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Hasta el último momento

Embarazada de siete semanas

Seattle, Washington

Chloe

—¡Bienvenidos al podcast de Soltera a los treinta! —sonó la voz de Kristin a través de mis auriculares—. Hoy vamos a hablar sobre cómo reunir la mejor colección de vibradores. Sí, necesitas más de uno en tu cajón especial. En fin: este episodio está completamente inspirado en una conversación que tuve con mi mejor amiga, una editora que…, bueno, digamos que tiene las hormonas un poco descontroladas últimamente, y tuvo que llamarme a la hora de la comida para despotricar sobre ellas.

Reprimí una carcajada cuando el programa dio paso a un anuncio.

En esos instantes estaba en el sótano de nuestro edificio, horas antes de que saliera el sol, porque, según había aprendido, era el mejor momento para evitar las hordas de reporteros matutinos que sentían la necesidad de acampar fuera todos los días.

Antes de que nos centremos en el tema de hoy, tengo que explicar la diferencia entre el «autoamor» bueno y el excelente —regresó la suave voz de Kristin—. Son dos cosas completamente distintas, y aunque ambas… —El auricular izquierdo se me salió de la oreja y, poco después, le siguió el derecho.

Qué coño…

Me di la vuelta y me tropecé con Tyler, que estaba justo detrás de mí.

Los pezones se me endurecieron debajo de la blusa cuando le di un repaso, y el corazón me dio un brinco. Guapísimo, como siempre, tenía una mirada que brillaba debajo de la tenue luz de la sala, y aunque iba vestido con vaqueros azules y una camiseta negra, parecía recién salido de una sesión de fotos.

¿Por qué está siempre tan perfecto?

—¿Sí, señor Carrington? —pregunté—. ¿Necesita algo?

—¿Cuánto tiempo tienes pensado evitarme?

—Hasta que dé a luz. Puede que un poco después, también.

—Eso solo sería posible si yo fuese de los padres incumplidores.

—Entonces, ¿solo eres de los que engañan a sus prometidas de hace años?

—¿Perdona? —Me miró con los ojos entrecerrados—. ¿De qué demonios estás hablando?

—En el sobre que te di te ofrecía un trato cojonudo —dije—. Puedes responderme por escrito y decirme qué es lo que no te gusta.

Comencé a alejarme, pero él me agarró de la cintura con firmeza y me apoyó contra la pared.

—¿Cuándo es la fecha de parto?

—Señor Carrington…

—Tyler —me corrigió, apretándome más—. ¿Cuándo es la fecha de parto, Chloe?

—El trece de enero.

—¿Has contratado ya a un médico privado?

—Mira mi sueldo. ¿Tú qué crees?

—¿Y qué hay de los fondos para un colegio privado?

—Casi no me puedo permitir libros nuevos en tapa dura… —contesté—. Y eso que la mayoría los consigo gratis.

Sus labios se curvaron en una sonrisa, pero desapareció pronto.

—¿Ni siquiera con la promoción?

—No. Ni siquiera con la promoción.

—¿Se lo has contado a tus padres?

—No he hablado con ellos desde que tenía diecisiete años. —Me detuve un momento para tratar de no contarle que habían desaparecido hacía mucho—. ¿Es eso todo lo que necesitas saber?

—No. —Negó con la cabeza—. ¿Por qué me estás evitando?

—Te lo acabo de contar, literalmente.

—No, te he preguntado durante cuánto tiempo tenías pensado hacerlo —replicó, casi rozándome los labios con los suyos—. «Por qué» es una pregunta totalmente distinta, y quiero otra respuesta distinta también.

—Tengo varios motivos.

—Dame los mejores.

—Primero, que lo único que veo cuando te miro es una noche que ojalá pudiese borrar —anuncié—. Segundo, que eres el más…

—Retiro lo que he dicho —me interrumpió—. No quiero escuchar ninguna de tus razones, son solo excusas de mierda.

—¿Porque eres incapaz de aceptarlas? ¿Es eso…?

Dejé de hablar cuando me metió una mano bajo la falda y me apartó las bragas con un solo movimiento.

—Estoy intentando sincerarme contigo, Chloe —dijo, en tono grave—. Pero eso será imposible si tú sigues mintiéndome.

—No creo que seas la persona más adecuada para quejarse sobre mentir.

Me metió un dedo muy dentro, e inspiré con fuerza.

—No te arrepientes de haberte acostado conmigo en absoluto. De hecho, apuesto que has pensado tanto en ello como yo, y que siempre que me ves, deseas poder volver a esa noche para pasar de la ronda séptima a la décima a lo largo de la mañana.

—Eso no es cierto…

—Ah, claro que sí. —Se agachó y me mordió el labio inferior, atrapándolo entre sus dientes, mientras me metía otro dedo—. Y creo que te preocupa más la prensa que hay fuera y quién crees que era yo antes de conocerme de lo que te preocupa que te haya dejado embarazada.

—Eso es… —Arqueé la espalda cuando volvió a morderme el labio—. Eso tampoco es cierto.

—Eres muy fácil de leer —afirmó—. Eso es lo que más me gustó de ti la noche en que nos conocimos. Y eso es lo que me gusta de ti ahora.

—Espero que esto no se esté convirtiendo en una propuesta de matrimonio.

—También me gustó, y me sigue gustando, tu boquita ingeniosa. —Sacó los dedos durante un instante para arrancarme las bragas. Después volvió a llevarlos a mi sexo cuando el encaje cayó al suelo—. Pero hay un lugar y un momento para ello, y no es hoy.

Comencé a respirar con dificultad cuando presionó el pulgar contra mi clítoris pulsante. Lo acarició, tanteándolo, sin apartar su mirada de la mía. Durante varios segundos, el único sonido que se escuchó fue el zumbido suave de las impresoras y mi respiración entrecortada.

Continuó mirándome a los ojos para ver cómo reaccionaba a su contacto, y yo desistí de mentirle.

—Hoy, a mediodía, entrarás en mi despacho lista para hablar de nuestro bebé. —Metió y sacó los dedos de mi interior, repitiendo el mismo ritmo exacto que había usado cuando habíamos follado en mi habitación—. Cerrarás la puerta, incluso aunque no debería haber nadie alrededor, porque hoy solo he establecido media jornada, y meditarás sobre esta situación mientras fijamos algunas reglas y límites.

Su ritmo diestro y sensual no remitió. Continuó hablando en voz baja y medida, como si no estuviese controlando todo mi cuerpo con sus dedos.

—¿Estamos ya en la misma página, Chloe?

Yo asentí.

—¿Estás segura? —Me acarició el clítoris con la yema del pulgar de nuevo, llevándome al límite con rapidez, pero no me dejó acercarme lo suficiente como para alcanzarlo—. Necesito escucharte decirlo.

Gemí con suavidad cuando noté que el coño pulsaba contra su mano.

—¿Lo estamos? —preguntó, sin bajar el ritmo—. ¿Estamos en la misma página?

—Sí… —Solté un suspiro y él me metió los dedos todo cuanto pudo—. Sí.

—Bien. —Apartó la mano de golpe y me negó la liberación. Después, se lamió los dedos antes de alejarse—. Te veré a mediodía.