Solo estuve allí unos instantes, pero me pareció una eternidad. El Noquier, a su manera, resultaba tan desorientador como el Entremedias. En lugar de todo, allí no había absolutamente nada. Ni ruido, ni luz, ni aire; por lo menos al principio no. Cuando llevabas unos segundos allí, te dabas cuenta de que no estabas solo, de que había cosas en la oscuridad que sabían exactamente quién eras.
La otra vez que estuve allí, logré dirigirme a voluntad. Intenté concentrarme ahora para hacer lo mismo, pero el dolor era demasiado intenso; estaba demasiado cansado, demasiado preocupado, demasiado asustado. Y demasiado perdido. No sabía hacia dónde iba, pero sabía que no podía ser InterMundo. No podía volver a casa.
Justo cuando me preguntaba si el plan de Lord Dogodaga era dejarme atrapado en el Noquier para siempre —una idea aterradora, tengo que admitirlo—, vi un puntito a lo lejos. Fue haciéndose más grande a medida que me acercaba a él, y se volvió tan luminoso que tuve que cerrar los ojos. Tan pronto como los cerré, fue como si de repente ganara a un tiempo peso y masa, y me dirigiera hacia la muerte en caída libre. Fueron dos segundos de pánico indescriptible antes de caer al suelo.
Para mi sorpresa, no me dolió; no mucho al menos. Aunque tenía la sensación de haber estado cayendo una eternidad, caí desde una altura de dos o tres pies.
Sí, el suelo. Olía a polvo y a hierba, y cuando abrí los ojos, eso era exactamente lo que tenía debajo.
Gemí y rodé sobre el costado. La muñeca me dolía más que en toda mi vida —incluso más que el hombro que me disloqué en el desprendimiento— y estaba seguro de que esta vez me había roto una costilla. Estaba solo… ¿otra vez en el mundo del que venía? No… Oía algo a lo lejos. ¿Naves?
No.
Era otra cosa.
Me senté, mirando con incredulidad a un lado, donde había máquinas moviéndose en filas.
Coches.
Logré ponerme de pie y caminé hacia ellos. Estaba en un parque, y había un banco que me resultaba familiar. También aquella estatua de piedra. Las placas de las calles tenían nombres que yo conocía.
Estaba en casa. No en la Ciudad Base de InterMundo, en casa. Mi casa.
Mi mundo.
Lord Dogodaga no solo me había permitido seguir con vida, me había enviado de vuelta a casa.
La Noche de la Escarcha se acerca —me susurró su voz dentro de mi cabeza—. Y tú vivirás para verla, pequeño Caminante.
La energía que le dará nueva forma a todo…
Los Binarios y los Maldecimales querían darle una forma nueva al Altiverso, para adueñarse de él. Para recrear a su antojo todos los mundos. Me había enviado de vuelta a mi hogar, pero en poco tiempo no existiría mi hogar. Sería borrado, y yo con él.
Fui cojeando hasta la intersección, respirando tan hondo y tan regularmente como el dolor me permitía.
Si no estuviera aquí, estaría muerto —decía en mi cabeza la voz de Jerzy, en una de nuestras primeras conversaciones—. Le debo la vida a InterMundo.
Yo podía decir lo mismo. La primera vez había Caminado sin querer, y aquello había llamado la atención de los Maldecimales. Habían enviado gente a buscarme, y de no ser por Jay me habrían capturado y me habrían matado. Habría sido una de aquellas lucecitas que animaban a Joaquim.
No podrás Caminar lo suficientemente lejos —había dicho Lord Dogodaga.
Respiré hondo y busqué un portal. El terror tan paralizante que sentía al pensar que no encontraría ninguno fue reemplazado un segundo después por un alivio lo suficientemente intenso como para hacer temblar mis rodillas.
No podía regresar a InterMundo, pero todavía podía Caminar. Todavía podía percibir los portales. Todavía podía moverme entre mundos. Encontraría más como nosotros.
Cuadré los hombros, y el entrenamiento hizo lo demás según me movía a pesar de las heridas. No iba a dejar que unos cuantos huesos rotos me detuvieran, ahora no. Tenía muchas cosas que hacer. Tenía la voluntad, y los medios, y más aún; muy lejos de aquí y en otro tiempo, tenía una nave.
Y podía Caminar más lejos de lo que Lord Dogodaga pudiera llegar a soñar.