Me negaba a tomar más antidepresivos. El hecho de medicarme me hacía sentir que estaba loca. Tampoco me apetecía volver a explicarle mi vida a otro psiquiatra. Sin embargo, allí estaba yo, en la consulta de Enric Armengou respondiendo a todas las preguntas con monosílabos. La verdad es que no se lo puse nada fácil. «Por tu postura corporal, es evidente que tienes una depresión», me dijo. Su comentario me descolocó. ¿Cómo era esa postura que tanto denotaba mi estado?, pensé mientras me erguía. Por primera vez lo escuché con atención.
Como era de esperar, el doctor Armengou me recetó antidepresivos, además de medicamentos contra la migraña. Debía tomar un total de cinco pastillas al día, que al principio me mareaban y me dejaban medio zombi. Aplacé mi regreso a Roma más de una semana. A mis colegas en Italia les expliqué que tenía gastroenteritis y que por eso había retrasado la vuelta, una versión que creyeron a pies juntillas porque adelgacé muchísimo durante la Navidad. Mi desgana general había llegado a tal punto que apenas comía.
Las pastillas me estabilizaron un poco, y las sesiones con Sonia Vicente, mi terapeuta, empezaron a surtir cierto efecto. Aun así yo seguía cansada, desmotivada, y me sentía incomprendida. En ocasiones también perdía los papeles. Eso es lo que ocurrió el 10 de marzo de 2016. Ese día el expresidente español José María Aznar viajó a Italia para conceder el Premio de la Libertad de la fundación que preside, FAES, al escritor conservador Giovanni Sartori. La ceremonia de entrega, para la cual convocaron a todos los corresponsales españoles de la capital italiana, se celebró en la embajada de España. Eso ya me desconcertó: ¿por qué el premio de una fundación privada se entregaba en la embajada? ¿Y qué interés informativo tenía?
Ir allá me generaba ansiedad. No soportaba estar en un lugar tan fastuoso, que tanto contrastaba con la pobreza de Afganistán, y que además se financiaba con dinero público. A pesar de eso acudí al acto. En ese momento, en España se discutía la formación de un nuevo gobierno tras unas elecciones generales en las que Mariano Rajoy, del Partido Popular, había ganado en número de votos y escaños, pero no disponía de suficientes apoyos para ser investido presidente. Interpreté que la embajada nos convocaba porque Aznar quería hacer algún anuncio al respecto. Pero no fue así.
De hecho, al llegar a la legación, la responsable de prensa de FAES nos advirtió que el expresidente no haría declaraciones. ¿Entonces por qué convocaban a los periodistas? Me indigné. Me sentía utilizada y decepcionada, una vez más, con la profesión. No entendía que hubiera tantos periodistas para informar sobre un premio que no interesaba a nadie y en cambio no hubiera ni uno solo en Afganistán, donde había tanto que contar.
Al final del acto, los periodistas nos acercamos a Aznar para sonsacarle alguna declaración, a pesar de que la responsable de prensa de la Fundación insistía en que no lo molestáramos. «¿Por qué una fundación privada entrega un premio en la embajada, que es un lugar público?», pregunté. Aznar me miró fijamente pero no contestó. Así que volví a formular la misma pregunta, pero más alto. El expresidente siguió callado. «He dicho que ¿por qué una fundación privada entrega un premio en la embajada, que es un lugar público?», insistí por tercera vez ya a voz en grito y a pocos centímetros de Aznar.
Se hizo un silencio sepulcral, y me convertí en el blanco de todas las miradas. Alguien, no recuerdo quién, me apartó de allí. Entonces me di cuenta de que tal vez me había excedido. «¿Qué clase de periodista eres?», me recriminaron desde el equipo de José María Aznar. Más tarde, el Partido Popular contactó con la dirección de El Mundo en Madrid para quejarse de mi comportamiento.
Para mi sorpresa, ningún otro periodista me apoyó ni pidió explicaciones al expresidente. Nadie excepto Gonzalo Sánchez, de la Agencia EFE, que se acercó a mí y, con el sarcasmo que le caracteriza, me dijo para tranquilizarme y quitarle hierro al asunto: «Pensaba que le ibas a tirar el zapato». Hacía alusión al conocido episodio que tuvo lugar en Bagdad en 2008, cuando un periodista iraquí le lanzó los zapatos al entonces presidente de Estados Unidos George W. Bush durante una rueda de prensa.
El 18 de julio de 2016, un afgano de diecisiete años que había llegado solo a Alemania solicitando asilo agredió con un hacha y un cuchillo a cuatro pasajeros que viajaban en un tren regional cerca de la localidad bávara de Wurzburgo, en el sur del país. Cuatro personas resultaron heridas. Al día siguiente, el Estado Islámico (ISIS) reivindicó el ataque, aunque el ministro de Interior de Baviera, Joachim Herrmann, aseguró que no había indicios de que aquel joven tuviera una relación directa con el grupo terrorista. Cuando leí la noticia, pensé que aquel afgano sufría un trastorno mental.
En agosto de 2014 viajé a la provincia de Nimroz, situada en el vértice sudoeste de Afganistán. Es la única del país que hace frontera con Pakistán e Irán, y en Afganistán Nimroz se considera «el fin del mundo». Está a más de un día de viaje en coche de Kabul, y por aquel entonces solo había un vuelo comercial a la semana a Zaranj, su capital. Allí, sin embargo, se concentraban centenares de jóvenes afganos que se alojaban en pensiones de mala muerte durante semanas mientras esperaban la posibilidad de cruzar la frontera. Aspiraban a llegar a Europa y tener un futuro mejor.
Viajaban amontonados en la parte trasera de furgonetas tipo pickup tras pagar una gran cantidad de dinero. Primero, cruzaban la frontera entre Afganistán y Pakistán y se adentraban en el desierto, donde los vehículos apenas podían avanzar y las tormentas de arena dificultaban la visibilidad. Desde el desierto, sin embargo, era más fácil cruzar la frontera con Irán y burlar la vigilancia. Una vez en Irán, recorrían el país de sur a norte hasta llegar a Turquía. Desde allí intentaban entrar en territorio europeo a través de Bulgaria o Grecia.
Si aquel chico que había agredido a los pasajeros del tren había hecho todo ese recorrido él solo siendo tan joven, no era de extrañar que perdiera el juicio. Si me pasaba a mí, que únicamente había sido una observadora de la guerra en Afganistán, ¿cómo no iba a ocurrirles a los refugiados afganos, que habían perdido a seres queridos en el conflicto y habían dejado atrás a su familia, su casa y su país? Lo que me sorprendía es que nadie en Europa pensara en las graves secuelas psicológicas que arrastraban todas esas personas.
En septiembre de 2016 se conmemoraba el quince aniversario de los atentados del 11-S contra Estados Unidos, y Afganistán se convirtió de nuevo en foco de atención mediática. El periodista Pedro García Cuartango era el nuevo director de El Mundo, el tercero en poco más de dos años. Cuartango sí valoraba mi trabajo y se sorprendió mucho al ver las tarifas ridículas que cobraba. «Es una vergüenza», dijo, y se comprometió a hablar con el director financiero para que revisaran mis honorarios. De entrada aceptó que trabajara unas semanas en Afganistán, para cubrir la efeméride del 11-S, y pidió que me pagaran unas tarifas más altas por esos artículos.
Aunque la propuesta de regresar a Kabul se la hice yo, debo confesar que no tenía ningunas ganas. Lo cierto es que me convenía para sanear mi malograda economía doméstica, y consideraba que era importante estar allí en una fecha tan señalada. También me serviría para ponerme a prueba y constatar hasta qué punto Afganistán me alteraba. Además de los antidepresivos y los medicamentos contra la migraña, mi psiquiatra me recetó ansiolíticos. Temía que el viaje me desestabilizara.
Aterricé en Kabul el 8 de agosto de 2016. El día antes, dos profesores de la Universidad Americana de Kabul, una institución privada de gran prestigio, fueron secuestrados en la avenida Darulaman, una de las principales arterias de la ciudad. Se trataba del estadounidense Kevin King y el australiano Timothy Weeks. Al anochecer, pocos minutos después de que salieran del campus universitario, unos hombres con kaláshnikov y vestidos con el uniforme de la policía afgana pararon su vehículo como si fuera un control de seguridad rutinario. Los secuestradores rompieron el cristal de una de las ventanillas del coche y se los llevaron.
King y Weeks estuvieron secuestrados durante más de tres años. Fueron liberados en noviembre de 2019, después de que el Gobierno afgano anunciara un acuerdo con los talibanes para intercambiar a los dos extranjeros por tres combatientes islamistas encarcelados.
Tal vez esa era la principal diferencia en Afganistán respecto a cuando yo me marché en el 2014: el secuestro de extranjeros y empresarios afganos adinerados se había disparado, y la criminalidad iba en aumento. Los robos y los atracos, antes insólitos, se habían convertido en algo habitual con el declive económico del país a raíz de la retirada de la mayoría de las tropas internacionales.
La inseguridad creciente hizo que se fueran más extranjeros. Se produjo una auténtica desbandada. En consecuencia, el alquiler de la vivienda en Kabul, antes por las nubes, cayó en picado. El alquiler de mi casa era de 1.800 dólares al mes, un precio desorbitado con el que el propietario se aprovechaba de los extranjeros, y que solo era asumible porque cuatro o cinco personas compartíamos la vivienda. En cambio, cuando regresé a Kabul en 2016, el alquiler había bajado a 250 dólares mensuales. Courtney, la periodista estadounidense cuyo novio había muerto en un atentado contra el hotel Serena, seguía viviendo en la casa, ahora completamente sola. Todavía estaba muy afectada por el asesinato de su pareja, pero al menos ya no lloraba día y noche, ni se emborrachaba. Por cierto, mi antiguo apartamento estaba irreconocible. Los afganos que trabajaban para mí se lo llevaron todo. Incluso arrancaron los muebles de la cocina.
Los edificios oficiales en Kabul se fortificaron aún más. Llamaba particularmente la atención la sede de la Comisión Independiente de Derechos Humanos en Afganistán (AIHRC), que aquel año parecía una base militar en lugar de las oficinas del máximo organismo que debía velar por los derechos humanos en el país. Habían levantado un nuevo muro de protección y colocado varias garitas de vigilancia en torno al edificio. El personal, además, tenía dificultades para trabajar. La presidenta de la AIHRC, Sima Samar, se quejaba de que la inseguridad en Afganistán les impedía llegar a buena parte del territorio para recopilar datos sobre la violación de los derechos humanos. Por ejemplo, en 2015 solo habían tenido acceso al 58 por ciento del país. Y este problema, sostenía Samar, a la comunidad internacional le traía sin cuidado.
El norte de Afganistán, antes relativamente seguro, se había convertido en una zona crítica. Milicias del vicepresidente del Gobierno afgano Abdul Rashid Dostum y efectivos de Jamiate-Islami, el partido del primer ministro Abdullah Abdullah, se lanzaron a hacer la guerra por su cuenta contra los talibanes. Los atropellos contra la población civil se multiplicaron y en Kabul se acumularon los expedientes con fotografías de casas quemadas y cuerpos amoratados, mutilados o con un tiro en la cabeza.
«No sé qué voy a hacer con todos estos expedientes, ni dónde los voy a llevar», se lamentaba el abogado Lal Gul, a quien entrevisté en la capital afgana. Su oficina también estaba fuertemente protegida, con rejas e infinidad de cámaras de vigilancia. Lal Gul era consciente de que se la jugaba denunciando a miembros del Gobierno afgano y de que era imposible ganar un juicio contra ellos, pues el ejecutivo contaba con el apoyo de la comunidad internacional, y la corrupción caracterizaba a los tribunales afganos.
En julio de 2016, la organización Human Rights Watch también denunció al vicepresidente Dostum por los excesos de sus milicias contra población civil indefensa de la etnia pastún. Unos meses antes, Estados Unidos había solicitado diplomáticamente al Gobierno afgano que suspendiera el viaje que Dostum tenía previsto hacer a Nueva York y Washington. Una cosa era que el país norteamericano financiara un gobierno formado por criminales de guerra, y otra que uno de esos criminales pisara territorio estadounidense.
La sensación en el país era de «sálvese quien pueda». Nadie confiaba en las autoridades ni en que la situación mejorara. Los funcionarios arramblaban con todo lo que podían, y quien tenía la posibilidad de huir de Afganistán lo hacía. «¿Conoces a algún extranjero que me pueda dar trabajo?», era la pregunta recurrente de los afganos durante los años que viví en Kabul. En cambio, en 2016, la petición era otra: «¿Cómo puedo conseguir un visado?». Todo el mundo quería irse a Europa, Estados Unidos o Canadá.
A las pocas horas de aterrizar en Kabul, yo también me quería ir. Me estresaban los helicópteros militares que sobrevolaban la ciudad a baja altura provocando un ruido ensordecedor, las aguas residuales que corrían por las calles al aire libre con un olor pestilente y que solo hubiera desgracias y más desgracias. No podía entender cómo había vivido allí tantos años.
En el hospital de Herat había una veintena de pacientes con quemaduras graves que necesitaban una operación urgente. Era el hospital donde Gervasio Sánchez y yo habíamos pasado tantas horas esperando a mujeres que se habían intentado suicidar quemándose a lo bonzo para documentar sus casos. En 2016 el hospital continuaba abierto, pero faltaba todo tipo de material médico y habían clausurado el quirófano. Era imposible operar sin bisturís ni agujas, sin una luz y una camilla en condiciones. «Desde hace una semana ni siquiera tenemos vendas», me dijo la doctora Saida Sadeq.
Entre los que esperaban para operarse, había un niño de dos años. Tenía las manos en carne viva. Lo habían vendado de la cabeza a las rodillas para que las heridas no se le infectaran. Parecía una momia. Verlo rompía el corazón. «Se quemó con aceite hace once días. Dio un manotazo a la sartén y se volcó», me explicó la madre, una joven de veinte años que lo consolaba acunándolo en los brazos. Pero el pequeño no dejaba de berrear. Su llanto resonaba en buena parte del hospital. El aceite le cayó encima como si fuera el agua de una ducha.
La unidad de quemados del hospital de Herat era la única que existía en Afganistán. Había otra en Kabul, pero apenas tenía media docena de camas. La de Herat se había construido en 2007 como uno de los buques insignia de la ayuda internacional. La Unión Europea y la ONG francesa HumaniTerra la financiaron, y se decía que había costado dos millones de dólares. Sin embargo, con el paso de los años, aquel buque había empezado a ir a la deriva por falta de mantenimiento. Y en 2016 estaba a punto de naufragar.
«Estuvo muy bien todo lo que se hizo. Pero hemos pasado del todo a la nada», lamentaba el doctor Jamal Afshar, director de la unidad de quemados. Y tenía toda la razón. Afganistán había pasado de ser un país prioritario para la comunidad internacional en cuestión de ayudas a casi no figurar en la agenda mundial. El hospital de Herat era un ejemplo pero, por desgracia, había muchos más.
La disminución de la ayuda internacional también disparó el número de bebés con parálisis cerebral por complicaciones en el parto. En muchas ocasiones la criatura no venía en la posición correcta, o la pelvis de una madre aún adolescente no era suficientemente ancha para dar a luz. Eso hacía que los pequeños sufrieran lesiones irreparables en el momento de nacer. Las cifras eran de espanto. El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) atendió 1.882 menores con parálisis cerebral en Kabul en 2012. En 2015 el número ascendió a 2.910. Y en 2016 el responsable del programa ortopédico de esta organización en Afganistán, el fisioterapeuta italiano Alberto Cairo, calculaba que se superarían de largo los tres mil casos. Eran los pacientes que crecían más cada año, por encima de las víctimas de minas antipersona o los heridos de bala.
Alberto Cairo es toda una institución en Afganistán. Tanto es así que el Gobierno de Ashraf Ghani le concedió la nacionalidad en 2019. Trabaja de forma ininterrumpida en el país desde agosto de 1989. Por lo tanto ha vivido bajo el régimen soviético de Mohammad Najibulah, el de los muyahidines, el de los talibanes y el Gobierno apoyado por la comunidad internacional. Habla darí perfectamente y trabaja a diario con los afganos codo con codo. Nadie conoce la sociedad afgana como él. Por eso cada vez que viajo al país voy a verlo al centro ortopédico del CICR para que me ponga al día sobre la situación local y para echarme unas risas. Porque si una cosa no le falta a Alberto es sentido del humor. Se ríe hasta de su propia sombra. Supongo que por eso ha sido capaz de aguantar tanto tiempo en ese rincón del mundo.
En 2016 Alberto me presentó a una fisioterapeuta española, Lorena Enebral, que había sido destinada a Afganistán por el CICR para tratar precisamente a bebés con parálisis cerebral. Lorena era especialista en discapacidad infantil y tan dicharachera como Alberto. Coincidí con ella pocas horas, pero enseguida me contagió su entusiasmo. Le encantaban los niños y ayudar, y tenía una ternura especial para tratar a los pequeños.
Lorena fue asesinada el 11 de septiembre de 2017 en el centro de rehabilitación del CICR en Mazar-e-Sharif, en el norte del país. Tenía treinta y ocho años. Uno de sus pacientes le disparó a bocajarro con una pistola que escondió en la silla de ruedas en la que estaba postrado. Sin mediar palabra y sin razón alguna. «Era un chico de veinte años a quien tratábamos desde que tenía uno. ¿Tú crees que eso es normal?», decía Alberto sin dar crédito a lo que había ocurrido. A partir de entonces el CICR aumentó las medidas de seguridad en la entrada de sus centros y Alberto colgó un retrato de Lorena en su despacho de Kabul para recordarla siempre.
Desde Herat viajé a Qala-e-Now, la capital de la provincia de Badghis, donde las tropas españolas estuvieron destinadas casi ocho años hasta 2013. Fui por carretera, con burka, y con el conductor de confianza con quien había hecho ese trayecto en ocasiones anteriores. Como siempre, me recogió la primera y después al resto de los pasajeros. Íbamos un total de siete personas, como sardinas en lata, en un turismo Toyota Corolla. Ninguno de los pasajeros sabía que yo era extranjera, ni convenía que lo supieran para que no me delataran si los talibanes o cualquier otro criminal paraba el vehículo durante el trayecto. Para los afganos, todos los extranjeros éramos dólares con patas. Cubierta con el burka y sin abrir la boca pasaba por local.
La carretera seguía sin asfaltar, y el coche levantaba una gran polvareda. Entre Herat y Qala-e-Now hay 150 kilómetros, pero el viaje duró cinco horas, nada fuera de lo habitual. No encontramos talibanes por el camino, pero sí una patrulla de la policía afgana que dio el alto a nuestro vehículo. Los agentes se plantaron con sus kaláshnikov en medio de la carretera. Su camioneta había pinchado y pretendían robarnos la rueda de recambio.
«Menudos perros», masculló el conductor antes de bajar del coche y abrir el capó. Cuando estaba a punto de entregarles la rueda, un todoterreno pasó por la carretera y los policías también lo pararon. Prefirieron la rueda de repuesto del otro vehículo, que era más grande que la nuestra. Eso nos salvó in extremis de quedarnos sin recambio. Por esa razón la policía afgana tenía tan mala fama. Su presencia era sinónimo de problemas.
En Qala-e-Now fui recibida con entusiasmo. «¡Vuelven los españoles, vuelven los españoles!», repitieron ilusionados los trabajadores de la oficina del gobernador provincial cuando me vieron entrar. Como si hubiera llegado una gran comitiva y yo tuviera capacidad para revertir la degradación de la localidad.
En el hospital de Qala-e-Now, que la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) había financiado durante tantos años, la situación era igual o peor que en el de Herat. Era el único para una provincia de casi medio millón de habitantes. «No tenemos medicinas y los pacientes lo tienen que sufragar todo de su bolsillo. Incluso si se operan, deben comprar la anestesia, los guantes, las gasas y los antibióticos en la farmacia», lamentaba el director, el doctor Abdul Latif. En consecuencia, no había pacientes. El hospital estaba vacío. La gente no tenía dinero para pagar el tratamiento.
Badghis se había convertido en la segunda provincia de Afganistán con más hectáreas de opio cultivadas, según datos de la Oficina de las Naciones Unidas para la Droga y el Crimen (UNODC). La decadencia caracterizaba el Departamento de Antinarcóticos, encargado de la erradicación de los campos de adormidera. La oficina en Qala-e-Now era un lugar cochambroso, con sillones gastados y un escritorio cubierto de una gruesa capa de polvo, señal de que nadie trabajaba allí desde hacía tiempo.
«Tenemos siete tractores para destruir los cultivos de opio, pero cuatro están averiados y no disponemos de gasolina para los otros», se justificaba el responsable, Mohammad Ibrahim, un hombre con turbante que mataba el tiempo bebiendo té sentado en un sillón y a quien no parecía quitarle el sueño que Badghis se hubiera convertido en un paraíso del opio. «Si tuviéramos recursos, nadie estaría dispuesto a jugarse la vida», aclaraba. Los campos estaban en zonas controladas por los talibanes.
Hasta 2014, las fuerzas extranjeras y las afganas tenían puestos de control en las carreteras. En las zonas más inseguras había controles cada cinco o diez kilómetros. En las más estables a mucha más distancia. A pesar de eso, nunca controlaron todo el territorio. Con la retirada de la mayoría de las tropas internacionales, el número de check points se redujo. La policía y el ejército afganos no disponían de suficientes efectivos para estar en todas partes. Eso hizo que los talibanes ganaran terreno en la provincia de Badghis y en todo Afganistán.
La situación en algunos puestos de control era surrealista. Los soldados afganos se quejaban de no tener suficiente munición y debían dosificar las balas cuando combatían contra los talibanes. Otros aseguraban que ni siquiera disponían de agua potable. La retirada de los extranjeros también afectó a la cadena logística.
Lo único que parecía continuar en perfectas condiciones en Qala-e-Now era la base militar que las tropas españolas construyeron y traspasaron al ejército afgano en 2013. Eran unas instalaciones inmensas, con una capacidad para 1.200 personas. Sin embargo, en 2016 solo había destinados unos 450 militares y la mayoría de las dependencias y hangares estaban vacíos.
La base ya no se llamaba Ruy González de Clavijo, como la habían bautizado los españoles. Su nuevo nombre era Nariman, en homenaje a un soldado afgano que murió luchando contra las tropas británicas en Badghis en el siglo XIX. En la pared que protegía el centro de mando tampoco estaban ya el escudo de la OTAN, uno de los símbolos característicos de la base, ni el del mando de operaciones español. La habían repintado con tres banderas afganas y la leyenda: «Dios, patria y deber». Así, por este orden.
También se hicieron otras pequeñas reformas: construyeron un taller para vehículos y cuatro zonas de aparcamientos, pusieron moqueta y televisor en las habitaciones de los soldados y plantaron césped y parterres con flores. De hecho, la base parecía más un jardín que una instalación militar. Las flores eran muy bonitas, pero no servían para ganar la guerra a los talibanes.
Para regresar a Herat también viajé con un burka y compartí coche con otros pasajeros que tampoco sospecharon que yo era extranjera. Desde Herat tomé un vuelo de vuelta a Kabul. El avión aterrizaría en la capital afgana cuando hubiera oscurecido y eso me preocupaba. A los dos profesores de la Universidad Americana de Kabul los secuestraron de noche. No era conveniente moverse por la ciudad a esas horas. Wahid, un afgano que conocía desde 2008 y siempre me ayudaba cuando lo necesitaba, me aseguró que él se encargaría de que no me pasara nada. Se presentó en el aeropuerto acompañado de sus dos hijos pequeños. En Kabul, cuando la policía ve un coche con mujeres y niños, no lo para. Así que no detuvieron nuestro vehículo. Vestida de afgana, yo pasaba por la madre de los niños.
El 25 de agosto volví por fin a Barcelona. Tenía unas ganas tremendas. Contaba las horas que faltaban para regresar. Esta vez me despedí como Dios manda de todo el mundo y llegué con mucha antelación al aeropuerto. Horas antes, un terremoto de intensidad 6,4 había sacudido el centro de Italia y provocado decenas de muertos. Mis padres pensaban que estaba en Roma. No les dije que me iba a Kabul para no preocuparlos. Como pasaban las horas y no tenían noticias mías se temieron lo peor, hasta que por fin aterricé en Barcelona, tras casi diez horas de vuelo, y los llamé. Por primera vez en su vida se alegraron de que estuviera en Afganistán.