Lo importante no es caer,
sino la rapidez en levantarse
Recuerdo con gratitud los encuentros con Karma Yeshe Drolma , quien me introdujo en la filosofía y la psicología budistas. Siempre recordaré aquellas sesiones en que, de repente, mi admirada maestra tenía la capacidad de voltear mi mente, de confrontar mi ego dejándome para el arrastre. Mi narcisismo quedaba en entredicho ante sacudidas a mi personaje, al que dejaba al desnudo, vulnerable, con la sensación de caer en picado. Y justo en medio de mi desconcierto, como un niño asustado al que le acaban de descubrir sus trampas y mentiras, y a la vez como un lobo herido que busca morder, justo en ese instante me decía, con una gran sonrisa y mucha ternura: «Y ahora nos vamos a comer una pizza.»
De camino al restaurante, yo seguía con cara de palo, sin reparar por dónde pisaba y con la mente intentando recomponer los trozos del personaje que habían quedado esparcidos por la moqueta donde acabábamos de conversar. No podía creer que la misma persona que había retorcido mis entrañas quisiera compartir una pizza conmigo. Que después de menospreciarme tanto, me tratara como si no hubiera ocurrido nada, sin tan siquiera unas palabras compasivas, un «lo siento, me he pasado un poco». Mi humillación exigía un precio, un alto precio que debía pasar por humillarla. Entonces ella me miró y, con la misma sonrisa y tranquilidad, me preguntó: «¿Aún estás allí?», «¿Cuánto tiempo vas a necesitar para estar aquí?» En ese momento tuve ganas de contestarle que necesitaría el tiempo que me diera la gana. En un derroche de ego herido e insufrible resentimiento, aprendí una gran lección.
La tendencia a proteger nuestra identidad, tarea de la que se encarga el ego, el personaje, dificulta reconocer los errores y procura mostrar siempre la mejor de las caras. Dicho de otro modo, se pasa muy mal cuando nos cuestionan, más aún cuando nos ponen delante un espejo del que no podemos huir. Lo mismo ocurre cuando nos enzarzamos en querer tener razón, en no dar el brazo a torcer, en preferir mentir antes que aceptar el error. Eso es mucho ego. Y nada teme más el ego que ser cuestionado. Se convierte en un ego herido. Identificados con ese ego, nos convertimos en la herida que sentimos y odiamos a quien nos la causó.
Ahora imagínate que, en medio de tan bruscas y alteradas emociones, tengas la capacidad de soltarlas. Déjalas ir. No te enganches. Suelta la tensión interior. Respira y afloja. Virginia Satir diría «apadrina» esa emoción y llévala a un lugar más sosegado. Eso es lo primero que aprendí, a ser capaz de soltar toda esa carga destructiva, que solo podía servir para destruir. Claro que lo favoreció mucho que la otra persona me tratara como si no hubiera pasado nada. Es que en realidad, lo que había pasado, ya había pasado. Estábamos en otro momento. Aprendí a soltar aquel momento para poder estar en el siguiente. Aprendí a dejar de ser el personaje. De no ser así, aún seguiría enfadado. Por eso ahora, aunque no puedo evitar que aparezcan emociones perturbadoras, sé que las puedo soltar. Y que si no lo hago es porque me puede el ego. Y porque, seguramente, no practico lo suficiente.
Lo importante en la vida no es evitar que caigamos, porque eso sería vivir en la ingenuidad o la locura de la perfección. Sabemos que vamos a caer y caeremos. Una y otra vez. Una y mil veces más. La clave entonces, lo que difiere de una persona a otra, es su capacidad para levantarse. Hay quien lo hace en un periquete. Hay quien necesita horas, días, semanas... y hay quien no se levanta jamás.
Observa que, del mismo modo que el ego herido queda atrapado en su dolor, también el ego puede quedar desinflado, «victimizado» y enroscado en su resentimiento. Pero todo es ego. Todo es una total identificación con sus fauces emocionales. Heridos o resentidos, quedamos atrapados en las redes del egoísmo. Solo sabemos ver nuestro sufrimiento y, a la vez, solo sabemos culpar al resto del mundo de nuestros desatinos.
Un proverbio chino proclama, también, que «la gloria no estriba en no fracasar nunca, sino en levantarse cada vez que caigas». No obstante, vivimos en tierras donde el fracaso tiene mala prensa. Solemos llamar «fracaso» al resultado fallido y frustrante de unas expectativas. Por lo tanto, algo que tenía que suceder no sucede, o algo que no tenía que suceder sucede, y además acarrea un sentimiento de desaliento que incapacita.
Existen entonces dos dimensiones a tener en cuenta: unos resultados y unos sentimientos. El hecho de que algo no haya salido bien es simplemente un resultado. Nada más y nada menos. Si lo aceptamos así, como un resultado, podemos analizar lo que ha sucedido y corregir de cara al futuro las secuencias necesarias para obtener un buen resultado. El problema se esconde en los sentimientos, o sea, en la interpretación que hacemos de los estados emocionales producidos por el mal resultado y cómo los asociamos a nuestra identidad. Es como decir que somos lo que hacemos. Por eso, a veces, un mal resultado acaba siendo vivido como un déficit personal, como un fallo de nuestras capacidades y recursos. En definitiva, un fracaso por ser como somos.
Trabajar en una consulta psicológica permite, entre otras cosas, observar la inconmensurable capacidad del ser humano de sortear situaciones complejas y, en los casos más extremos, ponerse las pilas, levantarse y andar hacia su futuro. Es conmovedor ver en cada sufrimiento una fuerza de vida, un anhelo de conquista del vivir por encima de todo, y de hacerlo de la mejor manera posible, aunque lo posible parezca imposible. Ver cómo muchos padres transmutan el dolor de la pérdida de un hijo rompe con aquella pésima imagen del luto de por vida. Conversar con personas que lo han perdido todo y descubrir que aún sueñan, que se ilusionan por las cosas más sencillas, es alentador. Compartir experiencias con personas que han tenido que superar prueba tras prueba, a cuál más dura, te sitúa ante tus propias miserias, que no son otras que darte cuenta de que te ahogas en un vaso de agua.
Entiendo, por supuesto, que cuando se está en medio del naufragio de poco sirven estas palabras alentadoras. De poco sirven los discursos, o que te animen en medio de la depresión. Sin embargo, algo he podido aprender, no solo de mis maestros de vida, sino de la experiencia propia de quedarme con una mano delante y otra detrás. Mientras estás en la zona de supervivencia, no eres para nada consciente de esas capacidades, mitad creativas, mitad adaptativas. Haces lo que crees que debes hacer, sin pensar si eso es un acto de valentía, una heroicidad, o si algún día te sentirás orgulloso de haberlo hecho. Simplemente lo haces porque no queda remedio alguno.
Solo después, cuando has superado esos momentos, te das cuenta de lo que llegaste a hacer. Y cuando te das cuenta de ello, no te parece nada del otro mundo porque sabes que fuiste llevado por esa fuerza vital. Quizá por eso no le das suficiente valor. Y eso es lo que he escuchado tantas y tantas veces de aquellos que llegaron a lo imposible. Sencillamente no pensaron. Actuaron. Siguieron adelante. Les parece que eso no tiene tanto mérito y que, probablemente, cualquiera habría hecho lo mismo. No es falsa modestia. Es el recuerdo que queda. Nada del otro mundo. Solo luchaste por mantenerte vivo. Son los demás los que, cuando asisten como espectadores a tu proceso, le dan la categoría de hazaña. Es una curiosa paradoja, unos lo ven lo más normal del mundo y otros lo más extraordinario.
Otra cosa que aprendí de esos momentos complicados de la vida es el sostén de la inspiración. Cuando vi por primera vez la película Invictus, me sentí conmovido por la experiencia de Nelson Mandela durante sus años de cautiverio. En la soledad de su celda, solo le acompañaban unos versos que a día de hoy medio mundo ya se ha aprendido: «Soy el amo de mi destino, el capitán de mi alma.» Y en la película se cuenta que esas palabras, que solo eran palabras, lo inspiraron para mantenerse en pie.
Necesitamos inspiración en los momentos de dificultad, porque te sientes tan poca cosa, te sientes tan fuera de este mundo, que solo lo trascendente puede arroparte. Y lo trascendente no es solo un arrobamiento místico, sino aquello que otros han realizado a través del intento de trascenderse. Antes citaba a Victor Frankl. O este poema de Mandela, creado por Ernest Henley, quien luchó gran parte de su vida contra la tuberculosis de huesos que sufrió a los doce años de edad.
Para mi suerte, la música ha sido una forma de trascendencia. Me ha transportado más allá de los días grises. Uno siente como si aquella melodía, aquella canción o aquella voz le cantara, como si retratara su vida o invitara su corazón a la alegría. O aquellas novelas que te transportan a salir por un rato de tu mundo. O aquella solidaridad de tantas almas que aparecen cuando más las necesitas. Son ángeles de la guarda que parecen puestos para resolver el socavón y luego, curiosamente, desaparecen. La inspiración es una forma de elevarte cuando te sientes bajo tierra. Es un motor invisible que te empuja cuando ya no te quedan fuerzas. Es una comunión, más que un intento de convicción.
Cuando lo material escasea, o bien te hundes o bien te elevas hacia lo sutil. Y en el campo sutil, el terreno de las sincronicidades y de la magia, aprendes que la vida, aún con lo justo para vivir, es hermosa y misteriosa a la vez. Es justo en esos momentos cuando te entregas a la esperanza de que suceda lo mejor que pueda suceder para ti. Y ocurre que, cuando das el primer paso hacia ese misterio, aparece la piedra que te sostendrá o el puente que te ayudará a cruzar. Un segundo antes no lo veías. Apareció cuando diste el paso. Y esa es la gran diferencia entre el que se atreve a andar y el que se queda agazapado por el miedo, esperando que se abran los cielos y aparezca el salvador en persona.
No es la caída lo que debe preocuparnos, sino el tiempo que tardamos en levantarnos de nuevo. Es cierto que cada persona necesita de «su» tiempo, andar por el proceso con el ritmo propio. Solo añado que, tal como anda este mundo, estamos en tiempos de prórroga, es decir, no podemos entretenernos demasiado. Son tiempos de síntesis que precisan del compromiso de cruzar puentes invisibles, o bien quedarnos pasmados y absorbidos por tantos hechos, incidentes y amenazas que ya no son noticia por su cotidianidad. También colectivamente hemos de levantarnos pronto y alzarnos hacia la transformación, primero individual y a continuación social. Si queremos cambiar este mundo, debemos empezar por cambiarnos a nosotros mismos. Aunque tengamos múltiples tentaciones que nos harán caer de nuevo, lo importante es levantarse lo antes posible y seguir creando.