Capítulo cuatro

Es difícil, en situaciones como esta, determinar qué pregunta será la menos estúpida. Podría probar con la más evidente: «¿Cómo has entrado aquí?», que seguramente solo le provocaría un ataque de risa; o con la igualmente evidente: «¿Qué estás haciendo aquí?», a lo que probablemente me respondería, a juzgar por lo que he visto hasta ahora, con una frase ingeniosa que me dejaría con dos palmos de narices. De modo que me decanté por lo inesperado. En lugar de hacerle una pregunta que sin duda me colocaría en clara desventaja, podría criticar sus escasos conocimientos culturales y, con un poco de suerte, ganar de paso algo de confianza en mí mismo.

—¿Qué? ¿Nunca has oído hablar de Lassie?

Hay muchos refranes sobre las cosas que se planean al detalle…

—Oh, sí. Es una serie de televisión de la Tierra, de los años cincuenta, que va de una perrita, una collie.

Hasta aquí llegó mi intento de sentirme un poco más seguro. Lo único que yo sabía es que era una serie sobre una perra muy lista.

—Vaya, es evidente que conoces la serie.

Acacia me sonrió con aire divertido y se encogió de hombros.

—Sí —dijo, en un tono de voz que llevaba implícito un «es evidente»—. La pasaron en televisión en la Tierra de la KΩ352 a la Ω76.

—Ya. Claro —mascullé—. Es solo…

—Por no hablar de TΔ12 hasta la 18, en las que varios episodios fueron realidad y no…

—Es solo que vivo con un montón de gente que no sabe absolutamente nada de mi mundo. Y a veces…

—Te gustaría que hubiera alguien con quien pudieras hablar de las cosas que te gustan.

Lo dijo como si supiera que estaba en lo cierto. Como si hubiera extraído esa información directamente de mi cerebro. O de mi diario, que fue donde escribí esa misma frase hace unos meses.

Y que, mira tú, era precisamente el libro que tenía abierto en su regazo.

Me vio mirarlo, pero no intentó fingir que no lo había leído. Yo sabía que estaba esperando una respuesta, pero lo único que pude decir fue:

—Estás leyendo mi diario. —Usé un tono de voz que llevaba implícito un «es evidente».

Esta vez su sonrisa no fue tan arrogante.

—¿No estás enfadado?

—No. —Esperaba estar controlando el rubor que subía por mi nuca como un incendio forestal—. Tampoco es un diario personal. Aquí se nos exige llevar un registro de todas nuestras actividades y sentimientos.

Parecía aliviada, pero intentaba disimular.

—Me consta, me consta. Por eso sabía que no te iba a importar.

No sin cierta sorpresa, me di cuenta en ese momento de que realmente no me importaba, simplemente me había resignado.

—¿Cómo sabes tanto sobre… sobre todo?

Se echó a reír y cerró el diario, que dejó sobre la silla al ponerse de pie. Cruzó los brazos y se echó la melena hacia atrás.

—Tuve una esmerada educación. Por no hablar de la optimización de la memoria holográfica a largo plazo. ¿Y qué me dices de ti? ¿Quieres enseñarme lo que te enseñan aquí?

—La verdad es que no —respondí automáticamente, y al ver que alzaba las cejas balbucí—: Bueno, sí, más o menos, pero…

—Olvídate de la autorización. De todos modos no pueden mantenerme al margen, y tampoco supongo ninguna amenaza para ti. A menos que me des un motivo, claro —añadió, sonriendo de un modo que me recordó a Jakon en sus momentos más salvajes. Jai lo llama su mirada de «lobo de Cheshire».

—¿El Anciano te dijo que podías quedarte aquí? —pregunté, tratando de desviar su atención.

—Sí. A condición de que vaya siempre con escolta.

—Estabas sola cuando he llegado —le dije, y me tropecé por culpa de Tono, que me empujaba por detrás. Casi me había olvidado de él. Miré por encima de mi hombro y vi que el fóvim había adoptado un indignado color violeta—. Perdona, Tono.

Entonces el violeta se transformó en rosa, y Acacia se echó a reír.

—Ha estado todo el tiempo entre la puerta y yo —me informó, y a continuación entrelazó su brazo con el mío—. Muy bien. Comencemos con la visita guiada.

Signo

Sabía que si salía de allí con Acacia cogida del brazo, las bromas y las preguntas no tendrían fin. Jamás. Quedaría etiquetado ya de por vida. Y no estaba dispuesto a eso. Así que la acompañé hasta la puerta y, con el pretexto de abrírsela, me liberé de su brazo. Hice un gesto caballeroso cediéndole el paso.

Acacia me hizo una breve reverencia antes de salir; lo mucho que le divertía todo aquello saltaba a la vista igual que si pudiera cambiar de color como hacía Tono. Rezando para que todas las personas a las que conocía —o sea, prácticamente todo el mundo— estuvieran en clase u ocupadas con alguna tarea, eché a andar por el pasillo con la misteriosa chica a un lado y el fóvim al otro.

—¿Y ahora dónde estamos? —Miraba a su alrededor como si estuviéramos en un parque temático, fijándose en todo. Y con «todo» quiero decir un pasillo en el que de vez en cuando se veían tuberías que iban desde el suelo hasta el techo, soportes y paneles prefabricados.

—En un pasillo. Cubierta doce, para ser más exacto.

—Eso ya lo veo, muchas gracias. ¿En qué sector?

De entrada, no estaba muy seguro de por qué estaba haciéndole de guía turístico, puesto que se las había arreglado perfectamente sola para llegar hasta mi camarote y sabía que llamábamos secciones a las diferentes áreas de la nave (y hubo algo en su forma de pronunciar la palabra «sector» que hizo que una luz se encendiera en mi memoria, como cuando intentas recordar un sueño que has tenido la noche anterior), pero parecía que lo estaba pasando en grande.

—Son los barracones. Lo siento, pero así es como se llama, no lo llamamos de ninguna forma especial.

—Ahora —me corrigió, pero me dio la sensación de que solo lo hacía para chincharme. Seguramente siempre se han llamado barracones. ¿Por qué habríamos de darles otro nombre? Ni siquiera estábamos separados por sexos; no tenía mucho sentido, más que nada porque había varias paraencarnaciones de una misma persona que poseían ambos sexos, o ninguno en absoluto. Como ya he dicho, Acacia era la primera chica real, de verdad, que no era una encarnación de ninguno de nosotros.

—¿Y qué es lo que vas a enseñarme primero?

—¿Qué te gustaría ver? —le pregunté, aunque no albergaba muchas esperanzas de obtener una respuesta seria. Y no la tuve.

—Lo que quieras mostrarme.

Me rendí. Tenía que cargar con ella, porque ella lo había decidido así, y no parecía que hubiera gran cosa que yo pudiera hacer al respecto. Ni siquiera sabía hasta qué punto me importaba; Acacia era un misterio, y era interesante, y mi completa incapacidad para responder a ninguna pregunta sobre ella me irritaba bastante. Lo del comedor había sido probablemente mi momento de mayor popularidad en InterMundo, y ni siquiera había podido disfrutarlo.

—Muy bien —dije, tomando el pasillo que conducía en dirección contraria al comedor. Seguramente estaría lleno de gente, y si tenía que hacer de guía turístico prefería no hacerlo delante de un montón de testigos.

—Bueno, pues al lado de los barracones están los vestuarios, que es donde nos equipamos antes de salir para una misión. No hay salidas previstas ahora mismo, así que debería estar vacío.

—Un montón de armarios en fila —comentó, y me pareció que se esforzaba en parecer impresionada. Se esforzaba mucho.

Cruzamos la sala y la llevé hacia las amplias puertas de doble hoja situadas entre los pilares de seguridad. Se iluminaron cuando llegamos hasta ellas, unas finas líneas rojas me escanearon primero a mí y luego a Acacia. Entonces caí en la cuenta de que sería mejor que la identificara antes de que la catalogara como una intrusa y, por tanto, peligrosa.

—Joe Harker, con…

—Bienvenido, Joey. —Era la clase de voz que podía volverte loco por teléfono, la voz de una mujer madura y desesperantemente tranquila que con toda seguridad te miraba con una sonrisa burlona, por más que fuera una simple voz generada por ordenador—. Bienvenida, Acacia. Podéis pasar.

Me volví a mirarla mientras las puertas se deslizaban para franquearnos el paso. Tenía una sonrisa burlona como la que le había atribuido a la voz. Tenía que preguntar, aunque sabía que no iba a obtener una respuesta directa.

—¿Cómo es que te conoce?

—Ya te lo he dicho: tengo autorización —contestó cruzando las puertas, entrando en la sala de admisiones y obligándome a apretar el paso para alcanzarla.

Aquello volvió a suceder un par de veces más mientras le enseñaba la sala de reuniones y el salón de recepciones. Entonces me percaté de que, por más que hubiera sabido encontrar mi camarote sin ayuda de nadie, Acacia se estaba dejando guiar por mí de verdad. Había recibido muchas clases sobre lenguaje corporal y expresiones faciales, y estaba prácticamente seguro de que realmente no conocía todo aquello. Y también estaba seguro de que me las haría pasar canutas en un combate de boxeo. Había en ella una economía de movimientos que me hacían pensar que había recibido entrenamiento en artes marciales o algo por el estilo, era una especie de gracilidad líquida que resultaba tan peligrosa como fascinante.

—¿Así que aquí es donde llegan los nuevos reclutas?

Estaba inclinada sobre la barandilla, contemplando el mundo más allá de la cúpula. Resultaba difícil precisar dónde acababa el mundo y empezaba la Ciudad Base, pues la cúpula era transparente y el suelo de la sala de admisiones estaba cubierto por un impecable césped.

—Normalmente sí, a menos que haya algún problema. —Vacilé un momento antes de entrar en más detalles y continué. Si el Anciano le había concedido una autorización de primer nivel, era evidente que no pretendía ocultarle nada—. La fórmula que todos aprendemos de memoria es como una dirección genérica; nos lleva al mundo en el que esté la Base, entonces el radar nos detecta y los pilotos llevan el InterMundo hasta nosotros. Si estamos en peligro o hay alguna urgencia, el equipo de transporte nos teletransporta directamente a la Base, normalmente a la enfermería, pero la mayor parte de las veces la nave simplemente frena y subimos a bordo.

—Debe de ser algo digno de verse —murmuró ella, inclinando la cabeza para mirar al cielo. Afuera estaba oscureciendo.

—Lo es —dije, recordando dónde me encontraba la primera vez que la cúpula me recogió. Recordé el cadáver de Jay a mi lado, y que era incapaz de sentir nada en absoluto cuando vinieron a recogernos—. Vamos —espeté en un tono inesperadamente brusco—. Hay algo que quiero que veas.

Había muy pocas cosas en InterMundo que no funcionaran con precisión castrense. Teníamos jardines, bibliotecas, gimnasios, e incluso una sala de recreo para nuestro tiempo libre, pero todo se mantenía limpio y ordenado bajo la supervisión de un profesor o de un oficial designado por el Anciano. No había grafitis en Ciudad Base, ni basura, ni chicle pegado en las mesas de estudio. No había murales, ni arbustos recortados en forma de dinosaurio, ni esculturas; no había un solo lugar en toda la Base que revelara que éramos personas, con pensamientos y sentimientos propios, con imaginación.

Excepto el Muro.

Acacia avanzó unos pasos por el pasillo que había entre la sala de admisiones y la enfermería, y la curiosidad que manifestaba la expresión de su cara derivó hasta transformarse en genuino asombro.

—¿Qué es esto?

—Lo llamamos el Muro. Original, lo sé. Lleva aquí desde siempre. Nadie recuerda quién lo empezó. Pero es prácticamente lo único que nos queda de los que ya no están.

Acacia extendió la mano cautelosamente y acarició una foto con los dedos: otro chico exactamente igual que yo, salvo por sus ojos, plateados. Nunca he sabido por qué. Recorrió el pasillo mirándolo todo, o al menos todo lo que podía. Era imposible fijarse en la totalidad. Había cientos de fotos, tanto holográficas como planas, más algunos trozos de papel, con agradecimientos y epílogos garabateados. Había epitafios impresos, y también palabras e imágenes pintadas directamente sobre el Muro. En un hueco se veía una piel de serpiente entera y perfecta. Había plumas, trozos de tela, prendas de vestir, joyas y conchas marinas, junto con otros objetos que no he podido identificar porque proceden de mundos de los que ni siquiera he oído hablar. Algunos de los hologramas se movían; otros eran estáticos. Todo lo que había significado algo para aquellos que habían caído en una misión tenía su sitio en el Muro.

—Es precioso —dijo Acacia por fin, y me di cuenta de que lo decía en serio. Su sonrisa burlona había sido reemplazada por una leve y serena curva.

—Sí —repliqué, mirando mi propia ofrenda. Había tenido que hacer acopio de valor para decidirme a poner algo allí cuando llegué a la Base por primera vez. Todo el mundo me echaba en cara la muerte de Jay, y ya habían comenzado a levantarle un pequeño monumento en el Muro. Había sido importante para mucha gente; el homenaje a Jay era el que ocupaba una de las secciones más amplias. Alguien había puesto una foto suya, otra persona había colgado un retrato hecho a mano. Había un dibujito muy divertido hecho en una servilleta de papel que parecía una broma privada, y un libro con una nota que decía «gracias».

Eso era lo que más abundaba en la sección dedicada a Jay, los agradecimientos. Con diferentes caligrafías, en distintos idiomas, distintos colores y estilos. Todos estaban pegados, proyectados o dibujados alrededor de la foto de Jay. El mío era uno de ellos, estaba hecho de piedrecitas traídas del mundo en el que espiró su último aliento.

Acacia se dio cuenta y se puso a mirar la foto de Jay.

—¿Quién era?

Aunque esperaba aquella pregunta desde que nos detuvimos frente a su foto, tuve que respirar hondo para poder responder.

—Jay. Me salvó la vida —dije—. Y yo hice que lo mataran.

Es curioso cómo se olvida uno de que quiere impresionar a alguien cuando lo asalta una emoción sincera.

—¿Lo hiciste adrede?

Me volví a mirarla, horrorizado.

—¡No!

—Entonces no te culpes —dijo sin mirarme—. Si él estaba allí para protegerte, sabía que eso era algo que podía suceder.

—Murió porque no quise escucharle. —Intenté mantener la serenidad, pero no era fácil—. Salí corriendo para ayudar al fóvim, pese a que Jay me advirtió de que era peligroso.

—¿Te refieres a Tono? —preguntó.

Asentí con la cabeza.

—Se quedó atrapado… Yo no sabía qué era, pero parecía asustado. Resultó que, efectivamente, estaba asustado; un giradón lo había atrapado.

Tras la muerte de Jay, había estado investigando y descubrí qué fue exactamente lo que nos atacó. No me hizo sentir mejor, pero al menos ya no me sentía como un idiota incapaz de explicar siquiera lo que había pasado.

Acacia asintió con la cabeza, al parecer sabía perfectamente de qué clase de monstruo le estaba hablando.

—Pero tenías razón. Y salvaste a Tono.

—Sí —dije, volviendo a mirar el Muro. Jay a cambio de Tono. ¿Había sido un intercambio justo? Tono me había salvado en una ocasión de ser atrapado por un Maldecimal, y eso me permitió salvar a mi equipo… Pero si Jay no hubiera muerto puede que las cosas hubieran sido distintas. De entrada, es posible que no hubiéramos sido atrapados por los Maldecimales, no habría hecho falta el rescate…

Aquello fue suficiente para provocarme dolor de cabeza. Miré el retrato de Jay, en silencio, hasta que Acacia volvió a hablar.

—¿A cuántos de ellos llegaste a conocer?

—Solo a él —respondí, no sin dificultad. Admitir aquello me hacía sentir culpable, como si no mereciera estar allí, delante de todas esas pérdidas, indemne. La culpa del superviviente, lo llaman. Pero saber su nombre no hacía que resultara más fácil vivir con ello.

—Conocerás a más —dijo—. Tarde o temprano.

Curiosamente, aquel comentario no me molestó. Acacia no pretendía ser impertinente o demostrar que sabía más que yo. Yo sabía que era verdad. Nadie va a una guerra sin esperar bajas, y por más que me esforzara en intentar que no sucediera, sabía que algunos de nosotros acabaríamos siendo recuerdos en el Muro. Probablemente incluso yo.

—Sí —repliqué—. Lo sé.

Me cogió de la mano.

 

Le enseñé la sala de babor —había cierta polémica sobre si se llamaba así porque desde allí podías teletransportarte a otros lugares de la Ciudad Base, o porque estaba en la parte izquierda de la nave—1 y dimos la vuelta por el otro lado de los vestuarios para que pudiera ver el mini teatro y la sala de juegos, luego cruzamos la biblioteca y le enseñé las aulas. La mayor parte de las clases habían terminado ya, pero algunos de mis profesores seguían yendo y viniendo.

Salimos a una de las cubiertas superiores a tiempo de que Acacia fuera testigo de otro cambio de fase. Una de las características más traicioneras de InterMundo es que podía viajar en el tiempo tanto hacia delante como hacia atrás, abarcando un periodo de más de 100.000 años. Y para evitar que los Maldecimales y los Binarios pudieran detectarnos, los motores de solitones estaban programados para poder moverse también «de lado» en el tiempo; en otras palabras, podían atravesar los muros de Dirac de una Tierra paralela a otra. El número de mundos del altiverso que cruzábamos, y el tiempo que permanecíamos en cada uno, venía determinado por hechizos basados en aleatoridad cuántica; era absolutamente imposible descifrar el código.

En las últimas dos semanas habíamos tenido las defensas y los filtros de aire al máximo, porque esta Tierra estaba en plena celebración del aniversario (no sé si es la palabra más adecuada) de la extinción masiva del Cretácico-Terciario, que borró de la faz de la Tierra al dinosaurio Barney y toda su familia. Solo que ahora la implacable y sangrienta luz del sol empezaba a asomar por entre la cubierta de nubes, y lo que se veía no era precisamente bonito: una Tierra abrasada, tapizada de un carbón que fue antes una frondosa jungla.

—¿Vuestra nave puede viajar en el tiempo? —preguntó cuando terminé de explicarle lo que era el cambio de fase. Parecía terriblemente interesada, y yo casi le agradecía que por fin me preguntara algo a lo que era capaz de responder.

—Sí y no —dije, intentando darle una no-respuesta como las que solía darme ella a mí. No terminó de funcionar. Se limitó a mirarme, y el modo en que alzó las cejas me obligó a extenderme un poco más—. Viajamos con un rumbo establecido de forma aleatoria, en dimensiones paralelas de tres mundos. La nave va hacia delante y hacia atrás, pero…

—Pero no puede anclar a voluntad —concluyó con mucha seguridad, mientras asentía con la cabeza—. Viajáis a distintos puntos de esos tres mundos con un rumbo establecido mediante una variable aleatoria, pero siempre anclados a la corriente alfa.

Yo no tenía ni idea de qué me estaba diciendo, pero aquello se había convertido ya en algo más o menos normal. Me pareció satisfecha cuando asentí con la cabeza; en cualquier caso, lo que decía parecía cierto, y yo sabía que nuestros viajes en el tiempo se limitaban a ir hacia delante o hacia atrás en nuestros mundos base. Me volví para salir de la cubierta superior y bajamos por el pasillo donde estaban las aulas. Las ventanas que teníamos alrededor seguían cubiertas por una gruesa capa de polvo y ceniza.

—Hey, Jayarre —dije al atravesar una de las puertas que estaban abiertas. Aquí, a diferencia del colegio al que iba antes, no llamábamos a los profesores por su apellido, ni les tratábamos de usted; después de todo, muchos de ellos ni siquiera tenían apellido.

Jayarre se fijó en mí —me había dado la impresión de que me estaba mirando cuando le saludé, pero con el monóculo uno nunca estaba seguro—, me sonrió y me saludó con un aparatoso gesto. Daba clases de Cultura e improvisación. Provenía de una Tierra más inclinada hacia el lado mágico de las cosas, donde, según nos explicó en una ocasión, el mundo entero era, literalmente, un escenario. La verdad es que no entendí muy bien lo que quería decir, pero lo cierto era que tenía el aspecto de un director de circo y la buena disposición de tu tío favorito.

—¡Hola, hola! ¿Qué? ¿Enseñándole todo esto a la señorita?

Además, como el resto de los profesores, daba la impresión de saber las cosas sin más.

—Sí —contesté, parándome un momento en la puerta—. Es Acacia Jones.

—¡Bienvenida, querida, bienvenida! —Se levantó y cruzó la sala en tres zancadas para estrecharle la mano. Acacia no parecía estar nerviosa—. ¿Disfruta usted de su visita guiada, madame?

Vachement, monsieur! —respondió Acacia, y gracias a mis Nociones Básicas de Idiomas supe que había respondido afirmativamente y de forma entusiasta.

Las cejas de Jayarre se alzaron casi hasta tocar el ala de su sombrero de copa, y una amplia sonrisa hizo que su bigote se elevara también.

Merveilleuse, ma bichette!

—Iba a enseñarle la Zona de Emergencia —le interrumpí, y aquellas cejas se volvieron entonces hacia mí.

—¿Justo ahora? Bueno, por qué no, por qué no. Si tiene autorización de primer nivel, no veo el más mínimo inconveniente. —Jayarre a veces era como Jai, aunque en lugar de utilizar palabras con un montón de sílabas utilizaba un montón de palabras—. ¡Puede que me una a vosotros en vuestro asombroso viaje!

Eso era algo que no había previsto, pero antes de que tuviera tiempo de encontrar una buena excusa para disuadirlo, alguien cruzó la puerta.

—Despacho. Reunión —dijo Jirathe, lacónica, y se volvió hacia mí. Jirathe era la profesora de alquimia, y nunca usaba dos palabras si le bastaba con una. Parecía tan humana como yo, salvo por el pequeño detalle de que sus células eran de ectoplasma y no de protoplasma. Como consecuencia de ello, su cuerpo adquiría un color gris transparente cuando estaba quieta. Pero cuando… en fin, el cuerpo humano se compone de más de seis trillones de células, y cada célula está compuesta de agua en su mayor parte. Cuando Jirathe se movía, la luz se filtraba a través de seis trillones de prismas. O, por decirlo de otro modo, era como una explosión de arcoíris.

—¿Tengo que volver a la sala de reuniones? —No había oído que me llamaran por megafonía, pero quizá hubiera sucedido algo importante.

—No —dijo Jirathe, y le dirigió a Jayarre una significativa mirada antes de seguir su camino y atravesar un rayo de luz carmesí que hizo que sus brazos desnudos y sus hombros se ondularan como una andanada de fuegos artificiales.

—Me vas a tener que disculpar, hijo. Parece que esto es solo para los oficiales superiores —murmuró Jayarre. Se volvió hacia Acacia, le cogió la mano y se la besó—. Ha sido un placer conocerte, querida. Quizá podamos seguir intercambiando cumplidos en otro momento, pero ahora tengo que darme prisa. À bientôt.

Enchanté! —le respondió Acacia según tomábamos direcciones opuestas, y vi que varios profesores más abandonaban sus respectivas aulas y se dirigían hacia el despacho del Anciano. ¿Cuál sería el motivo de la reunión? Acacia, seguramente. ¿Iba a retirarle la autorización? No, no tenía ningún motivo para hacerlo… No se la habría concedido si no confiara en ella.

—Tiene que ver conmigo, seguro —dijo alegremente. Si estaba pensando lo mismo que yo, desde luego no parecía en absoluto inquieta.

—Seguramente. ¿No te importa?

—Me importaría que no se reunieran —dijo, y me detuve un momento para mirarla—. Vosotros estáis en medio de una guerra, y de repente tenéis una polizona a bordo. ¿No convocarías una reunión para alertar a todos de una potencial amenaza?

—Al Anciano no le pareciste una amenaza.

Acacia inclinó su cabeza hacia mí.

—¿Estás seguro de eso? Es cierto que me concedió autorización, pero ¿de verdad crees que no está poniendo a todo el mundo sobre aviso, por si acaso?

Lo medité unos segundos, repasando lo que había dicho y el tono en el que lo había hecho.

—¿Y lo eres?

—¿El qué?

—Una potencial amenaza.

—Eres un Caminante, ¿no? Te mueves entre dimensiones. Sabes que «potencial» es una palabra cargada de significado.

No pude evitarlo: sonreí, solo un poco.

—Cierto. O sea que sí eres una potencial amenaza.

—Pues claro que sí —dijo, mirándome con seriedad. Sus ojos, ya me había fijado antes, eran inequívocamente violetas, todo en ella indicaba que era un ser humano. Salvo por las placas de circuitos que tenía por uñas, claro—. O soy una aliada. ¿Crees que eso depende solo de mí?

A nuestra espalda, la realidad brillaba, se retorcía y cambiaba, dando lugar a un entorno completamente diferente, no por ello menos extremo. Al apartar la vista de Acacia vi que estábamos sobrevolando un glaciar ecuatorial. Bienvenidos a la Tierra Boladenieve, donde los océanos llevan congelados millones de años. Volví a mirar a Acacia para ver si se había percatado del pequeño salto temporal. Ella también estaba mirando por la ventana, con una sonrisa extraña y serena.

—No —dije, en respuesta a su última pregunta, y me sonrió. Los sistemas de calefacción se pusieron en marcha justo cuando me dirigía hacia la zona de la nave reservada para los entrenamientos físicos, pero no tenía ninguna duda de que esa sonrisa me habría hecho entrar en calor por sí sola.

1. En inglés, «port» significa «babor», pero también podría hacer referencia aquí a la teletransportación («teleport»). (N. de la T.)