No podía soportar el intenso olor a quemado que desprendía su cuerpo, hasta el punto de que me daban arcadas cuando entraba en la habitación del hospital donde Fátima yacía moribunda. Tenía veinticinco años, se había intentado suicidar quemándose a lo bonzo y llevaba casi un mes ingresada en el hospital de Herat, en el noroeste de Afganistán. A pesar de eso, sorprendentemente seguía consciente e incluso podía hablar, aunque le era imposible moverse. Su hermana Anisa, que pasaba con ella noche y día, intentaba reconfortarla secándole el sudor de la frente con un pañuelo o haciéndole masajes en los pies. Los médicos afirmaban que la joven no tenía cura: tarde o temprano moriría. Tenía el 72 por ciento del cuerpo quemado con heridas de tercer grado. Era imposible salvarla, y aún menos en un hospital de Afganistán.
Suena mal decirlo, pero yo deseaba que Fátima muriera cuanto antes, para así ahorrarme el mal trago de verla cada día. Iba al hospital a diario con el fotoperiodista Gervasio Sánchez para documentar su caso y el de cualquier otra mujer ingresada por la misma razón. Nuestro objetivo era publicar un libro y hacer una exposición fotográfica que pusieran en evidencia la violencia brutal que sufren las mujeres en Afganistán. Una violencia que suele empezar en el seno de la propia familia y que es endémica: existe independientemente de que los talibanes estén o no en el poder.
Afganistán es el único país del mundo donde se suicidan más mujeres que hombres. Al menos así lo corroboraban datos del 2012 del Ministerio afgano de Salud Pública. Aquel año dos mil quinientas mujeres se quitaron la vida, una cifra que equivalía al 95 por ciento de los suicidios registrados en el país. La mayoría eran chicas jóvenes de entre catorce y veintiún años que sufrían malos tratos en casa o a las que obligaban a casarse con un hombre al que no querían. Estos eran los principales motivos para suicidarse. Los médicos explicaban que el procedimiento era siempre el mismo: se rociaban la barriga con gasolina y se prendían fuego. Muchas veces no pretendían morir, sino solo llamar la atención sobre su situación desesperada, pero el fuego se extendía con tal rapidez por el vestido y el cabello que en pocos segundos quedaban envueltas en llamas. Cuando la familia las llevaba al hospital solía decir que habían tenido un accidente en la cocina. Sin embargo, los médicos detectaban al instante si se trataba de un caso de suicidio: las chicas que habían intentado quitarse la vida quemándose a lo bonzo llegaban al centro con un fuerte olor a gasolina.
Fátima admitía haberse tirado gasolina encima. «Pero solo un vasito pequeño», musitaba, dando a entender que no sabía cómo se le había ido de las manos. En su caso, su suegra era la persona que le hacía la vida imposible. Convivía con ella en una misma casa desde que la habían casado a la fuerza con solo quince años. Su matrimonio fue por badal, así es como se llama en Afganistán el intercambio de mujeres entre familias. Es decir, a Fátima la habían casado con un hombre a cambio de que la hermana de él contrajera matrimonio con el hermano de Fátima. De esta manera los hijos y las hijas de ambas familias quedaban desposados. Poco importaba lo que quisieran ellos.
«Pues si tienes ganas de vomitar, ponte colonia en la nariz y así no notarás el olor a quemado», me dijo Gervasio, que resolvía las pegas que yo le ponía para ir al hospital cada día con esa facilidad. Me admiraba su forma de trabajar: tenía soluciones para todo, y una paciencia y un tesón infinitos. De él fue la idea de hacer el proyecto de mujeres afganas que tantos dolores de cabeza nos dio, y la de pasarnos jornadas enteras en el hospital esperando a que llegara un caso de suicidio para poder fotografiarlo. Y la de regresar un día y otro, y otro, hasta conseguirlo. Él nunca tiraba la toalla. Por eso era el autor de trabajos de referencia sobre las víctimas de minas antipersona o las desapariciones forzadas y se había convertido en uno de los periodistas españoles más reconocidos en la cobertura de conflictos.
Tardamos casi seis años en hacer la exposición y el libro, del 2009 al 2014, y en total recopilamos los testimonios de doscientas mujeres: chicas que se habían intentado suicidar quemándose vivas, pero también otras que lo habían probado ingiriendo matarratas o grandes dosis de medicamentos. O adolescentes a las que habían obligado a casarse con un anciano, o que estaban encerradas en un correccional por huir de casa para evitar un matrimonio forzado; o diputadas del Parlamento que sufrían malos tratos por parte de sus maridos. Todos eran casos tremebundos. Todas ellas vivían en las grandes ciudades de Afganistán: Kabul, Herat, Mazar-e-Sharif y Kandahar, donde en teoría la situación de la mujer era mejor que en el resto del país porque había más recursos y más ayuda extranjera. Gervasio tomaba las fotografías y yo me encargaba de hacer las entrevistas y de obtener los permisos y consentimientos necesarios.
Fátima murió el 16 de mayo de 2012, cuando ni Gervasio ni yo estábamos en el hospital. Su hermana me llamó llorando de madrugada para darme la fatal noticia. Inauguramos la exposición en el Palau Robert de Barcelona casi dos años y medio más tarde, el 28 de octubre de 2014, cuando yo ya había regresado definitivamente de Afganistán. La visitaron cincuenta mil personas, fue todo un éxito, y después la llevamos a otras ciudades de España. En noviembre de ese mismo año también presentamos el libro Mujeres. Afganistán en Barcelona, Madrid, Zaragoza y Vitoria, a pesar de que en esos momentos yo ya me sentía totalmente sobrepasada: hablar sobre Afganistán me alteraba, y a la mínima rompía a llorar. Mi amiga María, que se encargó de la relación con la prensa para la promoción de ambos trabajos, alucinaba con mi capacidad de actuación: cuando tenía que presentar el libro o conceder entrevistas a los medios de comunicación me mostraba lúcida y enérgica, pero en cuanto los focos se retiraban me volvía a sumir en la depresión más profunda. Me convertí en una actriz excelente y aprendí a disimular mis emociones en público.
Sentía tristeza y rabia. Recuerdo que a finales de 2014, cuando viajaba en metro por Barcelona, observaba una a una a las personas que iban en mi vagón y me irritaba verlas tan tranquilas, ensimismadas mirando el móvil. No entendía su inacción e indiferencia frente a todas las desgracias que sucedían en Afganistán y en tantas otras partes del mundo. Pensaba que la situación era tan crítica que la humanidad debía movilizarse de forma inmediata para evitar toda aquella tragedia. También entonces empecé a tener alucinaciones: veía ratones por todas partes. Un papel tirado en el suelo o una paloma que se posara en cualquier lugar me sobresaltaban, pues pensaba que eran roedores.
En diciembre de 2014 me visitó una nueva psiquiatra, que no dudó en aumentarme la medicación. También me recomendó que cogiera la baja y no me fuera a vivir a Italia, al menos de momento. «Allí no tienes un entorno social y a ti lo que te conviene ahora es estar acompañada de familia y amistades», argumentó. Sin embargo, yo hice todo lo contrario. Tras regresar de Afganistán, El Mundo me ofreció establecerme en Italia como periodista freelance en sustitución de la corresponsal en plantilla que el periódico había tenido hasta entonces en Roma, Irene Hernández Velasco. Con la crisis económica, el diario no podía disponer de una periodista con contrato y prefería recurrir a una autónoma a quien pagar por artículo publicado, porque le salía mucho más barato.
A mí en ese momento no me motivaba ir a Italia. De hecho, era tal mi desgana que no me apetecía ir a ninguna parte. El Mundo me había propuesto otras dos alternativas: establecerme en Marruecos o en México, pero estos dos países tampoco me convencían. No quería volver a vivir en un país musulmán, ni en uno con tan altos índices de violencia. Otra opción era trabajar en Cuba, en un momento en que Fidel Castro estaba en la última etapa de su vida y se esperaban cambios en la isla. Pero las autoridades cubanas nunca me concedieron un visado de periodista para establecerme allí.
Así que finalmente, en febrero de 2015, me instalé en Roma. Una de las ventajas era que estaba a menos de dos horas de vuelo de Barcelona y me sería fácil regresar para mis citas con la psiquiatra y la psicóloga. Lo que tenía claro es que no podía pedir una baja y quedarme en Barcelona, como me recomendaba la psiquiatra, pues sin contrato ni cobertura laboral me arriesgaba a que El Mundo prescindiera de mí en cuanto quisiera reincorporarme. De hecho, antes de irme a la capital italiana, el diario me redujo hasta un 70 por ciento las tarifas que me pagaba por artículo: de abonarme 255 euros brutos por página entera publicada en la edición impresa pasó a pagarme solo 70. Las tarifas de los artículos publicados solo en la web eran aún más irrisorias: 35 euros brutos. «Ahora ya no trabajarás en un país en conflicto», argumentaron para aplicarme una reducción tan drástica, que emocionalmente aún me desestabilizó más. A partir de entonces ni siquiera sabía si podría ganarme la vida.
En Roma no conocía a nadie, no estaba familiarizada con la ciudad y no tenía ni idea de la situación sociopolítica de Italia en aquel momento. Debía empezar de cero. Tampoco sabía hablar italiano, que es un idioma que parece idéntico al español cuando pides una birra en un bar, pero que me resultaba incomprensible cuando tenía que seguir una rueda de prensa del primer ministro. Me instalé en un apartamento minúsculo, aunque muy luminoso, de la via Furio Camillo, ubicada relativamente cerca del centro de la capital en metro, y lo primero que hice fue apuntarme a un curso intensivo de italiano. Empecé a disfrutar de pequeños placeres que en Afganistán eran imposibles, como por ejemplo caminar sola por la calle de noche tranquilamente, ponerme minifalda, ir al supermercado con un carrito de la compra y entretenerme el tiempo que quisiera mirando los productos de las estanterías, o ver películas por internet. En Afganistán la velocidad de internet era tan lenta que era inviable ver vídeos en streaming.
El 24 de marzo de 2015 un vuelo de pasajeros de la compañía alemana Germanwings que había despegado de Barcelona en dirección a Düsseldorf se estrelló en los Alpes franceses con ciento cincuenta personas a bordo. Aunque el incidente había tenido lugar en territorio francés, El Mundo me pidió que me trasladara hasta allí para informar sobre la tragedia. También envió a dos reporteros más: la periodista Irene Hernández Velasco, que entonces estaba radicada en París, y el fotógrafo Carlos García Pozo, que viajó desde Madrid. Los tres nos encontramos en Seyne-les-Alpes, un pequeño pueblo de mil quinientos habitantes del sudeste de Francia, situado a pocos kilómetros del siniestro.
Allí se concentraron decenas de periodistas venidos de todo el mundo, a pesar de que el lugar de la tragedia era de difícil acceso incluso para los equipos de rescate, y no se nos permitía hablar con los familiares de las víctimas. Se puede decir que lo único que podíamos hacer allí era recoger alguna que otra declaración de las autoridades competentes y observar desde la distancia cómo los helicópteros de rescate despegaban y aterrizaban en un prado a las afueras del pueblo, algo que me pareció un sinsentido. ¿Qué hacíamos allí tantos periodistas si apenas teníamos acceso a la información, cuando en Afganistán había tanto que explicar y casi ningún reportero?
Horas más tarde el entonces presidente español, Mariano Rajoy, el presidente francés, François Hollande, y la canciller alemana, Angela Merkel, también se trasladaron a Seyne-les-Alpes, y llegaron todavía más periodistas. Eso me perturbó aún más. ¿De verdad nuestra función era ser los altavoces de los políticos? Llamé al periódico fuera de mí, quejándome del espectáculo mediático, y suplicando que por favor me dejaran regresar a Italia. Estar allí me generaba tal ansiedad y decepción por la profesión que no podía soportarlo. En El Mundo no entendieron ni mi petición, ni las razones que esgrimí, pero aceptaron que volviera a Roma.
Rajoy, Hollande y Merkel hicieron una declaración institucional en la que dijeron lo que era obvio: que trabajarían juntos para aclarar por qué el avión se había precipitado fatalmente contra los Alpes. Cuando se descubrió que la causa del siniestro había sido que el copiloto sufría una depresión y estrelló el avión intencionadamente con el objetivo de suicidarse, decidí mantener en secreto la depresión que yo misma atravesaba, para que nadie, y aún menos El Mundo, pudiera poner en duda mis capacidades.
Pocos días antes del accidente de Germanwings había sucedido algo en Afganistán que me había conmocionado por completo. El 19 de marzo, una turba de hombres enfurecidos lincharon y quemaron viva a una joven afgana de veintisiete años en Kabul, a plena luz del día. Se llamaba Farkhunda Malikzada, y la acusaban de haber quemado un ejemplar del Corán. Los agresores la patearon, la golpearon brutalmente con piedras y palos, la arrastraron por el suelo e incluso la atropellaron con un vehículo en pleno centro de la ciudad, ante la presencia de todo el mundo, incluida la policía, que no hizo nada para evitar el linchamiento. Después tiraron el cuerpo al cauce seco del río Kabul, que pasa por la capital afgana. Lo cubrieron con cartones y maderas y le prendieron fuego, mientras decenas de curiosos miraban y filmaban la macabra escena con sus teléfonos móviles.
Las imágenes corrieron como la pólvora por las redes sociales, al principio sin ningún tipo de censura ni filtro. Eran espeluznantes: se veía a Farkhunda con la cara ensangrentada intentando huir de una muchedumbre que gritaba «¡Matadla, matadla!». La salvajada duró más de una hora. ¿Cómo era posible que las tropas extranjeras que continuaban en Kabul no hubieran intervenido, y que la policía afgana en la que la comunidad internacional había invertido tanto dinero y tantas horas de instrucción también se quedara de brazos cruzados? Farkhunda vestía de negro riguroso, al estilo islámico, y no pude evitar identificarme con ella. Yo también vestía así cuando vivía en el país, pensando que ese atuendo hacía que la gente me tratara con más respeto y deferencia. Pero, tras aquello, se hizo evidente que la barbarie más absoluta era posible, y que la vida de una mujer no valía nada en ese país.
El linchamiento de Farkhunda generó tal conmoción que marcó un antes y un después en Afganistán. A dos semanas de su muerte continuaban las protestas en el país, incluso en provincias conservadoras como Nangarhar, Kunduz o Baghlan, para exigir que su asesinato no quedara impune. En Kabul se erigió un monumento en su memoria, justo en el lugar donde los agresores prendieron fuego a su cuerpo. Asimismo, el Gobierno afgano constituyó una comisión de investigación, que llegó a la conclusión de que Farkhunda nunca quemó el libro sagrado del islam. Un hombre la había acusado falsamente.
En total detuvieron a cuarenta y nueve personas, entre ellas diecinueve policías, por el asesinato. Inicialmente cuatro de los acusados fueron condenados a la pena capital, ocho más a dieciséis años de cárcel y once policías a un año de cárcel por incumplimiento del deber. Lo que significa que no tuvieron que ingresar en prisión y pudieron continuar patrullando en la misma zona de Kabul donde habían linchado a Farkhunda. Además, meses más tarde, el Tribunal de Apelaciones revocó la pena de muerte de los principales culpables y los condenó a entre diez y veinte años de cárcel, demostrando una vez más que los tribunales en Afganistán no servían para hacer justicia y eran fácilmente sobornables. De hecho, poco después los padres y los hermanos de Farkhunda se vieron obligados a huir del país por las amenazas de muerte que recibieron de los familiares de los condenados.
Azita Rafat también deseaba huir de Afganistán, pero no quería hacerlo sin sus cuatro hijas. Ella era mi mejor amiga en Kabul, la persona que siempre me daba consejos y me proporcionaba contactos cuando tenía que desplazarme por el país para hacer algún reportaje. Azita aparece en mi libro Afganistán, crónica de una ficción, con el nombre ficticio de Roya Ahmad, ya que en ese momento ella todavía vivía en el país y lo que yo explicaba podía ponerla en peligro. Había sido diputada en el Parlamento afgano en la primera legislatura, tras la caída del régimen talibán, pero perdió el escaño en las elecciones legislativas de 2010, que una vez más estuvieron marcadas por el fraude. Era una persona con estudios universitarios, que hablaba seis idiomas y que era respetada y reconocida a nivel público. Sin embargo, en su casa vivía un auténtico infierno.
Su padre la había forzado a casarse a los veinte años con un primo hermano suyo, un hombre analfabeto que la maltrataba y que ya tenía una primera esposa y una hija. Paradójicamente el padre era una persona muy instruida, había sido profesor de Historia en la universidad durante veinticuatro años y siempre había abogado por la educación, pero consideró que, con los talibanes en el poder, su hija estaría más protegida casada que soltera. Era a finales de los años noventa.
Azita recuerda haber llorado sin parar durante doce días cuando supo que debía casarse con aquel hombre. Sus llantos, sin embargo, no sirvieron de nada porque el matrimonio al final se consumó. «¿Crees que fuiste violada en tu noche de bodas?», le pregunté en una ocasión. Y su respuesta fue: «Cualquier relación sexual en contra de tu voluntad es una violación. Pero es una violación contra la que no puedes levantar la voz, porque en Afganistán la gente no considera que te estén violando si la persona que lo hace es tu marido y quiere mantener relaciones sexuales. Como esposa, debes obedecer y aceptar. A mí me han violado toda la vida».
La primera mujer de su marido, a la que también habían casado a la fuerza, la recibió en casa tras la celebración de la boda con las siguientes palabras: «Estoy contenta, porque ahora tú sufrirás más que yo». Y así fue: Azita se convirtió en el blanco de toda la violencia. Su marido la despreciaba, la golpeaba y le ponía condiciones para trabajar fuera de casa. Por ejemplo, siendo ya parlamentaria, debía pagarle una mensualidad y encargarse de todos los gastos del hogar para que él, a cambio, la dejara ejercer su profesión. Su imagen pública, sin embargo, era la de una mujer afortunada y exitosa.
Su marido estaba obsesionado con tener un hijo varón. Para la mayoría de las familias afganas, los hijos tienen más valor que las hijas porque el hombre es quien tiene derecho a la herencia y se queda en el hogar paterno cuando se casa. Las hijas, en cambio, se van a vivir con la familia política. Azita había tenido cuatro hijas y dos abortos, y no tenía ninguna intención de volver a quedarse embarazada, pero su marido la coaccionaba para engendrar el ansiado hijo.
Así que, acosada y desesperada, decidió recurrir a una práctica que en Afganistán se conoce con el nombre de bacha posh, que en darí significa «vestido como un niño» y que consiste en vestir a una niña como si fuera un varón. Las familias pobres recurren a esta práctica cuando solo tienen hijas, con el objetivo de enviarlas a mendigar por la calle sin temor a que puedan abusar de ellas. Otras lo hacen por pura superstición: creen que, si visten a sus hijas como a un niño, Dios se apiadará de ellas para concebir un varón en el siguiente embarazo.
Azita convirtió a su hija pequeña de cuatro años en un hijo, simplemente para sacarse a su marido de encima. Le cortó el pelo, la vistió de niño y le cambió el nombre. Se llamaba Mahnush, pero a partir de entonces la niña utilizaría el nombre masculino de Mehram. Cuando vi a la pequeña transformada me quedé estupefacta. En cambio, la criatura estaba encantada de la vida con su nueva identidad. Ahora la dejaban salir a la calle a jugar o la enviaban a hacer recados, algo que sus hermanas no tenían permitido. Sorprendentemente el marido de Azita quedó conforme con aquella metamorfosis, y paseaba por la calle orgulloso con su hijo ficticio cogido de la mano.
En 2015, la periodista sueca Jenny Nordberg publicó el libro The Underground Girls of Kabul, que años más tarde fue editado en español con el título Las niñas clandestinas de Kabul, donde hablaba de la práctica del bacha posh y explicaba el caso de la hija de Azita, entre otros ejemplos. Por eso, cuando presentó el libro en Estocolmo en marzo de ese año, invitó a Azita al acto.
«Es imposible que te den visados para tus cuatro hijas», le dije a Azita mientras preparaba el viaje. Porque eso es lo que ella pretendía: ir a Suecia con sus cuatro hijas y no volver a Afganistán nunca más. Era su oportunidad de oro para huir del país en un momento en que, además, tres de sus hijas ya eran adolescentes y por lo tanto su marido podía casarlas a la fuerza. Azita no podía permitir de ninguna manera que sus hijas vivieran su mismo calvario.
Para mi sorpresa, la embajada sueca les concedió los visados. Azita viajó con sus cuatro hijas a Estocolmo y una pequeña maleta de equipaje de mano, fingiendo que solo estarían allí unos días. Tras la presentación del libro, solicitó asilo y no regresó a Afganistán. Su marido entró en cólera: tiró a la basura algunas de sus pertenencias y las de sus hijas, y vendió el resto. Su hija pequeña, que llegó a Suecia vestida de niño, al cabo de unas semanas quiso volver a vestirse con ropa femenina porque, argumentó, en ese país las niñas y los niños tenían las mismas libertades.
Azita tuvo suerte de llegar a Suecia en marzo porque, pocos meses más tarde, la avalancha de refugiados que intentaron entrar en Europa fue histórica. De hecho, 2015 se conoce como el año de la crisis de los refugiados. Según cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), más de un millón de personas llegaron a Grecia e Italia arriesgando su vida en embarcaciones precarias a través del mar Mediterráneo. En total 3.735 personas murieron en el intento, entre ellas el niño sirio de tres años Alan Kurdi, cuyo cuerpo sin vida apareció en una playa de Turquía después de ser arrastrado por las olas hasta la orilla. Su imagen se convirtió en el símbolo de aquella tragedia humana y conmocionó a la opinión pública. La mayoría de los refugiados que intentaban llegar a Europa eran sirios, pero la segunda nacionalidad más numerosa era la afgana.
Los afganos huían de su país porque vivir allí era imposible. La Administración estaba prácticamente paralizada. La solución salomónica de Estados Unidos de crear un gobierno de unidad nacional en el que los dos candidatos rivales en las elecciones, Ashraf Ghani y Abdullah Abdullah, se repartieran el poder a partes iguales dio como resultado un desgobierno total.
La retirada de la mayoría de las tropas internacionales también incrementó la inestabilidad del país. Por una parte, tuvo un gran impacto económico, ya que su presencia generaba miles de lugares de trabajo, y, por otra, dio lugar a una inseguridad aún mayor. Hasta entonces habían existido dos operaciones militares extranjeras en Afganistán: la denominada «Operación Libertad Duradera», liderada por Estados Unidos, que tenía como objetivo capturar vivo o muerto a Osama bin Laden y acabar con el movimiento talibán y otros grupos terroristas que operaran en el país, y la conocida como «Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad» (ISAF en sus siglas en inglés), formada por tropas de los países de la OTAN. Esta última contaba con el mandato de las Naciones Unidas y tenía como finalidad mejorar la seguridad en el país, pero también contribuir a su reconstrucción y a la capacitación de las fuerzas de seguridad afganas. La ISAF llegó a tener más de 130.000 efectivos desplegados en Afganistán en 2011 y, aun así, nunca consiguió controlar todo el territorio ni garantizar su seguridad al cien por cien.
En 2015, Estados Unidos sustituyó la «Operación Libertad Duradera» por otra de nombre también muy poético, «Centinela de la Libertad», cuyos objetivos eran igual de violentos: detener y matar terroristas. Por su parte, la OTAN disolvió la ISAF e inició una nueva operación llamada «Apoyo Decidido», que, como su nombre indica, se limitaba a apoyar a las fuerzas de seguridad afganas con instrucción y asesoramiento. Eso significó en la práctica que las tropas internacionales dejaron de patrullar o de tener puestos de vigilancia. De hecho, quedaron tan pocos militares extranjeros en el país, apenas una fuerza de quince mil efectivos, que se puede decir que su contribución era casi simbólica.
La policía y el ejército afganos tuvieron entonces que asumir la seguridad de todo el territorio, o al menos intentarlo. La primera consecuencia de eso fue que las tropas internacionales disminuyeron drásticamente sus bajas –en 2014 murieron 75 militares extranjeros en Afganistán y en 2015 la cifra se redujo a 26–, mientras que las de las fuerzas afganas se multiplicaron exponencialmente. Y la segunda fue que los talibanes empezaron a ganar terreno. En septiembre llegaron a ocupar la ciudad de Kunduz, en el norte del país, que hasta entonces había sido una zona relativamente segura. Esta ocupación supuso un shock total para la opinión pública local porque era la primera vez, desde el inicio de la intervención internacional en 2001, que los talibanes ganaban poder más allá de las zonas rurales y, además, lo hacían en una provincia especialmente alejada de su área tradicional de influencia en el sur del país.
La captura de Kunduz llevó a las fuerzas especiales y a las fuerzas aéreas de Estados Unidos a intervenir a la desesperada para intentar recuperar la ciudad. Actuaron de forma indiscriminada, hasta el punto de que, el 3 de octubre de ese año, bombardearon deliberadamente un hospital de Médicos sin Fronteras porque, según justificaron después, les habían informado de la presencia de talibanes en el centro. Pero en el hospital solo había pacientes y personal médico que estuvieron atrapados allí, como en una ratonera. Murieron 24 personas y 37 resultaron heridas. El hospital quedó completamente destruido. Aquel impactante episodio puso de manifiesto que en la guerra afgana no se respetaba nada, ni tan siquiera las ONG ni los centros sanitarios.
Los talibanes, entonces, no solo ganaron terreno, sino que multiplicaron sus atentados terroristas en todo el país. Además, un nuevo actor irrumpió en Afganistán: el denominado Estado Islámico Provincia de Jorasán (ISIS-K), una organización filial del grupo terrorista casi homónimo que operaba en Siria e Irak y que se nutría básicamente de talibanes desencantados. Debía su nombre a una región histórica de la antigua Persia, el Gran Jorasán, que en tiempos antiguos englobaba el actual territorio afgano, pero también el de Irán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán. El ISIS-K era rival de los talibanes, pero su estrategia también consistía en cometer atentados.
Así que si el 2014 ya había sido un año funesto en Afganistán, el 2015 lo fue todavía más. La población afgana no se sentía segura en ninguna parte, y no veía ningún futuro económico ni político. Por ese motivo todos los que podían huir del país lo hacían.
Mientras viví en Afganistán, estuve suscrita a un servicio de alertas permanente que me avisaba con un correo electrónico de cualquier ataque que tuviera lugar en Kabul o en las inmediaciones. Cuando me trasladé a vivir a Roma en 2015, mantuve el servicio activo para continuar informada de lo que sucedía en la capital afgana. Cada día recibía diversos e-mails: los atentados eran constantes, sobre todo contra las fuerzas de seguridad afganas o instituciones gubernamentales, pero irremediablemente también se llevaban por delante la vida de civiles.
En la tarde del 11 de diciembre de ese año recibí un correo electrónico que me advertía de un ataque en el barrio de Shirpur, sin especificar cuál era el objetivo. Shirpur se conocía popularmente en Kabul como el barrio de los señores de la guerra, porque algunos comandantes militares usurparon sus terrenos tras la caída del primer régimen talibán en 2001 y construyeron allí sus mansiones, a cuál más fastuosa. Por ejemplo, allí vivía el por entonces vicepresidente del Gobierno afgano, el temido señor de la guerra Abdul Rashid Dostum, pero también estaba la embajada española.
Cuando recibí el e-mail de alerta, lo primero que pensé es que el objetivo más fácil en ese barrio era, sin duda, la legación española. A diferencia de las embajadas de otros países de la Unión Europea, como Italia, Alemania o Francia, la embajada española estaba fuera de la denominada zona verde, el área de seguridad de Kabul donde solo podían transitar vehículos autorizados y cuyos accesos estaban controlados por agentes de policía. En concreto, se ubicaba en la calle principal de Shirpur, que era una de las más transitadas de la ciudad, donde cada día se formaban largas colas de vehículos a la hora de la salida del trabajo.
La embajada constaba de tres casas donde vivía y trabajaba el personal. Los funcionarios a duras penas salían de allí, por razones de seguridad. Los tres edificios estaban rodeados por un doble muro de unos tres metros de alto, pero estaban tan cerca de la calle que eran un objetivo muy fácil de atacar con un coche bomba que explotara justo delante del recinto. Y eso es lo que ocurrió el 11 de diciembre: un terrorista suicida detonó un coche bomba delante de la embajada, destruyó la puerta de entrada y dañó gravemente los edificios.
La onda expansiva levantó las baldosas del suelo de alguna de las casas y arrancó de cuajo la barandilla de una terraza. Además inutilizó el sistema eléctrico, por lo que el personal de la legación se quedó a oscuras sin saber cuántos terroristas los atacaban ni dónde estaban. La agonía duró horas. El ataque se prolongó hasta bien entrada la noche y dos policías españoles y cinco afganos murieron. Más tarde los talibanes reivindicaron el atentado.
Aquella noche en España, el entonces presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, compareció ante los medios de comunicación para dar explicaciones sobre lo ocurrido: «Todos podemos ser objetivo del terrorismo, pero en este caso España no lo era. No era contra nosotros», declaró atribuyendo el asalto a una simple casualidad. Según él y su ejecutivo, los terroristas habían atentado contra una casa de huéspedes para extranjeros que había justo al lado de la embajada y, en el fragor de la batalla, la sede diplomática también había resultado afectada. Pero conociendo el barrio de Shirpur y las características de la legación, era difícil creer esa versión.
Además, se da la circunstancia de que dos meses antes de aquel terrible atentado coincidí en una conferencia en Mallorca con uno de los funcionarios de la embajada. Ya entonces me expresó su temor por la localización del edificio y la escasa protección del recinto. Una de las pocas medidas que se habían tomado para mejorar la seguridad fue tapiar todas las ventanas de la casa donde vivía la mayoría del personal, lo cual dejaba las estancias sin luz natural, con el objetivo de reducir los efectos de la onda expansiva en caso de un atentado. «Parece que vivamos en una cueva», ironizó el funcionario entonces, intentando quitar hierro a un asunto que era un secreto a voces y para nada baladí. La única persona que no vivía en la embajada era el propio embajador, Emilio Pérez de Ágreda, cuya residencia, como la de todos sus predecesores, era una casa de dos plantas que sí estaba dentro de la denominada zona verde de Kabul.
Tras el atentado, los familiares de algunos de los trabajadores de la sede diplomática asesinados presentaron una querella contra el embajador y su entonces número dos, Oriol Solá, por homicidio imprudente por la falta de medidas de seguridad en la legación. El juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz admitió la querella a trámite, pero después la acabó archivando, a pesar de que la Dirección Nacional de Policía hizo un informe que decía literalmente: «Un factor determinante para que los terroristas decidiesen atacar la embajada de España fue la inadecuada ubicación de la misma en un entorno desprovisto de un cinturón exterior de seguridad». El magistrado llegó a la conclusión de que no podía recaer ninguna responsabilidad criminal en el embajador ni en su número dos, porque no eran expertos en seguridad y, en consecuencia, «carecían de los debidos conocimientos». Sin embargo, de lo que no había duda era de que el Gobierno español había vuelto a mentir a la opinión pública sobre lo que ocurría en Afganistán.
Con la aparición del Estado Islámico, los atentados se extendieron a los países de la Unión Europea. El 13 de noviembre de 2015 unos terroristas suicidas irrumpieron en la sala de conciertos Bataclan, en París, en plena actuación de un grupo de hard rock, y abrieron fuego indiscriminadamente contra el público. Durante los primeros segundos, los espectadores pensaron que el ruido de los disparos formaba parte del espectáculo, pero después se percataron de que en realidad se trataba de un ataque. Los terroristas remataron en el suelo a algunos de los asistentes. Otros fueron retenidos como rehenes hasta que la policía consiguió liberarlos. Paralelamente, diversos bares y restaurantes de la capital francesa también fueron tiroteados. En total 130 personas murieron y 415 resultaron heridas. Aquella cadena de atentados conmocionó a Francia y al mundo entero. Nunca había pasado algo así, tan bestia, en el corazón de Europa.
Desde Roma, yo viví aquello como si fuera la cosa más normal del mundo. No entendía que la gente se alarmara tanto por algo que en Afganistán era el pan de cada día. Tampoco comprendía que en Europa nos rasgáramos las vestiduras con lo que había ocurrido en París si después cerrábamos las puertas a los refugiados afganos, que, si de algo huían, era de atentados así.
De hecho, casi un año antes, el 11 de diciembre de 2014, había tenido lugar un ataque muy similar al de la sala Bataclan en un teatro de Kabul. Un terrorista se inmoló en el Centro Cultural Francés de la capital afgana durante la representación de una obra de teatro que pretendía precisamente condenar los atentados suicidas. Como en París, los espectadores en Kabul también creyeron que la gran deflagración que interrumpió la función y dejó el escenario completamente a oscuras formaba parte de la actuación. Hasta que empezaron a oír los llantos y los gritos de las personas que habían quedado malheridas en las primeras filas del patio de butacas.
Por aquel entonces yo estaba muy afectada por la depresión y creía que, si en Europa hubiéramos mostrado un cierto interés por lo que ocurría en Afganistán, los atentados en París no nos habrían sorprendido tanto, porque los terroristas en la sala Bataclan repitieron el mismo patrón que en Kabul. ¿Por qué los muertos franceses eran más importantes que los afganos?, me preguntaba. En ese momento, la disociación con mi entorno era tal que llegué a pensar que los europeos nos merecíamos, en cierta manera, sufrir atentados como los de la sala Bataclan para darnos cuenta del calvario por el que pasaban los afganos al vivir en un país en guerra.
A finales del 2015, yo ya no tomaba antidepresivos. Tras una leve mejoría, la psiquiatra me había retirado toda la medicación, aunque yo continuaba con la misma sensación que tenía desde que me marché de Afganistán. Me imaginaba nadando contracorriente en un río, sin poder evitar que el agua me arrastrara y me cubriera, a pesar de mis esfuerzos por mantenerme a flote. También seguía cansada, con constante dolor de cabeza y de espalda, y sin ganas de hacer nada. Escribir artículos me suponía un esfuerzo sobrehumano. Me pasaba horas delante de la pantalla del ordenador en blanco, angustiada, sin ser capaz de redactar ni un solo párrafo. Necesitaba descansar cada dos por tres: tumbarme y dormir.
En septiembre de 2015 viajé a Madrid para suplicar una vez más al director de El Mundo, que por aquel entonces era David Jiménez, que me subiera las tarifas. Con lo que me pagaban por artículo, apenas conseguía ganar unos 700 u 800 euros al mes. El diario me sufragaba el coste del alquiler del piso en Roma, pero yo tenía que pagar la conexión a internet, la electricidad, el agua, el gas, la comunidad, el transporte público, además de la cuota de autónomos, que ya ascendía a más de 300 euros, y las sesiones de terapia para salir de la depresión, con las que se me iban unos 500 euros más al mes. No podía continuar así, no me salían los números.
Me reuní con David en dos ocasiones. Él había sido corresponsal en Asia, había hecho algún viaje puntual a Afganistán y años más tarde escribió el libro El director. Yo lo admiraba como reportero y pensé que, como él también había trabajado en lugares difíciles, sería capaz de ponerse en mi piel y deducir que yo sufría estrés postraumático después de vivir tantos años en Afganistán. En la primera reunión me prometió que intentaría mejorar mis condiciones económicas. En la segunda me dijo sin ningún tipo de empatía: «Te subiré las tarifas cuando demuestres que puedes ser tan buena periodista en Italia como en Afganistán». Para mí esa fue la confirmación de que era una fracasada y de que había perdido mis capacidades como periodista.
Si ya no sabía escribir ni tenía olfato periodístico, ¿qué me quedaba? Había malgastado en Afganistán los años en los que podría haber sido madre. En Roma tenía pocas amistades y, en mi estado depresivo, me era imposible encontrar pareja. Encima no ganaba lo suficiente para mantenerme. Me sentía sola, incomprendida, y creía que mi vida no tenía ningún sentido. Desde que había llegado a la capital italiana pensaba que solo había una manera de acabar con ese sufrimiento, y era suicidándome. A finales de 2015 esa idea se volvió una obsesión.
Cuando alguien visita Roma, admira su valioso patrimonio arqueológico y arquitectónico, en cambio yo solo me fijaba en los lugares donde me podía quitar la vida, como los puentes que cruzan el río Tíber, que recorre la capital italiana de norte a sur. Otro lugar ideal era la galería del piso donde vivía de alquiler. Estaba en una novena planta que daba a un patio interior cuyas vistas me recordaban las de la película La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock. Pensé muchas veces en tirarme desde allí. Solo me frenaba una cosa: hacer sufrir a mi familia aún más con los trámites de repatriación del cadáver. Me sentía culpable. Si me quería suicidar, lo tenía que hacer en Barcelona.
Regresé a Barcelona por Navidad. Aunque ya no tomaba medicación, tenía una caja de antidepresivos que me había sobrado del tratamiento. Se trataba de ingerir el máximo número de pastillas y esperar a que hicieran efecto. En Afganistán lo había visto infinidad de veces, todas esas jovencitas que se atiborraban a medicamentos o que ingerían matarratas para acabar con su vida porque no querían que sus familias las casaran a la fuerza con un hombre que no deseaban. Cuando las encontraban, las trasladaban de urgencia al hospital para que les hicieran un lavado de estómago. Lo fundamental es que a mí no me llevaran a ningún hospital o que, si lo hacían, ya fuera demasiado tarde y los médicos no pudieran hacer nada para salvarme la vida.
Temía que mis padres fueran las primeras personas que encontraran mi cadáver si me suicidaba en mi casa. No les podía hacer eso: ya eran demasiado mayores y habían sufrido demasiado durante los años que viví en Afganistán. Tampoco deseaba que mi hermano tuviera ese shock. Entendí entonces por qué la gente se suicida tirándose a la vía del metro: al menos allí los que te ven morir son desconocidos.
Planeé hartarme a antidepresivos el día que regresara a Roma. Iría al aeropuerto de Barcelona, pero no tomaría el vuelo de regreso a la capital italiana. Me encerraría en un lavabo público a esperar que las pastillas me provocaran un paro cardiaco o alguna otra disfunción física. Así nadie me echaría de menos, porque todo el mundo pensaría que estaba en el avión, y mi familia tampoco tendría el trauma de encontrar mi cuerpo sin vida.
Cuando faltaban pocas horas para el viaje, no podía dejar de llorar. Quería morir para no seguir sufriendo, pero me sentía culpable por el disgusto que le iba a dar a mis seres queridos. Llamé sollozando a mi terapeuta, Sonia Vicente, suplicándole que por favor me ayudara. Sonia insistió en lo que ya me había dicho mil veces: ella me podía ayudar, pero primero debía volver a un psiquiatra para que me medicara porque era imposible hacer terapia conmigo en el estado en el que estaba.
Cuando llegó el momento de embarcar, no cogí el vuelo de regreso a Roma. Me quedé en tierra en Barcelona.