7

Móntate conmigo

Seattle, Washington

Chloe

No puedo respirar.

Agarré la barandilla mientras me caían gotas finas de lluvia por el cuerpo.

Necesitaba un descanso del aluvión de miradas encendidas que me había lanzado William a lo largo de toda la cena. Cada vez que se encontraban con los míos, sus ojos parecían decirme: «¿Sigues mojada por mí?», «¿Cuándo vamos a follar?» y «¿De verdad crees que no vas a venir esta noche a casa conmigo?».

A esas alturas tenía las bragas mojadas sin remedio alguno, y había desistido de cualquier intento de mantener una charla ligera con él. Nada podía disolver la profunda tensión que existía entre los dos.

La puerta se abrió a mi espalda, pero no necesitaba darme la vuelta para saber que era él. Sus pesados pasos golpearon el hormigón húmedo, y se colocó detrás de mí, sujetando un paraguas por encima de mi cabeza.

No dijo nada durante unos segundos, y no pude evitar respirar su aroma sexy.

—¿Estás buscando algo en concreto aquí fuera? —preguntó.

—Lo siguiente en mi búsqueda del tesoro —mentí. Ya había descubierto hace mucho lo que era.

Con su mano libre, me agarró de la cintura y me dio la vuelta.

—¿Cuál es la pista?

—«Baila con tus tacones nuevos bajo el cielo nocturno, en algún lugar donde la lluvia no sea una molestia» —dije—. Es la penúltima, hasta mañana.

—Me parece que tus amigas te están enviando a una discoteca.

—Eso creo yo también.

—Mmm. ¿Y la última de esta noche?

«El complemento perfecto a tu colección de lecturas eróticas, hasta que encuentres a un chico que pueda satisfacer tus necesidades».

Me sonrojé con solo de pensarlo.

—Es privado.

—Por lo que he visto, es algún tipo de juguete erótico. Aunque, para tratarse de alguien que practica tanto sexo sin compromiso, no sé para qué ibas a necesitarlo.

Solté un bufido.

—¿Has leído mi lista?

—Sí. —Sonrió y me apretó la cintura con suavidad—. Tenía curiosidad.

—¿Sabes qué? Creo que ahora mismo estás demasiado cerca de mí.

—Pues dime que me aparte.

No pronuncié palabra. Lo único que pude hacer fue mirarlo. Bajo las luces de neón de la torre, me parecía alguien a quien había visto antes, pero no supe situar dónde.

¿De qué te conozco?

—Eres una maldita fantasía, Chloe —dijo, haciéndome olvidar esa línea de pensamientos. Me recorrió con un dedo la carne abultada de mis pechos, y entonces los empleados aparecieron en la terraza.

Colocaron una mesa y unas sillas, y las resguardaron con una carpa enorme. Después, dejaron una botella de vino nueva y cuatro platos cubiertos.

—Ya están servidos los últimos platos —anunció el chef; sacó una silla y me miró—. ¿Señorita?

William me acompañó a mi asiento, y esperé a que él tomara el suyo antes de coger el tenedor.

—Me gustaría saltarme la parte de la parada en la discoteca que hay en tu lista —anunció—, si es posible.

—¿No se te da bien bailar?

—Se me da genial bailar.

—Y, entonces, ¿por qué? —Arqueé una ceja.

—Es una larga historia —respondió, con aspecto ligeramente melancólico por primera vez en la noche.

Me metí una albóndiga diminuta en la boca. Yo tampoco tenía ningunas ganas de ir a una discoteca.

La noche ya me iba bien sin ella.

—Si nos lo saltamos, tendrás que compensármelo de alguna manera —advertí.

—Estaré encantado de hacerlo.

—En ese caso, nos queda lo que tú quisieras hacer para celebrar tu cumpleaños. ¿Quieres ir a uno de esos recorridos turísticos nocturnos?

—No. —Negó con la cabeza—. Preferiría hacer alguna locura que no puedo hacer en casa. Nada típico de los cumpleaños.

Di unos golpecitos con el pie debajo de la mesa. Había algo que quería hacer sin falta todos los años, pero Madison y Kristin eran demasiado profesionales —y demasiado miedosas— como para siquiera pensarlo. Por mucho que insistiera en que iba a ser «épico», siempre me lo negaban.

—¿Quieres fumar marihuana y montar en The Great Wheel? —pregunté.

—¿Perdona?

—Como tengo la peor jefa del mundo, de vez en cuando tengo que fumar un poco de marihuana para poder soportarla, así que… —Abrí el bolso y le enseñé unos porros enrollados a la perfección. Después, señalé la noria gigante que había en el muelle—. Deberíamos fumárnoslos todos y montarnos —dije—. Después, si nos queda tiempo, usaré la copia de las llaves de la heladería de mi amiga para tomarnos el último postre, y pondremos fin a la noche.

Se quedó callado durante un rato, y parecía debatirse entre dejarme allí sola o abrazarme.

—Si te preocupan los ojos rojos, no hace falta. Tengo el kit ideal. —Saqué unas gotas oculares, un paquete de mini Twinkies y tres pares de gafas enormes—. Nadie sabrá nunca que estamos colocados, pero, si no te apetece, podemos hacerlo todo sobrios, claro.

—No estoy preocupado en lo más mínimo por nada. —Cogió los Twinkies y un par de gafas—. Me gustaría unirme al plan.

—¿A la parte de la noria y los postres o a la de la hierba?

—A todo.

Una hora más tarde

Más alegre que unas castañuelas, empecé a reír cuando la noria ascendió hacia el cielo nocturno. William me puso su chaqueta sobre los hombros y no apartó su mirada de la mía mientras girábamos.

Por algún extraño motivo, teníamos la noria solo para nosotros. Y lo que era más: no había ni una sola persona en ninguna parte del muelle, lo cual era de lo más raro para tratarse de un sábado por la noche.

Cuando nos estábamos acercando a la parte baja, señalé hacia el fotomatón.

—Deberíamos hacernos unas cuantas fotos juntos allí antes de marcharnos.

—¿Has cambiado de opinión sobre lo de mi foto?

—No. Todas ellas serían para ti, porque no puedes dejar de mirarme. Además, después de esto, también quedas fuera de mi lista de compis porretas. Estás demasiado tranquilo cuando te colocas.

Se rio, se acercó y sus labios se posaron sobre los míos. Al principio, con suavidad; después, con posesión.

Me agarró del cuello y deslizó la lengua dentro de mi boca, tomando el total y absoluto control de ella. Me rendí, me subí a su regazo, cerré los ojos y lo dejé poseer mi boca durante lo que pareció una eternidad.

Giramos cuatro veces más sobre la ciudad antes de que el encargado detuviera la noria en seco.

¿Por qué se parece tanto el encargado a ese tipo que vimos en el aparcamiento del hotel?

William me ayudó a bajar del cubículo, me agarró de las caderas y me aplastó contra la puerta metálica. Sin mediar palabra, sus labios volvieron a adueñarse de los míos, y sus dedos se enredaron en mi pelo. La polla se le puso dura contra mi cuerpo, y yo solté un gemido contra su boca.

—Deberíamos volver a mi hotel —susurró.

—Sí. —Asentí, jadeante—. Ahora mismo.