Capítulo 1

 

 

 

 

 

MOLLY Soderling se apresuró por el pasillo en busca del único paciente al que no había podido quitarse de la cabeza durante las vacaciones: Toby Astin. Había llegado al hospital tres días antes, tras sufrir un accidente de coche en el que murieron sus padres y, desde ese momento, Molly le había tomado mucho cariño. El chico se había quedado huérfano a menos de un mes de Navidad.

Molly estaba deseando verlo y sabía lo solo que se sentiría porque ella había perdido a su familia cuando era una niña. Llevaba tres días en el hospital y nadie había ido a buscarlo. Quizá alguien fuera tras el funeral. Ella había ido a parar al servicio de acogida y no quería que Toby terminara así.

Ya en el ala de pediatría, vio a dos personas vestidas de negro a punto de entrar en la habitación del niño. A lo mejor eran dos de los asistentes al funeral de sus padres. Según le había dicho el médico, el tío y la abuela de Toby habían llamado para que el chico asistiera, pero el doctor Bradford se había negado, pues temía que cayese en una depresión.

Molly no estaba de acuerdo con el doctor, pero él no estaba dispuesto a escucharla. Ella había encontrado algo de consuelo al ver que otros también lloraban la muerte de sus padres.

La joven dejó escapar un suspiro y, forzando una sonrisa entró en la habitación.

–¡Molly! –exclamó el chico.

–Hola, Toby. ¿Te comiste la cena?

–Sí, pero…

–¿Es usted la enfermera? –preguntó el hombre del traje negro.

Tendría unos treinta años, pelo oscuro y unos impresionantes ojos azules.

–Soy una de las enfermeras de Toby.

–Parece que está muy apegado a usted.

Su voz pareció tener un toque de desaprobación.

–Nos hemos hecho amigos –contestó Molly, algo tensa.

Entonces se volvió hacia Toby.

–¿Necesitas algo, cariño?

–¿Puedo tomarme un helado? –preguntó vacilante.

El niño le lanzó una mirada al hombre, temiendo que dijera que no.

–Por supuesto. Te lo traigo enseguida.

Molly pasó por delante de la mujer del traje negro de diseño. No sabía quién podría ser aquella elegante mujer y, desde luego, no se comportaba como la abuela que Molly imaginaba.

–Disculpe, señorita Soderling –dijo el hombre.

¿Cómo sabía su nombre? Molly se dio la vuelta.

–¿Sí, señor?

–Nos llevamos a Toby mañana.

–Siento mucho que se vaya. Lo echaré mucho de menos. ¿Es usted su tutor?

–Sí, por defecto.

Molly se quedó mirándolo. ¿Qué clase de persona diría una cosa así? El chico no era una carga que soportar.

–La otra pareja que murió junto a los padres de Toby figuraba en su testamento como tutores legales. Mi madre y yo somos sus únicos parientes. Yo soy abogado y esta misma mañana presenté los papeles para ser nombrado tutor. Me han asegurado que no habrá problemas y quiero llevármelo a casa para que empiece a recuperarse.

–Estupendo. Se ha sentido muy solo al ver que nadie venía a buscarlo –respondió Molly, e hizo ademán de marcharse.

–¡Espere!

A Molly no le gustó la orden, pero obedeció. No había necesidad de incomodar a aquel hombre si se iba la mañana siguiente.

–¿Sí?

–El doctor Bradford dijo que usted no tenía familia aquí.

–¿Por qué le dijo eso el doctor Bradford?

–Porque necesito que alguien venga con nosotros a Dallas para ayudarlo a recuperarse.

–Señor, soy enfermera de pediatría, no canguro.

–Lo sé, y estoy dispuesto a pagarle lo que me pida, si viene con nosotros mañana.

–¿Por cuánto tiempo? –preguntó Molly, sorprendida.

–Un mes. Podría ganar el triple que aquí, señorita Soderling.

–No sé si el hospital…

–El doctor Bradford me aseguró que podrá arreglárselas un mes sin usted.

Molly no sabía qué pensar.

–Tengo que hablar con el doctor Bradford.

–Le dejó una nota en el puesto de enfermeras –dijo el hombre, como si eso bastara para convencerla.

Molly no tenía nada que la retuviese en Florida, pero aquello no era un simple cambio de turno. Y él ni siquiera se había presentado.

–Disculpe, señor, pero ¿quién es usted?

–Soy Richard Anderson, el tío de Toby –se irguió con gesto orgulloso, pero no hizo ademán de extenderle la mano.

Y Molly tampoco.

–Iré a leer la nota.

Al llegar al puesto de enfermeras, buscó un helado para Toby y le preguntó a la enfermera de guardia si el doctor Bradford había dejado una nota para ella.

–Ah, sí. Lo siento, Molly. Se me había olvidado.

–Gracias, Ellen.

En efecto, el doctor le pedía que se fuera con los Anderson a Dallas. Como se llevaba tan bien con Toby, pensaba que era la más adecuada para el trabajo y le permitía marcharse durante un mes. Además, el señor Anderson donaría doscientos mil dólares a la sección de pediatría a cambio de una enfermera para el chico.

Molly sabía que ese dinero ayudaría a muchos niños, y el doctor Bradford había contado con el apego que ella sentía hacia ellos, pero no estaba segura de poder soportar un mes en Dallas, en compañía del pomposo señor Anderson. El trabajo abarcaría todas las vacaciones, pero Molly no tenía planes para Navidad y por lo menos así no tendría que pasar las fiestas sola. Además, estaría con Toby.

Aún sin decidirse, se guardó la nota en el bolsillo y le llevó el helado al chico.

–Tus deseos son órdenes para mí –dijo mientras le quitaba la tapa a la copa de helado y se la ofrecía.

–Gracias, Molly. No te vas a ir, ¿verdad?

Aquellos tristes ojos azules le llegaron al corazón.

–No, cielo, me quedaré algún tiempo –Molly acercó una silla a la cama y sonrió.

El niño esbozó una sonrisa de oreja a oreja y empezó a comerse el helado. ¿Cómo podía dejarle marchar con su tío y su abuela?

–¿Qué pasa, Molly? –preguntó Toby.

Molly le ofreció su mejor sonrisa.

–Nada, cariño. Oye, ¿te gustaría que me fuera a Dallas contigo?

–¿Podrías hacer eso, y quedarte para siempre? –su voz estaba llena de esperanza.

–No, pero podría quedarme unas semanas en Navidad. Sería muy divertido.

–¡Sí! –Toby se lanzó hacia ella dispuesto a abrazarla–. No me quiero ir con ellos.

–Lo sé, cielo, pero estaremos juntos y yo voy a ayudarte.

–Vale –Toby asintió y la miró a los ojos–. ¿De verdad vendrás conmigo?

–Sí. Tu tío me lo ha pedido. Ahora cómete el helado antes de que se derrita y yo voy a hablar con tu tío.

Molly se puso en pie y avanzó hacia Richard Anderson, que no parecía mostrar ningún signo de emoción.

–Acepto el trabajo, señor Anderson. ¿Cuándo tienen pensado irse?

–Salimos mañana a las once. Tenemos que irnos al aeropuerto a las nueve. Debería estar aquí a las ocho para preparar a Toby.

–¿Tiene la ropa de Toby? La camiseta y el pantalón que llevaba están rotos y ensangrentados.

El señor Anderson la miró fijamente, como si no hubiese entendido la pregunta.

–Toby no tiene ropa aquí y tuvimos que cortar la que llevaba puesta. Necesitará ropa para el viaje –le explicó Molly.

–Por supuesto –dijo él con un suspiro de cansancio–. Dejaré a mi madre en el hotel e iré a buscar su ropa.

–Si quiere, puedo ayudarlo a recoger las cosas de Toby. Le ahorraría el viaje de vuelta al hospital.

Tras vacilar un momento, Richard Anderson asintió.

–Muchas gracias –miró el reloj–. ¿Le parece bien que nos veamos allí a las ocho?

–Sí, pero no sé la dirección.

Él sacó un bolígrafo y la escribió en una tarjeta.

–¿Sabe dónde está esto?

Molly asintió. Toby vivía muy cerca de su propia casa.

–Sí, lo sé.

–Entonces nos vemos allí a las ocho.

Con un leve gesto el señor Anderson se despidió y, tras tomar a su madre del brazo, abandonó la habitación. Así fue como Molly se percató de la presencia de la señora, hasta entonces inadvertida. Aquella mujer no le había dicho ni una palabra a su nieto, y Molly supo que no podría haber dejado a Toby en manos de gente tan fría.

–¿Estaba bueno el helado? –preguntó Molly tras sentarse al lado del chico.

–Sí. ¿De verdad vas a venir conmigo mañana?

–Ya te he dicho que sí. Y me quedaré durante Navidad. Nunca he estado en Dallas. ¿Y tú?

–No. Es la primera vez que veo a mi tío y a mi abuela.

¿Cómo era eso posible? Se suponía que eran una familia.

–Bueno, ahora tendrás oportunidad de conocerlos. Me tengo que ir para prepararme para mañana. Ellen vendrá antes de que te duermas. ¿Vale?

–Vale. ¿De verdad vienes conmigo?

–Sí, Toby. Estaré aquí mañana por la mañana, lo prometo.

 

 

Richard Anderson llegó a casa de su hermana en Jacksonville, Florida, pero no quería entrar. La había echado mucho de menos desde que ella se marchó de Dallas, y aunque hablaban por teléfono, nunca había sido igual.

Su padre se había puesto furioso y había rechazado cualquier intento de reconciliación. Ya habían pasado nueve años y era demasiado tarde. James Anderson era un hombre brillante, pero había cometido un error con su hija. La había perdido a causa de su soberbia mucho antes de que ambos murieran.

En ese instante otro coche aparcó delante de la casa y Richard miró el reloj. La enfermera había sido puntual y le sería más fácil entrar en la casa con un extraño.

–Le agradezco mucho que haya venido, señorita Soderling.

–Por favor, llámeme Molly. Me alegro de poder ayudarlo.

–Mi madre habría venido, pero ha pasado unos días horribles.

–Claro. ¿Entramos?

Richard sacó las llaves y escogió la que esperaba que abriría la casa. Por suerte acertó y entró a la casa tras la enfermera. En ese momento lo invadió una profunda tristeza. Aquel hogar acogedor era el reflejo de su hermana. Al volverse hacia la enfermera, vio la misma reacción en sus ojos, aunque no hubiera conocido a Susan.

–Pobre Toby –murmuró ella.

–¿Por qué lo dices?

–Porque veo lo que ha perdido.

La joven tenía lágrimas en los ojos.

–Mejor nos ponemos manos a la obra –dijo ella sin darle tiempo a reaccionar–. ¿Sabe dónde está el dormitorio de Toby?

Él negó con la cabeza.

–Nunca he estado aquí.

–Oh, entonces voy a buscarlo.

Richard entró en el dormitorio principal, tan ordenado como Susan. En el armario encontró el joyero de su hermana y una carpeta con documentos financieros en el lado de su cuñado. También halló unos gemelos y otras cosas de valor en una cajita de cuero. Pensó que Toby los querría algún día.

–¿Señor Anderson?

Molly se detuvo en la puerta del dormitorio.

–Sí. Por favor, llámame Richard.

–De acuerdo. ¿Me llevo todo o sólo lo necesario para el viaje?

–¿Hay alguna maleta?

–Sí. Está en el armario de la tercera habitación.

–Entonces, pon todo lo que quepa, por favor. Iré a ayudarte en un momento.

Cuando la enfermera se marchó, Richard se dio cuenta de lo amable que había sido al ofrecerse a ir con él y a acometer aquella dolorosa tarea. Tras recoger todos los objetos de valor, fue a la habitación de Toby.

Era la habitación perfecta para un niño. Se veía que Susan quería mucho a su hijo.

Richard se quedó parado, sin atreverse a entrar. Molly estaba doblando las prendas y colocándolas en la maleta, así que no tuvo más remedio que ayudarla.

–Tengo que poner estas cosas en una de las bolsas grandes –dijo él al enseñarle los artículos de valor.

–Claro. Si es algo de valor, puedes ponerlo en un bolso de mano para que esté más seguro.

–Tienes razón.

Cuando terminó de guardarlos, Molly ya tenía lista la maleta y estaba añadiendo algunos libros.

–Los empleados recogerán todo eso –dijo él.

–Lo sé, pero pensé que a Toby le gustaría tener algunas de sus cosas.

Richard asintió. Molly lo tenía todo presente.

–No sé cómo agradecerte que hayas venido conmigo, Molly. Me resulta muy difícil… estar aquí.

–Sí, lo sé.

Molly tomó una última cosa: una fotografía de Toby con sus padres que estaba sobre su mesita de noche.

Richard la miró pero no dijo nada. Era una mujer atractiva. El cabello, de color cobrizo, le caía sobre los hombros, y sus ojos verdes despedían tanta simpatía que Richard no quería encontrarse con su mirada. Iluminaba la habitación de Toby con su sonrisa, y no era de extrañar que el chico se hubiera encariñado con ella. Era como un cálido aliento en una fría noche de invierno.

Richard retrocedió al darse cuenta del peligro. La había invitado a pasar un mes en su casa porque estaba desesperado. Su madre todavía no había superado la muerte de su marido, y él era el único apoyo que tenía para enfrentarse a la muerte de una hija y a los remordimientos. ¿Cómo podría ella hacerse cargo de un niño de ocho años? El chico estaba asustado porque no los conocía, y Molly era la solución más adecuada. Había hecho bien contratándola.

–De verdad que te agradezco tu ayuda, Molly.

–No hay nada que agradecer, Richard. Me alegro de poder ayudar.

–Bueno, lo que quería decir es que mi madre está muy débil y no está en condiciones de atender a Toby. Necesito que la mantengas ajena a cualquier preocupación por Toby. La energía de un niño de ocho años podría ser demasiado para ella. ¿Tienes algún inconveniente?

Molly se quedó sorprendida, pero levantó la barbilla y respondió con frialdad.

–No. No tengo ningún inconveniente.

–Bien, paso mucho tiempo en el trabajo y no puedo estar en casa para evitar que la molesten, así que necesito tu ayuda. Si hay problemas, dímelo a mí, no a mi madre.

–Desde luego –respondió Molly con tono tajante.

–¿Hemos terminado ya?

–Sí.

Él llevó los dos bolsos grandes y Molly agarró el neceser que contenía lo que Toby usaría el día siguiente, sin olvidar la bolsa con los objetos de valor.

–Yo puedo llevar eso –se apresuró a decir él.

 

 

La compasión que la había llevado a acompañar a Richard se estaba desvaneciendo. Molly lo fulminó con la mirada y dejó la bolsa en el suelo. ¿Acaso pensaba que iba a robar algo?

La joven regresó al salón. El árbol de Navidad se veía abandonado en aquella habitación oscura. De pronto Molly se paró en seco.

–Los regalos.

–No hay sitio –respondió Richard.

Molly prosiguió hacia la puerta de entrada. Estaba traicionando a Toby a cada paso que daba. Él necesitaba aquellos regalos por todos los recuerdos que le traerían.

–¿Cuándo llegaran sus pertenencias a Dallas?

–No lo sé. Tendré que ocuparme de eso esta noche –su voz sonó irritada.

En el hospital parecía cansado y triste, pero en ese momento estaba malhumorado. Era una locura haber accedido a pasar un mes en su casa. Por lo menos, él pasaría la mayor parte del tiempo en el trabajo. Pobre Toby. Iba a terminar viviendo con una abuela que necesitaba que la protegieran de él y un tío que nunca estaba en casa. Ella sólo pasaría un mes allí, pero haría todo lo posible por convertirlo en un hogar agradable para el chico.

Tras dejar el neceser en su coche, se volvió hacia Richard Anderson, que en ese momento estaba colocando las bolsas en el maletero de su coche.

–Nos vemos en el hospital mañana.

–A las nueve en punto. Por favor, no llegues tarde.

–Siempre soy puntual, Richard –añadió Molly con desprecio.

Entonces se marchó en su coche y lo dejó allí parado, pero no tardó en arrepentirse de su comportamiento. Él había pasado por momentos muy difíciles y se merecía algo más de paciencia.

Pero Toby no era más que un niño. Su tío y su abuela no habían mostrado mucha compasión hacia él y a Richard sólo le preocupaba su madre. Los días siguientes serían muy difíciles para el chico y él podría llegar a arrepentirse de haberla contratado, pero no se libraría de ella tan fácilmente. Ella se quedaría por Toby y, aunque sólo fuera por un tiempo, serían una familia.

 

 

Molly estaba acostumbrada a levantarse temprano, pero su paciente no, y tuvo que vestirlo medio dormido.

–Toby, me lo estás poniendo difícil, ¿sabes?

–No quiero ir. Mamá y papá han… –su voz se rompió en un sollozo.

Molly lo tomó en sus brazos.

–Cariño, tu papá y tu mamá siempre estarán en tu corazón. Sólo tienes que pensar en ellos y volverán a tus recuerdos.

–¿De verdad?

–Sí. Y un día, cuando seas mayor, podrás venir a visitar sus tumbas, pero ellos seguirán en tu corazón.

Toby se puso la mano en el pecho.

–¿Crees que están aquí ahora?

–Sí. Y quieren lo mejor para ti.

–¿Entonces crees que quieren que me vaya con mi tío?

–Sí, porque él cuidara de ti.

–Vale –Toby asintió con un suspiro.

–Bien. Vamos a ponerte la camisa. Me gusta. Hace juego con tus ojos.

–Eso es lo que decía mamá, pero a mí me gusta porque es muy cómoda.

–Ah, entiendo –Molly sonrió.

Tras ponerle los zapatos, lo ayudó a bajarse de la cama. Tenía el cuello y un brazo escayolados, pero podía moverse y llegaron a la puerta principal del hospital cinco minutos antes de las nueve. Sentó a Toby en una silla y se apresuró a buscar las maletas.

–¡Molly! –gritó Toby al ver entrar a su tío.

–Ya voy, Toby –tras agarrar las maletas, corrió al encuentro de Richard y Toby.

–Estamos listos –anunció.

–Bien. Toby, ¿puedes andar?

–Sí –dijo en chico.

–De acuerdo. Te llevaré la bolsa. ¿Llevo alguna de las tuyas, Molly?

–No, gracias. Puedo arreglármelas.

Los siguió hasta el exterior sin perder de vista a Toby, que no dejaba de mirar por encima del hombro para asegurarse de que ella iba detrás. La abuela de Toby los esperaba en el coche. Elizabeth Anderson se apartó de la cara el pelo encanecido y miró a Molly.

La joven subió al coche junto con Toby y se preguntó si Richard aún estaría enfadado con ella. A juzgar por su silencio, probablemente lo estaba. Él no era de los que perdonaban fácilmente.

–¿Puede hablar? –le susurró Toby mientras miraba a su abuela.

–No lo sé –contestó Molly.

Después de todo, nunca la había oído decir ni media palabra.

–¿Todo bien? –preguntó Richard mirándolos por el espejo retrovisor.

–Sí.

De pronto Toby se inclinó hacia delante.

–¿Eres mi abuelita?

La mujer se quedó de piedra y Richard contestó por ella. Molly puso su mano sobre la del niño para que no hiciera más preguntas. No creía que ella fuese tan débil como Richard decía, pero era evidente que estaba sufriendo mucho por la muerte de su hija y Molly se sintió inclinada a darle un respiro, aunque no por mucho tiempo.

Todos se mantuvieron en silencio durante el viaje en coche. Molly sujetó la mano de Toby todo el tiempo y la apretó con fuerza cuando él le lanzaba una mirada asustada. Cuando llegaron al aeropuerto, Richard dejó el equipaje a cargo de un mozo de aeropuerto.

–Aquí están los billetes para vosotros tres –le dijo Richard–. Por favor, cuida de mi madre y de Toby mientras devuelvo el coche de alquiler. Nos vemos en la puerta de embarque.

–De acuerdo.

El mozo de aeropuerto los condujo a la cola de facturación. Como viajarían en primera clase, podían saltarse la larga cola.

–¿Y mi hijo? –dijo la señora Anderson, tan asustada como Toby.

–Se reunirá con nosotros en la puerta de embarque, señora. Tiene que identificarse por cuestiones de seguridad.

–Ah, sí. ¿Sabe… sabe cuál es nuestra puerta de embarque?

–Sí, señora. Venga conmigo y con Toby. Tengo nuestros billetes y la puerta de embarque está aquí mismo.

Molly los condujo hasta la puerta y miró el reloj. Richard contaba con treinta minutos antes de que se fuera el avión.

–¿Llegará a tiempo mi hijo? –preguntó la señora Anderson con voz temblorosa.

–Sí. Seguro que sí. Parece ser una persona muy puntual.

–Oh, sí. Sí lo es.

Las palabras de Molly la tranquilizaron, pero Molly ya estaba empezando a preocuparse.

–¿Viene él con nosotros? –preguntó Toby.

–Sí, Toby.

–¿Cuántos años tienes? –le preguntó la señora Anderson.

Toby se sorprendió. Su abuela no sabía cuántos años tenía.

–Tengo ocho.

–Oh, naciste un año después de casarse tu madre.

Toby la miró con curiosidad.

–¿Tú conociste a mi madre?

La mujer se echó a llorar y, por primera vez desde que se conocieron, Molly echó en falta a Richard.