—Está intentando ayudarte.
Mi guardia era un hombre que no se parecía en nada a mí, y me llevó algún tiempo acostumbrarme a eso. En realidad, parecía un hombre normal, como los que te cruzas por la calle en el mundo del que vengo; podría ser un policía o un ejecutivo. Era alto, y no me había mirado ni una sola vez desde el momento en que se plantó como un objeto inamovible delante de mi celda.
No he dicho «puerta» porque allí no había ninguna, al menos que yo viera. Los barrotes eran muy simples, iban desde el suelo hasta el techo, y no vi nada parecido a unas bisagras por ningún sitio. La primera vez que entré, la celda me había parecido bastante compleja; había sentido mi paso a través de los barrotes como un momento de fría niebla, y cuando Acacia me dejó allí vi ondularse los barrotes por un momento, como cuando tocas el agua.
Llevaba horas allí aparcado, incapaz de hacer otra cosa que caminar arriba y abajo, y mi guardia —hasta ahora— no se había prestado a conversar.
—¿Por qué dices eso? —Ante la falta de respuesta, sentí que mi mal humor aumentaba de golpe—. Oh, venga. Llevas horas haciendo de estatua; ahora que has empezado a hablar, no puedes dejarme así. ¿Por qué crees que está intentando ayudarme?
—Ella misma lo ha dicho.
Hice un gesto señalando a mi alrededor.
—¿Y en qué me ayuda esto, exactamente?
—Aquí estás a salvo.
—¡Yo no he pedido que me mantengan a salvo!
—Es su trabajo.
No pude evitar pensar en lo que me había dicho Jay a través de Tono, y respiré hondo antes de preguntar.
—¿Y su trabajo consiste en…?
—En protegerte.
—Su trabajo es proteger el futuro —repliqué—. ¿Dónde dice que eso incluya electrocutarme y encerrarme en una celda?
Se volvió entonces hacia mí y me miró a los ojos por primera vez desde que llegó.
—Tú eres el futuro, Joseph Harker.
Se me hizo un nudo en el estómago, y de repente mi lengua se me antojaba demasiado grande para mi boca. Yo era uno más dentro de un ejército; un ejército de yoes, sí, pero esa era la clave. Todos ellos eran yo. Tenía que referirse a todos nosotros. Tenía que referirse a InterMundo, ¿no?
No tengo ni idea de qué habría respondido si hubiera tenido ocasión de responder. Sin embargo, en ese mismo momento, un hombre grande con un traje negro llegó por detrás del guardia y le puso una mano en el hombro. El guardia dio un respingo; por un momento pensé, por su expresión, que estaba siendo atacado. Retrocedió un paso, se giró e inclinó la cabeza, y después se marchó sin decirme ni adiós.
El hombre del traje era alto y musculoso, y llevaba gafas de sol con cristales de espejo y un pinganillo en la oreja. La verdad es que se parecía tanto al típico guardaespaldas que esperaba que alguien más viniera con él, quizá un tipo bajito con pinta de pez gordo o una mujer con una tiara de diamantes. Pero venía solo, y sé que me miró porque me hizo un gesto, y parte de los barrotes se evaporaron sin más.
—Tienes que venir conmigo, Joseph Harker. —Sus labios no se habían movido, pero de algún modo supe que era él quien hablaba. ¿Cómo?, no estoy seguro, pero he visto cosas mucho más extrañas en el tiempo que llevo en InterMundo.
—¿Dónde está Acacia?
—No la encontrarás aquí si intentas escapar. No te molestes.
Asentí con la cabeza. Cuando alzó la mano para hacer otro gesto en dirección a los barrotes, me agaché y salí corriendo. Puse la mano sobre el disco escudo que llevaba en el cinturón, y lo activé por si intentaba detenerme con una pistola láser o algo así, aunque no entendía por qué Acacia me había permitido conservarlo; y de repente me vi otra vez tumbado de espaldas, mirando al guardaespaldas. Se había materializado ahí sin más, delante de mí, y ni siquiera vi cómo lo hizo. Era casi como si hubiera Caminado, aunque yo no había percibido ningún portal…
—No te molestes en intentar huir —volvió a decir, exactamente en el mismo tono que había usado antes. Parecía aburrido.
Extendió una mano hacia mí. Rodé de costado, pero sentí que me agarraba por la parte de atrás de la túnica, y me alzó en el aire, como si yo no pesara absolutamente nada. Esta vez ni siquiera estaba envuelto en aquella luz verde; no era un campo de esos que repelen la gravedad, o lo que fuera que hubiera utilizado Acacia. Empecé a darle patadas, sin saber muy bien qué podía esperar esta vez. Me imaginé que sabría algún truco para contraatacar, pero por qué no iba a probar suerte igualmente.
Mi pie golpeó lo que debía de ser un tronco nervioso en su muslo, pero él… no reaccionó. Ni lo más mínimo. Sentí la carne bajo su ropa, pero no se encogió, ni hizo la más leve mueca, ni dijo nada. Por fin, imaginando que lo mejor era darme por vencido de verdad, extendí las manos en señal de rendición.
El hombre me dejó otra vez en el suelo, pero no me soltó la camisa. Tampoco me importó; realmente no tenía intención de escaparme otra vez. No si existía la posibilidad de toparme con más como él, e imaginaba que así era. Mejor recabar antes un poco de información sobre dónde estaba.
—¿Adónde voy? —Al ver que no respondía, insistí—. Has dicho que tenía que ir contigo. ¿Adónde vamos?
—A la Ciudad Base de InterMundo. —Su tono no denotaba emoción alguna.
—Oh. Podrías habérmelo dicho cuando me sacaste de la celda. No habría intentado escapar.
Siguió sin decir una palabra, así que me dediqué a examinar el lugar mientras caminábamos por los pasillos.
Como antes, los pasillos eran grises y sin colores, y en algunos tramos había barrotes desde el suelo hasta el techo. Al principio me pareció que las celdas estaban vacías; luego reparé en que dentro de ellas había extrañas sombras, algunas con forma humana y otras no, algunas en movimiento y otras sentadas (o al menos quietas; algunas eran tan amorfas que era imposible saberlo). Escuché, pero no oí nada. Era más que inquietante.
Recorrimos varios pasillos así, mi escolta justo detrás de mí agarrado a mi camisa, hasta que por fin llegamos a la parte donde el «cielo» era de color pastel. Esta vez no hubo ascensor. Simplemente caminamos por los pasillos hasta que llegamos a una sala más grande, mejor iluminada, con ese cielo en el techo. En lo que a mí respecta, habíamos andado todo el rato en línea recta, pero de algún modo llegamos a una de las plantas superiores. A menos que las plantas inferiores también tuvieran ese cielo-claraboya-techo o lo que fuera. No estaba seguro.
La sala estaba vacía, y aproveché la ocasión para mirar a mi alrededor según entramos. La última vez que estuve allí solo pude mirar en una dirección, si es que estábamos en la misma zona de antes. Las paredes casi parecían las del vestíbulo de un bonito hotel; la sala era circular y las paredes de un color entre beis y rosa. Había obras de arte colgadas en ellas, marinas abstractas, faros, pájaros en pleno vuelo. Miré hacia abajo, siguiendo las líneas doradas que había en el suelo hasta que reconocí el dibujo como una estrella náutica. Parecía muy adecuada, teniendo en cuenta el tema de los cuadros.
—¿Por qué me envían de vuelta a casa, si Acacia me dijo que no era seguro?
—El consejo así lo ha decidido.
—¿Tú formas parte del consejo?
—No.
—¿Quiénes lo forman?
—Los consejeros.
El tono de su voz seguía careciendo de cualquier emoción, las palabras salían de su impasible rostro no sé bien cómo, pero estaba casi seguro de que estaba siendo sarcástico.
—¿Y quién eres entonces?
—Tu guía. Cuidado dónde pisas.
Miré hacia abajo; efectivamente, había un escalón antes de entrar a la siguiente sala, si es que era una sala. El suelo era completamente negro, hasta el punto de que no sabía muy bien si mi pie entraría en contacto con algo. Resultó que sí era un suelo, y parecía más duro que el mármol por el que había estado andando hasta ahora.
—Buena suerte, Joseph Harker.
Me soltó la camisa y me volví a mirarle; allí no había más que oscuridad. Extendí una mano y rocé una sólida pared que tenía la textura de la estática. La sala era completamente negra, pero podía ver mi mano y mi brazo con la misma claridad que si estuviera a plena luz. Podía ver todo mi cuerpo hasta los pies cuando miraba hacia abajo, pero estaba rodeado de oscuridad por todas partes.
Muestra extraída.
No estaba seguro de a quién pertenecía aquella voz, pero las palabras se quedaron como flotando en el silencio.
Línea temporal encontrada. Mapeando el camino.
Una lucecita apareció en mi visión periférica, luego otra, y otra, hasta que me vi rodeado por un campo de estrellas que reconocí enseguida. Constelaciones que llevaba no sé cuánto tiempo sin ver. La Osa Mayor y la Menor, Orión, Casiopea, el León. La Estrella Polar.
No me percaté de que estaba sonriendo hasta que empezaron a moverse, girando a mi alrededor hasta producir un flujo constante de luz, y luego —la sensación era lo bastante familiar como para reconocerla— caí a través del tiempo.
El aterrizaje no fue fácil esta vez.
Si bien las otras veces tampoco lo fueron, con la vomitona que me provocó la primera y el hecho de verme prisionero la segunda. El caso es que las dos veces había permanecido consciente.
No sé cuánto tiempo estuve inconsciente, ni por qué lo estuve. Solo sabía que mi cama estaba hecha de rocas, guijarros y esquirlas de cristal, y la boca me sabía a sangre cuando desperté. Me dolía la cabeza como si alguien me la hubiera metido en una prensa, y lo veía todo tan borroso que apenas podía distinguir nada.
Lentamente, me fui incorporando hasta ponerme de pie. El aire olía a humo, y no sabía dónde estaba, pero reinaba un silencio absoluto.
Algo no iba bien. No es que mi guardia hubiera hablado mucho, pero recordaba que me había dicho que me mandaban de vuelta a InterMundo. ¿No había llegado aún? ¿Tenía que Caminar primero a alguna otra parte?
Mi vista empezaba a aclararse, lo que me permitió distinguir algunos detalles aquí y allí. El sol brillaba en lo alto, lo que no solo agravaba mi dolor de cabeza y el lagrimeo de mis ojos, sino que contradecía por completo la imagen mental que me había hecho cuando percibí el olor a humo. Había imaginado que estaría cubierto, oscuro. No había humo por ninguna parte, ni fuego, pero noté que tenía ceniza en las manos cuando me las froté. Estaba en lo que debió de ser un jardín, un sendero de grava y arena (y ceniza y cristal…) que avanzaba por entre los retorcidos y chamuscados restos de árboles y arbustos.
La gravilla crujía bajo mis pies mientras caminaba despacio, mirándolo todo. Al mirar entre los abrasados árboles que flanqueaban el sendero, pude ver unas cajas largas de forma rectangular repartidas por el jardín. Unas cajas largas y plateadas. Se parecían mucho a los ataúdes que habían contenido los cadáveres de Jay y de Jerzy.
Eché a correr.
Había una estructura un poco más adelante, una entrada, y sabía de antemano que iba a estar justo ahí. Había pasado por allí con Jo tras el funeral de Jerzy, reprochándome el no haberla cogido de la mano.
La puerta no se abrió automáticamente al acercarme; de hecho no había puerta, solo un retorcido amasijo de metal que bloqueaba parcialmente la entrada. La salté, esperando que aquella voz enloquecedoramente tranquila me reconociera y me saludara. Pero lo único que me recibió fue el silencio.
Los pasillos no me resultaban familiares, y sin embargo sabía exactamente adónde ir. El ordenador estaba desconectado, los mecanismos no eran más que simples motores y ruedas sueltos. No había electricidad. No había electricidad en toda la base: si veía era únicamente por los rayos de luz que se filtraban a través de los agujeros de las paredes y del techo, el polvo y la ceniza se arremolinaban a mi paso. Cuando se pusiera el sol, me quedaría completamente a oscuras.
Me encontré una pistola láser tirada en un pasillo y la cogí; me alegré de sentirla en mi mano, hasta que se hizo pedazos. Literalmente. Se rompió en dos. El metal de la culata estaba oxidado. Me quedé parado en mitad del pasillo un momento, parecía imposible el más mínimo ruido en medio de aquel silencio, pero no se movió nada. Nada en absoluto.
Corrí más deprisa, recorriendo los pasillos a toda velocidad y saltando sobre los escombros, atravesando puertas y doblando esquinas. Por más que todo pareciera distinto, las cosas me seguían resultando dolorosamente familiares; sabía exactamente dónde estaba todo. Llegué hasta el despacho del Anciano sin equivocarme ni una sola vez.
Allí parecía todo más chamuscado. Los muebles estaban volcados, era evidente que los habían utilizado como barricada en algún momento. El inmenso escritorio plateado de Josetta estaba en su sitio, aunque lleno de quemaduras de láser que deslucían su superficie. Las butacas afelpadas y la alfombra oval habían quedado reducidas a polvo y cenizas. La puerta del despacho del Anciano estaba en el suelo, oxidada y salpicada de unas escamas secas que no quise inspeccionar más de cerca.
Todo el mundo había desaparecido.
InterMundo había sido destruido.