la que no habíamos visto nunca.
—La otra debe de ser Suzanne Bianchetti, la dueña de la casa —aventuré.
—Yo creo que van a la compra.
—¿Cuántos crees que habrá adentro? —pregunté, señalando la casa con la barbilla.
—Pues las dos mujeres que hemos visto, Giampaolo Siddi, Abel Gance y quizá el hombre de Bianchetti, si hay alguno...
—Cuatro o cinco —rumié—. Esa casa parece un fortín. ¿Cómo piensas entrar?
—Aún no lo sé, Marco. Tenemos que esperar a la noche y luego veremos...
—Empeoras con la edad, Clausewitz —lo regañé—. Antes eras más meticuloso preparando los planes.
—Eres un capullo —saltó ofendido—. Cuando los objetivos los elijo yo, las «operaciones» parecen cronómetros suizos, porque las estudio hasta el menor detalle... Los problemas vienen con tus putas investigaciones, pues acabamos siempre atrapados y me veo obligado a improvisar... Menos mal que soy un genio del crimen y siempre logro salvar el culo de los dos.
—Y modesto de verdad...
—Míralas, ahí vuelven —me interrumpió.
Me di la vuelta y vi pasar el coche a nuestro lado. Las dos mujeres hablaban; de repente Gina se echó a reír.
—Es una tía alegre, tu novia.
—Ya.
—No sé por qué, pero me parece que me toca estropearle el día.
—Ya.
No sucedió nada más hasta las cuatro en punto, cuando volvimos a ver salir el coche. Esta vez era el jefe de la banda el que conducía. El asiento del copiloto estaba ocupado por Gina. Los dos, en silencio, tenían grabada en la cara una expresión impasible y muy profesional.
Rossini los apuntó con la metralleta, listo para disparar. Durante unos instantes pensé que había decidido entrar en acción.
—¿Quieres que te diga adónde van? —preguntó mientras bajaba el arma.
—Ya lo sé —respondí—. Se dirigen a Cagliari... a darnos caza.
—Muy bien, Sherlock —aplaudió—. Esos van a plantarse en el Libarium... Preparados para llenarnos de plomo como a dos tordos.
—Cagliari está solo a una hora de coche. Pueden permitirse probarlo todos los días.
—Podían, socio, podían. Hoy cerramos la barraca —me corrigió—. Dentro de poco oscurecerá y, mientras ellos nos tienden la trampa de todos los días, nosotros entramos y ajustamos cuentas con los otros dos. Luego, bien cómodos, esperamos a que vuelvan. Cuando salgan de esta curva los siego a los dos de una sola ráfaga. Acabo de tomar las medidas...
—Entonces tenemos un plan.
—Claro. Lo acabo de idear.
La oscuridad llegó a las 17.38. Evitamos las cámaras abriendo un paso en el seto de chumberas de la parte trasera de la casa. Beniamino logró cortar las plantas con una pala que encontró en un campo vecino y dejó el espacio suficiente para dejar pasar a una persona. Entró en el jardín con la metralleta en posición. Esperé a que llegara a la puerta del garaje y luego yo también crucé, corriendo agachado, hacia la casa. El viejo Rossini empezó a comprobar las puertas y ventanas de la fachada posterior, en busca de un modo de introducirse en la casa.
De repente se encendió una luz y nos agachamos para que no nos descubrieran. Con mucha cautela, Beniamino levantó la cabeza para espiar el interior. Tras unos segundos me hizo una señal con la mano para que me acercara. La cortina no cubría del todo el cristal y dejaba un resquicio de unos tres centímetros a ambos lados de la ventana. Al ver el revestimiento de las paredes de azulejos, deduje que era un baño. Mis ojos encontraron primero una lavadora, luego un lavabo y, por último, a Giampaolo Siddi.
—Está cagando —susurró satisfecho mi socio.
—¿Qué hacemos?
—¿Tú qué haces al acabar?
—¿Y a ti qué te importa?
Me mandó a tomar viento con un corte de mangas y siguió espiando. Yo me apreté contra el muro a la espera. Un par de minutos más tarde, el exabogado desaparecido abrió la ventana para ventilar y salió del baño tras apagar la luz. En ese momento entendí a qué se refería Rossini unos momentos antes y le pedí perdón mediante gestos.
Entramos en el baño y, en silencio absoluto, con el oído pegado a la puerta, tratamos de familiarizarnos con los ruidos de la casa. Quité la llave y miré por el hueco de la cerradura: la puerta cerrada que había al fondo de un pasillo dejaba pasar una rendija de luz. Se lo dije a mi amigo y luego le pregunté cómo pensaba actuar.
—Abramos esa puta puerta y veamos quién hay dentro —respondió tranquilo.
Dicho y hecho, giró el pomo de acero de una puerta blindada y entramos en un salón sin ventanas. Una mujer, sentada frente a una mesa de trabajo, tecleaba en un ordenador. Asomó la cabeza por encima de la pantalla para mirarnos, pero continuó con su trabajo.
—Arriba las manos —le ordenó mi socio.
No obedeció y oímos claramente el sonido de la pulsación del ratón.
Me alarmé.
—¡Apártala del ordenador! —grité.
Beniamino, de un salto, se puso a su lado y le propinó un bofetón en la mejilla derecha. Al caer, la mujer tiró la silla. Solo en ese momento se decidió a levantar las manos.
Siddi, por el contrario, debía de estar ya cansado de tenerlas en alto. Se había rendido en cuanto abrimos la puerta. Frente a él no había un ordenador, sino una buena cantidad de heroína y todo lo necesario para preparar dosis para vender al por mayor. Destilaba terror por todos los poros de su piel: no hacía falta calentarse mucho la cabeza para comprender que no nos crearía problemas. Rossini le preguntó si había alguien más en la casa. Él respondió de inmediato que no negando con la cabeza. Demasiado rápido para no ser sincero.
—Marco, ven a ver esto —me pidió el milanés indicando la pantalla del ordenador.
La mitad estaba ocupada por mis fotos de reconocimiento; la otra, por informes de la policía sobre el que suscribe. El asunto decía mucho sobre el tipo de complicidades de las que gozaba la banda.
—¿Cómo habéis obtenido esta información? —pregunté a la mujer.
Mientras esperaba la respuesta, aproveché para echarle una ojeada. Era una morenita de unos cuarenta años, pequeña, de facciones regulares y pelo negro muy corto en las sienes, de corte refinado. Llevaba un traje de chaqueta negro decididamente sobrio, con la falda justo por la rodilla y zapatos de tacón bajo.
—¿Cómo han entrado? —respondió tranquila con un marcado acento francés.
—Aquí, las preguntas las hacemos mi socio y yo.
—Ustedes dos están ya muertos, y los muertos no hacen preguntas.
«Modelo coñazo y liante», pensé, al valorar su comportamiento. En la mesa encontré una caja de disquetes vírgenes y se la tiré.
—Copia todo lo que tengas en la memoria del disco duro —le ordené.
Se echó a reír en mi cara. De placer. Unos segundos después entendí por qué. La imagen de la pantalla se descompuso y se volvió ilegible.
—¿Qué cojones pasa? —preguntó Rossini con dureza.
—Te lo explico rápido, socio —contesté tranquilo—. En cuanto hemos entrado ha activado una orden para desencadenar un virus que ataca a la memoria del disco duro y borra todos los archivos. ¿Verdad, Suzanne?
—No eres un completo descerebrado —se congratuló la morenita.
—Entonces nos ha jodido —dijo mi socio asombrado con un hilo de voz.
—Exactamente.
—Empezamos bien —comentó exasperado mientras me pasaba la metralleta.
La mano derecha de mi socio desapareció en el interior de la chaqueta, para reaparecer armada con una Browning del nueve. Apoyó el cañón en la rótula velada de la mujer y apretó el gatillo.
El aire se llenó del ruido ensordecedor del disparo y del hedor a cordita; el casquillo cayó tintineando al suelo de barro. La mujer gritó. El dolor debía de ser insoportable. Rossini la agarró por los pelos y la arrastró hasta la mesa de Siddi, donde empezó a golpearle con violencia la cara contra un montoncito de heroína, levantando una nube de polvo.
—¡Esto te calmará la pupa de tu rodillita! —gritó dejándola caer al suelo.
Tenía en el rostro un amasijo de sangre y polvos blancos. Suzanne Bianchetti, como auténtica profesional que era, comprendió que no le convenía nada provocar al milanés.
—No vuelvas a hacerlo —le aconsejó este—. Coge la metralleta con las dos manos y vigila a estos dos gilipollas mientras yo echo un vistazo por ahí —añadió dirigiéndose a mí.
Obedecí y ordené a Siddi que bajara las manos y se sentara.
La mujer me dedicó una sonrisa roja de sangre.
—Tú no disparas. Lo sabemos... Si Antonin no fuera un cobarde, ya te habría desarmado.
Apunté el arma hacia él.
—No se te vayan a ocurrir ideas extrañas —lo amenacé—, en el mundillo me conocen como Dos Pistolas.
El viejo Rossini volvió a entrar en la habitación.
—Marco, esta es una base importante —anunció excitado—. He encontrado armas, dinero, aparatos electrónicos y una habitación con estanterías llenas de mapas militares de Córcega... —añadió acercándose a la mujer. La tomó por las axilas y la ayudó a sentarse en una silla—. Como has destruido el ordenador, me veo obligado a pedirte que nos cuentes todo lo que sabes.
—Jódete —respondió tranquila.
—¿Estás segura de que has tomado la mejor decisión?
—Sí.
—¿Y tú, Siddi? —preguntó al hombre.
—Hablaré. Os diré todo lo que sé.
Con un rebote de rabia, Suzanne Bianchetti se puso en pie, apoyándose sobre la pierna sana.
—Tais-toi, connard ! —ordenó a su cómplice.
Beniamino apoyó el cañón de la pistola en la cabeza y apretó el gatillo por segunda vez. Ruido, hedor de cordita, tintineo del casquillo de latón y una buena porción de cerebro despachurrada contra la pared.
—Se lo había advertido —comentó en tono gélido—. Quizá deberíamos pasar al salón para charlar —añadió—. Toda esta heroína me pone nervioso.
Por la mirada vacía y la expresión alelada de Siddi comprendí que estaba en estado de shock. Lo cogí por un brazo y lo saqué de la habitación.
El salón, que servía también de comedor y se encontraba en el ala opuesta de la casa, era amplio y estaba decorado con gusto. Todo, desde los muebles, pasando por las cortinas, las alfombras y hasta las cerámicas, era artesanía de la isla. Acomodé al abogado en un sillón. Le serví un whisky en un vaso y lo obligué a bebérselo de un trago. El tratamiento surtió efecto: se recuperó y se echó a llorar. Le di una paternal palmadita en el hombro.
—Puede que no mueras, Giampaolo —lo consolé—. A lo mejor, el milanés no mancha la tapicería con tu cerebro... Por supuesto, todo ello mientras no pares de hablar... No sé si me explico.
—Trabajan para Moi, Vargiu y Pontes, ¿verdad? —preguntó entre sollozos.
—Y para Marlon Brundu —añadió amenazador Rossini.
—¿Qué quieren saber?
—Todo —respondí—. Y desde el principio.
Un involuntario escalofrío de placer me recorrió todo el cuerpo.
Beniamino se dio cuenta.
—Me das miedo cuando te pones así —susurró para que no le oyera el prisionero—. Pareces un loco. Eres la única persona que conozco que goza cuando llega el momento de la verdad...
Lo interrumpió Siddi, que había empezado a hablar.
—Desde los tiempos de la universidad sabía que nunca llegaría a ser un buen abogado. No me pregunten por qué. Lo sabía y punto. Traté de colocarme en algún bufete con buena reputación, pero no lo conseguí. Al final abrí uno, pero tenía pocos clientes y de los que no te dejan ganancias. Me gustaba la buena vida, así que empecé a moverme en el submundo de las prevaricaciones y las pequeñas corrupciones. Un día vino a verme Leon Benoit: buscaba un picapleitos para llevar a juicio del dueño de su casa. Desde ese momento empezamos a vernos y él me metió en la red de contrabando organizado por los militares de la OTAN de la base de Decimomannu... Fue entonces cuando empecé a ver dinero de verdad... Salía de todo de aquella base: gasolina, víveres, neumáticos, piezas de recambio, armas, licores y cigarrillos... En aquella época conocí también a Dedonato. Aún trabajaba en el Sisde y aparecía mucho por la base porque estaba enamorado de una joven auxiliar del ejército alemán, la mujer de un oficial...
—Gina Manès —anticipé.
—Exacto. Aunque todavía no se llamaba así... Su verdadero nombre es Ximena Kopreinig... De madre española y padre alemán... Empezó a ponerle los cuernos a su marido y Dedonato, además de llevársela a la cama, la reclutó como agente. Descubrió entonces que ella pertenecía a los servicios secretos alemanes. Los dos empezaron a hacer un doble juego, pero yo no quise entrar nunca en esos asuntos. Un día, llegó un grupo de soldados estadounidenses para unas maniobras de la OTAN, y con ellos la heroína. Los militares, en principio, trataron de venderla directamente, pero los arrestaron enseguida, por lo que decidieron hablar conmigo, a través de Benoit, pues era sardo y abogado. De esta manera abandoné el contrabando para dedicarme al narcotráfico. Al principio unos gramos, luego unas decenas... En definitiva, nada considerable pero, aun así, muy rentable... Los yanquis proporcionaban heroína tailandesa pura al ochenta por ciento...
Se concedió una pausa para beber otro whisky. Pidió también un cigarrillo, pero se lo negamos: no queríamos que se relajara demasiado.
—Unos meses después, un abogado de esos que han hecho carrera me llama al despacho y me pide que vaya a verlo... En ese momento comprendí que había contactado conmigo la banda de los «abogados», de la que tanto se hablaba, pero de la que nadie había logrado averiguar ni un solo nombre, hasta el punto de que había quien pensaba que era solo una leyenda. Al día siguiente me presenté en el bufete del conocido civilista Giuseppe Fiumara. Este, sin muchos rodeos, me propuso trabajar para su organización. Añadió que mi red era pequeña y sin esperanzas de desarrollarse comercialmente, mientras que la suya lograba manejar kilos de droga, no tanto en Cerdeña, sino sobre todo en el continente, donde circulaba una droga de calidad inferior, la brown sugar, de procedencia turca o afgana. Concluyó informándome de que mi nombre se lo había dado Benoit, quien formaba parte de la organización desde hacía tiempo.
»Acepté y pensé que había dado el golpe de mi vida, el que me colocaría para siempre, y lo que ocurrió, sin embargo, fue que pasé a ser uno de los muchos recaderos de Fiumara. Organizaba la llegada de los cargamentos de droga a la base y luego la llevaba en persona a su bufete. Si el abogado no estaba, se la entregaba a su secretaria...
—Fiorenza Vadilonga —me anticipé de nuevo, movido por una repentina intuición.
—Exacto. En el momento de máximo desarrollo, el tráfico llegó a alcanzar más de cien kilos de droga al año pero, a pesar de ello, a mí me daban una especie de sueldo fijo. Benoit, que mientras tanto lo había dejado y había montado un supermercado, ganaba importantes cantidades de dinero porque se ocupaba de la venta en la zona de Cagliari. Por el contrario, yo no podía ampliar mi actividad sin comprometer al bufete. Al cabo de dos años de esta historia estaba cansado y decidido a cambiarla. No tenía un plan concreto, pero el primer movimiento fue trabajarme a Fiorenza. Una mujer boba, frustrada y tenazmente fiel..., a Fiumara, no a su marido. Para lograr convencerla de que traicionara a su jefe, no fue suficiente con que me convirtiera en su amante, incluso tuve que construir, un día tras otro, una gran historia de amor.
»Al final cayó y empezó a pasarme información. Esperaba poder descubrir al resto de los “abogados”, pero no lo logré jamás. En compensación aprendí todos los mecanismos de reciclaje. En especial, descubrí que una de las primeras operaciones de blanqueo era poner en circulación el dinero a través de una cadena de tiendas, propiedad de una conocida familia de comerciantes de Cagliari, y luego convertirlo en títulos al portador que, durante bastante tiempo, permanecían guardados en la caja fuerte del despacho de Fiumara... Y Fiorenza conocía la combinación... Por último, los títulos se empleaban para inversiones en los sectores más diversos, sobre todo, en la construcción.
»Fue entonces cuando mi plan tomó cuerpo. Decidí apropiarme de los títulos. Al tener acceso a la caja fuerte podía elegir el mejor momento. Fue un plan laborioso. Antes de nada me dirigí a Dedonato; conocía su actividad como funcionario del Sisde destacado en el Servicio Central de Protección de Arrepentidos y le propuse que me ayudara a cambio de dinero. Lo rechazó pero, en compensación, me ofreció incorporarme a la sociedad que formaban Gina y él, gestionando para ellos una cadena de lavanderías en Santo Domingo. Acepté. A partir de aquí se trataba de enfrentarse al aspecto más espinoso, representado por Fiorenza. Se había enamorado con locura de mí y quería escapar conmigo. Le conté una montaña de mentiras y la convencí para que se quedara aquí, con la promesa de que se reuniría conmigo en cuanto fuera posible. Seguí manteniéndola tranquila: tres o cuatro veces al año me veía obligado a venir aquí, a Calasetta, para jugar a los enamorados con la muy tonta. Gina y Dedonato querían eliminarla justo después del golpe, e incluso más tarde, insistían, pero yo..., como un perfecto idiota, me oponía... Si les hubiera escuchado, hoy no me encontraría en esta situación.
—Eres un mierda, Giampaolo Siddi —lo interrumpió Rossini—. Esa «tonta» se arruinó la vida por ti. Se convirtió en un desecho esperando a su príncipe azul. Bebía como una esponja y por las noches se iba a la cama abrazada a un oso de peluche para no sentirse demasiado sola. Y murió pensando en ti, desesperada porque no podía venir a encontrarse contigo en esta casa... Espero que me obligues a matarte —concluyó amenazador.
—No creo que lo hagas —argumentó con voz chillona—. Os soy demasiado útil. De momento os estoy contando la historia a grandes rasgos, pero si Moi y sus socios quieren detalles, tendrán que ofrecerme una protección adecuada.
—Veo que levantas la cresta —intervine—. Pero te aconsejo que la bajes de inmediato. Aquí, los únicos que deciden algo somos nosotros.
Comprendió que no era ningún farol y cambió de actitud.
—¿Por qué Fiumara no castigó a su secretaria por ayudarte? —pregunté.
—Estaba seguro de que no le haría daño. Ella interpretó el papel de la mujer utilizada y traicionada, y él se limitó a alejarla mediante un nuevo puesto de trabajo.
Hice un gesto con la mano indicándole que continuara el relato.
—El 22 de abril de hace diez años puse en marcha mi plan: por la mañana me encontré con Benoit en mi despacho. Después él me acompañó al coche sin sospechar nada. Me dirigí entonces al despacho de Fiumara cuando sabía que él estaba en un juicio en el tribunal. Fiorenza abrió la caja fuerte donde estaban depositados, entre títulos y efectivo, unos ochocientos millones de liras. Finalmente aparqué el Mercedes cerca del cementerio mayor, para crear un poco de misterio. Allí me esperaba Gina. Me acompañó a Villasimius, donde nos esperaba Dedonato con una motora. Dos días después estaba en Santo Domingo.
»Era un plan muy bien urdido. Solo Fiumara, obviamente, no picó. Durante todos estos años no ha dejado de buscarme, pero lo ha hecho siempre en los lugares equivocados... Pero vosotros habéis sido más listos... O más afortunados...
—Sigue —lo incité.
—Al principio, las investigaciones se encaminaron en una dirección peligrosa. La culpa fue de Benoit, que no supo comportarse durante el interrogatorio y dio la sensación de esconder algo. Tanto Dedonato como Fiumara intervinieron, sin saber nada uno del otro, para intentar despistar a los investigadores. Dedonato, como funcionario del Servicio Central de Protección de Arrepentidos, entró en contacto con la banda de tarados implicada en el caso Mereu. Cuando se dio cuenta de que aquellos jugaban a ver quién la decía más gorda, aconsejó a Gavino Perra, el Profesor, el más fantasioso de los arrepentidos, que confesara que yo era su proveedor de heroína y que acusara a dos cómplices suyos de haberme secuestrado y asesinado, porque la importancia del caso les garantizaría un tratamiento privilegiado.
»Fiumara, por el contrario, preocupado por la forma de actuar del fiscal, que iba por ahí haciendo demasiadas preguntas sobre la banda de los “abogados”, decidió moverse en dos planos diferentes. Por un lado encargó a algunas personas de confianza que empezaran a introducir en la mente de un juez influenciable pero, sobre todo, resentido y vengativo, la convicción de que la banda de los malhechores legales estaba formada por Moi, Vargiu y Pontes, a los que él profesaba un profundo odio porque lo habían ridiculizado ante toda la ciudad al demostrar la inconsistencia de sus acusaciones en un proceso político.
»Por otro, utilizó a un picapleitos que le debía unos favores para sugerir a Perra que involucrara a los tres abogados en el tráfico de heroína, y a otro arrepentido, Efisio Piredda, para que los acusara de mi homicidio. Estos no se lo hicieron repetir dos veces. A partir de entonces todos los demás se atuvieron a esta versión, con el resultado de que mis desafortunados colegas acabaron en prisión.
—No me pareces especialmente afligido por haber arruinado la vida de tres caballeros —observé.
—No fue culpa mía —se defendió—, sino de los magistrados. Fueron ellos los que quisieron creer las declaraciones de los arrepentidos, que no habrían resistido la menor verificación.
—Pero no hiciste nada para sacarlos del lío.
—Pensaba que los absolverían... y, además, yo estaba en Santo Domingo.
—Ya. Mejor háblanos de Santo Domingo —atajé.
—Allí no se vivía mal; es más, me divertía de verdad, pero las cosas empezaron a ponerse feas cuando a Dedonato lo echaron de los servicios secretos italianos, y él y Gina se dedicaron de pleno a la organización de Napoleón. Alberto estaba ya dentro. Fue Gance el que le sugirió el alias Dedonato/Dieudonné. Se habían conocido en el 70, en Beirut, y habían colaborado desde entonces...
»A mí también me “absorbieron” y al poco tiempo recibí el encargo de montar una nueva red de tráfico, como siempre, de heroína tailandesa proporcionada por los yanquis.
—¿Qué hace exactamente la banda? —preguntó mi socio.
—Poner en su sitio a gente impulsiva mediante métodos expeditivos. Cuando los servicios secretos tienen las manos atadas por culpa de algún gobierno, llaman a Abel Gance, que algunos conocemos como el Coronel, porque tenía este grado en los servicios secretos franceses, y asunto arreglado. En este momento, por ejemplo, la organización está tratando de desestabilizar en Córcega al comando del FNLC, poniendo fuera de circulación a algunos dirigentes y, al mismo tiempo, fomentando la división interna mediante agentes provocadores.
—¿Y qué pinta la heroína? —pregunté.
—Gance dice que sirve para alejar a los jóvenes de la política.
—¿Por qué la organización tiene esa estructura cinematográfica?
—Es idea de Gance. Está dividida en dos niveles: actores y extras. Los primeros tienen la responsabilidad de los diferentes sectores; a los otros se los recluta esporádicamente.
Saqué del bolsillo la fotocopia de la página 147 del libro sobre la historia del cine francés.
—Si excluimos del reparto a Abel Gance, a Albert Dieudonné, a Gina Marnès, a Antonin Artaud, a Annabella y a Suzanne Bianchetti, nombres de actores que, a estas alturas, asociamos con personas concretas, quedan por identificar Wladimir Roudenko, Alexandre Koubitzky, Marguerite Danis-Gance, Suzy Vernon, Maurice Schutz y Edmond Van Daële. De los dos últimos conocemos la dirección de Lieja correspondiente a la sociedad de la que son titulares. ¿Qué más puedes decirnos de estas seis personas?
—Muy poco —respondió, negando con la cabeza.
Rossini lo encañonó con la pistola.
—Lo juro —imploró—. La organización está dividida en dos grupos. Conocéis a todos los miembros del mío. Del otro solo sé que Marguerite Danis-Gance vive en París y es la amante o la hija del coronel.
—¿Y los dos pastores? —lo apremié.
—Eran solo dos extras. Dedonato los había contratado para aprovechar su experiencia en secuestros.
Mi socio bajó el arma.
—Está diciendo la verdad.
—Yo también lo creo.
En ese momento sonó el teléfono móvil. Lo saqué del bolsillo y lo miré indeciso.
—Responde —me pidió Beniamino.
—Es Gina —le advertí.
—Pues por eso.
Pulsé la tecla para iniciar la comunicación y me llevé el teléfono al oído.
—Mira que eres malo, bello Caimán. Obligar a cantar así a nuestro Giampaolo —me regañó con tono alegre.
—Micrófonos... —farfullé, mirando a mi alrededor.
—Bueno, no esperarás que, precisamente en nuestras casas, no haya ni siquiera uno, ¿verdad?
—¿Dónde estás? —pregunté al ver a Rossini mirando preocupado por una ventana.
—En el jardín, a muy pocos metros de ti, amor mío —se burló.
—¿Cómo nos habéis descubierto?
—Tú y tu socio sois muy divertidos. Pretendéis ser investigadores en plena era de la electrónica y no sabéis nada. Al entrar en la casa, Suzanne, antes de que la matarais, nos ha enviado vía módem una señal de peligro. Y nosotros hemos vuelto aquí de inmediato.
—Madame Bianchetti no está muerta —protesté escandalizado.
—Venga, Caimán, no intentes esos trucos conmigo... Es siempre la electrónica la que te puede... Si estuviera viva, se hubiera vuelto a poner en contacto con nosotros.
El viejo Rossini extendió la mano: le di el aparato.
—¿Qué quieres? —preguntó con tono brusco.
—Manda para fuera a nuestro amigo cantarín y vosotros podréis marcharos.
—¿Y si me niego?
—Nos veríamos obligados a dispararos y, en este momento, un tiroteo no nos conviene a ninguno de nosotros.
Beniamino encendió la televisión. En la pantalla aparecieron las imágenes de una televenta; al cabo de unos instantes los micrófonos quedaron enmudecidos por la voz, a todo volumen, del presentador.
—Lo quieren —dijo el milanés, señalando a Giampaolo Siddi con la barbilla—. Y luego se piran —añadió.
—¿Tú les crees? —pregunté perplejo.
—No. Pero su salida crearía una situación de desconcierto que podría beneficiarnos.
—¡Si salgo de aquí, me matarán! —gritó Siddi desesperado—. He colaborado con vosotros, no podéis traicionarme de esta manera.
—Cállate ya —lo amenazó Rossini—. Si ya no te sirve, podemos devolvérselo —añadió luego, dirigiéndose a mí.
—En efecto, nos ha contado todo lo que queríamos saber... y, en todo caso, no podemos entregarlo porque, teniendo en cuenta lo infame que es, hablaría enseguida de nosotros.
—Fuera de aquí —le ordenó Rossini, amenazándolo con la metralleta.
—¡Me matarán! —gritó aún más fuerte.
—Es lo que te mereces —dijo el milanés con desprecio—. Es de justicia que mueras. Por muchos motivos. Y el que más me afecta se llama Fiorenza Vadilonga.
Cuando llegó a la puerta de entrada, se dio la vuelta para rogarnos otra vez que no lo entregáramos.
—No ha comprendido que el nuestro es un verdadero adiós —resopló Beniamino.
Sacamos del bolsillo los pañuelos y los agitamos alegremente en señal de despedida. El exabogado nos miró con una expresión entre estupefacta y aterrada: nuestro comportamiento le había quitado las ganas de replicar nada.
Abrió la puerta.
—¡No disparéis! —gritó, mientras cerraba la puerta a su espalda.
Su apelación no fue escuchada. Oímos el sonido del impacto de las balas disparadas con silenciador. Tras atravesar su cuerpo, naturalmente.
—Ahora sí que está muerto —ironizó mi socio.
—Ya, y ahora que ya nos hemos divertido, ¿qué hacemos? —pregunté preocupado.
El plan, como a menudo ocurría con aquel viejo gánster, era a la vez simple y peligroso: salir por la ventana del baño y atacar disparando a diestro y siniestro.
—Olvidas que yo no uso armas —le reproché.
—Cómo lo iba a olvidar... Tú dispara solo bengalas, iluminas a Gina y Gance para que pueda verlos... y matarlos —aclaró mientras me pasaba la bolsa que había cogido del barco.
—No sé si podré.
—Marco, de verdad, eres un desastre. Están hechas para que las usen los náufragos más torpes —se impacientó y, en unos segundos, me explicó cómo funcionaban.
La primera que lancé fue de color rojo, luego verde, y rojo, y amarillo. El viejo Rossini disparó de tal manera que los obligó a retirarse hacia la costa. Diez minutos más tarde llegamos al límite de la pequeña llanura que llevaba hasta el acantilado. Intenté lanzar una bengala, pero el viento era tan fuerte en aquel punto que se la llevó en otra dirección.
—¡Huirán con la motora! —grité para que pudiera oírme.
—No tienen otra alternativa, les hemos cortado la retirada. De todas maneras, para nosotros también es demasiado peligroso atravesar este tramo —dijo señalando la llanura—. Quedaríamos al descubierto y, desde su escondite entre las rocas, nos llenarían de plomo...
Unos minutos después el mistral nos trajo el ruido de los motores del Napoleón. Corrimos hacia la costa y llegamos justo a tiempo para verlo salir de la ensenada.
—Una bonita tarde para naufragar —rio Beniamino.
En cuanto dejó las aguas calmas y se enfrentó a las primeras olas, la embarcación se vio de inmediato en dificultades, incluso a los ojos de un profano como el que suscribe. Empezó a girar sobre sí misma mientras los motores rugían impotentes. Luego, las olas empezaron a embestirla de lado, empujándola hacia Mangiabarche.
Ocurrió todo en unos instantes. Las luces de la motora iluminaron el escollo; de repente una ola la levantó y la estrelló contra las rocas. Oímos el enorme estruendo del casco al destrozarse. Luego, la oscuridad reconquistó el mar, lacerada rítmicamente por la luz del faro.
—La habías saboteado —constaté, al recordar la visita de la mañana.
—Sí.
—Podías habérmelo dicho.
—Te habría estropeado la sorpresa.
—¿Tienen alguna posibilidad de salvarse?
—Con esta mar, ninguna.
Volvimos a la casa. Llevamos el cadáver de Siddi a la habitación donde yacía el de Suzanne Bianchetti. Luego, mientras el viejo Rossini llenaba el maletero del coche de dinero, armas y aparatos electrónicos, yo me tumbé en el sofá del salón a beber y a fumar. Para no dormirme encendí la televisión. En el noticiario informaron de un atentado en Bélgica. Un potente artefacto había destruido en Lieja las oficinas de una empresa de importación-exportación: Schutz & Van Daële. En el interior se habían localizado tres cadáveres, de momento sin identificar.
Brindé por la eficacia de los independentistas corsos y me dormí.
—Despierta. Está amaneciendo —me sacudió el milanés—. Y abrígate. A estas horas, el mistral corta la cara.
El tiempo de tomar un carajillo y salimos, en dirección hacia el acantilado. Lo costeamos un trecho siguiendo el flujo de la corriente. Trescientos metros más allá avistamos el cadáver de Gina. Tenía los brazos trabados en una roca. Un cangrejo caminaba perplejo por su cara probando la carne con sus pinzas. A cada ola, el agua le levantaba la falda mostrando el borde de puntilla de las medias.
El viejo Rossini se quitó el botón negro de la solapa de la chaqueta. Luego, se dio la vuelta hacia mí, impasible y con un gesto rápido, un poco brusco, arrancó también mi botón de la solapa de la cazadora. Los tiró con rabia contra el cuerpo de la mujer.