1939: 3 DE FEBRERO

Él estaba sobre la azotea, con un rifle entre las manos, y recordaba cuando los dos salían de cacería a la laguna. Pero éste era un fusil oxidado, que no servía para la caza. Desde la azotea, se veía la fachada del obispado. Sólo quedaba el frente, como una cáscara sin pisos ni techos. Detrás de la fachada, las bombas lo habían derrumbado todo. Se podían ver unos muebles viejos, sepultados; por la calle caminaban en fila un hombre con cuello de paloma y dos mujeres vestidas de negro. Guiñaban los ojos y llevaban unos bultos entre las manos e iban con paso de asombro junto a la fachada. Bastaba verlos para reconocer a los enemigos.

—¡Eh, a la otra acera!

Les gritó desde ese lugar en la azotea y el hombre levantó el rostro y el sol le cegó los anteojos. Agitó el brazo para indicarles que cruzaran la calle y evitaran el peligro de la fachada que parecía a punto de derrumbarse. Cruzaron la calle y a lo lejos sonaron las salvas de la artillería de los fascistas —se escuchaban huecas cuando retumbaban en las hondonadas de la montaña y agudas cuando silbaban en el aire—. Después se sentó sobre un saco de arena. A su lado estaba Miguel. No se apartaba para nada de la ametralladora. Vieron desde la azotea las calles desiertas de la población. Había cráteres en las calles, postes de telégrafos rotos y cables enmarañados —ese eco interminable de las salvas y el pac-pac-pac de algunos fusiles, las baldosas secas y frías—: sólo la fachada del antiguo obispado quedaba en pie en esa calle.

—Sólo nos queda una cinta de cartuchos para la ametralladora —le dijo a Miguel y Miguel contestó:

—Esperemos hasta el atardecer. Después…

Se recargaron contra el muro y encendieron cigarrillos. Miguel se abufandó hasta esconder la barba rubia. Allá lejos, las montañas estaban nevadas; la nieve había bajado mucho, aunque el sol brillaba. En la mañana, la sierra se recortaba y parecía avanzar hacia ellos. Después, al atardecer, se retiraría; ya no podrían verse los senderos y los pinos de las laderas. Al final del día, sería sólo una masa lejana y morada.

Pero ese mediodía, Miguel miró al sol y guiñó los ojos y le dijo:

—Si no fuera por los cañones y el paqueo, se diría que estamos en paz. Son hermosos estos días de invierno. Mira hasta dónde ha bajado la nieve.

Él miró las arrugas blancas y hondas que corrían de los párpados de Miguel a la mejilla barbada; esas arrugas eran como la nieve de su rostro. No las olvidaría, porque en ellas había aprendido a ver la alegría, el valor, la rabia, la serenidad. A veces habían ganado, antes de que volvieran a arrojarlos hacia atrás. A veces sólo habían perdido. Pero antes de ganar o perder, ya estaba en las líneas de la cara de Miguel la actitud que debían tener. Aprendió mucho en la cara de Miguel. Sólo le faltaba verlo llorar.

Apagó el cigarro sobre el piso y la punta se regó como un fuete de centellas y le preguntó a Miguel por qué estaban perdiendo y él señaló hacia las montañas de la frontera y dijo:

—Porque nuestras ametralladoras no pasaron por ahí.

También Miguel apagó el cigarro y comenzó a canturrear:

Los cuatro generales, los cuatro generales,

los cuatro generales, mamita mía,

que se han alzado…

y él contestó, recargado también contra los sacos de arena:

Para la Nochebuena, mamita mía,

serán ahorcados, serán ahorcados…

Cantaron mucho, para matar el tiempo. Había muchas horas como ésta, en las que vigilaban y no pasaba nada y entonces cantaban. No anunciaban que iban a cantar. Tampoco sentían vergüenza de cantar en voz alta enfrente de los demás. Igual que cuando reían sin motivo y jugaban a las peleas y también cantaban en la playa cerca de Cocuya, con los pescadores. Sólo que ahora cantaban para darse ánimo, aunque la letra pareciera una burla, porque los cuatro generales no fueron ahorcados, sino que los tenían copados en este pueblo y frente a ellos estaba la frontera de la montaña. Ya no tenían a dónde ir.

El sol empezó a esconderse temprano, como a las cuatro de la tarde, y él acarició su viejo fusil naranjero, con su mango pintado de amarillo, y se puso la gorra. Se abufandó, igual que Miguel. Desde hace días, quería proponerle una cosa. Sus botas estaban gastadas, pero todavía aguantaban. Miguel, en cambio, andaba con unas alpargatas viejas, envueltas en trapos y amarradas con cordeles. Quería decirle que podían alternar las botas: un día él y otro día yo. Pero no se atrevía. Las arrugas de la cara le decían que no debía hacerlo. Ahora se soplaron las manos, porque ya sabían lo que es pasar una noche de invierno sobre la azotea. Entonces, del fondo de la calle, como si hubiera salido de unos de esos cráteres, apareció corriendo un soldado nuestro, republicano. Agitaba los brazos y por fin cayó, boca abajo. Detrás de él, varios soldados republicanos golpeaban con las botas las aceras bombardeadas. Aquel cañoneo, que parecía tan lejano, se acercó de un solo golpe y desde la calle uno de los soldados gritó:

—¡Armas, por favor, armas!

—¡No se detengan! —gritó el hombre que iba al frente de nuestros soldados—. ¡No sean un blanco fácil!

Pasaron corriendo debajo de ellos y ellos apuntaron la ametralladora hacia la retaguardia de sus compañeros: creyeron que los venían persiguiendo.

—Ya deben andar cerca —le dijo a Miguel.

—Apunta, mexicano, apunta bien —le dijo Miguel y tomó entre las palmas de las manos la última cinta de cartuchos que les quedaba.

Pero se les adelantó otra ametralladora. A dos o tres cuadras de distancia, otro nido emboscado, pero éste de los fascistas, había esperado el momento de nuestra retirada y ahora la metralla estaba salpicando la calle y matando a nuestros soldados. No a su jefe, que cayó de boca y gritó:

—¡Arrojándose de barriga! ¡Nunca aprenderán!

Él cambió la posición de la ametralladora para tirar sobre ese nido emboscado y el sol se perdió detrás de las montañas. El fuego de la ametralladora en sus manos le cimbraba el cuerpo y Miguel murmuró:

—No bastan los riñones. Los moros rubios tienen mejor equipo.

Porque sobre sus cabezas zumbaron los motores.

—Ya llegaron los Caproni.

Combatían lado a lado, pero ya no se veían en la oscuridad. Miguel alargó el brazo y le tocó el hombro. Por segunda vez este día, la aviación italiana bombardeaba la población.

—Vamos, Lorenzo. Ya regresaron los Caproni.

—¿A dónde vamos? ¿Qué? ¿Dejamos la ametralladora?

—Ya no sirve. No tenemos balas.

La ametralladora enemiga también había callado. Debajo de ellos, por la calle, pasó un grupo de mujeres. Las distinguieron porque iban cantando, a pesar de todo, con las voces altas:

Con Líster y Campesino,

con Galán y con Modesto,

con el comandante Carlos,

no hay milicianos con miedo…

Eran voces extrañas, entre tanto ruido de bombas, pero más fuertes que las bombas porque éstas caían de cuando en cuando y las voces cantaban todo el tiempo. “Y no es que fueran voces muy marciales, papá, sino voces de mujeres enamoradas. Les estaban cantando a los guerreros de la república como a sus enamorados, y allá arriba, antes de abandonar la ametralladora, Miguel y yo nos tocamos accidentalmente las manos y pensamos lo mismo. Que nos cantaban a nosotros, a Miguel y a Lorenzo y que nos amaban…”

Entonces se derrumbó la fachada del obispado y ellos se arrojaron al piso, cubiertos de polvo, y él pensó en Madrid, cuando llegó, en los cafés llenos de gente hasta las dos y tres de la madrugada, cuando sólo hablaban de la guerra y sentían una gran euforia, una gran seguridad de que ganarían y él pensó en que Madrid seguía resistiendo y en que con las bombas las madrileñas se hacían tirabuzones… Se arrastraron hasta la escalera. Miguel estaba inerme. Él iba arrastrando su fusil naranjero. Sabía que sólo tenían un fusil por cada cinco combatientes. Decidió no soltar su fusil.

Bajaron por la escalera de caracol.

“Creo que un niño lloraba en un cuarto. No sé, porque pude confundir el llanto con el de las alarmas aéreas.”

Pero lo imaginó allí, abandonado. Bajaron a tientas, en la oscuridad. Era tanta, que al salir a la calle les pareció de día. Miguel dijo: “No pasarán”, y las mujeres le contestaron: “¡No pasarán!” Les cegó la noche y debieron caminar un poco desorientados, porque una de las mujeres corrió hacia ellos y les dijo:

—Por allí no. Venid con nosotras.

Cuando se acostumbraron a la luz de la noche, estaban todos boca abajo sobre la acera. El derrumbe los aisló de las ametralladoras enemigas: la calle estaba cortada; él respiró el polvo suelto, pero también el sudor de las muchachas recostadas a su lado. Trató de ver sus caras. Sólo vio una boina, una gorra de estambre, hasta que la muchacha arrojada a su lado levantó el rostro y él vio su pelo suelto, castaño, blanqueado por la cal del derrumbe y ella le dijo:

—Soy Dolores.

—Lorenzo. Ése es Miguel.

—Yo soy Miguel.

—Perdimos al grupo.

—Éramos del Cuarto Cuerpo.

—¿Cómo salimos de aquí?

—Es preciso dar un rodeo y cruzar el puente.

—¿Vosotros conocéis el lugar?

—Miguel lo conoce.

—Sí, yo lo conozco.

—¿De dónde eres?

—Soy mexicano.

—Ah, entonces no es difícil entenderse.

Los aviones se alejaron y todos se pusieron de pie. Nuri con la boina y María con la gorra de estambre dijeron sus nombres y ellos repitieron los suyos. Dolores llevaba pantalones y una chaqueta y las otras dos overoles y mochilas. Avanzaron en fila por la calle desierta, muy cerca de los muros de las casas altas, debajo de los balcones oscuros con sus ventanas abiertas, como si fuera un día de verano. Oían ese paqueo interminable, pero no sabían de dónde venía. A veces, pisaban los cristales rotos o Miguel, que iba al frente de la fila, decía que tuvieran cuidado con un cable. Un perro les ladró en una bocacalle y Miguel le arrojó una piedra. En un balcón estaba sentado en su mecedora un viejo con la bufanda amarrada alrededor de la cabeza. No los miró cuando pasaron y ellos no entendieron qué hacía allí: si esperaba el regreso de alguien o si aguardaba la salida del sol o qué. No los miró.

Él respiró hondo. Dejaron atrás el pueblo y llegaron a un campo de álamos desnudos. Ese otoño, nadie recogió las hojas secas que crujieron bajo sus pies, ennegrecidas ya por la humedad. Miró los trapos empapados que envolvían los pies de Miguel y quiso, otra vez, ofrecerle sus botas, pero el compañero caminaba con tal firmeza, lo sostenían dos piernas tan fuertes y esbeltas, que se dio cuenta de lo inútil que sería ofrecerle lo que no necesitaba. A lo lejos, les esperaban esas laderas oscuras. Quizá, entonces, las necesitaría. Ahora no. Ahora estaba allí el puente y debajo de él corría un río turbulento y hondo y todos se detuvieron a verlo.

—Pensé que estaría congelado —él hizo un gesto de enfado.

—Los ríos de España nunca se hielan —murmuró Miguel—. Corren siempre.

—¿Por qué? —le preguntó Dolores a él.

—Porque así podríamos evitar el puente.

—¿Por qué? —dijo ahora María y las tres, con las preguntas en las miradas, eran como unas niñas curiosas.

Miguel dijo:

—Porque generalmente los puentes están minados.

El pequeño grupo no se movió. El río rápido y blanco que pasaba a sus pies los hipnotizó. No se movieron. Hasta que Miguel levantó el rostro y miró hacia la montaña y dijo:

—Si cruzamos el puente, podemos llegar a la montaña y de allí a la frontera. Si no lo cruzamos, nos fusilarán…

—¿Entonces? —dijo María con un sollozo reprimido y por primera vez los dos hombres vieron su mirada vidriosa y cansada.

—¡Que ya perdimos! —gritó Miguel y apretó los puños vacíos y se movió así, como si buscara en el suelo tapizado de hojas negras un fusil—. ¡Que no hay vuelta atrás! ¡Que ya no tenemos ni aviación, ni artillería, ni nada!

Él no se movió. Se quedó mirando a Miguel hasta que Dolores, la mano caliente de Dolores, los cinco dedos que acababa de retirar de la axila, tomaron los cinco dedos del joven y él comprendió. Buscó sus ojos y él vio, también por primera vez, los de ella. Pestañeó y los vio verdes, igual que el mar cerca de nuestra tierra. La vio despeinada y sin pintura, con las mejillas enrojecidas por el frío y los labios llenos y resecos. Los otros tres no se fijaron. Caminaron, ella y él, tomados de la mano y pisaron el puente. Él dudó un momento. Ella no. Los diez dedos unidos les dieron calor, el único calor que él había sentido en todos estos meses.

“…el único calor que sentía en todos estos meses de retirada lenta hacia Cataluña y los Pirineos…”

Escucharon el ruido del río debajo de ellos y el crujido de las planchas de madera del puente. Si Miguel y las muchachas gritaron desde la otra orilla, ellos no los escucharon. El puente se alargaba, parecía atravesar un océano y no este río encabritado.

“Mi corazón latía de prisa. El latido debió sentirse en mi mano, porque ella la levantó y la llevó a su pecho y allí sentí la fuerza de su corazón…”

Entonces ya caminaban lado a lado sin miedo y el puente se acortó.

Del otro lado del río, surgió lo que no habían visto. Un gran olmo sin hojas, grande, hermoso, blanco. No lo cubría la nieve, sino un hielo brillante. Brillaba como una joya, de tan blanco, en la noche. Él sintió el peso de su fusil sobre el hombro, el peso de sus piernas, sus pies de plomo sobre la madera del puente: así de ligero, luminoso y blanco le parecía ese olmo que los esperaba. Apretó los dedos de Dolores. El viento helado les cegaba. Cerró los ojos.

“Cerré los ojos, papá, y los abrí, temiendo que el árbol ya no estuviera allí…”

Entonces los pies sintieron la tierra, se detuvieron, no miraron hacia atrás, corrieron los dos hacia el olmo, sin atender los gritos de Miguel y las dos muchachas, sin escuchar la nueva carrera de los compañeros sobre el puente, corrieron y abrazaron el tronco desnudo, blanco y cubierto de hielo, lo mecieron mientras esas perlas de frío caían sobre sus cabezas, se tocaron las manos abrazándolo y se separaron violentamente de su árbol para abrazarse Dolores y él, para que él le acariciara la frente y ella la nuca; ella se alejó para que él viera mejor los ojos verdes, húmedos, y la boca entreabierta antes de hundir la cabeza en el pecho del muchacho y levantar el rostro y darle sus labios, antes de que los compañeros los rodearan, pero sin abrazar el árbol como ellos lo habían hecho…

“…Qué tibia, Lola, qué tibia eres y cómo te amo ya.”

Acamparon en las estribaciones de la sierra, debajo de la corona de nieve. Miguel y el joven buscaron ramas e hicieron un fuego. Él se sentó junto a Lola y volvió a tomarle la mano. María sacó de su mochila una vasija rota y la llenó de nieve y la derritió sobre el fuego y también sacó un pedazo de queso de cabra. Después, riendo, Nuri sacó del pecho unas bolsitas arrugadas de té Lipton y todos rieron con la cara de ese capitán de yate inglés que adornaba las bolsas de té.

Nuri contó que antes de la caída de Barcelona habían llegado paquetes de tabaco, té y leche condensada mandados por los americanos. Nuri era regordeta y alegre y trabajó antes de la guerra en una fábrica de tejidos, pero María hablaba y recordaba los días en que estudiaba en Madrid y vivía en la Residencia de Estudiantes y salía a las huelgas contra Primo de Rivera y lloraba en los estrenos de Lorca.

“Yo te escribo, con el papel apoyado contra las rodillas, mientras las oigo hablar y trato de decirles cuánto amo a España y sólo se me ocurre hablar de mi primera visita a Toledo, una ciudad que yo imaginaba como la pintó El Greco, envuelta en una tormenta de relámpagos y nubes verdosas, asentada sobre un Tajo ancho, una ciudad, ¿cómo te diré?, que estuviera en guerra contra sí misma. Y encontré una ciudad bañada de sol, una ciudad de sol y silencio y un alcázar bombardeado, porque el cuadro de El Greco —trato de decirles— es toda España y si el Tajo de Toledo es más angosto, el Tajo de España se abre de mar a mar. Esto he visto aquí, papá. Esto trato de decirles…”

Eso les dijo, antes de que Miguel empezara a contar cómo se unió a la brigada del coronel Asensio y cuánto le costó aprender a pelear. Les dijo que todos los del ejército popular eran muy valientes, pero que eso no bastaba para ganar. Había que saber pelear. Y los soldados improvisados tardaban mucho en comprender que hay reglas para la seguridad y que más vale seguir viviendo para seguir luchando. Además, una vez que aprendían a defenderse, todavía les faltaba aprender cómo atacar. Y cuando ya sabían todo eso, les faltaba aprender lo más difícil de todo, ganar la victoria más dura, que era la victoria sobre sí mismos, sobre sus costumbres y comodidades. Habló mal de los anarquistas, que según Miguel eran unos derrotistas, y habló mal de los traficantes que le prometían a la República armas que ya le habían vendido a Franco. Dijo que su gran dolor, el que se llevaría a la tumba, era no entender por qué todos los trabajadores del mundo no se habían levantado en armas para defendernos en España, porque si España perdía, era como si perdieran todos juntos. Dijo esto y partió un cigarrillo y le dio la mitad al mexicano y los dos fumaron, él junto a Dolores, y le pasó la colilla para que ella también fumara.

Escucharon un bombardeo muy duro, a lo lejos. Desde el campamento, se veía un fulgor amarillento, un abanico de polvo en la noche.

—Es Figueras —dijo Miguel—. Están bombardeando Figueras.

Miraron hacia Figueras. Lola estaba cerca de él. No les habló a todos. Sólo le habló a él, en voz baja, mientras miraban ese polvo y ese ruido lejanos. Dijo que tenía veintidós años, tres más que él, y él se aumentó la edad y dijo que ya había cumplido los veinticuatro. Ella dijo que era de Albacete y que había ido a la guerra para seguir a su novio. Los dos habían estudiado juntos —habían estudiado química— y ella lo siguió, pero a él lo fusilaron los moros en Oviedo. Él le contó que venía de México y que allá vivía en un lugar caliente, cerca del mar, lleno de frutas. Ella le pidió que le hablara de las frutas tropicales y le dieron risa los nombres que nunca había escuchado y le dijo que mamey parecía nombre de veneno y guanábana nombre de pájaro. Él le dijo que amaba los caballos y que cuando llegó estuvo en la caballería, pero ahora no había caballos ni nada. Ella le dijo que nunca había montado; él trató de explicarle la alegría que da montar, sobre todo en la playa al amanecer, cuando el aire sabe a yodo y el norte se está aplacando pero todavía llueve ligero y la espuma que levantan los cascos se mezcla con la llovizna y uno va con el pecho desnudo y los labios llenos de sal. Esto le gustó. Dijo que quizá le quedaba todavía un recuerdo de sal en la boca a él y lo besó. Los otros se habían dormido junto al fuego y el fuego se estaba apagando. Él se levantó para atizarlo, todavía con ese sabor de Lola en la boca. Vio que sí, que todos se habían dormido, abrazados los tres para darse calor y regresó al lado de Lola. Ella le abrió la chaqueta forrada de lana de borrego y él unió las manos sobre la espalda de la muchacha y su blusa de dril y ella le cubrió la espalda con la chaqueta. Ella le dijo al oído que debían fijar un lugar para volverse a encontrar, en caso de que se separaran. Él le dijo que se encontrarían en un café que él conocía cerca de la Cibeles, cuando liberáramos Madrid, y ella le contestó que se verían en México y él dijo que sí, en la plaza del puerto de Veracruz, bajo las arcadas, en el café de La Parroquia. Tomarían café y comerían cangrejos.

Ella sonrió y él también y él le dijo que quería despeinarla y besarla y ella se adelantó y le quitó la gorra y le revolvió el cabello mientras él metía las manos bajo la blusa de dril, le acariciaba la espalda, buscaba los senos sueltos y entonces él ya no pensaba en nada y ella tampoco, seguramente, porque su voz no pronunciaba palabras pero vaciaba todo lo que pensaba en ese murmullo continuo que era al mismo tiempo gracias te quiero no me olvides ven…

Van arando la montaña y por primera vez Miguel camina con dificultad y no por el ascenso, que es duro. El frío se le ha metido a los pies, un frío con dientes que todos sienten en la cara. Dolores se apoya en el brazo de su amante y si él la ve de reojo, va preocupada, pero si la mira directamente sonríe. Él sólo pide —lo piden todos— que no haya tormenta. Él es el único que lleva fusil y su fusil sólo tiene dos balas. Miguel les ha dicho que no deben temer.

“Yo no temo. Del otro lado está la frontera y pasaremos esta noche en Francia, en una cama, bajo techo. Cenaremos bien. Me acuerdo de ti y pienso que no sentirías vergüenza, que harías lo mismo que yo. Tú también luchaste, y te daría gusto saber que siempre hay uno que sigue la lucha. Sé que te daría gusto. Pero ahora esta lucha va a terminar. En cuanto crucemos la frontera, se habrá acabado el miembro rezagado de las brigadas internacionales y empezará otra cosa. Nunca olvidaré esta vida, papá, porque en ella aprendí todo lo que sé. Es muy sencillo. Te lo contaré cuando regrese. Ahora no se me ocurren las palabras.”

Tocó con un dedo la carta que llevaba en el parche de la camisa. No podía abrir la boca en este frío. Respiraba jadeando. Echó entre los dientes cerrados un vaho blanco. Iban tan despacio. La fila de refugiados era enorme; se perdía de vista. Iban delante de ellos las carretas llenas de trigo y chorizos que llevaban a Francia los campesinos; iban las mujeres cargando el colchón y la manta, y otros que llevaban cuadros y sillas, aguamaniles y espejos. Los campesinos decían que en Francia seguirían sembrando. Avanzaban muy lentamente. Iban niños también, algunos de pecho. La tierra de la montaña era seca, áspera, abrojosa, llena de matorrales. Iban arando la montaña. Él sintió el puño de Dolores escondido en su costado y también sintió que debía salvarla y protegerla. La quería más que anoche. Y sabía que mañana la querría más que hoy. Ella a él también. No había necesidad de decirlo. Se gustaban. Eso es. Nos gustamos. Ya sabían reír juntos. Tenían cosas que contarse.

Dolores se separó de él y corrió hacia María. La miliciana se había detenido junto a una roca, con una mano sobre la frente. Dijo que no era nada. Se sintió muy cansada. Tuvieron que hacerse a un lado para que pasaran los rostros colorados, las manos heladas, las carretas pesadas. María volvió a decir que se sintió un poco mareada. Lola la tomó del brazo y siguieron el camino y fue entonces, sí, entonces cuando sintieron cerca el ruido del motor y se detuvieron. No se distinguía el avión. Todos lo buscaron, pero el cielo estaba lechoso. Miguel fue el primero en distinguir las alas negras, la cruz gamada y el primero en gritarles a todos:

—¡Abajo! ¡De boca!

Todos de boca, entre las rocas, debajo de las carretas. Todos, menos ese fusil que todavía tiene dos balas. Y no tira, maldito naranjero, maldita escoba oxidada, no tira por más que apriete el gatillo, de pie, hasta que el ruido pase sobre las cabezas, los llene de esa sombra veloz y de una metralla que gotea sobre la tierra y truena sobre la piedra…

“¡Abajo, Lorenzo, abajo, mexicano!”

Abajo, abajo, abajo, Lorenzo, y esas botas nuevas sobre la tierra seca, Lorenzo, y tu fusil al suelo, mexicano, y una marea dentro de tu estómago, como si llevaras el océano en las entrañas y ya tu rostro sobre la tierra con tus ojos verdes y abiertos y un sueño a medias, entre el sol y la noche, mientras ella grita y tú sabes que al fin las botas le van a servir al pobrecito de Miguel con su barba rubia y sus arrugas blancas y dentro de un minuto Dolores se arrojará sobre ti, Lorenzo, y Miguel le dirá que es inútil, llorando por primera vez, que deben seguir el camino, que la vida está del otro lado de las montañas, la vida y la libertad, porque sí, ésas fueron las palabras que escribió: tomaron esa carta, la sacaron de la camisa manchada, ella la apretó entre las manos, ¡qué calor!, si cae la nieve lo sepultará, cuando lo besaste otra vez, Dolores, arrojada sobre su cuerpo y él quiso llevarte al mar, a caballo, antes de tocar su sangre y dormirse contigo en sus ojos… qué verde… no te olvides…

Yo me diría la verdad, si no sintiera mis labios blancos, si no me doblara en dos, incapaz de contenerme a mí mismo, si soportara el peso de las cobijas, si no volviera a tenderme, retorcido, boca abajo, a vomitar esta flema, esta bilis: me diría que no bastaba reiterar el tiempo y el lugar, la pura permanencia; me diría que algo más, un deseo que nunca expresé, me obligó a conducirlo —ay, no sé, no me doy cuenta—, sí, a obligarlo a encontrar los cabos del hilo que yo rompí, a reanudar mi vida, a completar mi otro destino, la segunda parte que yo no pude cumplir, y ella sólo me pregunta, sentada junto a mi cabecera:

—¿Por qué fue así? Dime: ¿por qué? Yo lo crié para otra cosa. ¿Por qué te lo llevaste?

—¿No envió a la muerte a su propio hijo mimado? ¿No lo separó de ti y de mí para deformarlo? ¿No es cierto?

—Teresa, tu padre no te escucha…

—Se hace. Cierra los ojos y se hace.

—Cállate.

—Cállate.

Yo ya no sé. Pero los veo. Han entrado. Se abre, se cierra la puerta de caoba y los pasos no se escuchan sobre el tapete hondo. Han cerrado las ventanas. Han corrido, con un siseo, las cortinas grises. Han entrado.

—Soy… soy Gloria…

El ruido fresco y dulce de billetes y bonos nuevos cuando los toma la mano de un hombre como yo. El arranque suave de un automóvil de lujo, especialmente construido, con clima artificial, bar, teléfono, cojines para la cintura y taburetes para los pies, ¿eh, cura, eh?, también allá arriba, ¿eh?

—Quiero volver allá, a la tierra…

—¿Por qué fue así? Dime: ¿por qué? Yo lo crié para otra cosa. ¿Por qué te lo llevaste?

y no se da cuenta de que hay algo más doloroso que el cadáver abandonado, que el hielo y el sol que lo sepultaron, que los ojos abiertos para siempre, devorados por las aves: Catalina deja de frotar el algodón contra mis sienes y se aparta y no sé si llora: trato de levantar mi mano para encontrarla; el esfuerzo me corre en punzadas entrecortadas del brazo al pecho y del pecho al vientre: que a pesar del cadáver abandonado, que a pesar del hielo y el sol que lo sepultaron, que a pesar de los ojos abiertos para siempre, devorados por las aves, hay algo peor: este vómito incontenible, este deseo incontenible de defecar sin poder hacerlo, sin lograr que los gases siquiera se me salgan de este vientre abultado, sin poder detener este dolor difuso, sin poder encontrar el pulso en la muñeca, sin poder sentir las piernas ya, sintiendo que la sangre se me revienta, se me vierte adentro, sí, adentro, yo lo sé y ellos no y no puedo convencerlos, no la ven correr desde mis labios, entre mis piernas: no lo creen, sólo dicen que ya no tengo temperatura, ah, temperatura, sólo dicen colapso, colapso, sólo adivinan tumefacción, tumefacción de contornos fluidos, eso dicen mientras me retienen, me palpan, hablan de mármoles, sí, los oigo, mármoles violáceos en el vientre que yo ya no siento, ya no veo: que a pesar del cadáver abandonado, que a pesar del hielo y el sol que lo sepultaron, que a pesar de los ojos abiertos para siempre, devorados por las aves, hay algo peor: no poder recordarlo, sólo poder recordarlo por esos retratos, esos objetos dejados en la recámara, esos libros anotados: ¿pero qué huele a su sudor?, nada repite el color de su piel: que no puedo pensarlo cuando ya no puedo verlo y sentirlo;

iba montado a caballo, aquella mañana;

eso lo recuerdo: recibí una carta con timbres extranjeros

pero pensarlo

ah, soñé, imaginé, supe esos nombres, recordé esas canciones, ay gracias, pero saber, ¿cómo puedo saber?; no sé, no sé cómo fue esa guerra, con quién habló antes de morir, cómo se llamaban los hombres, las mujeres que lo acompañaron a la muerte, lo que dijo, lo que pensó, cómo iba vestido, qué comió ese día, no lo sé: invento paisajes, invento ciudades, invento nombres y ya no los recuerdo: ¿Miguel, José, Federico, Luis? ¿Consuelo, Dolores, María, Esperanza, Mercedes, Nuri, Guadalupe, Esteban, Manuel, Aurora? ¿Guadarrama, Pirineos, Figueras, Toledo, Teruel, Ebro, Guernica, Guadalajara?: el cadáver abandonado, el hielo y el sol que lo sepultaron, los ojos abiertos para siempre, devorados por las aves:

ay, gracias, que me enseñaste lo que pudo ser mi vida,

ay, gracias, que viviste ese día por mí,

que hay algo más doloroso:

¿eh, eh? Eso sí existe, eso sí es mío. Eso sí es ser Dios, ¿eh?, ser temido y odiado y lo que sea, eso sí es ser Dios, de verdad, ¿eh? Dígame cómo salvo todo eso, cura, y lo dejo cumplir todas las ceremonias, me doy golpes en el pecho, camino de rodillas hasta un santuario, bebo vinagre y me corono de espinas. Dígame cómo salvo todo eso, porque el espíritu…

—…del hijo y del espíritu santo, amén…

Que hay algo más doloroso:

—No, en ese caso habría un tumor blando, sí, pero también una dislocación o salida parcial de una u otra víscera…

—Repito: son vólvulos. Ese dolor sólo lo causa el retorcimiento de las asas intestinales, y de allí la oclusión…

—En ese caso, habría que operar…

—Puede estarse desarrollando la gangrena, sin que la evitemos…

—La cianosis ya es evidente…

—Facies…

—Hipotermia…

—Lipotimia…

Cállense… ¡Cállense!

—Abran las ventanas.

No puedo moverme; no sé hacia dónde mirar, hacia dónde dirigirme; no siento la temperatura, sólo el frío que va y viene de las piernas, pero no el frío y el calor de todo lo demás, de todo lo guardado, que nunca he visto…

—Pobrecita… se ha impresionado…

…cállense…, adivino mi semblante, no lo digan… sé que tengo las uñas negruzcas, la piel azulada… cállense…

—¿Apendicitis?

—Debemos operar.

—Es un riesgo.

—Repito: cólico nefrítico. Dos centigramos de morfina y se calma.

—Es un riesgo.

—No hay hemorragia.

Gracias. Pude haber muerto en Perales. Pude haber muerto con ese soldado. Pude haber muerto en aquel cuarto desnudo, frente a ese hombre gordo. Yo sobreviví. Tú moriste. Gracias.

—Deténganlo. La porcelana.

—¿Ves en qué terminó? ¿Ves, ves? Igual que mi hermano. Así terminó.

—Deténganlo. La porcelana.

Deténganlo. Se va. Deténganlo. Vomita. Vomita ese sabor que antes sólo había olido. Ya no puede voltearse. Vomita boca arriba. Vomita su mierda. Le escurre por los labios, por las mandíbulas. Sus excrementos. Ellas gritan. Ellas gritan. No las oigo, pero hay que gritar. No pasa. Esto no sucede. Hay que gritar para que no suceda. Me detienen, me apresan. Ya no. Se va. Se va sin nada, desnudo. Sin sus cosas. Deténganlo. Se va.

Tú leerás esa carta, fechada en un campo de concentración, timbrada en el extranjero, firmada Miguel, que envolverá la otra, escrita rápidamente, firmada Lorenzo: recibirás esa carta, leerás “Yo no temo… Me acuerdo de ti… No sentirías vergüenza… Nunca olvidaré esta vida, papá, porque en ella aprendí todo lo que sé… Te lo contaré cuando regrese”: tú leerás y escogerás otra vez: tú escogerás otra vida:

tú escogerás dejarlo en manos de Catalina, no lo llevarás a esa tierra, no lo pondrás al borde de su propia elección: no lo empujarás a ese destino mortal, que pudo haber sido el tuyo: no lo obligarás a hacer lo que tú no hiciste, a rescatar tu vida perdida: no permitirás que en una senda rocosa, esta vez, mueras tú y se salve ella;

tú escogerás abrazar a ese soldado herido que entra al bosquecillo providencial, recostarlo, limpiarle el brazo ametrallado con las aguas de ese manantial breve, quemado por el desierto, vendarlo, permanecer con él, mantener su aliento con el tuyo, esperar, esperar a que los descubran, los capturen, los fusilen en un pueblo de nombre olvidado, como aquel polvoso, como aquel hecho todo de adobe y pencas: fusiles al soldado y a ti, a dos hombres sin nombre, desnudos, enterrados en la fosa común de los ajusticiados, sin lápida: muerto a los veinticuatro años, sin más avenidas, sin más laberintos, sin más elecciones: muerto, tomado de la mano de un soldado sin nombre salvado por ti: muerto:

tú le dirás a Laura: sí

tú le dirás a ese hombre gordo en ese cuarto desnudo, pintado de añil: no

tú elegirás permanecer allí con Bernal y Tobías, seguir su suerte, no llegar a ese patio ensangrentado a justificarte, a pensar que con la muerte de Zagal lavaste la de tus compañeros

tú no visitarás al viejo Gamaliel en Puebla

tú no tomarás a Lilia cuando regrese esa noche, no pensarás que nunca podrás tener, ya, a otra mujer

tú romperás el silencio esa noche, le hablarás a Catalina, le pedirás que te perdone, le hablarás de los que murieron por ti, le pedirás que te acepte así, con esas culpas, le pedirás que no te odie, que te acepte así

tú te quedarás con Lunero en la hacienda, nunca abandonarás ese lugar

tú permanecerás al lado del maestro Sebastián —cómo era, cómo era—, no irás a unirte a la revolución en el norte,

tú serás un peón

tú serás un herrero

tú quedarás fuera, con los que quedaron fuera

tú no serás Artemio Cruz, no tendrás setenta y un años, no pesarás setenta y nueve kilos, no medirás un metro ochenta y dos, no usarás dientes postizos, no fumarás cigarrillos negros, no usarás camisas de seda italiana, no coleccionarás mancuernillas, no encargarás tus corbatas a una casa neoyorquina, no vestirás esos trajes azules de tres botones, no preferirás la cachemira irlandesa, no beberás ginebra con tónico, no tendrás un Volvo, un Cadillac y una camioneta Rambler, no recordarás y amarás ese cuadro de Renoir, no desayunarás huevos poché y tostadas con mermelada Blackwell’s, no leerás un periódico de tu propiedad todas las mañanas, no ojearás Life y Paris Match algunas noches, no estarás escuchando a tu lado esa incantación, ese coro, ese odio que te quiere arrebatar la vida antes de tiempo, que invoca, invoca, invoca, invoca lo que tú pudiste imaginar, sonriendo, hace poco y ahora no tolerarás:

De profundis clamavi

De profundis clamavi

Mírame ya, óyeme, alumbra mis ojos, no me duerma en la muerte / Porque el día que de él comas ciertamente morirás / No te alegres de la muerte de uno, acuérdate de que todos morimos / La muerte y el infierno fueron arrojados al estanque de fuego y ésta fue la segunda muerte / Lo que temo, eso me llega, lo que me atemoriza, eso me posee / ¡Cuán amarga es tu memoria para el hombre que se siente satisfecho con sus riquezas! / ¿Se te han abierto las puertas de la muerte? / Por la mujer tuvo principio el pecado y por ella morimos todos / ¿Has visto las puertas de la región tenebrosa? / Bueno es tu fallo para el indigente y agotado de fuerzas / ¿Y qué frutos obtuvieron entonces? Aquellos de los que ahora se avergüenzan, porque su fin es la muerte / Porque el apetito de la carne es muerte:

palabra de Dios, vida, profesión de la muerte,

de profundis clamavi, domine,

omnes eodem cogimur, omnium versatur urna

quae quasi saxum Tantalum semper impendet

quid quisque vitet, nunquam homini satis cautum

est in horas

mors tanem inclusum protrahet inde caput

nascentes morimur, finisque ab origine pendet

atque in se sua per vestigia volvitur annus

omnia te vita perfuncta sequentur

coro, sepulcro; voces, pira; tú imaginarás, en la zona olvídate de tu conciencia, esos ritos, esas ceremonias, esos ocasos: entierro, cremación, bálsamo: expuesto en lo alto de una torre, para que no la tierra, sino el aire te descomponga; encerrado en la tumba con tus esclavos muertos; llorado por plañideras contratadas; enterrado con tus objetos más preciados, tu compañía, tus joyas negras: vela, vigilia,

requiem æternam, dona eis Domine

de profundis clamavi, Domine

la voz de Laura, que hablaba de estas cosas, sentada en el suelo, con las rodillas dobladas, con el pequeño libro encuadernado entre las manos… dice que todo puede sernos mortal, aun lo que nos da vida… dice que no pudiendo curar la muerte, la miseria, la ignorancia, haríamos bien, para ser felices, en no pensar en ellas… dice que sólo la muerte súbita es de temerse; por eso los confesores viven en casa de los poderosos… dice sé hombre; teme a la muerte fuera del peligro, no en el peligro… dice que la premeditación de la muerte es premeditación de la libertad… dice qué mudos pasos traes, oh muerte fría… dice mal te perdonarán a ti las horas; las horas que limando están los días… dice mostrándome cortado el nudo estrecho… dice ¿que no es mi puerta de doblados metales fabricada?… dice mil muertes se me hará, pues mi vida misma espero… dice que querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera… dice ¿a qué los tesoros, vasallos, sirvientes…?

¿a qué? ¿a qué? que entonen, que canten, que plañan: no tocarán las tallas suntuosas, las taraceas opulentas, las molduras de yeso y oro, las cajoneras de hueso y carey, las chapas y aldabas, los cofres con cuarterones y bocallaves de hierro, los olorosos escaños de ayacahuite, las sillerías de coro, los copetes y faldones barrocos, los respaldos combados, los travesaños torneados, los mascarones policromos, los tachones de bronce, los cueros labrados, las patas cabriolas de garra y bola, las casullas de hilo de plata, los sillones de damasco, los sofás de terciopelo, las mesas de refectorio, los cilindros y las ánforas, los tableros biselados, las camas de baldaquín y lienzo, los postes estriados, los escudos y las orlas, los tapetes de merino, las llaves de fierro, los óleos cuarteados, las sedas y las cachemiras, las lanas y las tafetas, los cristales y los candiles, las vajillas pintadas a mano, las vigas calurosas, eso no lo tocarán: eso será tuyo:

alargarás la mano:

un día cualquiera, que sin embargo será un día excepcional; hace tres, cuatro años; no recordarás; recordarás por recordar; no, recordarás porque lo primero que recuerdas, cuando tratas de recordar, es un día separado, un día de ceremonia, un día separado de los demás por los números rojos; y éste será el día —tú mismo lo pensarás entonces— en que todos los nombres, personas, palabras, hechos de un ciclo fermentan y hacen crujir la costra de la tierra; será una noche en la que tú celebrarás el nuevo año; tus dedos artríticos tomarán el pasamanos de fierro con dificultad; clavarás la otra mano en el fondo de la bolsa del saco y descenderás pesadamente:

alargarás la mano:

1955: 31 DE DICIEMBRE

Él tomó el pasamanos de fierro con dificultad. Clavó la otra mano en el fondo de la bolsa del saco de casa y descendió pesadamente, sin mirar los nichos dedicados a las vírgenes mexicanas. Guadalupe, Zapopan, Remedios. El sol poniente, al entrar por los vitrales, doró los estofados cálidos, las faldas amponas semejantes a velámenes de plata; enrojeció la madera quemada de las vigas; alumbró medio rostro del hombre. Vestía ya el pantalón, la camisa y la corbata de smoking: cubierto por la bata roja, parecía un prestidigitador viejo y cansado: imaginó la repetición, esa noche, de los actos que alguna vez pudieron revelarse con un encanto singular; hoy, reconocería con fastidio los mismos rostros, las mismas frases que año con año daban el tono a la fiesta de San Silvestre en la enorme residencia de Coyoacán.

Los pasos sonaron huecos sobre el piso de tezontle. Ligeramente apretados dentro de las zapatillas de charol negro, los pies se arrastraron con esa pesantez tambaleante que ya no podía evitar. Alto, columpiado sobre los talones indecisos, con el pecho grueso y las manos colgándole, nerviosas, surcadas de venas gruesas también, recorrió con lentitud los pasillos enjalbegados, pisando los hondos tapetes de lana, mirándose en los espejos patinados y en los cristales dispersos de las cómodas coloniales, rozando con los dedos las chapas y aldabas, los cofres con cuarterones y bocallaves de hierro, los olorosos escaños de ayacahuite, las taraceas opulentas. Un criado le abrió la puerta del gran salón; el viejo se detuvo por última vez frente a un espejo y se arregló la corbata de moño. Se alisó, con la palma de la mano, los escasos cabellos grises, rizados, que rodeaban la frente alta. Apretó la quijada para acomodar bien los dientes postizos y entró al salón de piso pulido, vasta explanada de cedros brillantes despojada de los tapetes para permitir el baile, abierta sobre el jardín de pelusa y terrazas de ladrillo, adornada con cuadros de la Colonia: San Sebastián, Santa Lucía, San Jerónimo, San Miguel.

Al fondo, lo esperaban los fotógrafos, reunidos alrededor del sillón de damasco verde, bajo el candil de cincuenta luces sostenido desde el techo. Sonaron las siete en el reloj colocado sobre la chimenea abierta junto a los taburetes de cuero arrimados al hogar encendido durante estos días de frío. Saludó con la cabeza y tomó asiento en el sillón, arreglándose la pechera tiesa y los puños de piqué. Otro criado se acercó con los dos mastines grises, de belfos rosados y ojos melancólicos y colocó las correas lijosas entre las manos del amo. Los collares de los perros, tachonados de bronce, brillaron con luces contrastadas. Levantó la cabeza y apretó los dientes de nuevo. Los fogonazos alumbraron con tonalidades de cal la gran cabeza gris. A medida que le solicitaban nuevas poses, él insistía en alisarse el pelo y recorrer con los dedos las dos bolsas pesadas que le colgaban de las aletas de la nariz y se perdían en el cuello. Sólo los pómulos altos mantenían la dureza de siempre, aunque los recorrieron las redecillas de arrugas nacidas en los párpados cada día más hundidos, como si quisieran proteger esa mirada entre divertida y amarga, esos iris verdosos escondidos entre los pliegues de carne suelta.

Uno de los mastines ladró y quiso desprenderse de la sujeción. Un fogonazo se disparó en el momento en que él era sacado bruscamente, con una expresión de desconcierto rígido, del sillón por la fuerza del perro. Los demás fotógrafos miraron con severidad al que había tomado la placa. El responsable extrajo el rectángulo negro de la cámara y lo entregó, en silencio, a otro fotógrafo.

Cuando salieron los fotógrafos, él alargó la mano temblorosa y tomó un cigarrillo con filtro de la caja de plata colocada sobre la mesa rústica. Encendió la llama del briquet con dificultad y recorrió lentamente, asintiendo con la cabeza, la hagiografía de óleos viejos, barnizados, manchados por grandes espacios muertos de luz directa que cegaban los detalles centrales de las obras pero que, en recompensa, daban un relieve opaco a los rincones de tono amarillo y sombra rojiza. Acarició el damasco y aspiró el humo filtrado. El criado se acercó sin hacer ruido y le preguntó si podía servirle algo. Él asintió y pidió un martini muy seco. El criado apartó dos hojas de cedro labrado para descubrir la espejería empotrada, el aparador de etiquetas de colores y líquidos enfrascados: ópalo verde esmeralda, rojo, blanco cristalino: Chartreuse, Peppermint, Acquavit, Vermouth, Courvoissier, Long John, Calvados, Armagnac, Beherovka, Pernod y las hileras de vasos de cristal, grueso y cortado, delgado y tintineante. Recibió la copa. Indicó al criado que fuese a la bodega para escoger las tres marcas de la cena. Estiró las piernas y pensó en el detalle con que había cuidado la construcción y las comodidades de ésta, su verdadera casa. Catalina podía vivir en el caserón de Las Lomas, ayuno de personalidad, idéntico a todas las residencias de millonarios. Él prefirió encontrar estos viejos muros, con sus dos siglos de cantera y tezontle, que de una manera misteriosa lo acercaban a episodios del pasado, a una imagen de la tierra que no quería perder del todo. Sí, se daba cuenta de que había en todo ello una sustitución, un pase de magia. Y sin embargo las maderas, la piedra, las rejas, las molduras, las mesas de refectorio, la ebanistería, los peinazos y entrepaños, la labor de torno de las sillas conspiraban para devolverle realmente, con un ligerísimo perfume de nostalgia, escenas, aires, sensaciones táctiles de la juventud.

Lilia se quejaba; pero Lilia jamás comprendería. ¿Qué podía decirle a esta muchacha un techo de vigas antiguas? ¿Qué, una ventana enrejada con opacidades de herrumbre? ¿Qué, el tacto suntuoso de la casulla sobre la chimenea, escamada de oro, bordada con hilos de plata? ¿Qué, el olor de ayacahuite de los arcones? ¿Qué, el brillo lavado de la cocina de azulejo poblano? ¿Qué, la sillería arzobispal del comedor? Tan rica, tan sensual, tan suntuosa era la posesión de estos objetos como la del dinero y los signos más evidentes de la plenitud. Ah, sí, qué gusto redondo, qué sensualidad de las cosas inanimadas, qué placer, qué goce aislado… Sólo una vez al año participaban de todo esto los invitados a la célebre recepción de San Silvestre… Día de goces multiplicados, porque los huéspedes debían aceptar ésta como su verdadera casa y pensar en la Catalina solitaria que, reunida con ellos, con Teresa, el Gerardo, cenaba a esas horas en la residencia de Las Lomas… Mientras él presentaba a Lilia y abría las puertas de un comedor azul, vajilla azul, lino azul, paredes azules… donde los vinos se derraman y los platones corren colmados de carnes raras, peces rosados y mariscos olorosos, hierbas secretas, dulces amasados…

¿Era necesario interrumpir su descanso? El chancleteo desidioso de Lilia sobre el piso. Sus uñas sin pintar sobre la puerta del salón. El rostro embarrado de grasa. Desea saber si el vestido rosa le va bien para la noche. No quiere desentonar como el año pasado, provocar ese enojo desdeñoso. ¡Ah, ya está bebiendo! ¿Por qué no le invita una copa? Le está cansando esa falta de confianza, esa cantina cerrada con candado, ese criado impertinente que le niega el derecho de entrar a la bodega. ¿Se aburre? Como si él no lo supiera. Quisiera estar vieja, fea, para que él la despachara de una vez y la dejara vivir a gusto. ¿Que nadie la detiene? ¿Y luego el dinero, el lujo, la casota? Mucho dinero, mucho lujo, pero sin alegría, sin diversiones, sin el derecho de beber una copita siquiera. Claro, si lo quiere mucho. Se lo ha dicho mil veces. Las mujeres se acostumbran a todo; depende del cariño que les den. Igual puede acostumbrarlas un amor juvenil que un amor paternal. Claro que le tiene cariño; no faltaba más… Ya van para ocho años de vivir juntos y él no hizo escenas, no la regañó… Nada más la obligó… ¡Pero qué bien le vendría otra cana al aire!… ¿Qué? ¿La imaginaba tan tonta?… Ya, ya, nunca ha sabido aguantar una broma. De acuerdo, pero se da cuenta de las cosas… Nadie dura eternamente… Patas de gallo alrededor de los ojos… Los cuerpos… Sólo que él también está acostumbrado a ella, ¿verdad que sí? A su edad le costaría volver a empezar. Por más millones… cuesta trabajo y se pierde mucho tiempo buscando a una mujer… las condenadas… conocen tantas salidas, les gusta tanto hacerse las remolonas… prolongar los momentos iniciales… la negativa, la duda, la espera, la tentación, ¡ay, todo eso!… y hacer tontos a los viejos… Claro que ella es más cómoda… Y no se queja, no, qué va. Hasta le halaga la vanidad que vengan a rendirle cada Año Nuevo… Y lo quiere, sí, se lo jura, ya está demasiado acostumbrada a él… ¡pero cómo se aburre!… a ver, ¿qué hay de malo en tener unas cuantas amigas íntimas, en salir de vez en cuando a divertirse, en… en tomar una copita allá cada semana…?

Él permaneció inmóvil. No le concedía este derecho de hostigarlo y sin embargo… una lasitud tibia y abúlica… ajena por completo a su carácter… le obligaba a permanecer allí… con el martini entre los dedos endurecidos… escuchando las sandeces de esta mujer cada día más vulgar e… e… no, era apetecible aún… aunque insoportable… ¿Cómo la iba a dominar?… Todo lo que dominaba obedecía, ahora, sólo a cierta prolongación virtual, inerte… de la fuerza de sus años jóvenes… Lilia podría abandonarle… le oprimió el corazón… No bastaba para conjurar eso… ese miedo… Quizá no habría otra oportunidad… quedarse solo… Movió con dificultad los dedos, el antebrazo, el codo y el cenicero cayó sobre la alfombra y derramó las colillas mojadas y amarillas en un cabo, el polvo de capa blanca, escama gris, entraña negra. Se agachó, respirando con dificultad.

—No te agaches. Ahorita llamo a Serafín.

—Sí.

Quizá… Tedio. Pero asco, repulsión… Siempre, imaginando de mano de la duda… Una ternura involuntaria le hizo volver el rostro para mirarla…

Lo observaba, desde el marco de la puerta… Rencorosa, dulce… El pelo teñido de rubio ceniza y esa piel morena… Tampoco ella podría regresar… jamás lo recuperaría y eso los igualaba… por más que la edad o el carácter los separara… Escenas ¿para qué?… Se sintió fatigado. Nada más… Decidieron la voluntad y el destino… Nada más… No más cosas, más recuerdos, más nombres que los conocidos… Volvió a acariciar el damasco… Las colillas, la ceniza derramada no olían bien. Y Lilia, detenida allí con el rostro grasoso.

Ella en el umbral. Él sentado en el sillón de damasco.

Entonces ella suspiró y se fue chancleteando a la recámara y él esperó sentado, sin pensar en nada, hasta que la oscuridad le sorprendió al verse reflejado con tanta nitidez en las puertas de cristal que conducían al jardín. El mozo entró con el saco, un pañuelo y una botella de agua de colonia. De pie, el viejo permitió que le pusieran la prenda y después abrió el pañuelo para que el mozo derramara unas gotas de loción. Cuando colocó el pañuelo en la bolsa del corazón, cambió una mirada con el criado. El criado bajó los ojos. No. ¿Por qué iba a pensar en lo que podría sentir ese hombre?

—Serafín, rápido las colillas…

Se incorporó, apoyándose con ambas manos sobre los brazos del sillón. Dio unos cuantos pasos hacia la chimenea y acarició los fierros toledanos y sintió la respiración del fuego sobre el rostro y las manos. Se adelantó al escuchar los primeros murmullos de voces —encantadas, admirativas— en el pasillo de la casa. Serafín terminaba de recoger las colillas.

Ordenó que se atizara el fuego y los Régules entraron mientras el mozo manejaba los fierros y una gran llamarada ascendía por el tiro. De la puerta que comunicaba con el comedor avanzó otro criado con una charola entre las manos. Roberto Régules recibió una copa mientras la pareja joven —Betina y su marido, el joven Ceballos— tomada de la mano, recorría el salón y elogiaba las viejas pinturas, las molduras de yeso y oro, las tallas suntuosas, los copetes y faldones barrocos, los travesaños torneados, los mascarones policromos. Él daba la espalda a la puerta cuando el vaso se estrelló contra el piso con un ritmo de campana rota y la voz de Lilia gritó algo en son de burla. El viejo y los invitados vieron el rostro a esa mujer despintada que asomaba prendida a la manija de la puerta: —¡Lero, lero! ¡Feliz Año Nuevo!… No te preocupes, viejito, que en una hora se me baja… y bajo como si nada… no más quería decirte que resolví pasar un año muy suave… ¡pero muy requetesuave!…

Él se dirigió a ella con su paso tambaleante y difícil y ella gritó: —¡Ya me aburrí de ver programas de tele todo el día… viejito!

A cada paso del viejo, la voz de Lilia se aflautaba más. —Ya me sé todas las historias de vaqueros… pum-pum… el marshall de Arizona… el campamento pielroja… pum-pum… ya sueño con las vocecitas esas… viejito… tome Pepsi… nada más… viejito… seguridad con comodidad; pólizas…

La mano artrítica abofeteó el rostro despintado y los bucles teñidos cayeron sobre los ojos de Lilia. Dejó de respirar. Dio la espalda y se fue, despacio, tocándose la mejilla. Él regresó al grupo de los Régules y Jaime Ceballos. Los miró fijamente, a cada uno, durante varios segundos, con la cabeza alta. Régules bebió el whisky; escondió la mirada detrás del vaso. Betina sonrió y se acercó al anfitrión con un cigarrillo entre las manos, como si solicitara fuego.

—¿Dónde consiguió ese arcón?

El viejo se apartó y Serafín el criado prendió un fósforo cerca del rostro de la muchacha y ella tuvo que alejar la cabeza del busto del viejo y darle la espalda. Al fondo del pasillo, detrás de Lilia, entraban los músicos, embufandados, tiritando de frío. Jaime Ceballos castañeteó los dedos y giró sobre los talones como un bailarín de flamenco.

Sobre la mesa de patas de delfín, bajo los candiles de bronce, perdices enriquecidas en salsa de tocino y vino rancio, merluzas envueltas en hojas de mostaza tarraconense, patos silvestres cubiertos por cáscaras de naranja, carpas flanqueadas por huevecillos de marisco, bullinada catalana espesa con el olor de aceituna, coq-au-vin inflamado nadando en macon, palomas rellenas con puré de alcachofa, platones de esquinado sobre masas de hielo, brochetas de langosta rosada en una espiral de limón rebanado, champiñones y rajas de tomate, jamón de Bayona, estofados de res rociados de Armagnac, cuellos de oca rellenos de paté de puerco, puré de castaña y piel de manzanas fritas con nueces, salsas de cebolla y naranja, de ajo y pistache, de almendra y caracoles: en los ojos del viejo, al abrirse la puerta labrada con cornucopias y angelillos nalgones, policromada en un convento de Querétaro, brilló ese punto inaccesible: abrió de par en par las puertas y emitió una risa seca, ronca, cada vez que un plato de Dresde era ofrecido por un mozo a uno de los cien invitados, unido a la percusión de los cubiertos sobre la vajilla azul; las copas de cristal se tendían hacia las botellas alargadas por la servidumbre y él ordenó que se abrieran las cortinas que ocultaban el vitral abierto sobre el jardín sombreado de cerezos, de ciruelos desnudos, frágiles, de limpias estatuas de piedra monacal: leones, ángeles, frailes emigrados de los palacios y conventos del Virreinato; estalló la cohetería de luces, los grandes castillos de fuegos fatuos disparados hacia el centro de la bóveda invernal, clara y lejana: anuncio blanco y chisporroteante cruzado con el vuelo rojo de un abanico serpenteado de amarillos: surtidor de las cicatrices abiertas de la noche, monarcas festivos que lucían sus medallones de oro sobre el paño negro de la noche, carrozas de luz en carrera hacia los astros enlutados de la noche. Detrás de los labios cerrados, él rió esa risa gruñida. Los platones vacíos eran repuestos con más aves, más mariscos, más carne sangrante. Los brazos desnudos circularon alrededor del viejo sentado pesadamente en un nicho de la vieja sillería de coro, taraceada, tallada con exuberancia, copetes y faldones caprichosos. Olió, miró los perfumes de las mujeres, las redondeces de los escotes, el secreto afeitado de los sobacos, los lóbulos cargados de joyas, los cuellos blancos y los talles estrechos de donde arrancaba el vuelo de la tafeta, la seda, la malla de oro; aspiró ese olor de lavanda y cigarrillos encendidos, de pintura labial y máscara, de zapatillas femeninas y coñac derramado, de digestiones pesadas y laca de uñas. Levantó la copa y él mismo se puso de pie; el criado le colocó entre los dedos las correas de los perros que le acompañarían durante las horas restantes de la noche; estalló la gritería del nuevo año: las copas se estrellaron contra el piso y los brazos acariciaron, apretaron, se levantaron para festejar esta fiesta del tiempo, este funeral, esta pira de la memoria, esta resurrección fermentada de todos los hechos, mientras la orquesta tocaba Las golondrinas, de todos los hechos, palabras y cosas muertas del ciclo, para festejar el aplazamiento de estas cien vidas que suspendían las preguntas, hombres y mujeres, para decirse, a veces con la mirada humedecida, que no habrá más tiempo que ése, el vivido y alargado durante estos instantes artificialmente extendidos por el estallido de cohetes y las campanas echadas al vuelo: Lilia le acarició el cuello como si pidiera perdón: él sabía, quizá, que muchas cosas, muchos deseos pequeños debían reprimirse para poder, en un solo momento de plenitud, gozar completamente, sin gasto previo, y ella debía agradecérselo: él lo decía con un murmullo. Cuando los violines, en la sala, volvieron a tomar el aire de La pobre gente de París, ella, con un mohín conocido, lo tomó del brazo pero él negó con la cabeza blanca y caminó precedido de los perros al sillón que ocuparía el resto de la noche, frente a las parejas… se divertiría viendo los rostros, fingidos, dulces, pícaros, maliciosos, idiotas, inteligentes, pensando en la suerte, en la suerte que tuvieron todos, ellos y él… rostros, cuerpos, bailes de seres libres, cómo él… lo afianzan, lo aseguran al desplazarse ligeramente sobre el piso encerado, bajo la araña luminosa… liberar, opacándolos, sus recuerdos… lo obligan, perversamente, a disfrutar aún más de esta identidad… libertad y poder… no estaba solo… estos danzantes le acompañaban… eso le dijo el calor del vientre, la satisfacción de las entrañas… escolta negra, carnavalesca, de la vejez poderosa, de la presencia encanecida, artrítica, pesada… eco de la sonrisa persistente, ronca, reflejada en el movimiento de los ojillos verdes… blasones recientes, como el suyo… a veces aun más nuevos… giraban, giraban… los conoce… industriales… comerciantes… coyotes… niños bien… agiotistas… ministros… diputados… periodistas… esposas… novias… celestinas… amantes… giraban las palabras cortadas de los que pasaban bailando frente a él…

—Sí… —Vamos después… —…pero mi papá… —…te quiero… —¿…libre…? —Eso me contaron… —…nos sobra tiempo… —Entonces… —…así… —…me gustaría… —¿Dónde? —…dime… —…ya no volveré más… —…¿te gustaba?… —…difícil… —eso se perdió… —chula… —…sabroso… —se hundió… —…muy merecido… —…hmmm…

¡Hmmm!… sabía adivinar en los ojos, en los movimientos de los labios, de los hombros… podía decirles en silencio lo que pensaban… podía decirles quiénes eran… podía recordarles sus verdaderos nombres… quiebras fraudulentas… devaluaciones monetarias reveladas de antemano… especulación de precios… agio bancario… nuevos latifundios… reportajes a tanto la línea… contratos de obras públicas inflados… jilgueros en giras políticas… despilfarro de la fortuna paterna… coyotaje en las secretarías de Estado… nombres falsos: Arturo Capdevila, Juan Felipe Couto, Sebastián Ibargüen, Vicente Castañeda, Pedro Caseaux, Jenaro Arriaga, Jaime Ceballos, Pepito Ibargüen, Roberto Régules… Y los violines tocaban y las faldas volaban y las colas de los fracs… No hablarán de todo eso… hablarán de viajes y amores, de casas y automóviles, de vacaciones y fiestas, de joyas y criados, de enfermedades y sacerdotes… Pero están allí, allí, en corte… frente al más poderoso… destruirlos o halagarlos con una mención en el periódico… imponerles la presencia de Lilia… instarlos, con una voz secreta, a bailar, comer, beber… sentirlos cuando se acercan…

—Tuve que traerlo, nada más para que viera ese cuadro del Arcángel, ése, divino…

—Si lo he dicho siempre: sólo teniendo el gusto de don Artemio…

—¿Cómo podemos corresponderle?

—Con razón no acepta usted invitaciones.

—Todo estuvo tan regio que me he quedado muda; muda, muda, don Artemio; ¡qué vinos!, ¡y esos patos con esas cositas tan regias!

…apartar el rostro y desentenderse… le bastaban los rumores… no quería fijar nada… los sentidos gozaban el puro murmullo de lo circundante… tactos, olores, sabores, imágenes… Que lo llamen, entre risas y cuchicheos, la momia de Coyoacán… que se burlen de Lilia con sonrisas secretas… Allí están, bailando bajo su mirada…

Levantó un brazo: una seña al director de la orquesta: la música cesó a media pieza y todos dejaron de bailar: el popurrí oriental apuntado por las cuerdas, el pasillo abierto entre la gente, la mujer semidesnuda que avanzó desde la puerta, ondulando los brazos y las caderas hasta ocupar el centro del salón: un grito alegre: la bailarina hincada frente al ritmo de tambores que domina la cintura: cuerpo embarrado de aceite, labios anaranjados, párpados blancos y cejas azules: de pie, bailando alrededor del círculo, moviendo el vientre en espasmos cada vez más rápidos: escogió al viejo Ibargüen y lo arrastró por el brazo al centro de la pista, lo sentó en el suelo, le colocó los brazos en la posición de un Dios Vishnú, bailoteó a su derredor y él trató de imitar las ondulaciones: todos sonrieron: ella se acercó a Capdevila, le obligó a despojarse del saco, a bailar alrededor de Ibargüen: el anfitrión rió, hundido en su sillón de damasco, acariciando las correas de los perros; la bailarina montó sobre la espalda de Couto y animó a varias mujeres a imitarla: todos rieron: los caballazos, entre carcajadas, destruyeron los peinados y mancharon de sudor las caras inflamadas de las amazonas: las faldas se arrugaron, levantadas más arriba de las rodillas: algunos jóvenes, entre risas agudas, estiraron las piernas para meter zancadillas a los corceles apopléticos que batallaban entre los dos viejos danzantes y la mujer de muslos abiertos.

Levantó la mirada, como si emergiera de una zambullida a fuerza de lastre: encima de las cabezas despeinadas y de los brazos ondulantes, el claro cielo de vigas y los muros blancos, los óleos del siglo XVII y los estofados angélicos… y en el oído despierto, la carrera escondida de las inmensas ratas —colmillos negros, hocicos afilados— que poblaban las techumbres y los cimientos de este antiguo convento jerónimo, que a veces se escurrían sin pudicia por los rincones de la sala y que en la oscuridad, por millares, encima y debajo de los alegres festejantes, esperaban… quizá… la oportunidad de tomarlos a todos por sorpresa… infectar la fiebre y la jaqueca… el mareo y el temblor frío… la hinchazón dura y dolorosa entre las piernas y las axilas… las manchas negras sobre la piel… el vómito de sangre… si volviese a levantar el brazo… para que los criados cerraran con travesaños de hierro las salidas… los escapes de esta casa de ánforas y cilindros… tableros biselados… camas de baldaquín y lienzo… llaves de fierro… cuarterones y sillerías… puertas de metales redoblados… estatuas de frailes y leones… y la comparsa se viese obligada a permanecer aquí… a no abandonar la nave… rociarse los cuerpos con vinagre… encender hogueras de madera perfumada… colgarse rosarios de tomillo alrededor del cuello… espantar con desidia las moscas verdes y zumbonas… mientras él ordenaba bailar, vivir, beber… Buscó a Lilia entre el mar de gente alborotada: bebía sola y silenciosa en una esquina, con una sonrisa inocente en los labios, dando la espalda a las danzas y a las justas fingidas… algunos hombres salían a orinar… ya llevaban la mano en la bragueta… algunas mujeres a polvearse… ya abrían el bolso de noche… sonrió con dureza… lo único que provocaba el despliegue de alegría y munificencia: cacareó en silencio… los imaginó… todos, cada uno, en fila frente a los dos lavabos de la planta baja… todos orinándose con la vejiga cargada de líquidos espléndidos… todos cagando los restos de la comida preparada durante dos días con una minucia, un gusto, una selección… en todo ajenos a este destino final de los patos y las langostas, los purés y las salsas… ah, sí, el mayor placer de toda la noche…

Se cansaban pronto. La bailarina terminó de bailar y quedó rodeada de indiferencia. La gente volvió a conversar, a pedir más champaña, a sentarse en los sofás hondos; otros regresaban de la excursión, abrochándose las braguetas, guardando las polveras en las bolsas de noche. Se agotaba. La breve orgía prevista… la puntual exaltación programada… las voces regresaban a su tono quedo y cantando… al disimulo de la meseta mexicana… regresaban esas preocupaciones… como si quisieran vengarse del momento pasado, del fugaz instante…

—…no, porque la cortisona me produce erupciones…

—…no sabes qué ejercicios espirituales está dando el padre Martínez…

—…mírala: quién lo diría; dicen que fueron…

—…tuve que correrla…

—… Luis llega tan cansado que sólo le dan ganas…

—…no, Jaime, no le gusta…

—…se puso muy alzada…

—…de ver un rato la tele…

—…ya no se puede con las criadas de hoy…

—…amantes hace como veinte años…

—…¿cómo se le va a dar el voto a esta bola de indios?

—…y la mujer sola en su casa; nunca…

—…son cuestiones de alta política; recibimos la…

—…que el PRI siga eligiendo de dedo y ya…

—…consigna del señor Presidente en la Cámara…

—…yo sí me atrevo…

—…Laura; creo que se llama Laura…

—…trabajamos unos cuantos…

—…si se vuelve a mencionar el income tax

—…para treinta millones de zánganos…

—…yo de plano me llevo mis ahorros a Suiza…

—…los comunistas sólo entienden…

—…no, Jaime, nadie debe molestarlo…

—…va a ser un negocio de fábula…

—…a macanazos…

—…se invierten cien millones…

—…es un Dalí precioso…

—…y los recuperaremos en un par de años…

—…me lo mandaron los agentes de mi galería…

—…o menos…

—…en Nueva York…

—…vivió muchos años en Francia; decepciones…, dicen…

—…vamos a reunirnos las puras señoras…

—…París es la ciudad luz por antonomasia…

—…para divertirnos solas…

—…si quieres, salimos mañana a Acapulco…

—…de la risa; las ruedas de la industria suiza…

—…me llamó el embajador americano para advertirme…

—…se mueven gracias a los diez mil millones de dólares…

—…Laura; Laura Rivière; volvió a casarse allá…

—…en la avioneta…

—…que los latinoamericanos tenemos depositados…

—…que ningún país está a salvo de la subversión…

—…cómo no, si lo leí en Excélsior

—…te diré: baila divino…

—…Roma es la ciudad eterna por excelencia…

—…pero no tiene ni un quinto…

—…yo hice mi lana fletándome duro…

—…ay tú, si se siente la divina envuelta en huevo…

—…¿por qué voy a pagarle impuestos a un gobierno de rateros…?

—…le dicen la momia, la momia de Coyoacán…

—…Darling, un modisto sensacional…

—…¿créditos para la agricultura?…

—…te digo que en el put siempre falla…

—…pobre Catalina…

—…¿y luego quién controla las sequías y las heladas?…

—…no hay vueltas que darle: sin inversiones americanas…

—…dicen que fue su gran pasión, pero…

—…Madrid, divino; Sevilla, precioso…

—…nunca saldremos del hoyo…

—…pero como México…

—…pudieron más las conveniencias, ¿te enteras?…

—…recupero cuarenta centavos de cada peso…

—…nos dan su dinero y su know-how

—…desde antes de prestarlo…

—…y todavía nos quejamos…

—…fue hace veintitantos años…

—…de acuerdo: caciques, líderes venales y todo lo que quieras…

—…me decoró todo en blanco y oro, ¡padrísimo!

—…pero el buen político no trata de reformar la realidad…

—…el señor Presidente me honra con su amistad…

—…sino de aprovecharla y trabajar con ella…

—…por los negocios que tiene con Juan Felipe, de plano…

—…hace miles de obras de caridad, pero nunca habla de ellas…

—…yo no más le dije: no hay de qué…

—…todos nos debemos favores, ¿qué no?

—…¡qué diera por dejarlo!…

—…de plano me cortaba, ¡pobre Catalina!…

—…les regateó pero en menos de diez mil dólares…

—…Laura; creo que le dicen Laura; creo que fue muy guapa…

—…pero qué quieres, así es una de débil…

Los alejaba, los acercaba: la marea del baile y la conversación. Sólo ahora, esta joven de sonrisa abierta y pelo rubio se colocó en cuclillas al lado del viejo, balanceó la copa de champaña con una mano, tomó el brazo del sillón con la otra… El joven preguntó si no lo distanciaría y el viejo le dijo: —No ha hecho usted otra cosa durante toda la noche, señor Ceballos… y no miró al joven… siguió con la mirada fija en el centro del bullicio… una regla no escrita… los invitados no debían acercársele, salvo para elogiar la casa y la cena apresuradamente… respetar su distancia… impune… agradecer la hospitalidad con la diversión… escena y butaca… no se daba cuenta… obviamente el joven Ceballos no se daba cuenta… —¿Sabe? Lo admiro… él hurgó en la bolsa del saco y extrajo un paquete arrugado de cigarrillos… lo encendió lentamente… sin mirar al joven… que decía que sólo un rey podía mirar con el desprecio con que él los miró cuando… y él le preguntó si era la primera vez que asistía a… y el joven respondió que sí… —¿Su suegro no le…? —Cómo no… —Entonces… —Esas reglas fueron hechas sin consultarme, don Artemio… no se resistió… con los ojos lánguidos… volutas de humo… dio la cara a Jaime y el joven le miró sin pestañear… picardía en la mirada… juego de los labios y las quijadas… del viejo… del joven… se reconoció, ah… le desconcertó, ah… —¿Qué cosa, señor Ceballos?… qué cosa sacrificó… —No le entiendo… no le entendía, decía que no le entendía… exhaló una risa por las ventanas de la nariz… —La herida que nos causa traicionarnos, amigo… ¿Con quién piensa que está hablando? ¿Se le ocurre que yo me engaño…? Jaime le acercó el cenicero… ah, cruzaron el río a caballo, aquella mañana… —¿…en una justificación…? …observaba sin ser observado… —Seguramente su suegro y otras personas con las que usted trata… cruzaron el río, esa mañana… —…que nuestra riqueza se justifica, que hemos trabajado para alcanzarla… —…nuestra recompensa, ¿eh?… le preguntó si irían juntos, hasta el mar… —¿Sabe usted por qué estoy por encima de toda esta gentecita… y la domino?… Jaime le acercó un cenicero; hizo un gesto con el cigarrillo consumido… salió del vado con el torso desnudo… —Ah, usted se acercó, yo no lo llamé… Jaime entrecerró los ojos y bebió de la copa… —¿Pierde sus ilusiones?… Ella repetía, “Dios mío, no merezco esto”, levantando el espejo, preguntándose si eso es lo que él vería cuando regresara… —Pobre Catalina… —Porque no me engaño… distinguirán en la otra ribera un espectro de tierra, un espectro, sí… —¿Qué le parece esta fiesta?… vacilón, qué rico vacilón, cha cha chá… Olía a plátano. Cocuya… —No me importa… él apretó las espuelas; dio el rostro y sonrió… —…mis cuadros, mis vinos, mis cómodas y las domino igual que a ustedes… —¿Le parece…? …recordaste tu juventud por él y por estos lugares… —El poder vale en sí mismo, eso es lo que sé, y para tenerlo hay que hacer todo… pero no quisiste decirle cuánto significaba para ti porque quizá hubieras forzado su afecto… —…como lo he hecho yo y su suegro y todos esos que bailan allí enfrente… esa mañana lo esperaba con alegría… —…como lo tendrá que hacer usted, si quiere… —Colaborar con usted, don Artemio, ver si en una de sus empresas, pueda usted… el brazo levantado del muchacho indicó hacia el oriente, por donde sale el sol, hacia la laguna… —Generalmente, esto se arregla de otra manera… los caballos corrieron lentamente, separando las hierbas ancladas, agitando las crines, levantando una espuma deshecha… —…el suegro me llama e insinúa que el yerno es… se vieron a los ojos, sonrieron… —Pero ya ve, yo tengo otros ideales… al mar libre, al mar abierto, hacia donde corrió Lorenzo, ágil, hacia las olas que le estallaron alrededor de la cintura… —Aceptó las cosas como son; se hizo realista… —Sí, eso es. Igual que usted, don Artemio… le preguntó si nunca pensaba en lo que hay del otro lado del mar; la tierra se parece toda, sólo el mar es distinto… —¡Igual que yo!… Le dijo que había islas… —…¿luchó en la Revolución, expuso el pellejo, estuvo a punto de ser fusilado? …el mar sabía a cerveza amarga, olía a melón, membrillo, fresa… —¿Eh?… —No… yo… —Sale un barco dentro de diez días. Ya tomé pasaje… —Llega usted al final del banquete, amigo. Apresúrese a recoger las migajas… —¿Tú no harías lo mismo, papá?… —…arriba durante cuarenta años porque fuimos bautizados con la gloria de ésa… —Sí… —…pero ¿usted? ¿Cree que eso se hereda? ¿Con qué cosa van a prolongar…? —Ahora hay ese frente. Creo que es el único que queda… —Sí… —…¿nuestro poder?… —Voy a irme… —Ustedes nos enseñaron cómo… —¡Bah!, llegó usted tarde, le digo… lo esperaba con alegría, esa mañana… —Que traten de engañarlo los demás; yo nunca me he engañado; por eso estoy aquí… cruzaron el río, a caballo… —…apresúrese… hártese… porque se lo está llevando… le preguntó si irían juntos, hasta el mar… —A mí qué me importa… el mar vigilado por el vuelo bajo de las gaviotas… —Me moriré y me dará risa… el mar que sólo asomaba su lengua cansada sobre la playa… —…y me dará risa pensar… hacia las olas que le estallaron alrededor de la cintura… —…mantener vivo un mundo para el que no tienen tamaños… el viejo acercó la cabeza al oído de Ceballos… el mar que sabe a cerveza amarga… —¿Quiere que le confiese una cosa?… el mar que huele a melón y guayaba… pegó secamente con el dedo índice sobre la copa del joven… los pescadores que arrastraban sus redes hacia la arena… —…el verdadero poder nace siempre de la rebeldía… —¿Creer? No sé. Tú me trajiste aquí, me enseñaste todas estas cosas… —Y usted… ustedes… Con los diez dedos abiertos, bajo el cielo encapotado, de cara al mar abierto… —…y ustedes… ya no tienen lo que hace falta…

Volvió a mirar hacia el salón.

—Entonces —murmuró Jaime—, ¿puedo pasar a verlo… uno de estos días?

—Hable con Padilla. Buenas noches.

El reloj del salón sonó tres veces. El viejo suspiró y chicoteó las correas de los perros adormecidos, que pararon las orejas y se incorporaron al tiempo que él, apoyándose en los brazos del sillón, se levantaba con esfuerzo y la música cesaba.

Atravesó el salón entre los murmullos de gratitud y las cabezas ladeadas de los invitados. Lilia se abrió paso,

—Con permiso…

y tomó el brazo rígido. Él con la cabeza levantada (Laura, Laura); ella con la mirada baja y curiosa, recorrieron el paso abierto entre los invitados, entre las tallas suntuosas, las taraceas opulentas, las molduras de yeso y oro, las cajoneras de hueso y carey, las chapas y aldabas, los cofres con cuarterones y bocallaves de hierro, los olorosos escaños de ayacahuite, las sillerías de coro, los copetes y faldones barrocos, los respaldos combados, los travesaños torneados, los mascarones policromos, los tachones de bronce, los cueros labrados, las patas cabriolas de garra y bola, las casullas de hilo de plata, los sillones de damasco, los sofás de terciopelo, los cilindros y las ánforas, los tableros biselados, los tapetes de merino, los óleos cuarteados, bajo los cristales de los candiles, las vigas calurosas, hasta llegar al primer peldaño de la escalera. Entonces él acarició la mano de Lilia y la mujer lo ayudó a subir, tomándolo del codo, agachándose para sostenerlo mejor. Sonrió:

—¿No te cansaste mucho?

Él negó con la cabeza y volvió a acariciar la mano.

Yo he despertado… otra vez… pero esta vez… sí… en este automóvil, en esta carroza… no… no sé… corre sin hacer ruido… ésta no debe ser todavía la conciencia verdadera… por más que abra los ojos no puedo distinguirlos… objetos, personas… huevos blancos y luminosos que ruedan frente a mis ojos… pared de leche que me separa del mundo… de las cosas que se pueden tocar y de las voces ajenas… estoy separado… muero… me separo… no, un ataque… un ataque puede venirle a un viejo de mi edad… muerte no, separación no… no lo quiero decir… quiero preguntarlo… pero lo digo… si hiciera un esfuerzo… sí… ya escucho los ruidos superpuestos de la sirena… es la ambulancia… de la sirena y de mi propia garganta… mi garganta estrecha y cerrada… la saliva me gotea por ella… hacia un pozo sin fondo… separarse… ¿testamento?… ah, no se preocupen… existe un papel escrito, timbrado, levantado ante notario… no olvido a nadie… ¿para qué iba a olvidarlos, a odiarlos…? …¿no les habría dado placer pensar que hasta el último momento pensé en ustedes para burlarme?… ah, qué risa, ah, qué burla… no… los recuerdo con la indiferencia de un trámite frío… les parcelo esta riqueza que atribuirán en público a mi esfuerzo… a mi tesón… a mi sentido de responsabilidad… a mis cualidades personales… háganlo… siéntanse tranquilos… olviden que esa riqueza la gané, la expuse, la gané… darlo todo a cambio de nada… ¿no es verdad?… ¿cómo se llamará darlo todo a cambio de todo?… pónganle el nombre que gusten… regresaron, no se dieron por vencidos… sí, lo pienso y sonrío… me burlo de mí mismo, me burlo de ustedes… me burlo de mi vida… ¿no es mi privilegio?… ¿no es éste el único momento para hacerlo?… no podía burlarme mientras vivía… ahora sí… mi privilegio… les dejaré el testamento… les legaré esos nombres muertos… Regina… Tobías… Páez… Gonzalo… Zagal… Laura, Laura… Lorenzo… para que no me olviden… separado… puedo pensarlo y preguntarme a mí mismo… sin saberlo… porque estas últimas ideas… eso lo sé… pienso, disimulo… corren ajenas a mi voluntad, ah, sí… como si el cerebro, el cerebro… pregunta… la respuesta me llega antes que la pregunta… probablemente… las dos son la misma cosa… vivir es otra separación… con aquel mulato, junto a la choza y el río… con Catalina, si hubiéramos hablado… en aquella prisión, aquella madrugada… no cruces el mar, no hay islas, no es cierto, te engañé… con el maestro… ¿Esteban?… ¿Sebastián?… no recuerdo… me enseñó tantas cosas… no recuerdo… lo dejé y me fui al norte… ah, sí… sí… sí… sí, la vida habría sido distinta… pero sólo eso… distinta… no la vida de este hombre agonizante… no, agonizante no… les digo que no no no… un ataque… un viejo, un ataque… convalecencia, eso es… sino otra… sino la de otro… distinta… pero también separada… ay decepción… ni vida ni muerte… ay decepción… en la tierra del hombre… vida escondida… muerte escondida… plazo fatal… sin sentido… Dios mío… ah, ése puede ser el último negocio… ¿quién me pone las manos sobre los hombros?… creer en Dios… sí, buena inversión, cómo no… ¿quién me obliga a recostarme, como si hubiese querido levantarme de aquí?… ¿hay otra posibilidad de creer que se sigue siendo aun cuando no se crea en ella?… Dios, Dios, Dios… basta repetir mil veces una palabra para que pierda todo sentido y no sea sino un rosario… de sílabas… huecas… Dios, Dios… qué secos mis labios… Dios, Dios… ilumina a los que se quedan… hazlos pensar en mí de vez… en cuando… haz que mi memoria… no se pierda… pienso… pero no los veo bien… no los veo… hombres y mujeres en duelo… se rompe ese huevo negro… de mi mirada y veo… que siguen viviendo… regresan a sus trabajos… ocios… intrigas… sin recordar… al pobre muerto… que escucha las paletadas de tierra… mojada… sobre el rostro… el avance sinuoso… sinuoso… sinuoso… sí… lujurioso… de esos gusanos… la garganta… me gotea como un mar… una voz perdida que… quiere resucitar… resucitar… seguir viviendo… continuar la vida donde la cortó la otra… muerte… no… volver a empezar desde el principio… resucitar… volver a nacer… resucitar… volver a decidir… resucitar… volver a escoger… no… qué hielo en las sienes… qué uñas… azules… qué estómago… hinchado… qué náuseas… de mierda… no te mueras sin razón… no no… ah viejas… viejas impotentes… que han tenido todos… los objetos de la riqueza… y la cabeza… de la mediocridad… si al menos… hubieran comprendido para qué sirven… cómo se usan… estas cosas… ni eso… mientras yo lo tuve todo… ¿me oyen?… todo… lo que se compra y… todo lo que no se compra… tuve a Regina… ¿me oyen?… amé a Regina… se llamaba Regina… y me amó… me amó sin dinero… me siguió… me dio la vida… allá abajo… Regina, Regina… cómo te amo… cómo te amo hoy… sin necesidad de tenerte cerca… cómo me llenas el pecho de esta satisfacción… cálida… cómo… me inundas… de tu viejo perfume… olvidado, Regina… te recordé… ¿viste?… ve bien… antes te recordé… pude recordarte… tal como eres… como me quieres… como te amé en el mundo… que nadie nos puede arrebatar… Regina, a ti y a mí… que traigo y conservo… protegiéndolo con las dos manos… como… si fuera un fuego… pequeño y vivo… que tú me regalaste… tú me diste… tú me diste… yo habré quitado… pero a ti te di… ay, ojos negros; ay, carne oscura y olorosa, ay labios negros, ay amor oscuro que no puedo tocar, nombrar, repetir: ay tus manos, Regina… tus manos sobre mi cuello y… el olvido de tus encuentros… el olvido… de todo lo que existió… fuera de ti y de mí… ay, Regina… sin pensar… sin hablar… siento en los muslos oscuros… de la abundancia sin tiempo… ay mi orgullo irrepetible… el orgullo de haberte amado… reto sin respuesta… ¿qué puede decirnos el mundo… Regina… qué pudo añadir a eso… qué razón pudo hablarle… a la locura… de querernos?… ¿qué?… paloma, clavel, convólvulo, espuma, trébol, clave, arca, estrella, fantasma, carne: ¿cómo te nombraré… amor… cómo te acercaré… nuevamente… a mi aliento… cómo te suplicaré… la entrega… cómo te acariciaré… las mejillas… cómo te besaré… los lóbulos… cómo te respiraré… entre las piernas… cómo diré… tus ojos… cómo tocaré… tu sabor… cómo abandonaré… la soledad… de mí mismo… para perderme en… la soledad… de los dos… cómo repetiré… que te quiero… cómo desterraré… tu recuerdo esperar tu regreso?… Regina, Regina… esa punzada vuelve, Regina, estoy despertando… de ese medio sueño al que me indujo el calmante… estoy despertando… con el dolor… en el centro… de mis entrañas, Regina, dame la mano, no me abandones, no quiero despertar sin encontrarte a mi lado, mi amor, Laura, mi mujer adorada, mi recuerdo salvador, mi falda de percal, Regina, me duele, mi ternura irrepetible, mi naricilla respingada, me duele, Regina, me doy cuenta de que me duele: Regina, ven para que sobreviva otra vez; Regina, cambia otra vez tu vida por la mía; Regina, muérete de nuevo para que yo viva; Regina. Soldado. Regina. Abrácenme. Lorenzo. Lilia. Laura. Catalina. Abrácenme. No. Qué hielo en las sienes… Cerebro, no te mueras… razón… quiero encontrarla… quiero… quiero… tierra… país… te amé… quise regresar… razón de la sinrazón… contemplar desde un lugar muy alto la vida vivida y no ver nada… y si no veo nada… para qué morir… por qué morir… por qué morir sufriendo… por qué no seguir viviendo… la vida muerta… por qué pasar… de la nada viva a la nada muerta… se agota… se agota jadeante… el ladrido de la sirena… jauría… se detiene la ambulancia… cansado… más cansado no… tierra… entra otra luz a mis ojos… otra voz…

—Opera el doctor Sabines.

¿Razón? ¿Razón?

La camilla corre sobre los rieles, fuera de la ambulancia. ¿Razón? ¿Quién vive? ¿Quién vive?

Tú no podrás estar más cansado; más cansado no; y es que habrás caminado mucho, a caballo, a pie, en los viejos trenes y el país no termina nunca. ¿Recordarás el país? Lo recordarás y no es uno; son mil países con un solo nombre. Eso lo sabrás. Traerás los desiertos rojos, las estepas de tuna y maguey, el mundo del nopal, el cinturón de lava y cráteres helados, las murallas de cúpulas doradas y troneras de piedra, las ciudades de cal y canto, las ciudades de tezontle, los pueblos de adobe, las aldeas de carrizo, los senderos de lodo negro, los caminos de la sequía, los labios del mar, las costas espesas y olvidadas, los valles dulces del trigo y el maíz, los pastizales norteños, los lagos del Bajío, los bosques delgados y altos, las ramas cargadas de heno, las cumbres blancas, los llanos de chapopote, los puertos de la malaria y el burdel, el casco calcáreo del henequén, los ríos perdidos, precipitados, las horadaciones de oro y plata, los indios sin la voz común, voz cora, voz yaqui, voz huichol, voz pima, voz seri, voz chontal, voz tepehuana, voz huasteca, voz totonaca, voz nahua, voz maya, la chirimía y el tambor, la danza terciada, la guitarra y la vihuela, los plumajes, los huesos delgados de Michoacán, la carne chaparra de Tlaxcala, los ojos claros de Sinaloa, los dientes blancos de Chiapas, los huipiles, las peinetas jarochas, las trenzas mixtecas, los cinturones tzotziles, los rebozos de Santa María, la marquetería poblana, el vidrio jalisciense, el jade oaxaqueño, las ruinas de la serpiente, las ruinas de la cabeza negra, las ruinas de la gran nariz, los sagrarios y los retablos, los colores y los relieves, la fe pagana de Tonantzintla y Tlacochaguaya, los nombres viejos de Teotihuacán y Papantla, de Tula y Uxmal: los traes y te pesan, son losas muy pesadas para un solo hombre: no se mueven nunca y las traes amarradas al cuello: te pesan y se te han metido al vientre… son tus bacilos, tus parásitos, tus amibas…

tu tierra

pensarás que hay un segundo descubrimiento de la tierra en ese trajín guerrero, un primer pie sobre montañas y barrancos que son como un puño desafiante al avance desesperado y lento del camino, la presa, el riel y el poste de telégrafo: esta naturaleza que se niega a ser compartida o dominada, que quiere seguir existiendo en soledad abrupta y sólo ha regalado a los hombres unos cuantos valles, unos cuantos ríos, para que en ellos o a su vera se entretengan; ella sigue siendo la dueña arisca de los picachos lisos e inalcanzables, del desierto plano, de las selvas y de la costa abandonada; y ellos, fascinados por ese poder altanero, permanecerán con los ojos fijos en él: si la naturaleza inhóspita da la espalda al hombre, el hombre da la espalda al ancho mar olvidado, pudriéndose en su feracidad caliente, hirviendo con riquezas perdidas

heredarás la tierra

no verás otra vez esos rostros que conociste en Sonora y en Chihuahua, que un día viste dormidos, aguantándose, y al siguiente encolerizados, arrojados a esa lucha sin razones ni paliativos, a ese abrazo de los hombres a los que otros hombres separaron, a ese decir aquí estoy y existo contigo y contigo y contigo también, con todas las manos y todos los rostros vedados: amor, extraño amor común que se agotará en sí mismo: te lo dirás a ti mismo, porque lo viviste y no lo entendiste al vivirlo: sólo al morir lo aceptarás y dirás abiertamente que aun sin comprenderlo lo temiste durante cada uno de tus días de poder: temerás que ese encuentro amoroso vuelva a estallar; ahora morirás y no lo temerás ya porque no lo verás; pero dirás a los demás que lo teman: teman la falsa tranquilidad que les legas, teman la concordia ficticia, la palabrería mágica, la codicia sancionada: teman esta injusticia que ni siquiera saben que lo es:

aceptarán tu testamento: la decencia que conquistaste para ellos, la decencia: le darán gracias al pelado Artemio Cruz porque los hizo gente respetable; le darán gracias porque no se conformó con vivir y morir en una choza de negros; le darán gracias porque salió a jugarse la vida: te justificarán porque ellos ya no tendrán tu justificación: ellos ya no podrán invocar las batallas y los jefes, como tú, y escudarse detrás de ellos para justificar la rapiña en nombre de la Revolución y el engrandecimiento propio en nombre del engrandecimiento de la Revolución: pensarás y te asombrarás: ¿qué justificación van a encontrar ellos? ¿qué barrera van a oponer?: no lo pensarán, disfrutarán de lo que les dejas mientras puedan; vivirán felices, se mostrarán adoloridos y agradecidos —en público, no pedirás más— mientras tú esperas con un metro de tierra sobre el cuerpo; esperas, hasta volver a sentir el tropel de pies sobre tu rostro muerto y entonces dirás

—Regresaron. No se dieron por vencidos

y sonreirás: te burlarás de ellos, te burlarás de ti mismo: es tu privilegio: las nostalgia te tentará: sería la manera de embellecer el pasado: no lo harás:

legarás las muertes inútiles, los nombres muertos, los nombres de cuantos cayeron muertos para que el nombre de ti viviera; los nombres de los hombres despojados para que el nombre de ti poseyera; los nombres de los hombres olvidados para que el nombre de ti jamás fuese olvidado:

legarás este país; legarás tu periódico, los codazos y la adulación, la conciencia adormecida por los discursos falsos de hombres mediocres; legarás las hipotecas, legarás una clase descastada, un poder sin grandeza, una estulticia consagrada, una ambición enana, un compromiso bufón, una retórica podrida, una cobardía institucional, un egoísmo ramplón;

les legarás sus líderes ladrones, sus sindicatos sometidos, sus nuevos latifundios, sus inversiones americanas, sus obreros encarcelados, sus acaparadores y su gran prensa, sus braceros, sus granaderos y agentes secretos, sus depósitos en el extranjero, sus agiotistas engominados, sus diputados serviles, sus ministros lambiscones, sus fraccionamientos elegantes, sus aniversarios y sus conmemoraciones, sus pulgas y sus tortillas agusanadas, sus indios iletrados, sus trabajadores cesantes, sus montes rapados, sus hombres gordos armados de aqualung y acciones, sus hombres flacos armados de uñas: tengan su México: tengan tu herencia:

heredarás los rostros, dulces, ajenos, sin mañana porque todo lo hacen hoy, lo dicen hoy, son el presente y son en el presente: dicen “mañana” porque no les importa mañana: tú serás el futuro sin serlo, tú te consumirás hoy pensando en mañana: ellos serán mañana porque sólo viven hoy:

tu pueblo

tu muerte: animal que prevés tu muerte, cantas tu muerte, la dices, la bailas, la pintas, la recuerdas antes de morir tu muerte:

tu tierra:

no morirás sin regresar:

este poblado al pie del monte; habitado por trescientas personas y apenas distinguible por unos manchones de teja entre el follaje que, en cuanto echa raíz la piedra de la montaña, se encrespa en la suave ladera que acompaña al río en su curso hasta el mar cercano: como una media luna verde, el arco de Tamiahua a Coatzacoalcos devorará el rostro blanco del mar en un intento inútil —devorado, a su vez, por la corona brumosa de la sierra, asiento y límite de la meseta india— de ligarse al archipiélago tropical de ondulaciones graciosas y carnes quebradas: mano lánguida del México seco, inmutable, triste, del claustro de piedra y polvo encerrado en el altiplano, la media luna veracruzana tendrá otra historia, atada por hilos dorados a las Antillas, al océano y, más allá, al Mediterráneo que en verdad sólo será vencido por los contrafuertes de la Sierra Madre Oriental: donde los volcanes se anudan y las insignias silenciosas del maguey se levantan, morirá un mundo que en ondas repetidas envía sus crestas sensuales desde la partitura del Bósforo y los senos del Egeo, su chapoteo de uvas y delfines desde Siracusa y Túnez, su hondo vagido de reconocimiento desde Andalucía y las puertas de Gibraltar, su zalema de negro empelucado y cortesano desde Haití y Jamaica, sus comparsas de danzas y tambores y ceibas y corsarios y conquistadores desde Cuba: la tierra negra absorbe la marejada: en los balcones de fierro y en los portales cafeteros se fijarán las ondas lejanas: en las columnas blancas de los pórticos campestres y en las entonaciones voluptuosas del cuerpo y de la voz morirán los efluvios: habrá aquí una frontera: luego se levantará el pedestal sombrío de las águilas y los pedernales: una frontera que nadie derrotará: ni los hombres de Extremadura y Castilla que se agotaron en la primera fundación y después fueron vencidos sin saberlo en el ascenso a la plataforma vedada que les dejó destruir y deformar sólo las apariencias: víctimas, al fin, del hambre concentrada de las estatuas de polvo, de la succión ciega de la laguna que se ha tragado el oro, los cimientos, los rostros de cuantos conquistadores la han violado; ni los bucaneros que colmaron sus bergantines con los escudos arrojados desde la cima de la montaña indígena con una carcajada agria; ni los frailes que cruzaron el Paso de la Malinche para entregar nuevos disfraces a dioses inconmovibles que se hacían representar en una piedra destructible pero que habitaban el aire; ni los negros traídos a las plantaciones tropicales y alaciados por las avanzadas indias que ofrecieron sus sexos lampiños como un reducto de victoria sobre la raza crespa; ni los príncipes que desembarcaron de los veleros imperiales y se dejaron engañar por el dulce paisaje del palmacristi y fruta en drupa y ascendieron con sus equipajes cargados de encaje y lavanda a la meseta de paredones acribillados; ni siquiera los caciques de tricornio y charreteras que en la muda opacidad del altiplano encontraron, al cabo, la derrota exasperante de la reticencia, de la burla sorda, de lo indiferente:

tú serás ese niño que sale a la tierra, encuentra la tierra, sale de su origen, encuentra su destino, hoy que la muerte iguala el origen y el destino y entre los dos clava, a pesar de todo, el filo de la libertad:

1903: 18 DE ENERO

Él despertó al escuchar el murmullo del mulato Lunero —Ah borracho, ah borracho— cuando todos los gallos (aves enlutadas que habían caído en la servidumbre silvestre, abandonados los corrales que en otra época fueron el orgullo de esta hacienda porque compitieron con los de pelea del gran amo de la región, hace más de medio siglo) anunciaron la veloz mañana del trópico, que era el fin de la noche para el señor Pedrito, embarcado en una francachela solitaria más, allá en la terraza de losas coloradas del viejo casco perdido: llegó el canto ebrio del señor hasta el techo de palmas bajo el cual Lunero ya estaba de pie, rociando el suelo de tierra con manotazos de agua tomada de la jícara, venida de otro lugar, cuyos patos y florecillas pintadas habían lucido una laca brillante, en otros tiempos. Lunero encendió en seguida el brasero para calentar el picadillo de charal, sobra del día pasado; en la canasta de frutas buscó, guiñando los ojos, las cáscaras más negras para consumirlas en seguida, antes de que la corrupción total, hermana de la feracidad, las ablandara y agusanara. Después, cuando el humo de la plancha de lámina acabó de desamodorrar al niño, el cántico flemoso se detuvo pero todavía se escuchaban los traspiés del borracho, cada vez más lejanos y luego el portazo final, preludio de la larga mañana de insomnio: boca abajo sobre el colchón desnudo y teñido de la gran cama de caoba, enredado en el mosquitero, en la cama de baldaquín sin sábanas, desesperado porque las reservas de aguardiente ya se habían agotado. Antes —recordó Lunero, cuando acarició la cabeza revuelta del niño que se acercó al fuego con la camiseta corta, mostrando las primeras sombras de la pubertad—, cuando la tierra era grande, las chozas quedaban lejos de la casa y no se sabía lo que pasaba en ella, como las cocineras gordas y las jóvenes cambujas que manejaban la escoba y almidonaban las camisas no llevaran sus cuentos hasta el otro mundo de los hombres tostados en los campos tabaqueros. Ahora, todo andaba cerca y en la hacienda angostada por los agiotistas y los enemigos políticos del antiguo amo muerto, sólo quedaban la casa sin vidrios y la choza de Lunero; y en aquélla sólo suspiraba el recuerdo de los criados, mantenido por la flaca Baracoa que seguía cuidando a la abuela encerrada en el cuarto azul del fondo; en ésta sólo vivían Lunero y el niño y ellos eran los únicos trabajadores.

El mulato se sentó sobre el suelo aplanado y dividió el plato de pescado, vaciando la mitad en la olla de barro y conservando la otra sobre la lámina. Le ofreció un mango al niño y él peló un plátano y los dos comieron en silencio. Cuando el pequeño montículo de cenizas se apagó, entró por la única abertura —puerta, ventana, umbral de los perros husmeantes, frontera de las hormigas rojas detenidas por una raya pintada de cal— la nube pesada del convólvulo que Lunero plantó hace años para disimular los adobes pardos de las paredes y enredar la choza en esa fragancia nocturna de flores tubulares. No hablaban. Pero el mulato y el niño sentían esa misma gratitud alegre de estar juntos que nunca dirían, que nunca, siquiera, expresarían en una sonrisa común, porque estaban allí no para decir o sonreír, sino para comer y dormir juntos y juntos salir cada madrugada, sin excepción silenciosa, cargada de humedad tropical y juntos cumplir las labores necesarias para ir pasando los días y entregarle a la india Baracoa las piezas que cada sábado compraban la comida de la abuela y las damajuanas del señor Pedrito. Eran hermosos estos anchos botellones azules separados del calor por la canasta tejida de carrizos y el asa de cuero: panzones, de cuello corto y estrecho. El señor Pedrito los iba arrumbando a la entrada de la casa y cada mes Lunero se llegaba al poblado al pie de la sierra con la ancha estaca que en la hacienda usaba para acarrear los baldes de agua y regresaba con ella atravesada sobre los hombros y las damajuanas amarradas y colgando, porque la mula de antes se había muerto. Este poblado al pie del monte era la única vecindad. Habitado por trescientas personas y apenas distinguible por unos manchones de teja entre el follaje que, al echar raíz la piedra de la montaña, se encrespaba en la suave ladera que acompaña al río en su curso hacia el mar cercano.

El niño salió de la choza y corrió por el sendero de helechos que rodeaban los troncos grises y suaves del mango; la pendiente lodosa le condujo, debajo del cielo escondido por la flor roja y el fruto amarillo, a la ribera donde Lunero, a machetazos, abrió un claro junto al río —aquí comenzaba a ensancharse, turbulento aún— para el trabajo diario. El mulato de largos brazos llegó fajándose el pantalón de mezclilla, ancho en sus aberturas extremas, recuerdo de alguna perdida moda marinera. El niño tomó el calzón corto y azul que pasó la noche, secándose al sereno, sobre el círculo de fierro oxidado al que ahora se acercó Lunero. Algunas cortezas del manglar yacían, abiertas y cepilladas, con las bocas dentro del agua. Lunero se detuvo un momento, con los pies hundidos en el fango. Rumbo al mar, el río ensanchaba su respiración y acariciaba masas crecientes de helecho y platanar. La maleza parecía más alta que el cielo, porque éste era plano, reverberante, bajo. Los dos sabían qué hacer. Lunero tomó la lija y siguió puliendo, con una fuerza que le bailoteaba en los nervios gordos del antebrazo, las cortezas. El niño arrimó un taburete cojo y podrido y lo colocó dentro del círculo de fierro, suspendido de un asta central de madera. De las diez aberturas horadadas en el círculo colgaban otras tantas mechas de cordón. El niño hizo girar el círculo y después se agachó para encender el fuego debajo de la cacerola: el arrayán derretido burbujeó su espesor; el círculo giró; el niño iba derramando la cera en las horadaciones.

—Ya viene el día de la Purificación —dijo Lunero con tres clavos entre los dientes.

—¿Cuándo?

La pequeña fogata bajo el sol alumbró los ojos verdes del niño.

—El dos, Cruz niño, el dos. Entonces se venderán más velas, no sólo a los de cerca, sino a toda la comarca. Saben que de aquí son las mejores velas.

—Recuerdo el año pasado.

A veces, la cera caliente daba un latigazo; el niño tenía los muslos manchados de pequeñas cicatrices redondas.

—Es el día que la marmota busca su sombra.

—¿Cómo sabes?

—Es un cuento que trajeron de otra parte.

Lunero se detuvo y alcanzó un martillo. Arrugó la frente oscura.

—Niño Cruz, ¿crees que ya sabes hacer las canoas?

Ahora había una gran sonrisa blanca en el rostro del muchacho. Los reflejos verdes del río y los helechos húmedos acentuaban ese corte pálido, huesudo, de la cara. Peinado por el río, el pelo se enriscaba sobre la frente ancha, la nuca oscura. El sol le había dado tonos de cobre pero la raíz era negra. Todo el tono de fruta verde corría por los brazos delgados y el pecho firme, hecho a nadar corriente arriba, con los dientes brillantes en la carcajada del cuerpo refrescado por el río de fondo herbáceo y riberas legamosas.

—Sí, ya sé. Te he visto cómo haces.

El mulato bajó los ojos de por sí bajos, serenos pero acechantes.

—Si Lunero se va, ¿ya sabrás hacer todas las cosas?

El niño dejó de girar la rueda de fierro.

—¿Si Lunero se va?

—Si se tiene que ir.

No debía decir nada, pensó el mulato; no diría nada, se iría como se iban los suyos, sin decir nada, porque conoce y acepta la fatalidad y siente un abismo de razones y memorias entre ese conocimiento y esa aceptación y el conocimiento y rechazo de otros hombres; porque conoce la nostalgia y la peregrinación. Y aunque sabía que nada debía decir, sabía que el niño —su compañero de siempre— había visto con curiosidad, con la cabecilla ladeada, al hombre del levitón apretado y sudoroso que ayer buscó a Lunero.

—Tú sabes, vender la candela en el pueblo y hacer más cuando llega el día de la Purificación; llevar las botellas vacías todos los meses y dejarle al señor Pedrito el licor en la puerta… hacer las canoas y llevarlas todas río abajo cada tres meses… y sí, también entregarle el oro a Baracoa, tú sabes, guardándote una pieza y pescar los charales aquí mismo…

El pequeño claro junto al río ya no pulsaba con el chirreo del círculo oxidado ni con el martilleo sonámbulo del mulato. Encajonado por el verdor, crecía el murmullo de agua veloz que arrastraba bagazo y troncos fulminados en las tempestades nocturnas y hierba ondulante de los campos de arriba. Revoloteaban las mariposas negras y amarillas, rumbo al mar también. El niño dejó caer los brazos e interrogó la mirada caída del mulato.

—¿Te vas?

—Tú no sabes todas las historias de este lugar. En otro tiempo toda la tierra, hasta la montaña, era de los de aquí. Luego se perdió. El señor abuelo murió. El señor Atanasio fue malherido a traición y todo se fue quedando sin cultivar. O pasó a otros. Sólo quedé yo y me dejaron en paz catorce años. Pero me tenía que llegar la hora.

Lunero se detuvo, porque no sabía por dónde seguir. Los ribetes plateados del agua le distrajeron y los músculos le pidieron que siguiera la tarea. Hace trece años, cuando le entregaron al niño, pensó en mandarlo por el río, cuidado por las mariposas, como al rey antiguo de las historias blancas, y esperar su regreso, poderoso y grande. Pero la muerte del amo Atanasio le había permitido conservar al niño, sin reñir siquiera con el señor Pedrito, incapaz de distraerse o discutir, sin reñir con la abuela, que ya vivía encerrada en ese cuarto azul con cortinas de encaje y candiles que tintineaban en la tormenta y que jamás se enteraría del crecimiento del muchacho a unos cuantos metros de su locura sellada. Sí, el amo Atanasio murió muy a tiempo; él hubiera mandado matar al niño; Lunero lo salvó. Pasaron los últimos campos tabaqueros a manos del nuevo cacique y a ellos sólo les quedaron estos cercos de ribera y maleza y el viejo casco como una olla vacía y resquebrajada. Vio cómo se pasaron todos los trabajadores a las tierras del nuevo señor y cómo empezaron a llegar nuevos hombres, traídos de allá arriba a trabajar los nuevos plantíos y cómo de otros pueblos y rancherías fueron sacados los hombres y él, Lunero, tuvo que inventar estos trabajos de las velas y las canoas para ganar con ellos el sustento de todos y pensar que de esa parcela improductiva, mera uña entre el río y la casa derrumbada, nadie lo habría de sacar, porque nadie se fijaría en él, perdido entre las ruinas vegetales con su muchachillo. Tardó catorce años el cacique en darse cuenta de él, pero alguna vez debía terminar su rastrilleo obstinado de la región, hasta dar con la última aguja perdida en el pajar. Y por eso ayer en la tarde se había presentado, sofocado en la levita negra y con el sudor chorreándole por las sienes, el enganchador del cacique, a decirle a Lunero que mañana mismo —hoy— se iría a la hacienda del señor al sur del estado, porque escaseaban los buenos trabajadores del tabaco y Lunero llevaba catorce años de güevón cuidando a un borracho y a una vieja loca. Y todo esto es lo que Lunero no sabía contarle al niño Cruz, porque le parecía que no iba a entender. El niño que sólo había conocido el trabajo al borde del río y la frescura del agua antes de almorzar; los viajes a la costa, donde le regalaban jaibas y cangrejos vivos y al pueblo cercano, pueblo de indios donde nadie le hablaba. Pero en realidad el mulato sabía que si empezaba a tirar del hilo de la historia, todo el tejido se vendría abajo y tendría que llegar al origen y perder al niño. Y lo amaba —se dijo ahora el mulato de largos brazos, hincado junto a la corteza lijada—; lo amaba desde que corrieron a palos a su hermana Isabel Cruz y le entregaron al niño y Lunero le dio de comer en la choza con la leche de la cabra vieja que quedó del ganado de los Menchaca y le dibujó en el lodo aquellas letras que había aprendido de niño, cuando era mozo de los franceses en Veracruz y le enseñó a nadar, a distinguir y saborear las frutas, a manejar el machete, a fabricar las velas, a cantar canciones que eran las traídas por el padre de Lunero de Santiago de Cuba, cuando estalló la guerra y las familias se trasladaron con su servidumbre a Veracruz. Y es todo lo que Lunero quería saber del niño. Y quizá no era necesario saber más, salvo que el niño también amaba a Lunero y no quería vivir sin él. Esas sombras perdidas del mundo —el señor Pedrito, la india Baracoa, la abuela— avanzaban ahora hacia el frente con un perfil de navaja, a separarlo de Lunero. Lo extraño, lo separado de la vida común con el amigo eran ellos. Y esto era cuanto pensaba el niño y cuanto entendía.

—Mira que va a faltar candela y el cura se va a enojar —dijo Lunero.

Una brisa extraña hizo chocar los cabos suspendidos; una guacamaya asustada dio el alarido del mediodía.

Lunero se puso de pie y entró al río; a la mitad de la corriente estaba la red. El mulato se zambulló y emergió con la redecilla colgando de un brazo. El niño se quitó el calzón y se arrojó al agua. Como nunca, sintió la frescura en todos los encuentros de la carne; se sumergió y abrió los ojos: las ondulaciones cristalinas de la primera capa, veloz, corrían sobre un fondo lodoso y verde. Y arriba, atrás —ahora se dejó llevar por la corriente, como una saeta— estaba esa casa a la que nunca, en trece años, había entrado, con ese hombre sólo visto de lejos y esa mujer a la que solamente conocía de nombre. Sacó la cabeza del agua. Lunero ya estaba friendo el pescado y abriendo una papaya con el machete.

Apenas pasó el mediodía, los rayos del sol se colaron por el techo de hojas tropicales, pegando duro, desde el descenso del poniente. La hora de las ramas detenidas, en la que ni siquiera el río parecía correr. El niño se tendió desnudo debajo de la palma solitaria y sintió el calor de los rayos que iban arrojando cada vez más lejos la sombra del talle y el plumero. El sol inició su carrera final; sin embargo, los rayos oblicuos parecían ascender iluminando, poro a poro, todo el cuerpo. Los pies primero, cuando se acomodó contra el pedestal desnudo. Luego las piernas abiertas y el sexo dormido, el vientre plano y los pechos endurecidos en el agua, el cuello alto y la quijada recortada, donde la luz empezaba a quebrar dos comisuras hondas, pegadas como arcos tirantes a los pómulos duros que enmarcaban la claridad de los ojos perdidos, esa tarde, en la siesta profunda y tranquila. Él dormía y Lunero, cerca, se había tirado boca abajo y tamborileaba con los dedos sobre la cacerola negra. Un ritmo le iba ganando. La lasitud aparente del cuerpo echado no era sino la tensión contemplativa de su brazo bailador, que sacaba tonos concentrados del trasto y empezaba a murmurar, como todas las tardes, la memoria recobrada de ritmo cada vez más rápido, la canción de la niñez y de la vida que ya no vivió, cuando sus antepasados se coronaban, junto a la ceiba, de gorros ornados de cascabeles y se frotaban los brazos con aguardiente y ese hombre era sentado en la silla con la cabeza cubierta por un paño blanco y todos bebían hasta su fondo de azúcar negra la mezcla de maíz y naranja agria y se les enseñaba a los niños que no debían silbar de noche:

tó…

la hija de Yeyé…

le gusta marío… de otra mujé…

tó, la hija de Yeyé, le gusta marío,

de otra mujé…

tóla hijaeyeyé legusta.

El ritmo le iba ganando. Extendió los brazos y tocó los extremos de la tierra húmeda y con los dedos siguió palmoteando sobre ella y embarrando la barriga en ella y una gran sonrisa le brotó y le quebró las mejillas pegadas al hueso ancho: legustamaríodeotramujé… Le caía a plomazos el sol de la tarde sobre la cabeza redonda y crespa y no podía levantarse de su postura, chorreando sudor por la frente, por las costillas, entre los muslos y el cántico se iba haciendo más silencioso y hondo. Mientras menos lo escuchaba más lo sentía y más se pegaba a la tierra, como si fornicara con ella. Tólahijaeyeyé: le iba a estallar la sonrisa, le iba a estallar el olvido del hombre de la levita negra, el que iba a venir esa tarde, que ya es esta tarde y Lunero estaba perdido en su canto y en su baile acostado que le recordaba la tumba, que le recordaba la tumba francesa y las mujeres olvidadas en la prisión de este casco quemado.

Detrás, las frondas y el casco de la hacienda con el que sueña, entre sueños, el niño bañado de sol. Esas paredes ennegrecidas que fueron incendiadas cuando pasaron por allí los liberales en la campaña final contra el Imperio, muerto ya Maximiliano, y encontraron a la familia que había prestado sus alcobas al mariscal jefe de las fuerzas francesas y sus bodegas a la tropa conservadora. En la hacienda de Cocuya se abastecieron los soldados de Napoleón III para salir, con las mulas cargadas de conservas, frijol y tabaco, al arrase de las posiciones de las guerrillas juaristas en la sierra, desde donde esas bandas de forajidos hostigaban los campamentos franceses del llano y las fortalezas de las ciudades veracruzanas. Y en la vecindad de la hacienda, los zuavos encontraron los grupos de vihuela y arpa que cantaban Balajú se fue a la guerra y no me quiso llevar y les alegraban las noches junto con las indias y mulatas que por allí anduvieron pariendo mestizos güerejos, mulatos de ojos claros y piel apiñonada, que se apellidaron Garduño y Álvarez cuando debieron llamarse Dubois y Garnier. Sí, en la misma tarde aplanada por el calor, la vieja Ludivinia, encerrada para siempre en la recámara de candiles absurdos —dos colgando del cielo raso enjalbegado, uno arrinconado junto a la cama de postes estriados— y cortinas de encaje amarillento, abanicada por la india Baracoa que perdió su nombre original para recibir éste de la población negroide de la hacienda, tan mal avenido con su perfil de águila y sus trenzas sebosas: la vieja Ludivinia tararea con los ojos bien abiertos esa maldita canción que, de darse cuenta, no recordaría y que sin embargo quiere saborear, porque hace mofa del general Juan Nepomuceno Almonte, que primero fue amigo de la casa y compadre del difunto Ireneo Menchaca, el marido de Ludivinia, y parte de la corte santanista y después, cuando el salvador de México y gran protector de los Menchaca —vidas y haciendas— quiso volver del enésimo destierro y desembarcó y se curaba de un ataque de disentería, renegó de sus viejas lealtades, lo hizo detener por los franceses y embarcar de nuevo: San Juan de Nepomuceno, la monda. Ludivinia recuerda el rostro oscuro de Juan Nepomuceno Almonte, hijo de las mil mujeres cacarizas del cura Morelos y tuerce la boca chupada, sin dientes, cuando recuerda la estrofa picaresca de ese maldito canto de los juaristas que mataron de humillación al general Santa Anna: …y qué te lo pareciera que llegaran los ladrones, se robaran a tu vieja y le bajaran los calzones… Ludivinia cacareó de risa y con un gesto le pidió a la india que acelerase los movimientos del abanico de palma. La recámara mustia, encalada, olía a trópico encerrado, suplantado, disfrazado de frío. Los manchones de humedad de las paredes agradaban a la vieja, porque le hacían pensar en otros climas, los de su niñez antes de casarse con el teniente Ireneo Menchaca y sumarse a la vida y fortuna del general Antonio López de Santa Anna y obtener de su venia las ricas tierras junto al río, tierras negras y extensas colindantes con la montaña y el mar. Allá en la Francia, güirí güirí güirá, se murió Benito Juárez, se acabó la libertad. Y ahora la mueca se frunció con disgusto y desbarató en mil costras empolvadas todo el rostro que permanecía unido por una redecilla de venas azules. La garra temblorosa de Ludivinia alejó con otro gesto a Baracoa y sacudió las mangas de seda negra y los puños de encaje destruido. Encaje y cristal, pero no sólo eso: mesas de álamo labrado con pesadas tapas de mármol sobre las que descansaban los relojes debajo de las campanas de cristal, con pesadas patas cabriolas de bola; mecedoras de mimbre sobre el piso de ladrillo, cubiertas por los vestidos de polisón que nunca volvió a usar, tableros biselados, tachones de bronce, cofres con cuarterones y bocallaves de hierro, retratos en óvalo de criollos desconocidos, rígidos, barnizados, con patillas esponjadas y bustos altos y peinetas de carey, marcos de hojalata para los santos y el Niño de Atocha, éste reproducido en el estofado viejo, carcomido, que apenas conservaba la primera capa de lámina, de oro, la cama de hojarasca plateada y baldaquín y postes estriados, depósito del cuerpo exangüe, nido de olores apretados y sábanas manchadas, de revolturas y tumores de paja que asomaban por las rendijas abiertas en el colchón.

El incendio no había entrado hasta aquí. Ni la noticia de las tierras perdidas y el hijo muerto en emboscada y el niño nacido en la choza de negros: las noticias no, pero sí los presentimientos.

—India, trae un jarro de agua.

Dejó que saliera Baracoa y entonces violó todas las reglas, apartó las cortinas y frunció el rostro para avizorar lo que sucedía allá afuera. Había visto crecer a ese niño desconocido; lo había espiado desde la ventana, del otro lado del encaje. Había visto los mismos ojos verdes y cacareado de placer al saberse en otra carne joven, ella que traía emplastada en el cerebro la memoria de un siglo y en los surcos del rostro capas de aire y tierra y sol desaparecidos. Persistió. Sobrevivió. Le costó llegar a la ventana; casi caminaba a gatas, con los ojos fijos en las rodillas y las manos apretadas contra los muslos. La cabeza de mechones blancos estaba perdida en los hombros, a veces más altos que el cráneo. Pero sobrevivió. Seguía aquí, tratando de cumplir desde el lecho revuelto los ademanes de la joven hermosa y blanca que abrió las puertas de Cocuya al largo desfile de prelados españoles, comerciantes franceses, ingenieros escoceses, británicos vendedores de bonos, agiotistas y filibusteros que por aquí pasaron en su marcha hacia la ciudad de México y las oportunidades del país joven, anárquico, sus catedrales barrocas, sus minas de oro y plata, sus palacios de tezontle y piedra labrada, su clero negociante, su perpetuo carnaval político y su gobierno en deuda permanente, sus fáciles concesiones aduanales para el extranjero de habla insinuante. Eran los días gloriosos en México, cuando los Menchaca dejaron la hacienda en manos del hijo mayor, Atanasio, para que se hiciera hombre en el trato con los trabajadores, los bandidos, los indios y subieron al altiplano a brillar en la corte ficticia de Su Alteza Serenísima. ¿Cómo iba a vivir el general Santa Anna sin su viejo compañero Menchaca —coronel ahora— que sabía de gallos y palenques y podía pasarse la noche bebiendo y recordando el plan de Casamata, la expedición de Barradas, El Álamo, San Jacinto, la Guerra de los Pasteles, incluso las derrotas frente al ejército invasor yanqui, a las que el generalísimo se refería con una hilaridad cínica, mientras golpeaba el piso con la pata de palo y levantaba la copa y acariciaba la cabellera negra de Flor de México, la esposa-niña llevada al lecho cálido aún con el último estertor de la primera mujer? Y eran los días de pena, cuando el Señor fue expulsado de México por la banda liberal y los Menchaca regresaron a la hacienda a defender lo suyo: las miles de hectáreas obsequiadas por el tirano gallero y rengo; apropiadas sin pedir permiso a los campesinos indígenas que debieron permanecer como peones o retirarse al pie de la montaña; cultivadas por el nuevo trabajo negro, barato, de las islas del Caribe; acrecentadas con el cobro de las hipotecas impuestas a todos los pequeños propietarios de la región. Túmulos de tabaco extendido. Carretas colmadas de plátano y mango. Manadas de cabras pastoreadas en las primeras lomas de la Sierra Madre. Y en el centro el casco de un piso, con su torrecilla colorada y sus cuadras vibrantes de relinchos, sus paseos en lanchón y en carretela. Y Atanasio, el hijo de los ojos verdes, vestido de blanco sobre el caballo blanco, regalo también de Santa Anna, cabalgando sobre la tierra feraz con el fuete en el puño, pronto a imponer su voluntad decisiva, a saciar su grueso apetito con las campesinas jóvenes, a defender con la banda de negros importados la integridad de las tierras contra las incursiones cada vez más frecuentes de los juaristas. Viva México primero, que viva nuestra nación, muera el príncipe extranjero… Y los últimos días del Imperio, cuando al viejo Ireneo Menchaca le avisaron que Santa Anna regresaba del exilio para proclamar una nueva República: salió el viejo en su carretela negra a Veracruz donde le esperaba un bote en el muelle y sobre la cubierta del Virginia, en la noche, Santa Anna y sus filibusteros alemanes hacían señales frente a San Juan de Ulúa sin que nadie les contestase. La guarnición del puerto estaba con el Imperio y se mofaba del tirano caído que se paseaba sobre la cubierta, bajo los gallardetes, desesperado, escupiendo majaderías de los labios carnosos. Las velas volvieron a hincharse y los dos viejos amigos jugaron a las cartas en el camarote del capitán yanqui: navegaban sobre un mar tórrido, lento, desde el cual apenas se percibía la línea de costa, perdida detrás de un velo de calor. Desde la silueta empavesada del barco, los ojos furiosos del dictador vieron la silueta blanca de Sisal. Y el viejo cojo descendió seguido de su viejo compadre, lanzó una proclama a los yucatecos y volvió a vivir su sueño de grandeza: Maximiliano acababa de ser condenado a muerte en Querétaro y la República tenía derecho a contar, otra vez, con la patriótica entrega de su jefe natural y auténtico, de su monarca sin corona. Se lo contaron a Ludivinia: cómo fueron capturados por el comandante de Sisal, cómo fueron enviados a Campeche y, allí, paseados por las calles con las manos encadenadas, entre los empujones del piquete, como ladrones comunes. Cómo fueron arrojados a una mazmorra del presidio. Cómo murió en el verano sin letrinas, hinchado de agua putrefacta, el viejo coronel Menchaca, mientras los periódicos norteamericanos hacían saber que Santa Anna había sido ejecutado por los juaristas, igual que el inocente Príncipe de Trieste. No: sólo el cadáver de Ireneo Menchaca fue enterrado en el cementerio frente a la bahía, fin de una vida de azar y loterías, como la del país mismo y Santa Anna, con la mueca permanente de una locura infecciosa, salió al nuevo exilio.

Atanasio se lo dijo, recordó la anciana Ludivinia esta tarde caliente, y desde entonces ella ya no salió del cuarto y allí se llevó sus mejores prendas, el candil del comedor, las arcas chapeadas, los cuadros más barnizados. A esperar una muerte que su cabeza romántica juzgaba inminente, pero que había tardado treinta y cinco años perdidos, que no eran nada para una mujer de noventa y tres, nacida el año de la primera revoltura, cuando la gritería de palos y piedras se levantó en el curato de Dolores y su madre la parió en una casa de puertas atrancadas por el terror. Sus calendarios se habían perdido y este año de 1903 era para ella sólo un tiempo burlado a la rápida muerte de congoja que debió seguir a la del coronel. Como no existió, en el año 68, el incendio del casco, detenido a las puertas de la recámara sellada mientras los hijos —había otro, no era sólo Atanasio, pero sólo quiso a éste— le gritaban que se salvase y ella amontonaba las sillas y las mesas contra la puerta y tosía aquel humo espeso que se colaba por todas las rendijas. No quiso ver a nadie más, sólo a la india por necesidad de que alguien le trajera la comida y le zurciese la ropa negra. No quiso saber más, sino recordar los tiempos idos. Y entre las cuatro paredes perdió la razón de todo, menos de lo esencial: su viudez, el pasado y, súbitamente, ese niño que siempre corría a lo lejos, pisándole los talones a un mulato desconocido.

—India, trae un jarro de agua.

Pero en vez de Baracoa, se asomó a la puerta ese espectro amarillo.

Ludivinia gritó en silencio y se retrajo hacia el fondo de la cama: los ojos hundidos se abrieron con espanto y todas las cáscaras del rostro parecieron pulverizarse. El hombre que asomaba se detuvo en el umbral y extendió una mano temblorosa.

—Soy Pedro…

Ludivinia no entendió. Su temblor le impedía hablar pero los brazos lograban agitarse, exorcizar, negarse en un tumulto de trapos negros, mientras el fantasma pálido avanzaba con la boca abierta:

—Eh… Pedro… eh… —dijo frotándose la barbilla rala y manchada—. Pedro…

Con ese movimiento nervioso en los párpados. La vieja paralizada no entendió lo que dijo ese hombre soñoliento, apestoso a sudor y alcohol barato:

—Eh… no queda nada, ¿sabe usted? …todo… al demonio… y ahora… —balbuceaba, con un llanto seco— se llevan al negro; pero usted no sabe, mamá…

—Atanasio…

—Eh… Pedro —el borracho se arrojó sobre la mecedora y abrió las piernas, como si hubiera llegado a su puerto de partida—. Se llevan al negro… que es el que nos da de comer… a usted y a mí…

—No; un mulato; un mulato y un niño…

Ludivinia escuchaba, pero no miraba al espectro que se había instalado a hablarle, porque no podía tener cuerpo una voz que se dejase escuchar dentro de la cueva prohibida.

—Un mulato, pues; y un niño… ¿eh?

—Que a veces corre allá lejos. Lo he visto. Me pone contenta. Es un niño.

—Vino el enganchador a avisarme… A quitarme el sueño a pleno rayo de sol… Se llevan al negro… ¿Qué vamos a hacer?

—¿Se llevan a un negro? La finca está llena de negros. El coronel dice que son más baratos y trabajan más. Pero si lo quieres tanto, súbele a seis reales.

Y permanecieron, estatuas de sal, pensando lo que después habrían querido decir, cuando ya fuese demasiado tarde, cuando el niño ya no estuviese entre ellos. Ludivinia trató de acercar la mirada a la presencia que se negaba a admitir: ¿quién sería, el hombre que a propósito, sólo hoy, había desempolvado sus mejores prendas para dar el paso prohibido? Sí: la pechera de holanes, manchada de musgo por el encierro tropical, los pantalones estrechos, demasiado apretados, demasiado estrechos para la pequeña barriga de ese cuerpo exhausto. Las viejas prendas no toleraban la verdad del sudor acostumbrado —tabaco y alcohol— y los ojos transparentes eran ajenos a toda la afirmación y prestancia que las ropas suponían: los ojos de un borracho sin malicia, ajeno a todo trato desde hace más de quince años. Ah —suspiró Ludivinia, encaramada en su lecho revuelto, admitiendo, al fin, que esa voz tenía un rostro—, ése no es Atanasio, que era como la prolongación de su madre en la virilidad: éste es la misma madre, pero con barba y testículos —soñó la vieja—, no la madre como hubiese sido en la hombría, como fue Atanasio; y por eso amó a un hijo y no al otro —suspiró—, al hijo que siempre vivió enraizado en el lugar que les tocó en la tierra y no al que, aun en la derrota de la causa, quiso seguir usufructuando, allá arriba, en los palacios, lo que ya no les correspondía —tuvo la certeza—: mientras todo fue de ellos, tenían derecho de imponer su presencia al país entero —dudó—: cuando nada era de ellos su lugar estaba dentro de estos cuatro muros.

Se contemplaron la madre y el hijo, con la muralla de una resurrección entre ambos.

(—¿Vienes a decirme que ya no hay tierras ni grandeza para nosotros, que otros se han aprovechado de nosotros como nosotros nos aprovechamos de los primeros, de los originales dueños de todo? ¿Vienes a contarme lo que sé, en mis adentros, desde la primera noche de mi vida de esposa?

(—Vengo con un pretexto. Vengo porque ya no quiero estar solo.

(—Quisiera recordarte de pequeño. Te quise entonces, porque en la juventud una madre debe querer a todos sus hijos. De viejos sabemos mejor. No hay por qué querer a nadie sin razón. La sangre natural no es una razón. La única razón es la sangre amada sin razón.

(—He querido ser fuerte, como mi hermano. He tratado con mano de hierro a ese mulato y al niño; les he prohibido pisar la casa grande. Como hacía Atanasio, ¿recuerdas? Pero entonces había tantos trabajadores. Hoy sólo quedan el mulato y el niño. El mulato se va.

(—Te has quedado solo. Me buscas para no estar solo. Crees que yo estoy sola; lo veo en tus ojillos compadecidos. Tonto, siempre, y débil: no mi hijo, que a nadie le pedía compasión, sino mi propia imagen de esposa joven. Ahora no, ahora ya no. Ahora tengo mi vida entera para acompañarme y dejar de ser vieja. Viejo tú, que crees que todo ha terminado con tus canas y tu borrachera y tu falta de voluntad. ¡Ah, te veo, te veo, chingao! Eres el mismo que subió con nosotros a la capital; el mismo que creyó que nuestro poder era una excusa para gastarlo con las mujeres y los tragos y no una razón para ahondarlo y hacerlo más fuerte y usarlo como un látigo; el mismo que creyó que nuestro poder había pasado sin costo a él y que por eso creyó que podía permanecer allá arriba, sin nuestro sostén, cuando nosotros tuvimos que bajar de nuevo a esta tierra caliente, a esta fuente de todo, a este infierno del que subimos y al que teníamos que caer otra vez… ¡Huele! Hay un olor más fuerte que el sudor de caballo y la fruta y la pólvora… ¿Te has detenido a oler la cópula de un hombre y una mujer? A eso huele aquí la tierra, a sábana de amor y tú nunca lo has sabido… Oye, ah, yo te acaricié cuando naciste y te amamanté y te dije mío, hijo mío, y sólo estaba recordando el momento en que tu padre te creó con toda la ceguera de un amor que no era para crearte, sino para darme placer: y eso ha quedado y tú has desaparecido… Allá afuera, oye…

(—¿Por qué no habla usted? Está bien… está bien… siga usted callada, que ya es algo verla allí, mirándome así; ya es algo más que esa cama desnuda y esas noches en vela…

(—¿Buscas a alguien? ¿Y ese niño allá afuera, no está vivo? Te sospecho; has de pensar que no sé nada, que no veo nada desde aquí… Como si no pudiera sentir que hay otra carne mía rondando por aquí, otra prolongación de Ireneo y Atanasio, otro Menchaca, otro hombre como ellos, allá afuera, oye… Seguro que es mío, cuando tú no lo has buscado… La sangre se entiende sin necesidad de acercarse…)

—Lunero —dijo el niño cuando despertó de la siesta y vio que el mulato yacía, agotado, sobre la tierra más húmeda—. Quiero entrar a la casa grande.

Después, cuando todo hubiese terminado, la vieja Ludivinia rompería su silencio y saldría, como un cuervo sin alas, a gritar por las avenidas de helechos, con los ojos perdidos en la maleza y levantados, al fin, hacia la Sierra; a extender los brazos hacia la forma humana que espera encontrar, cegada por la noche desacostumbrada en su claustro de velas permanentes, detrás de cada rama que le azota el rostro surcado de venas muertas. Y olería esa conjunción de la tierra y gritaría con su voz sorda los nombres olvidados y recién aprendidos, se mordería las manos pálidas con rabia, porque en su pecho algo —los años, la memoria, el pasado que era toda su vida— le diría que aún existiría un margen de vida fuera de su siglo de recuerdos: una oportunidad de vivir y querer a otro ser de su sangre: algo que no había muerto con las muertes de Ireneo y Atanasio. Pero ahora, frente al señor Pedrito, en la recámara que no había abandonado en treinta y cinco años, Ludivinia creía ser el centro que anudaba la memoria y las presencias circundantes. El señor Pedrito se acarició la barbilla rala y volvió a hablar, ahora en voz alta:

—Mamá, usted no sabe…

La mirada de la vieja heló la voz del hijo.

(—¿Qué? ¿Que nada podía durar? ¿Que aquella fuerza se fundaba en las puras galas, en una injusticia que debía perecer a manos de otra injusticia? ¿Que los enemigos a quienes mandamos fusilar para seguir siendo los amos; que los enemigos a quienes tu padre mandó cortar la lengua o las manos para seguir siendo el amo; que los enemigos a quienes tu padre arrebató las tierras para empezar a ser el amo pasaron un día victoriosos y prendieron lumbre a nuestra casa; pasaron un día y nos quitaron lo que no era nuestro, lo que teníamos por nuestra fuerza y no por nuestro derecho? ¿Que a pesar de todo tu hermano se negó a aceptar la disminución y la derrota y siguió siendo Atanasio Menchaca, no allá arriba, lejos del escenario, como tú, sino acá abajo, entre sus siervos, dando la cara al peligro, violando a las mulatas y a las indias y no como tú, seduciendo a las mujeres dispuestas? ¿Que de los mil coitos feroces, descuidados, rápidos de tu hermano debía quedar una prueba, una, una, de su paso por nuestra tierra? ¿Que de todos los hijos regados por Atanasio Menchaca a lo largo de nuestras posesiones, uno debía haber nacido cerca? ¿Que el mismo día que nació su hijo en una choza de negros —como debió nacer, hasta abajo, para demostrar otra vez la fuerza del padre— Atanasio fue…)

En los ojos de Ludivinia, el señor Pedrito no adivinó las palabras. La mirada de la vieja, desprendida del rostro gastado, flotó como una ola de mármol sobre el líquido caluroso de la recámara. El hombre de las ropas apretadas no necesitó escuchar la voz de Ludivinia.

(—No me reproche usted nada. También soy su hijo… Mi sangre era la misma de Atanasio… entonces, ¿por qué, esa noche…? A mí sólo me dijeron: “El sargento Robaina, de la vieja tropa santanista, ha encontrado eso que ustedes tanto han buscado, el cadáver del coronel Menchaca, en el cementerio de Campeche. Otro soldado, que vio dónde enterraron sin losa a tu padre, se lo dijo al sargento cuando lo mandaron de guarnición al puerto. Y el sargento, burlando a la comandancia, robó de noche los huesos del coronel Menchaca y ahora aprovecha que los trasladan a Jalisco para pasar por aquí y entregarles los restos. Los espero a ti y a tu hermano esta noche, pasadas las once, en el claro de la selva a dos kilómetros de la entrada del pueblo, allí donde estaba antes el poste para colgar a los indios rebeldes.” ¿No que tan ladino? Atanasio lo creyó igual que yo; se le llenaron los ojos de lágrimas y nunca dudó del recado. Ay, ¿para qué habré venido a Cocuya aquella temporada? Sí, porque me empezaba a escasear el dinero en México y Atanasio nunca me negó nada; hasta prefería que anduviera lejos de aquí, porque él quería ser el único Menchaca de la región, el único guardián de usted. Había esa luna roja de la época más calurosa cuando llegamos a caballo al lugar. Allí estaba el sargento Robaina, a quien recordábamos de niños, apoyado contra aquel percherón. Los dientes le brillaban como arroz, igual que los bigotes blancos. Le recordábamos desde niños. Siempre había acompañado al general Santa Anna y había tenido fama de domador de potros; siempre se había reído así, como si él mismo fuera parte de una broma colosal. Y allí venía, sobre el lomo del percherón, la bolsa sucia que esperábamos. Atanasio lo abrazó y el sargento se rió como nunca; hasta chifló de risa, y es cuando salieron de la maleza los cuatro hombres, bien brillantes bajo la luna, porque andaban todos de blanco. “¡Las ánimas benditas! —gritó con su voz risueña el sargento—, ¡las ánimas benditas pa’ los que no se contentan con haber perdido y andan queriendo recobrarlo!” y luego cambió de cara y también avanzó hacia Atanasio. Nadie se fijó en mí, se lo juro; no más avanzaban mirando a mi hermano, como si yo no existiera; y ni siquiera sé cómo pude subirme al caballo y correr fuera de ese círculo maldito de los cuatro hombres que avanzaban con los machetes fuera del cinto, mientras Atanasio me gritaba con una voz entre ronca y serena: “Regresa, hermano, recuerda lo que te llevas”, y yo sentía la culata pegándome contra la rodilla, pero ya no pude ver cómo los cuatro hombres fueron acercándose a Atanasio y primero le cintarearon las piernas y luego lo hicieron pedazos, allí bajo la luna, para que todo fuera en silencio. ¿Qué ayuda iba yo a pedir en la hacienda, si lo sabía bien muerto y además por los muchachos del nuevo cacique que necesitaba matar a Atanasio tarde o temprano para serlo de veras? Ya desde entonces, ¿quién se iba a oponer a él? Ya ni quise enterarme de la nueva cerca levantada, al día siguiente, por el amo que nos había derrotado sobre tierra nuestra. ¿Para qué? Los trabajadores se pasaron, sin chistar, a él; peor que Atanasio no debía ser. Y como para decirme que me quedara quieto, allí se pasó el pelotón federal toda una semana, sin moverse, en los nuevos linderos. ¿Cómo me iba a mover? Bastante tenía que agradecerles con que me la hubieran perdonado. Y por algo, al mes, el general Porfirio Díaz visitó la nueva casa grande de la región. Ni la burla perdonaron. Con el cadáver mutilado de Atanasio me entregaron unos huesos de vaca, una gran calavera con cuernos: lo que el sargento traía en su mochila. Yo sólo colgué aquella escopeta cargada a la entrada de la casa, ¿quién sabe?, como un acto de homenaje al pobre Atanasio. De veras que esa noche… nunca se me ocurrió que yo la llevaba cruzando la montura, aunque la culata me golpeaba la rodilla, durante esa cabalgata tan larga, mamá, se lo juro, tan larga…)

—Allí nunca se ha de entrar —dijo Lunero y se levantó de su danza de terror y congoja, de su despedida silenciosa en la última tarde junto al niño; serían las cinco y media y el enganchador no debía tardar.

—Trata de meterte tierra adentro —le dijo ayer—. Trata no más. Tenemos algo mejor que sabuesos y ésos son todos los desgraciados que prefieren entregar a un peón rejego a saber que alguno se salvó de correr la misma suerte de ellos.

No: hacia la costa corrían los pensamientos de Lunero, encarcelado, al fin, por un terror y una nostalgia. ¡Qué grande lo vio el niño cuando el mulato se puso de pie y observó la corriente rápida del río hacia el Golfo de México! ¡Qué altos le sabían sus treinta y tres años de carne canela y palmas rosadas! Los ojos de Lunero estaban en la costa y sus párpados parecían pintados de blanco, no por la edad que así aclara la mirada de la raza, sino por la nostalgia que es otra edad, más vieja, hacia atrás. Allá estaba la barra que quebraba la salida del río y teñía con una mancha parda la primera frontera del mar. Pero más lejos, empezaba el mundo de las islas y después se llegaba al Continente donde uno como él podía perderse en la selva y decir que había regresado. Atrás quedaban la sierra, los indios, la meseta. Hacia atrás no quiso mirar. Respiró hondo y miró hacia el mar como hacia un encantamiento de libertad y plenitud. El niño soltó los amarres del pudor y corrió hacia el mulato; su abrazo sólo alcanzó las costillas de Lunero.

—No te vayas, Lunero…

—Niño Cruz, por Dios; ¿qué se va a hacer?

El mulato turbado acarició el pelo del muchacho y no pudo evitar esa felicidad, esa gratitud, ese momento que siempre temió tan doloroso. El niño levantó el rostro:

—Tengo que hablarles y decirles que no te puedes ir…

—¿Allá adentro?

—Sí, en la casa grande.

—No nos quieren allí, niño Cruz. No vayas a entrar nunca. Ven, vamos a seguir trabajando. Todavía en muchos días no me iré. Quién sabe si no me tenga que ir nunca.

El río rumoroso de la tarde recibió el cuerpo de Lunero que se zambulló para evitar las palabras y el tacto de su joven compañero de toda la vida. El muchacho regresó al trabajo de las velas y volvió a sonreír cuando Lunero, nadando contra la corriente, simuló el pataleo de un ahogado, emergió como una flecha, dio una voltereta en el agua, volvió a aparecer con un palo entre los dientes y luego, en la ribera, se sacudió y emitió ruidos cómicos y, al fin, se sentó de espaldas al muchacho, frente a las cortezas pulidas, y tomó el martillo y los clavos. Tuvo que volver a pensarlo: el enganchador no tardaría ya. El sol se perdía detrás de las copas de los árboles. Lunero se resistió a pensar lo que debía pensar; el filo de la amargura cortaba su felicidad, perdida ya.

—Trae más lija de la cabaña —le dijo al muchacho, seguro de que eran sus palabras de despedida.

Podía irse así, con la camisa y el pantalón de siempre. ¿Para qué más? Ahora que el sol se perdiera, haría guardia a la entrada de la vereda, para que el hombre del levitón no tuviera que acercarse a la choza.

—Sí —dijo Ludivinia—; Baracoa me lo da a entender todo. Cómo vivimos del trabajo del niño y el mulato. ¿Querrás reconocer eso? Que comemos gracias a ellos. ¿Y no sabes qué hacer?

La voz real de la anciana era difícil de comprender; tan acostumbrada al murmullo solitario, brotaba con el silencio y la gravedad de un manantial sulfuroso.

—…lo que hubieran hecho tu padre y tu hermano: salir a defender a ese mulato y al niño, impedir que se los lleven… si hace falta, dar la vida para que no nos pisoteen… ¿vas a salir tú, o voy yo, chingao?… ¡Tráeme al niño!… quiero hablarle…

Pero el niño no distinguía las voces, ni siquiera los rostros: sólo las siluetas detrás del velo de encaje, ahora que Ludivinia, con un gesto de impaciencia, le ordenaba al señor Pedrito encender las velas. El niño se alejó de la ventana y buscó, caminando en puntillas, el frente de la casa grande, con sus columnas embarradas de tizne y la terraza olvidada donde colgaba la hamaca de los festines solitarios. Y algo más: sobre el dintel, sostenida por dos ganchos oxidados, la escopeta que el señor Pedrito cargó sobre la montura aquella noche de 1889 y que desde entonces había conservado aceitada y lista, como último reducto de su cobardía, sabiendo que jamás la usaría.

El doble cañón brillaba más que el dintel blanco. El muchacho lo traspasó: lo que fue la sala de la hacienda había perdido el piso y el techo; la luz verde de las primeras horas nocturnas entraba a chorros, iluminando un suelo de hierba y cenizas, donde croaban algunas ranas y, en las esquinas, se había estancado el agua de lluvia. Después se abría el patio de maleza y al fondo una puerta mostraba la línea de luz del cuarto habitado. Crecían las voces que venían desde allá. Del extremo opuesto —lo que quedaba de la vieja cocina— se asomó la india Baracoa, con ojos incrédulos: el niño escondió el rostro en la sombra de la sala. Salió a la terraza y aprovechó los adobes rotos para alcanzar el dintel y la escopeta. El ruido de las voces aumentó. Llegaban en una mezcla de furia delgada y excusas balbucientes. Por fin, una sombra alta salió de la recámara: los faldones de la levita se chicoteaban con agitación y los botines de cuero tronaban sobre las baldosas del corredor. El muchacho no esperó; sabía el camino que tomarían esos pies; corrió con la escopeta entre los brazos por la vereda que conducía a la choza.

Y Lunero ya estaba esperando, lejos de la casa grande y de la choza, en el lugar donde se reunían los caminos de tierra roja. Serían las siete de la noche. Ahora sí no debía tardar. Escudriñó ambas direcciones del camino ancho. El caballo ese del enganchador levantaría una polvareda loca. Pero no ese estruendo lejano, esa doble explosión que Lunero escuchó a sus espaldas y que por un momento le impidió moverse o pensar.

Porque el muchacho se agazapó entre las frondas con la escopeta en las manos, temeroso de que los pasos lo alcanzaran y vio pasar los botines apretados, el pantalón plomo y los extremos de la levita: la misma levita de ayer: ya no tuvo dudas, menos cuando ese hombre sin rostro entró a la choza y gritó: —¡Lunero! y en su voz impaciente el muchacho adivinó la irritación y la amenaza que ayer había notado en las actitudes del hombre de la levita que buscó al mulato. ¿Quién iba a buscar al mulato, si no era para llevárselo de fuerza? Y la escopeta pesaba, con un poder que prolongaba la ira silenciosa del niño: ira porque ahora sabía que la vida tenía enemigos y ya no era ese fluir ininterrumpido del río y el trabajo; ira porque ahora descubría la separación. Salieron de la choza las piernas empantalonadas, la levita color plomo y él apuntó a lo alto el doble cañón y apretó el gatillo.

—¡Cruz! ¡Hijo mío! —gritó Lunero cuando se acercó al rostro destruido del señor Pedrito, a la pechera teñida de rojo, a la sonrisa simulada de la muerte súbita—. ¡Cruz!

Y el muchacho, al salir temblando de entre las frondas, no tenía por qué distinguir ese rostro bañado de sangre y pólvora, el rostro de un hombre al que siempre vio de lejos, casi desvestido, con la damajuana empinada y la camiseta agujereada sobre un pecho lampiño y pálido. No era éste aquél, como no era el caballero que descendió de la ciudad de México, elegante y recortado: el que recordaba Lunero; como no era el niño acariciado, hacía sesenta años, por las manos de Ludivinia Menchaca: era sólo una cara sin facciones, una pechera ensangrentada, una mueca estúpida. Sólo las cigarras. Lunero y el niño no se movieron, pero el mulato entendió. El amo murió por él. Y Ludivinia abrió los ojos, se mojó el dedo índice en los labios y apagó la vela de la cabecera: casi a gatas, caminó hacia la ventana. Algo había sucedido. El candil había vuelto a tintinear. Sucedido para siempre. Estremecido por el doble disparo. Escuchó las voces perdidas, hasta que se apagaron y los insectos volvieron a corear. Sólo las cigarras. Baracoa se hizo bola en la cocina; dejó que la lumbre muriese y tembló pensando que los tiempos de la pólvora habían regresado. Tampoco Ludivinia se movió, hasta que en el silencio la venció esa furia delgada que ya no cabía en el encierro de la recámara y salió dando tropezones, achicada por el cielo nocturno que asomaba por todos los boquetes del casco incendiado, pequeña lombriz blanca y arrugada que extendía los brazos con la esperanza de tocar una forma humana que durante trece años supo cercana, pero que sólo ahora deseaba tocar y llamar por su nombre, en vez de criarla en el presentimiento: Cruz, Cruz sin nombre ni apellido verdaderos, bautizado por los mulatos, con las sílabas de Isabel Cruz o Cruz Isabel, la madre que fue corrida a palos por Atanasio: la primera mujer del lugar que le dio un hijo. La vieja desconoció la noche; las piernas le temblaron, pero insistió en caminar, en arrastrarse con los brazos abiertos, dispuesta a encontrar el último abrazo de la vida. Pero sólo se acercó ese estruendo de cascos y esa nube de polvo. Sólo ese caballo sudoroso que se detuvo con un relincho cuando la forma jorobada de Ludivinia cruzó el camino y el enganchador gritó desde la silla:

—¿Dónde se fueron el niño y el negro, vieja taimada? ¿Dónde se fueron, antes de que les suelte a los perros y a la tropa?

Y Ludivinia sólo supo responder con un puño nervioso, agitado en la noche y su maldición natural:

—¡Chingao! —le dijo al rostro que no alcanzó a ver, alto en la silla—. ¡Chingao! —repitió, con el resoplido del caballo cerca del puño levantado.

El fuete le cruzó la espalda y Ludivinia cayó por tierra, mientras el caballo giró en redondo, la envolvió en polvo y arrancó lejos de la hacienda.

Yo sé que me atraviesan la piel del antebrazo con esa aguja; grito antes de sentir dolor alguno; el anuncio de ese dolor viaja a mi cerebro antes de que la piel lo sienta… ah… a prevenirme del dolor que sentiré… a ponerme en guardia para que me dé cuenta… para que sienta el dolor con más fuerza… porque… darse cuenta… debilita… me convierte en víctima… cuando me doy cuenta… de las fuerzas que no me consultarán… no me tomarán en cuenta… ya: los órganos del dolor… más lentos… vencen a los de mi reflejo… dolor que ya no es… el de la inyección… sino el mismo… yo sé… que me tocan el vientre… con cuidado… el vientre abultado… pastoso… azul… lo tocan… no lo aguanto… lo tocan… con esa mano enjabonada… ese rastrillo que me afeita el vientre, el pubis… no lo aguanto… grito… debo gritar… me sujetan… los brazos… los hombros… grito que me dejen… me dejen morir en paz… no me toquen… no tolero que me toquen… ese estómago inflamado… sensitivo… como un ojo llagado… no tolero… no sé… me detienen… me apoyan… no se mueven mis intestinos… no se mueven, ahora lo siento, ahora lo sé… los gases abultan, no salen, paralizan… no fluyen esos líquidos que debían fluir, ya no fluyen… me hinchan… lo sé… no tengo temperatura… lo sé… no sé para dónde moverme, a quién pedir auxilio, dirección, para levantarme y andar… pujo… pujo… no llega la sangre… sé que no llega a donde debía llegar… debía salirme por la boca… por el ano… no sale… no saben… adivinan… me palpan… palpan mi corazón acelerado… tocan mi muñeca sin pulso… me doblo… me doblo en dos… me toman de los sobacos me duermo… me recuestan… me doblo… me duermo… les digo… debo decirles antes de dormirme… les digo… no sé quiénes son… “Cruzamos el río… a caballo”… huelo mi propio aliento… fétido… me recuestan… se abre la puerta… se abren las ventanas… corro… me empujan… veo el cielo… veo las luces borradas que pasan frente a mi vista… toco… huelo… veo… gusto… oigo… me llevan… paso junto… junto… por un corredor… decorado… me llevan… paso junto tocando, oliendo, gustando, viendo, oliendo las tallas suntuosas — las taraceas opulentas — las molduras de yeso y oro — las cajoneras de hueso y carey — las chapas y aldabas — los cofres con cuarterones y bocallaves de hierro — los olorosos escaños de ayacahuite — las sillerías de coro — los copetes y faldones barrocos — los respaldos combados — los travesaños torneados — los mascarones policromos — los tachones de bronce — los cueros labrados — las patas cabriolas de garra y bola — los sillones de damasco — las casullas de hilo de plata — los sofás de terciopelo — las mesas de refectorio — los cilindros y las ánforas — los tableros biselados — las camas de baldaquín y lienzo — los postes estriados — los escudos y las orlas — los tapetes de merino — las llaves de fierro — los óleos cuarteados — las sedas y las cachemiras — las lanas y las tafetas — los cristales y los candiles — las vajillas pintadas a mano — las vigas calurosas — eso no lo tocarán… eso no será suyo… los párpados… hay que abrir los párpados… que abran las ventanas… ruedo… las manos grandes… los pies enormes… duermo… las luces que pasan frente a mis párpados abiertos… las luces del cielo… abran las estrellas… no sé…

Tú estarás allí, en las primeras cimas del monte que a tus espaldas ganará en altura y respiración… A tus pies, descenderá la ladera envuelta aún en ramas frondosas y chirreos nocturnos, hasta diluirse en el llano tropical, tapete azul de la noche que se levantará redonda y envolvente… Te detendrás en la primera plataforma de la roca, perdido en la incomprensión agitada de lo que ha sucedido, del fin de una vida que en secreto creíste eterna… La vida de la choza enredada en flores de campana, del baño y la pesca en el río, del trabajo con la cera de arrayán, de la compañía del mulato Lunero… Pero frente a tu convulsión interna… un alfiler en la memoria, otro en la intuición del porvenir… se abrirá este nuevo mundo de la noche y la montaña y su luz oscura empezará a abrirse paso en los ojos, nuevos también y teñidos de lo que ha dejado de ser vida para convertirse en recuerdo, de un niño que ahora pertenecerá a lo indomable, a lo ajeno a las fuerzas propias, a la anchura de la tierra… Liberado de la fatalidad de un sitio y un nacimiento… esclavizado a otro destino, el nuevo, el desconocido, el que se cierne detrás de la sierra iluminada por las estrellas. Sentado, recuperando el aliento, te abrirás al vasto panorama inmediato: la luz del cielo apretado de estrellas te llegará pareja y permanentemente… Girará la tierra en su carrera uniforme sobre un eje propio y un sol maestro… girarán la tierra y la luna alrededor de sí mismas y del cuerpo opuesto y ambas alrededor del campo común de su peso… Se moverá toda la corte del sol dentro de su cinturón blanco y el reguero de pólvora líquida se moverá frente a los conglomerados externos, en torno de esta bóveda clara de la noche tropical, en la danza perpetua de dedos entrelazados, en el diálogo sin dirección y fronteras del universo… y la luz parpadeante te seguirá bañando, a ti, al llano, a la montaña con una constancia ajena al movimiento de la estrella y al girar de la tierra, el satélite, el astro, la galaxia, la nebulosa; ajenas a las fricciones, las cohesiones y los movimientos elásticos que unen y prensan la fuerza del mundo, de la roca, de tus propias manos unidas esa noche en una primera exclamación de asombro… Querrás fijar la vista en una sola estrella y recoger toda su luz, esa luz fría, invisible como el color más ancho de la luz del sol… pero esa luz no se deja sentir sobre la piel… Guiñarás los ojos y en la noche como en el día no podrás ver el verdadero color del mundo, prohibido a los ojos del hombre… Te perderás, distraído, en la contemplación de la luz blanca que penetrará en tu pupila con su ritmo tajado y discontinuo… Desde todos sus manantiales, toda la luz del universo iniciará su carrera veloz y curva, doblándose sobre la presencia fugaz de los cuerpos dormidos del propio universo… A través de la concentración móvil de lo tangible, los arcos de luz se ceñirán, se separarán y crearán en su permanencia veloz el contorno total, el armazón… Sentirás llegar las luces y al mismo tiempo… cercanos los sabores nimios de la montaña y el llano: el arrayán y la papaya, el huele-de-noche y el tabachín, la piña de palo y el laurel-tulipán, la vainilla y el tecotehue, la violeta cimarrona, la mimosa, la flor de tigre… las verás claramente retroceder, cada vez más al fondo, en un reflujo mareante de las islas heladas… cada vez más lejos de la primera abertura y del primer estallido… Correrá la luz hacia tus ojos; correrá al mismo tiempo hacia el borde más lejano del espacio… Clavarás las manos en el asiento de roca y cerrarás los ojos… Volverás a escuchar el rumor cercano de las cigarras, el balido de una tropa descarriada… Todo parecerá marcha, en ese instante de ojos cerrados, a un tiempo, hacia adelante, hacia atrás y hacia el suelo que lo sostiene… ese zopilote que vuela atado a la atracción del más hondo recodo del río veracruzano y que después se posará en la inmovilidad de un peñasco, pronto a levantar el vuelo que cortará, en ondas oscuras, la pareja insistencia de las estrellas… Y tú nada sentirás… Nada parecería moverse en la noche: ni siquiera el zopilote interrumpirá la quietud… La carrera, el girar, la agitación infinita del universo no se sentirán en tus ojos, en tus pies, en tu cuello quietos… Contemplarás la tierra dormida… Toda la tierra: rocas y vetas minerales, masa de la montaña, densidad del campo arado, corriente del río, hombres y casas, bestias y aves, capas ignoradas del fuego subterráneo, se opondrán al movimiento irreversible e imperturbable pero no lo resistirán… Tú jugarás con un pedrusco, esperando la llegada de Lunero y la mula: lo arrojarás por la pendiente para que alcance un minuto de vida propia, veloz, enérgica: pequeño sol errante, breve calidoscopio de luces dobles… Casi tan rápido como la luz que lo contrasta; en seguida, grano perdido al pie de la montaña, mientras la iluminación de las estrellas sigue corriendo desde su origen, con la rapidez imperceptible y total… Tu vista se perderá en ese precipicio lateral por donde la piedra ha rodado… Apoyarás la barbilla en el puño y tu perfil se recortará sobre la línea del horizonte nocturno… Serás ese nuevo elemento del paisaje que pronto desaparecerá para buscar, del otro lado de la montaña, el futuro incierto de su vida… Pero ya, aquí, la vida empezará a ser lo próximo y dejará de ser lo pasado… La inocencia morirá, no a manos de la culpa, sino del asombro amoroso… Tan alto, tan alto, nunca habías estado… Las cruces de la anchura nunca habías visto… La cercanía acostumbrada del mundo pegado al río será sólo una proporción de esta inmensidad insospechada… Y no te sentirás pequeño al contemplar y contemplar, en ese ocio sereno de la incertidumbre, los lejanos cúmulos de nubes, el plano ondulante de la tierra y el ascenso vertical del cielo… Te sentirás mejor… ordenado y distante… No te sabrás sobre un suelo nuevo, emergido del mar en las últimas horas, apenas, para estrellar cordillera contra cordillera y arrugarse como un pergamino apretado por la mano poderosa de la tercera época… Te sentirás alto sobre la montaña, perpendicular al campo, paralelo a la línea del horizonte… Y te sentirás en la noche, en el ángulo perdido del sol: en el tiempo… Allá lejos, ¿están esas constelaciones, como parecen al ojo desnudo, una al lado de la otra, o las separa un tiempo incontable?… Girará otro planeta sobre tu cabeza y el tiempo del planeta será idéntico a sí mismo: la rotación oscura y lejana quizá se consuma en ese instante, único día del único año, medida mercurial, separado para siempre de los días de tus años… Aquél ahora no será el tuyo, como no lo será el presente de las estrellas que volverás a contemplar, adivinando la luz pasada de un tiempo ajeno, acaso muerto… La luz que verán tus ojos será sólo el espectro de la luz que inició su viaje hace varios años, varios siglos tuyos: ¿seguirá viviendo esa estrella?… Vivirá mientras tus ojos la vean… Y sólo sabrás que ya estaba muerta mientras la mirabas, la noche futura en que termine de llegar a tus mismos ojos —si aún existe— la luz que realmente brotó, en el ahora de la estrella, cuando tus ojos contemplaban la luz antigua y creían bautizarla con la mirada… Muerto en su origen lo que estará vivo en tus sentidos… Perdido, calcinado, el manantial de luz que seguirá viajando, ya sin origen, hacia los ojos de un muchacho en una noche de otro tiempo… De otro tiempo… Tiempo que se llenará de vida, de actos, de ideas, pero que jamás será un flujo inexorable entre el primer hito del pasado y el último del porvenir… Tiempo que sólo existirá en la reconstrucción de la memoria aislada, en el vuelo del deseo aislado, perdido una vez que la oportunidad de vivir se agote, encarnado en este ser singular que eres tú, un niño, ya un viejo moribundo, que ligas en una ceremonia misteriosa, esta noche, a los pequeños insectos que se encaraman por las rocas de la vertiente y a los inmensos astros que giran en silencio sobre el fondo infinito del espacio… Nada sucederá en el minuto sin ruido de la tierra, el firmamento y tú… Todo existirá, se moverá, se separará, en un río de cambio que en ese instante lo disolverá, envejecerá y corromperá todo, sin que se levante una voz de alarma… El sol se está quemando vivo, el fierro se está derrumbando en polvo, la energía sin rumbo se está disipando en el espacio, las masas se están gastando en la radiación, la tierra se está enfriando de muerte… Y tú esperarás a un mulato y a una bestia para cruzar la montaña y empezar a vivir, llenar el tiempo, ejecutar los pasos y ademanes de un juego macabro en el que la vida avanzará al mismo tiempo que la vida muera; de una danza de locura en la que el tiempo devorará al tiempo y nadie podrá detener, vivo, el curso irreversible de la desaparición… El niño, la tierra, el universo: en los tres, algún día, no habrá ni luz, ni calor, ni vida… Habrá sólo la unidad total, olvidada, sin nombre y sin hombre que la nombre: fundidos espacio y tiempo, materia y energía… Y todas las cosas tendrán el mismo nombre… Ninguno… Pero todavía no… Todavía nacen los hombres… Todavía escucharás el “aoooo” prolongado de Lunero y el sonido de las herraduras sobre la roca… Todavía te latirá el corazón con un ritmo acelerado, consciente, al fin, de que, a partir de hoy, la aventura desconocida empieza, el mundo se abre y te ofrece su tiempo… Tú existes… Tú estás de pie en la montaña… Tú contestas con un silbido la entonación de Lunero… Vas a vivir… Vas a ser el punto de encuentro y la razón del orden universal… Tiene una razón tu cuerpo… Tiene una razón tu vida… Eres, serás, fuiste el universo encarnado… Para ti se encenderán las galaxias y se incendiará el sol… Para que tú ames y vivas y seas… Para que tú encuentres el secreto y mueras sin poder participarlo, porque sólo lo poseerás cuando tus ojos se cierren para siempre… Tú, de pie, Cruz, trece años, al filo de la vida… Tú, ojos verdes, brazos delgados, pelo cobreado por el sol… Tú, amigo de un mulato olvidado… Tú serás el nombre del mundo… Tú escucharás el “aooo” prolongado de Lunero… Tú comprometes la existencia de todo el fresco infinito, sin fondo, del universo… Tú escucharás las herraduras sobre la roca… En ti se tocan la estrella y la tierra… Tú escucharás el disparo del fusil detrás del grito de Lunero… Sobre tu cabeza caerán, como si regresaran de un viaje sin origen ni fin en el tiempo, las promesas de amor y soledad, de odio y esfuerzo, de violencia y ternura, de amistad y desencanto, de tiempo y olvido, de inocencia y asombro… Tú escucharás el silencio de la noche, sin el grito de Lunero, sin el eco de las herraduras… En tu corazón, abierto a la vida, esta noche; en tu corazón abierto…

1889: 9 DE ABRIL

Él recogido sobre sí mismo, en el centro de esas contracciones, él, con la cabeza oscura de sangre, colgando, detenido por los hilos más tenues: abierto a la vida, por fin. Lunero detuvo los brazos de Isabel Cruz o Cruz Isabel, su hermana; cerró los ojos para no ver lo que pasaba entre las piernas abiertas de su hermana. Le preguntó, con el rostro escondido: “¿Contaste los días?” y ella no pudo contestar porque gritaba, gritaba hacia adentro, con los labios cerrados, los dientes apretados y sentía que la cabeza asomaba ya, ya venía mientras Lunero la detenía de los hombros, sólo Lunero, con la vasija de agua hirviendo sobre el fuego, la navaja y los trapos listos y él salía entre las piernas, salía empujado por las contracciones del vientre, cada vez más seguidas, y Lunero debía soltar los hombros de Cruz Isabel, Isabel Cruz, arrodillarse entre las piernas abiertas, recibir esa cabeza húmeda, negra, el pequeño cuerpo pegajoso, atado a Cruz Isabel, Isabel Cruz, el pequeño cuerpo separado al fin, recibido por las manos de Lunero, ahora que la mujer dejaba de gemir, respiraba, dejaba escapar un aliento grueso, se secaba con las palmas blancas el sudor del rostro, buscaba, lo buscaba, alargaba los brazos: Lunero cortó el cordón, amarró el cabo, lavó el cuerpo, el rostro, lo acarició, lo besó, quiso entregarlo a su hermana, pero Isabel Cruz, Cruz Isabel ya gemía con una nueva contracción y se acercaban las botas a la choza donde yacía la mujer sobre la tierra suelta, bajo el techo de palmas, se acercaban las botas y Lunero detenía boca abajo ese cuerpo, le pegaba con la palma abierta para que llorara, llorara mientras se acercaban las botas: lloró: él lloró y empezó a vivir…

Yo no sé… no sé… si él soy yo… si tú fue él… si yo soy los tres… Tú… te traigo dentro de mí y vas a morir conmigo… Dios… Él… lo traje adentro y va a morir conmigo… los tres… que hablaron… Yo… lo traeré adentro y morirá conmigo… sólo…

Tú ya no sabrás: no conocerás tu corazón abierto, esta noche, tu corazón abierto… Dicen “Bisturí, bisturí”… Yo sí lo escucho, yo que sigo sabiendo cuando tú ya no sabes, antes de que tú sepas… yo que fui él, seré tú… yo escucho, en el fondo del cristal, detrás del espejo, al fondo, debajo, encima de ti y de él… “Bisturí”… te abren… te cauterizan… te abren las paredes abdominales… las separa el cuchillo delgado, frío, exacto… encuentran ese líquido en el vientre… separan tu fosa iliaca… encuentran ese paquete de asas intestinales irritadas, hinchadas, ligadas a tu mesenterio duro e inyectado de sangre… encuentran esa placa de gangrena circular… bañada en un líquido de olor fétido… dicen, repiten… “infarto”… “infarto al mesenterio”… miran tus intestinos dilatados, de un rojo vivo, casi negro… dicen… repiten… “pulso”… “temperatura”… “perforación puntiforme”… comer, roer… el líquido hemorrágico escapa de tu vientre abierto… dicen, repiten… “inútil”… “inútil”… los tres… ese coágulo se desprende, se desprenderá de la sangre negra… correrá, se detendrá… se detuvo… tu silencio… tus ojos abiertos… sin vista… tus dedos helados… sin tacto… tus uñas negras, azules… tus quijadas temblorosas… Artemio Cruz… nombre… “inútil”… “corazón”… “masaje”… “inútil”… ya no sabrás… te traje adentro y moriré contigo… los tres… moriremos… Tú… mueres… has muerto… moriré

La Habana, mayo de 1960

México, diciembre de 1961