Mi madre era una muchacha bella. Tenía la piel pálida y opaca, hasta podría aventurarme a decir que azulina, un destello que la hacía única y de una aristocracia natural, lejana de toda trivialidad mundana. Tenía el pelo negro; claro, ya dije que era una muchacha bella, lacio pero pesado y con un diseño de cabellera como no creo haber visto. No hablo de su peinado, de la manera en que lo dispusiera su pelo caía gracioso y en forma, siempre parecía prolijamente recortado. Hablo del contorno de su pelambre, del dibujo lineal de ese océano de antenas flexibles en el que terminaba el piélago de su cara. Nacía simétrico y visible en el contraste, potente en cada uno de sus hologramas tubulares, y dibujaba un corazón sutil en el inicio de la mollera que a medida que bajaba se hacía cóncavo en las sienes elegantes.
Mi madre era una muchacha bella y voluptuosamente delicada; aun cuando pasáramos la vida que vivimos en una casi absoluta soledad, tenía un modo extraordinariamente sensual de ser para sí y, claro, ahí estaba yo con mis siete años, también para mí.
Hablaba de un modo profundo y a la vez despojado de la pretensión con la que hablan quienes quieren impresionar o quienes querrían ser intelectuales o, incluso, quienes quieren seducir. En medio de alguna palabra poco usual, adoraba acicatear su lenguaje con insectos verbales que lo mantuvieran despierto, tiraba con las manos su pesada cabellera hacia un lado o hacia el otro, como el paño suntuoso de un torero; clavaba sus pupilas brunas en el piso –¿dije ya que mi madre era una muchacha muy bella?– y las ascendía lentamente hasta mis ojos para entonces retomar la velocidad de sus argumentaciones casi siempre indignadas, casi siempre ofensivas, casi siempre ingenuas.
Vivíamos en un departamento de dos ambientes con una cocina luminosa que daba al pulmón de un edificio modesto pero sofisticado, esas construcciones de los 50, de no más de tres pisos sin ascensor, fresca en verano, helada cuando llegaba el otoño. Nuestra casa tenía un baño revestido de mosaicos negros, junturas verde pálido y grifería que alguna vez fue importante pero que envejeció con la premura con que uno pasa las páginas de una revista de moda de temporadas anteriores. El departamento tenía un balcón inutilizable porque con solo abrir la puertaventana se caían a pedazos las molduras del frente. Además mi madre odiaba el hollín que llegaba desde la avenida a dos cuadras y también odiaba el ruido que venía desde más lejos, como del centro de los autos y de la circunvalación de los camiones, y temía a los pájaros que anidaban en los fresnos que daban su verde a nuestras dos ventanas. Una vez la vi refugiarse en mi cuarto por un pichón de calandria todavía sin plumas que la madre pájara habría arrojado del nido por imperfecto y agonizaba en el borde de nuestro balcón. Con un palito terminé de expulsarlo para que mi madre saliera de la madriguera y el pequeño monstruo terminara sus jadeos directamente en la calle.
Durante un rato lo miré para tratar de ver en qué momento terminaba de cuajar esa gelatina, en qué segundo terminaba el estertor. No tenía plumas y tenía los párpados sellados pero había sido desairado por su madre y temido por la mía: ya se podía morir.
La casa era un living con paredes rojas que terminaban en plafones de yeso en los que se escondían los tubos fluorescentes que solían titilar una agonía rítmica más que aclarar el ambiente. Había algunos adornos que colgaban: un sombrero mexicano, de plata, del tamaño de la palma de una mano pequeña, un sol azteca de bronce, con gesto agrio y una barba de colores tejida que terminaba en un puñado de cascabeles, una foto enmarcada de Anouk Aimée y Jean-Louis Trintignant que había mandado mi tío desde París, una foto del Che, a quien mi madre llamaba “mi novio”, pegada con una chinche, la reproducción de un grafito de Alonso –una mujer sentada en el suelo, con la espalda encorvada y que parecía desnuda– y unas pocas tarjetas.
A mi madre le gustaban las postales de Holanda en época de tulipanes, ella misma las compraba, les escribía el dorso con pequeños relatos de viaje y las metía en el buzón para que yo las recibiera, más o menos 40 días después. Entonces nos juntábamos en la cocina a tomar el té y comer budín inglés y a que ella me contara todo lo que no había podido escribir en el poco espacio de la tarjeta. Mi madre adoraba describirme los pormenores del periplo: los valles rojos en los que crecían espontáneas las amapolas, las comodidades mesuradas del camarote del tren que llegaba desde los Urales, bordeaba el Danubio o la hacía conocer primero Pest y luego Buda, o los deliciosos caramelos de violetas que vendían en la patisserie Sachel, en Viena. La fascinación agrandaba las pupilas oscuras de mi madre, que aprovechaba el relato para instruirme en materias diversas: desde una especie de geografía de ensueño hasta una antropología de imprecisas exageraciones europeas.
Hasta entonces por lo menos, mi madre no había salido del país y solo conocía Chapadmalal, Embalse Río Tercero, en Córdoba, Necochea, Tandil, La Reja, la ruta 12 y El etrusco, un hotelito de Paraná.
Sin embargo, cada vez que por algún motivo visitaba un barrio nuevo volvía a casa como una Marco Polo agotada por la excitación de la travesía a contarme las extrañas costumbres de los vecinos de Floresta o de Villa Real, los tipos de árboles que tenían las aceras, si había visto jaurías callejeras, o descubierto bibliotecas o museos o algún viejo orinando en un cantero.
Adorábamos viajar y yo aprovechaba para sacar los pedacitos de fruta abrillantada del budín y mirar por los agujeritos que quedaban mientras mi madre, en plena posesión de sus relatos, los recogía con una destreza asombrosa y se los comía sin darse cuenta y sin retarme.
Por las noches el living se convertía en cuarto. Ahí dormía ella, en un sofá que se hacía litera y mentía una comodidad trabajosa y una compleja facilidad de armado. Mi madre se quejaba por no encontrar sábanas que se ajustaran a la medida de su catre, las había enormes o las había grandes, incluso las sábanas chicas resultaban desmedidas para su cama. Una vez llegó con una bolsa con una pieza de percal blanco, una enorme tijera plateada, algunas agujas y un carretel de hilo. Lo primero que hizo fue buscar el dedal, una alhaja de porcelana, un legado que venía de las mujeres diluidas en no se sabía bien qué generación de la familia de su padre. Una joya que nadie usaba, bella pero incómoda, cargada de una potencia insoportable: el dibujo borroneado de la historia de esas mujeres que llegaron a nosotros con todo eso mordiente, vencido y mutilado a través de mi abuelo.
Yo miraba su cara cuando desdoblaba el pañuelito en el que guardaba la miniatura y nunca supe qué palabra era esa que había que deletrearle al aire del momento para entender la escena.
–Mañana las hago –dijo, entusiasta.
La bolsa con el percal blanco se convirtió en un gato, cada nuevo día se iba acomodando entre los almohadones del sofá hasta hacerse un ovillo desapercibido. Cuando llegaba la noche que obligaba a la transformación del living en dormitorio, la escuchaba encontrarla y maullarse por lo bajo: Mañana…
Uno de esos días dejé de ver la bolsa, y el percal se convirtió en un animal embalsamado en lo alto del modular.
Nuestra casa no era un buen lugar para mascotas.
Recuerdo ver alternadamente tres libros sobre la mesita ratona que era su mesa de luz solo después de que su cama estuviera lista y la mata de su pelo reposara ya sobre la almohada. Habría muchos más pero recuerdo solo esos: La rama dorada, un estudio sobre magia y religión de James Frazer, editado por Fondo de Cultura Económica, Cien años de soledad y El varón domado, de Esther Vilar. Del latinoamericano me bastaba el título para convocar toda mi altanería contra el autor, ahí no me iba a meter, ¿cuánto tiempo mi madre lo llevó consigo, cuántas veces la vi meterlo en su cartera antes de salir y cuántas veces al llegar a casa su primera acción era aprontarlo sobre la mesa? Los recuadros azules y las letras rojas de las tapas fueron un motivo impreso que acompañó mucho tiempo de nosotros, mucho. Creo que podría decir que una centuria completa. A ese libro me lo sabía de memoria.
Del de Vilar recuerdo el impacto que me produjo el final de la dedicatoria de la autora a todos los lectores, creo que fue la primera vez, y no sé si no la única, que escuché que un libro me hablaba: a los demasiado viejos, demasiado feos, demasiado enfermos.
Del otro recuerdo que tenía muchas páginas y que el deseo se me iba apagando veloz después de las primeras líneas. La lectura siempre me fascinó pero los libros siempre dejaron de interesarse en mí casi al mismo tiempo en que yo tomaba envión y me decidía a aventurarme. Parecen mujeres los libros. O parecen hombres.
Cuando estábamos en casa mi madre solía pelar chauchas de arvejas, habas, o vainas de frijoles zainos; no recuerdo las comidas que hacía con esos vegetales aunque sí recuerdo que la humedad y el brillo de unas y de otros semejaban perfectamente la piel de los dedos largos y elegantes de las manos de mi madre. Su índice pasaba suave y firme sobre la juntura vegetal y detectaba el lugar exacto en que la estructura cedería ante la presión, un crujido inaudible que destrababa la cerradura natural de las chauchas e instantáneamente hacía caer las perlas verdes o los botones jaspeados al interior del bol donde rebotaban hasta ubicar su lugar definitivo.
Mi madre parecía una perfecta asesina de vegetales, la veía liquidarlos con una natural frialdad de la que ella no era realmente consciente.
Cada tanto paraba un momento y prendía un 43/70, con el que alternaba la tarea. Pero en ella, en esos momentos, no me parecía un placer sensual. Cada bocanada, tal vez por fumar ese tabaco mezcla de negro y rubio, lejos de afirmarla con el you’ve come a long way baby, parecía detenerla como a una chica de provincia que mira asustada los carteles de la ruta, acobardada en su huida, a pocos pasos de la salida de su pueblo.
Creo recordar –aunque, ¿es una cinta de fotogramas sueltos que edito para tener una película magnífica, una historia para contarme?– que las manos de mi madre pasaban tardes enteras desgranando vegetales y que en esas noches me tocaba vaciar los repasadores que mi madre desplegaba en la cocina para tirar los desechos de las habas y de las arvejas: las chauchas vacías y la maraña de hilos verdes.
Metía todo en unas bolsas de nylon que mi madre hacía asomar desde el cajón de la alacena como para sugerirme que la liberara de eso. Yo lo hacía apenitas caído el sol, cuando mi madre se encerraba en el cuartito de servicio que teníamos detrás del lavadero, supongo que a llorar o a maldecir, o a planear los mejores modos de que yo no hubiera aparecido.
En verdad no creo que haya llenado alguna vez una de esas bolsas. Lo que no olvido era el olor del cubículo del incinerador. El vacío negro cuando bajaba la compuerta, el aire fresco que salía de esa boca oscura; tener que animarme a soltar la bolsa y no poder correr rápido como para no escucharla caer y sentir el rebote en el sótano, porque tenía que asegurar la compuerta antes de salir disparado, azuzado por monstruos impalpables. No sé bien por qué caminaba hacia el incinerador con una certeza de la que yo mismo no estaba al tanto, las plantas de los pies en pasos plenos, prolijos y asordinados para evitar cualquier torpeza que pudiera retrasarme. No sé por qué estaba seguro: si prestaba atención en serio, si me quedaba a escuchar, esa boca negra que terminaba en el subsuelo podía hablarme.
Mi madre era una muchacha bella y me amaba. Pero no es difícil suponer que de ser una muchacha bella, enamorada de un hombre increíblemente apuesto que le proponía romance perpetuo, a convertirse en una madre abandonada hay un largo trecho.
Un trecho que se hizo carne con patas –y sobre todo puro ojo, como dicen las vecinas–, que soy yo.
Una humanidad casi siempre callada y obediente –salvo cuando me encerraba en el cuartito durante los ratos en que mi madre se ausentaba, para llorar o maldecir, o para planear los modos más efectivos de desaparecerme–.
Mi madre me amaba. Es más, podría decir que mi madre me amaba locamente. Mi madre me amaba, claro; pero yo era su hijo.
Esa muchacha bella enumeraba mis virtudes mientras me acariciaba el pelo. Supongo que se dictaba en voz alta la lista de poderes con que yo podría liberarla del yugo de ser madre. Como si en esa caricia en realidad me estuviera alimentando, una comida moral que engordaba los músculos de una hombría que llegado el momento iba a aliviarla, a enorgullecerla, a hacerle olvidar la grisura de la que se tiñeron sus sueños libertarios.
Mientras soltaba esos conjuros hundía con enorme suavidad sus uñas delicadas en los senderos que se abrían en mi cabellera y recorría el perímetro de mi cabeza dando el rosario de mis cualidades; así pasaba las horas de la tarde.
Pocas veces, solo algunas y el problema es que no puedo dejar de recordarlo, sus dedos se topaban con un remolino doble que tengo en lo alto de la nuca y se crispaban un poco: en la fricción contra mi pelo sonaba un crujidito inaudible, entonces en la cara de mi madre se soltaban las perlas de sus ojos y ella se daba a una carrera contenida y desatada y se encerraba en el cuartito de servicio.
Yo procedía a peinarme frente al espejo del baño, solo mojaba el peine con un poco de agua clara y me arreglaba la selva salvaje que los dedos de mi madre me habían dejado en la cabeza.
Al contrario de ella yo soy pelirrojo. Mi pelo es una cantidad infinita y desbocada de esquelas que recuerdan a mi progenitor. Un incendio permanente –dice mi madre–, y a través de los ojos se le escapan como ovejas asustadas las ganas de apagarme.
Mi madre era una muchacha bella. Mi madre me amaba y conocía al detalle mis virtudes potenciales. Mi madre admiraba el hombre en estado de semilla que había en mí.
Pero yo era su hijo.
Una vez por mes mi madre me ponía el trajecito celeste, un ambo de guayabera con botoncitos dorados y pantalones cortos que me había mandado a hacer para las ocasiones especiales, y me llevaba a almorzar a Bambi o al cine y después a tomar el té a Steinhauser o a la Casa Suiza. Ella decía que una vez por mes la dedicábamos a una salida como la gente, aunque yo tengo recuerdos tan escasos que no creo que la regularidad mensual haya sido obedecida. Supongo que la felicidad que prometía el plan y el anhelo de que pudiera multiplicar los momentos de deleite conmigo hacían que mi madre creyera que era un rito pasible de ser repetido periódicamente. No podría asegurarlo pero no sé si fuimos al mismo lugar más de una vez, que por supuesto se repetía en la memoria, en las charlas con las que mi madre me contaba lo bien que la habíamos pasado juntos en esos lugares extraordinarios a los que me llevaba.
Yo adoraba Bambi, era un restaurante único en Buenos Aires, sobre una calle arbolada de Barrio Norte, informal pero distinguido aunque no demasiado caro, y la curiosidad era que uno mismo se servía la comida desde unas bateas en las que estaba todo el menú. Yo siempre tomaba una botellita de Delifrú de damasco y mi madre pedía el de tomate, con sal de apio, el más delicioso, claro, y el que yo habría pedido si no fuera porque el que lo pidiera ella lo convertía en un modernismo exclusivo para adultos. Entonces en la ciudad no había nada como ese lugar y el paseo se tornaba extravagante y sofisticado.
Yo adoraba Steinhauser, las tarteletas de frutilla eran un verdadero evento, luminosas como vitreaux de catedral gótica en lo alto de la nave y deliciosas como solo la mejor repostería alemana puede ser. Me gustaba sentirme elegante y compartir con mi madre el orgullo de pasar el rato en una salida especial que no iba a poder relatar a mis compañeros de escuela porque lo más encantador, y en ese tiempo no podía desentrañarlo, era lo simbólico. Alguna vez intenté contarle a Darío, mi compañero de banco, lo que era una tarteleta: supongo que mi descripción lo hacía ver puentes colgantes suspendidos en la bruma porque la expresión de su cara se reconcentraba a medida que yo intentaba ser específico. En un momento me detuve, era tan evidente mi fracaso que dejé de hablar en medio de alguna palabra que a mi amigo le resultaba rebuscada. Una merengada grande, me dijo.
De la Casa Suiza me acuerdo de que lo primero que traía el mozo era un triolet de metal plateado y bandeja de vidrio lleno de masas finas ordenadas según la humedad o el tipo de relleno. No puedo olvidar la decepción al enterarme de que “no se podían comer”; yo creía que eso correspondía a nuestro té, que solíamos acompañar con tostados de jamón, queso y tomate, y la primera vez que llegó ese estandarte de crema y mazapán y almendras y pequeñísimas brioches nevadas con azúcar impalpable no dudé en abalanzarme.
Mi madre pescó mi manotazo y no sé cómo, con el rigor de qué palabra o de qué gesto, me anotició de la desgracia: las masas eran la oferta del diablo, no estaban incluidas en nuestro té y era costumbre de las confiterías tentar a los comensales con las delicias que abultarían la adición del final conforme la mano regordeta las hacía desaparecer de a una.
Para mí era una crueldad incomprensible, me llenaba de estupor ver que seguíamos viviendo como si tal cosa, como si caminásemos por un sendero al aire libre, en un pic-nic versallesco y no nos diéramos cuenta de que en realidad pisábamos descalzos un nido de serpientes venenosas en los suburbios de Nueva Delhi. No podía comprenderlo y miraba las mesas en las que el triolet era visitado con permiso; en general mesas de señoras grandes y bastante espamentosas que parecían disfrutar de la elección de la masa más prometedora, más llena de crema, más sabrosa.
Mi madre siempre tomaba café fuerte, doble. Después del primer sorbo encendía un cigarrillo, daba una larga pitada y lo olvidaba en el cenicero. No era extraño que repitiera la acción y se encontrara fumando dos a la vez. Supongo que le gustaba la sensación de lo nuevo, lo inaugural, y que cuando la cosa comenzaba a repetirse su memoria desaparecía.
La volvía loca el ice-cream soda, le encantaba. Solía contarme encendida la visión de esos largos vasos tricolores en su infancia, las tardes inolvidables en La Vascongada, con sus primos, sus hermanos y ese dominó tubular en el que de a poco se mezclaban el rubí de la granadina, la tersura de la crema y la explosión de chispazos de la soda. Era genial escucharla tan apasionada, sabiéndola fácilmente feliz ante el manjar y compartiendo una niñez llena de iguales, sencilla.
En la Casa Suiza, o en cualquier bar en el que nos sentáramos, ella llamaba al mozo con enorme educación, y con una urgencia pícara y sonriente pedía su café negro y doble, un cenicero, y un gran ice-cream soda de vainilla para mi hijo.
Yo nunca fui muy amante del helado con soda, crema y granadina y me imaginaba mejor con el menú opuesto. Moría por sentarme en un café de esquina en Buenos Aires a mirar por la ventana, a leer el diario, a tomar incalculables tazas de café negro y doble, a fumar mi atado de 43/70 hasta llenar de colillas todos los ceniceros. Pero me proponía hacerla feliz a ella –lo que en ese caso parecía tan fácil de lograr– y sonreía frente el ice-cream soda lleno de azúcar y de ese jarabe coloreado que me daba náuseas.
Como tomaba apenas algunos sorbos para complacerla, mi madre hacia el final de la merienda se ofuscaba un poco: ¿para qué lo piden si después no lo toman?, decía. Es un gastadero, semejante ice-cream ahí, muerto de risa. Cine, confitería y la mar en coche, sentenciaba, aplastaba su tabaco contra el cenicero y volvía a llamar al mozo para pedir la cuenta –esta vez educada pero seca–, pagaba y se levantaba con movimientos decididos.
¿Quién hablaba por mi madre y a quiénes? ¿Qué era ese plural que aparecía para terminar nuestra salida? ¿Quiénes hablaban en mi madre?
Hay una luz oscura, podría decir que azulina, una luz que define los perímetros del mundo como creo no haber visto en otro tipo de ambientes. Como si ciertas hojas refractaran una opacidad que reluce y tradujeran la luminosidad de una manera más material, más granulosa. Pasa algo en el aire de esos ambientes, todo parece quieto. Y todo parece extraño y reconocible.
Mi madre me llevaba bastante seguido al Jardín Botánico. Pasábamos largas tardes en el silencio que imperaba en ese bosque delirante. Era increíble estar en la ciudad y de pronto atravesar lo verde en medio de ese azul mudo y rugoso; cada cosa se oía magnificada, cada una de nuestras pisadas era el recordatorio de que por ahí caminaban nuestros pies y que cada uno de nuestros pasos suponía un acto de consecuencias inadvertidas. Un tendal de bichos moribundos tras nosotros, de brotes incipientes demorados, de esporas de hongos aplanadas en su cópula reproductora, todo lo que vivía esplendorosamente atraído por el agua de esos gránulos del aire, esas pequeñas piscinas inmateriales que multiplicaban el sistema.
Cada uno de nuestros pasos tenía consecuencias: nos recordaba que estábamos ahí, madre e hijo atravesando el bosque. Un espacio amniótico en medio de la electricidad citadina, en esos senderos de oscuridad luminosa y de silencio victoriano.
Había un mundo para mí, un lugar lleno de misterio y de belleza. Aunque todo lo que se pudiera hacer era contemplar, entrar en un alfa obligado, visitar a las carpas en los estanques y soñar que les acariciaba el lomo y me devolvían nobleza y fidelidad, como los animales de Los blancos caballos de agosto.
Lo natural era una experiencia desconcertante. Íbamos por esos túneles frescos y opacos y de pronto aparecíamos en claros redondeados en los que el sol señalaba piedras bellas. La prolijidad de la luz y de la sombra sorprendía. Una y otra eran reinos perfectamente delineados aunque en algunos tramos confundieran su linaje. Las hojas verdes que irradiaban azul parecían centinelas secretos; en cualquier caso eso era evidente: cada una de las cosas y cada uno de los estados de ese lugar eran una voz que profería silencio. Caminábamos por los túneles y de pronto avistábamos y salíamos a terrazas de luz en el final.
A mi madre se le llenaban los ojos de lágrimas ante la vista de cada escultura: Los primeros fríos, un anciano de barba, sentado, abrazando a una niña; Sagunto, una madre que sacrifica a su hijo y se quita la vida para adelantarse a las tropas de Aníbal; la serie de piezas dedicadas a la VI sinfonía de Beethoven, la Flora Argentina. Casi todas reproducciones de originales europeos.
Nos deteníamos ante cada obra y ella me leía los bronces que informaban acerca del escultor –recuerdo solo nombres de varón–, las características de la pieza y las líneas argumentales. En su voz esos relatos se convertían en una especie de master class exageradamente grave, aunque a mí me fascinaba saber los nombres de quienes habían podido torcer de ese modo las rocas del planeta. Me fascinaba tanto como plantarme ante la Saturnalia o la Columna meteorológica, regalo de la comunidad austro-húngara por el Centenario de la patria que recibió la oleada de hijos de su imperio degradado.
En medio de tantas Venus me encendía. Me acercaba, nupcial, con los pasos mesurados con que se entra al templo en el que se desposan los amantes, las rodeaba despacio, como si mis ojos pudieran acariciarlas de una manera nueva para ellas. Daba vueltas para descubrirlas vivas. Las acechaba con mi mirada de niño serio para que me revelaran todos los secretos que era evidente que poseían. O pretendía azuzarlas para sorprenderlas en un temblor, en un suspiro palpitante que hiciera que se rindieran a mí, por la gaffe de la evidencia. Les hablaba en la lengua de los muy intencionados, un lenguaje mental que muy pocos niños conocen y que yo pensaba que me convertía en un seguro encantador de formas mudas. Tenía el desaforado anhelo de que me avistaran desde su piedra y posaran su mirada en mí.
Que me eligieran por sobre su belleza eterna. Que me miraran y volvieran a la vida.