En diciembre de 2016 disolvimos ASDHA, la asociación de ayuda a las mujeres afganas que fundamos en el año 2000, y que presidí durante todo ese tiempo. Había una razón de peso: nos quedamos sin fondos. Cada vez era más difícil conseguir subvenciones para financiar proyectos en Afganistán. Ya no era un territorio prioritario para la ayuda internacional. Por otra parte, con el aumento de los secuestros, tener a una persona contratada en el país suponía una mayor responsabilidad, y no disponíamos de una logística suficiente para garantizar cierta seguridad a nuestro personal. Durante dieciséis años, ASDHA contribuyó a que me implicara en Afganistán más allá del periodismo. Su desaparición cortaba, de alguna manera, mi cordón umbilical con el país.
En 2017 también me di de baja del servicio de e-mails de alerta que me avisaba de todos los atentados en Kabul. Los mensajes mantenían mi mente en Afganistán a pesar de que ya hacía dos años que vivía en Italia. Sin embargo, el cambio más importante para mí en ese momento fue dejar de trabajar para El Mundo. Después de mi viaje a Afganistán en agosto de 2016 me reuní dos veces más con Pedro García Cuartango, el director del periódico, para rogarle que me subieran las tarifas. Incluso le llevé un gráfico comparativo de mis ingresos y gastos mensuales, que ponía en evidencia que tiraba de ahorros para sobrevivir en Roma. Cuartango reconocía que lo que me pagaban era una miseria, pero aseguraba que no tenía capacidad de decisión para aumentar mis honorarios.
Poco después de mi última reunión con él, tuve la suerte de que la directora del diario Ara, Esther Vera, se pusiera en contacto conmigo para ofrecerme trabajo. El Ara era un diario en catalán que había nacido en 2010, cuando yo vivía en Afganistán, y que no había leído nunca. Tenía fama de progresista e independentista, pero también de romper moldes en innovación periodística. No conocía de nada a su directora, y en un principio pensé que me propondría escribir artículos desde Italia. Sin embargo, me ofreció ser la jefa de la sección de Internacional del diario. «Gracias, pero no me interesa. No me veo como jefa, encerrada en una redacción. Yo siempre he sido reportera», balbuceé en su despacho de Barcelona, totalmente descolocada. Decliné la oferta por inesperada.
En cuanto salí por la puerta del diario, empecé a darle vueltas a la cabeza. Lo que me interesaba era llegar a final de mes y dejarme de tonterías. Si no podía ser reportera, sería jefa o lo que hiciera falta, pero no podía continuar como estaba en Italia, en una situación que minaba mi economía y mi salud mental. Así, el 10 de mayo de 2017 aterricé en Barcelona después de mudarme a toda prisa desde Roma y al día siguiente empecé a trabajar en el Ara. De esta manera cerraba una etapa laboral de más de diez años en El Mundo, en los que me convertí en una periodista de referencia en Afganistán y crecí profesionalmente como nunca me hubiera imaginado.
La primera noticia que escribí para el Ara fue sobre un atentado en Afganistán. Era una sensación extraña tener que informar a miles de kilómetros de distancia, sin estar sobre el terreno. El 31 de mayo, un camión bomba cargado con mil quinientos kilos de explosivos estalló en las inmediaciones de la embajada alemana en Kabul. La detonación fue tan potente que se registraron daños a cuatro kilómetros a la redonda. La onda expansiva abrió un gran cráter en la calzada, reventó uno de los edificios de la sede diplomática y derrumbó por completo su muro exterior. También resultaron afectadas las legaciones de Francia, Irán, Turquía, China e India.
Más de ciento cincuenta personas murieron y unas trescientas fueron heridas. La mayoría, civiles. Fue el atentado más grave ocurrido en la capital desde el inicio de la intervención de Estados Unidos en 2001. Algunos testimonios hablaban de «terremoto», porque pareció que la tierra temblara bajo sus pies, y porque el ataque provocó tal conmoción que marcó un antes y un después en Kabul.
A pesar de eso nadie reivindicó el atentado. Los talibanes incluso lo condenaron. La llamada red Haqqani, vinculada a Al Qaeda y responsable de ataques especialmente mortíferos, no se pronunció. Tampoco lo hizo el Estado Islámico Provincia de Jorasán (ISIS-K). Fueran quienes fueran los autores, pretendían causar el máximo número de víctimas. La explosión tuvo lugar en hora punta, poco antes de las ocho y media de la mañana, cuando mucha gente estaba de camino al trabajo.
Muchos se preguntaban cómo pudo entrar en Kabul semejante cantidad de explosivos sin que nadie lo detectara. Estaban escondidos en un camión cisterna de recogida de aguas residuales que, sorprendentemente, la policía no registró y consiguió llegar a la entrada de la zona de las embajadas.
Si antes ya existía una total desafección por el Gobierno, tras el atentado muchos seguidores del partido islamista Jamiat-e-Islami, al que pertenecía el primer ministro Abdullah Abdullah, salieron a la calle a protestar. Pedían la dimisión del presidente Ashraf Ghani, pero también la del propio Abdullah, porque consideraban que su Administración era incapaz de garantizar la seguridad. La policía reprimió las protestas duramente, con tanques de agua y fuego real, y mató a nueve personas. Eso aumentó aún más la indignación.
El presidente Ghani intentó apaciguar los ánimos y convocó, con carácter de urgencia, una «conferencia de paz» con representantes de veinte países y organizaciones internacionales. No propuso ninguna solución, pero hizo un llamamiento vehemente a la acción internacional contra el terrorismo. El problema es que en aquella época Occidente sufría atentados del Estado Islámico en su territorio, y ya tenía suficiente con resolver su propia papeleta.
El único a quien parecía preocuparle el terrorismo en Afganistán era Donald Trump, pero solo para utilizar el país como laboratorio de pruebas. Cuando llevaba menos de tres meses en la Casa Blanca, el presidente de Estados Unidos ordenó atacar Afganistán con un arma que nunca se había usado hasta entonces: la GBU-43/B MOAB, también conocida como «la madre de todas las bombas». Es el arma no nuclear más potente que existe. La bomba cayó en el distrito de Achin, en la provincia de Nangarhar, al este de Afganistán, el 13 de abril de 2017. Destruyó una red de túneles del ISIS-K y mató a noventa y cinco militantes yihadistas. Todo esto según la versión del Pentágono, que presentó la operación como un éxito rotundo y difundió un vídeo del momento en que el proyectil impactaba contra el suelo y levantaba una impresionante columna de humo, similar a la de una bomba atómica.
Dos semanas más tarde un periodista de la cadena británica BBC, Auliya Atrafi, se desplazó hasta el lugar donde había caído la bomba y comprobó que el ISIS-K continuaba activo en la zona. Según las fuerzas de seguridad afganas, el ataque de Estados Unidos no tuvo ningún impacto significativo en la dinámica del conflicto. Continuaron los atentados del ISIS-K y los de otros grupos terroristas. En mayo de 2018, la organización Human Rights Watch publicó el informe No safe place («Ningún lugar seguro»), que repasaba los principales ataques ocurridos en el país desde finales de 2016 hasta principios de 2018 y constataba que, efectivamente, no había ningún lugar seguro en Afganistán.
Barcelona también sufrió un atentado. El 17 de agosto de 2017 un terrorista irrumpió en el centro de La Rambla con una furgoneta, recorrió 530 metros en zigzag a gran velocidad y se llevó por delante a todas las personas que encontró en este emblemático paseo barcelonés. Dieciséis personas murieron y más de un centenar resultaron heridas. Horas más tarde se produjo un segundo atropello mortal en el municipio de Cambrils, en Tarragona, también protagonizado por terroristas. Murieron seis personas más. El Estado Islámico reivindicó ambos atentados.
Recuerdo la reacción de los periodistas en la redacción del Ara tras el ataque en La Rambla. Estaban conmocionados e intentaban recabar información de lo sucedido a toda prisa. Yo, en cambio, me quedé impasible, como si todo fuera un déjà vu. En aquella ocasión el atentado ocurría en mi ciudad natal, pero no me sobresalté. Hasta a mí me sorprendía mi apatía.
Continuaba yendo a terapia y tomando antidepresivos, aunque me habían reducido la medicación. Ya no estaba cansada y me sentía más animada, pero tenía un miedo terrible a recaer, como si una espada de Damocles colgara encima mío. Si me quedaba dormida viendo una película en el sofá de mi casa un sábado por la tarde, ya me saltaban todas las alarmas. No me permitía una siesta o una cabezada a deshora porque pensaba que eso era síntoma de depresión.
Después de los atentados en Barcelona y Cambrils, diversas ciudades españolas colocaron grandes jardineras o bloques de hormigón en el acceso a zonas peatonales para impedir la circulación de vehículos y evitar así otro posible ataque de las mismas características. El urbanismo de Kabul también se había ido transformando a base de atentados.
En 2006, cuando me instalé en la capital afgana, la calle de la embajada de Estados Unidos era la única donde el tráfico de vehículos y personas estaba restringido. Después, a medida que aumentó la inseguridad, se creó la denominada zona verde. Aun así los atentados continuaron. Entonces protegieron los edificios oficiales con bloques de hormigón. Primero los bloques eran de medio metro de alto, pero después los sustituyeron por muros de hasta cuatro metros que conferían a los ministerios y a las embajadas el aspecto de bases militares. Sin embargo, esa protección tampoco impidió la masacre del 31 de mayo con un camión bomba. Ni los bloques de hormigón, ni las jardineras, ni absolutamente ninguna barrera física servían para frenar a un grupo de fanáticos, fuese en Kabul o en Barcelona.
Los sucesos del 17 de agosto no me desestabilizaron. Sí lo hizo el referéndum de autodeterminación que se celebró en Cataluña el 1 de octubre. Yo no me identificaba ni con el bando independentista ni con el españolista. Nunca he defendido ninguna bandera. Sin embargo, consideraba una irresponsabilidad que ambas partes tensaran tanto la cuerda. Eso podía romper los puentes de convivencia y con ello cualquier chispa podía provocar un incendio. Entonces no habría vuelta atrás, las consecuencias serían imprevisibles. Me daba pánico. Sabía lo que era vivir en un país en guerra.
Para evadirme de lo que pasaba en Cataluña me tomé unos días de vacaciones y viajé a Afganistán para hacer algunos reportajes. No era la mejor manera de desconectar pero sí una vía de escape. Sin embargo, para mi sorpresa, las televisiones y las emisoras de radio en Afganistán también hablaban de Catalonia, así en inglés, y del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, cuyo nombre pronunciaban con mayor o menor acierto. «Si Cataluña se separa de España, ¿qué pasará con la Liga? No tiene ningún sentido si el Barça y el Madrid no juegan juntos», me dijo el dependiente de una tienda de deportes en Kabul, Mohammad Daud Karimi, visiblemente preocupado por una posible independencia de Cataluña. Los afganos son unos forofos del fútbol. Les encanta el Barça y el Real Madrid y, si tienen electricidad, no se pierden ningún partido, aunque los retransmitan de madrugada. Para ellos, la independencia de Cataluña equivalía a quedarse sin espectáculo futbolístico.
En Kabul vi que habían proliferado las tiendas de ataúdes. «Antes morían cien personas en un año. Ahora mueren cien en un solo día con los atentados», me dijo un vendedor, Haji Reza Mohammad, para justificar el auge del negocio de la muerte. En Afganistán acostumbran a sepultar a los difuntos envueltos en una sábana blanca y directamente en la tierra. Sin embargo, los familiares de las víctimas de los atentados preferían enterrarlas dentro de una caja de madera, porque los cuerpos quedaban mutilados o hechos pedazos. Las tiendas de ataúdes eran pequeños comercios donde apenas había espacio, por lo que exhibían los ataúdes en la calle. Las víctimas eran sobre todo policías y soldados, aunque también había civiles. De hecho, las bajas entre las fuerzas de seguridad afganas se contaban por millares; solo en el mes de julio de 2016 murieron un total de 900 soldados. A partir de entonces el Ministerio de Defensa y el de Interior dejaron de publicar estadísticas de bajas, para no desmoralizar a las tropas.
En un intento de buscar una salida al conflicto, el Gobierno afgano firmó un acuerdo de paz con Hezb-e-Islami, el segundo grupo insurgente más numeroso del país después de los talibanes. El líder de Hezb-e-Islami era Gulbuddin Hekmatyar, un prominente señor de la guerra conocido con el sobrenombre de «carnicero de Kabul» porque, en 1992, cuando era primer ministro, bombardeó indiscriminadamente la capital. Formaba parte de un gobierno de coalición, pero Hekmatyar siempre tuvo una gran facilidad para cambiar de bando. Según el Comité Internacional de la Cruz Roja, al menos mil personas murieron y ocho mil resultaron heridas durante los bombardeos.
Hekmatyar también era responsable de la desaparición forzosa de rivales políticos, del asesinato de intelectuales afganos y de ordenar ataques contra ONG que fomentaban la educación de las mujeres. En 2003, Estados Unidos lo incluyó en su lista de terroristas más buscados por su apoyo a los talibanes y Al Qaeda. A pesar de eso, el Gobierno de Ashraf Ghani y Abdullah Abdullah firmó el acuerdo de paz en septiembre de 2016, aunque Hezb-e-Islami tenía poco peso en la insurgencia en ese momento.
El acuerdo tuvo sobre todo un valor simbólico. Era el primero que el Gobierno firmaba sin la mediación internacional o de las Naciones Unidas, y se esperaba que abriera la puerta a una posible negociación con los talibanes. Hekmatyar se comprometió a dejar la lucha armada y a reconocer la Constitución afgana. A cambio, el Gobierno le garantizaba total inmunidad, participar en la vida política y retirar su nombre y el de Hezb-e-Islami de la lista negra de terroristas. Además, sus correligionarios encarcelados serían liberados, algunos incluso podrían enrolarse en las fuerzas de seguridad del país.
Hekmatyar regresó a Kabul el 4 de mayo de 2017 después de más de dos décadas en el exilio. Llegó en un vehículo blindado seguido de decenas de camionetas pickup con hombres armados que tocaban el claxon a modo de celebración. Un helicóptero del ejército nacional sobrevolaba la comitiva para garantizar su seguridad. La mayoría de los afganos recibieron a Hekmatyar con desconfianza. Quien había contribuido a destruir la capital volvía como si fuera un interlocutor válido.
El presidente Ashraf Ghani le dio la bienvenida a Hekmatyar con todos los honores en el palacio presidencial. «Gracias por responder al llamamiento de paz», dijo en un discurso solemne que fue retransmitido en directo en las principales cadenas de televisión afganas. El representante especial de la Unión Europea en Afganistán, Franz-Michael S. Mellbin, también se reunió con Hekmatyar y se dejó retratar con él como si fuera un líder político, en vez de un criminal de guerra. Por su parte, en su primera alocución pública, Hekmatyar se presentó a sí mismo como la única persona capaz de mediar con los talibanes y de traer la paz y la estabilidad al país.
Cuando viajé a Kabul en octubre, Hekmatyar vivía en un complejo residencial que se extendía a lo largo de varias manzanas en la avenida de Darulaman y que decenas de milicianos custodiaban. El Gobierno financiaba tanto la casa como el dispositivo de seguridad. Quien había causado tanto sufrimiento en Afganistán disfrutaba ahora de todo tipo de privilegios. En cambio, las víctimas no tuvieron ni un reconocimiento. La directora de Human Rights Watch en Asia, Patricia Gossman, estaba convencida de que el acuerdo de paz con Hekmatyar no serviría en absoluto para que los talibanes dejaran las armas. Según ella, alimentaba todavía más la cultura de la impunidad que la comunidad internacional había fomentado desde el 2001.
A diferencia de Hekmatyar, los afganos deportados a Kabul desde Europa no eran recibidos con honores. En octubre de 2016 la Unión Europea había firmado un acuerdo con el Gobierno afgano según el cual Bruselas se comprometía a mantener la ayuda económica a Kabul si a cambio el país aceptaba el regreso forzado de al menos 80.000 personas que no hubieran obtenido el asilo. El Gobierno de Afganistán dependía casi al cien por cien de la ayuda exterior, y la Unión Europea era uno de sus principales financiadores. Así que no tuvo más remedio que acceder al chantaje.
«Los deportados no os mováis y quedaos en el avión. Vendrán a recogeros», gritó un miembro de la tripulación mientras el resto de los pasajeros desembarcábamos. Los vuelos regulares de Turkish Airlines que cada día aterrizaban con puntualidad a las siete de la mañana en Kabul servían para trasladar a los repatriados.
Nadie tenía cifras exactas de cuántos afganos habían regresado a la fuerza. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) hablaba de unas siete mil personas en 2016. La asociación Afghanistan Migrants Advice & Support Organization (AMSO), que se había constituido precisamente para ayudar a quienes vivían esa situación, aseguraba que el goteo de repatriados era constante. «Noruega deporta cada semana entre tres y nueve afganos en vuelos regulares. Alemania, Austria, Suecia y Finlandia hacen deportaciones una vez al mes o cada dos meses y acostumbran a utilizar vuelos chárter», me explicó el responsable de la asociación, Abdul Ghafoor. Según decía, la mayoría de los repatriados eran chicos jóvenes que volvían sin nada, con una mano delante y otra detrás.
«A menudo no tienen documento de identidad ni pasaporte, han perdido el contacto con la familia o deben el dinero que les prestaron para llegar a Europa», detallaba. Algunos eran repudiados por sus familiares, que consideraban que si los habían devuelto a Afganistán era porque habían hecho algo malo en Europa. Otros no podían llegar a sus casas porque vivían en zonas rurales peligrosas. El resultado es que muchos repatriados caían en la droga o intentaban regresar al continente europeo.
La Unión Europea sufragaba el alojamiento y la comida de los repatriados durante las dos primeras semanas en Kabul. Después se tenían que buscar la vida. La mayoría estaban alojados en el hotel Spinzar, en el centro de la capital, un establecimiento de habitaciones bastante dignas con lavabos compartidos. Allí conocí a Najibullah Hakimi, de treinta y ocho años, y a su hijo Ali Roza, de once. Los habían deportado desde Suecia después de vivir allí dos años y medio. «El niño ya sabía hablar sueco e inglés», lamentaba el padre, que no entendía que los hubieran metido en un avión y los hubieran devuelto a Afganistán de esta manera.
Había casos especialmente dramáticos, como el de Mortaza Mosabi, de veinticuatro años. Había nacido en Afganistán pero llevaba desde los cuatro años en Irán. Según decía, huyó a Europa porque Irán obligaba a los refugiados afganos a luchar en la guerra de Siria. Teherán fue uno de los principales aliados del dictador sirio Bashar al-Ásad. Mortaza vivió dos años en Suecia hasta que lo deportaron. En Afganistán no conocía a nadie. Toda su familia estaba en Irán. Estaba enfermo de tuberculosis y no tenía dinero ni para comprar medicamentos.
Esa política de deportaciones contrastaba con la decisión de la delegación de la Unión Europea en Kabul de evacuar a la mayoría de su personal extranjero tras el atentado con camión bomba que tanto conmocionó a la ciudad. A raíz del ataque, la sede del organismo se fortificó aún más. Para entrar había que cruzar tres grandes compuertas de acero, superar diversos controles y pasar por un arco y un escáner de seguridad.
«Si la Unión Europea evacúa a su personal, ¿por qué continúa deportando a afganos?», pregunté a un diplomático europeo, que solicitó mantener el anonimato porque no tenía permiso de Bruselas para hacer declaraciones a la prensa. «Es bueno utilizar las palabras correctas. No estamos deportando. Estos individuos han entrado de manera irregular en Europa. No han conseguido el asilo porque no han podido demostrar que su vida corre peligro en Afganistán. Por lo tanto, nos limitamos a cumplir la ley», fue su respuesta. «Si los treinta millones de habitantes de Afganistán viven en el país, bien pueden hacerlo los deportados», añadió. No obstante, admitió que nunca había entrevistado a un repatriado, ni había visto en qué condiciones volvían, y aún menos cómo vivían una vez en Kabul.
En Alemania, que es uno de los países europeos con más refugiados afganos, se hicieron manifestaciones en contra de las deportaciones y grupos de activistas intentaron frenarlas sin éxito. No entendían que continuaran después del atentado que había destruido parte de la embajada alemana en Kabul. Además, las autoridades cometían errores de consideración. Uno que ocupó titulares en la prensa fue el caso de un afgano de veintiún años detenido de forma violenta el 31 de mayo de 2017. La policía utilizó porras, espray pimienta e incluso un perro. El chico estaba en clase, en una escuela de formación en Núremberg, y hacía cuatro años que vivía en Alemania. Tras la detención, el juez dictaminó que no había ningún motivo para repatriarlo.
En marzo de 2016, la Unión Europea también firmó un acuerdo con el Gobierno turco para deportar a ese país a los inmigrantes que llegaran a Grecia de forma irregular. A cambio, Turquía recibiría seis mil millones de euros para mejorar la situación humanitaria de los refugiados en su territorio y los ciudadanos turcos podrían viajar a Europa sin visado. De esta manera Bruselas pretendía frenar la llegada de refugiados, aunque eso supusiera financiar a un país que violaba los derechos humanos.
Viajé a Estambul en febrero de 2014, antes de la retirada de la mayoría de las tropas internacionales de Afganistán y de la crisis de refugiados. Entonces el número de afganos que llegaban a Turquía y pedían asilo en la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) se había triplicado en los dos últimos años, y eran el segundo colectivo extranjero más numeroso después de los sirios.
La mayor parte de la comunidad afgana en Estambul vivía en Zeytinburnu, un barrio dormitorio formado por enormes bloques de pisos y plagado de maquilas, talleres de confección clandestinos donde afganos y sirios trabajaban en condiciones infrahumanas. Toda la producción era para exportación, para abastecer las tiendas que en España y otros países europeos venden ropa made in Turquía.
Los afganos trabajaban diez horas al día, seis días a la semana, por un sueldo de 650 liras turcas al mes, una cifra que en aquella época equivalía a unos 216 euros y que a duras penas daba para comer y vivir en un piso. El sueldo mínimo interprofesional en Turquía era entonces de 800 liras.
Tuve la oportunidad de entrar en una de esas maquilas. Estaba en una calle estrecha cerrada al tráfico. Desde el exterior parecía un local abandonado. Dentro trabajaban ocho afganos bajo la luz de tubos fluorescentes, rodeados de montones de ropa. Un fuerte olor a pegamento impregnaba el ambiente, y no había ningún tipo de ventilación. «Es que trabajamos con retales de cuero y los pegamos sobre telas para confeccionar cazadoras», me aclaró uno de ellos. «El encargado no me deja sentarme en todo el día y solo me permite ir al lavabo una vez», se quejaba Mumtaz, un joven que trabajaba en otro de esos talleres cargando bultos. Había llegado a Turquía hacía dos meses y medio con un visado de estudiante que estaba a punto de expirar y no le daba derecho a trabajar y, por lo tanto, tampoco a quejarse si lo trataban como un animal. El visado lo había conseguido en Kabul de forma ilegal, tras pagar cuatro mil dólares.
Lógicamente ningún afgano quería quedarse en Turquía. Todos aspiraban a llegar a Europa. Hacerlo de forma legal era imposible. La única opción era cruzar el río Évros, que está en la frontera con Grecia, o llegar a la isla de Lesbos en una patera. En Zeytinburnu era fácil encontrar traficantes que los llevaran por dos mil dólares. Sin embargo, tanto si escogían una alternativa u otra, lo más probable es que acabaran en centros de internamiento o campos de refugiados en Grecia, donde las condiciones de vida eran iguales o más terribles que en Turquía.
Para mi amiga Azita Rafat, que llegó de forma legal a Suecia con sus cuatro hijas, la vida tampoco era fácil. Fue a parar a Söderhamn, una localidad a 250 kilómetros al norte de Estocolmo, donde en invierno las temperaturas descienden a treinta grados bajo cero, la nieve se acumula hasta llegar al metro y medio de alto, y a duras penas hay cinco horas de luz solar al día. Söderhamn se había convertido en el tercer municipio de Suecia con más refugiados, tenía 12.000 habitantes y, según el Ayuntamiento, acogía a 2.500. Sobre todo eran sirios, afganos y somalíes. En el pasado hubo allí una fábrica de Ericsson y una base militar aérea y, por lo tanto, la localidad disponía de muchas casas y apartamentos vacíos. La mayor parte de su población era gente de edad avanzada.
Azita recibía ayudas del Gobierno y había conseguido un trabajo como profesora de niños afganos en un colegio de la zona. Les impartía clases de su lengua natal. Eso le permitía tener unos ingresos mínimos y vivir con sus hijas en una pequeña casa de alquiler. Estaba satisfecha en ese sentido. Lo peor, según decía, era el choque cultural de vivir en Suecia. Ella era una persona de mentalidad abierta, estaba acostumbrada a viajar a países occidentales. Sus hijas hablaban inglés y ya veían canales de televisión extranjeros en Kabul. A pesar de eso, se sentían totalmente desubicadas. «Si esto nos ha pasado a nosotras, ¿qué les debe de pasar a otras familias refugiadas que llegan a Europa?», se preguntaba.
Fui a visitarla en julio de 2017 y sus hijas adolescentes habían cambiado por completo. Ya no llevaban velo en la cabeza, vestían al estilo occidental, usaban ropa ajustada y se habían vuelto unas consentidas que no se responsabilizaban de nada, y a menudo no hacían caso a su madre. «Tienen una percepción errónea de Europa. Piensan que aquí todo el mundo es bueno, y que no les puede pasar nada ni corren ningún peligro. ¡Estoy harta de decirles que no se fíen!», lamentaba Azita.
Su hija Mehranguiz, de quince años, afirmaba que lo que más le sorprendía de Suecia era que los profesores trataran tan bien a los alumnos. «Se preocupan de que lo entendamos todo en clase y no nos pegan. En Afganistán nos golpeaban con una regla en la palma de la mano si nos equivocábamos», aseguraba. También le impresionaba que los hombres dieran besos a las mujeres en público. Eso era impensable en Afganistán.
En cambio, lo que había causado más sensación a las gemelas Benafsha y Beheshta, de diecisiete años, eran las clases de educación sexual en el instituto. Ninguna de las dos había visto nunca a un hombre desnudo antes de llegar a Suecia, ni siquiera en una fotografía. No tenían ni idea de cómo era la anatomía masculina. «Aquí nos han explicado qué es un condón y nos han enseñado a ponerlo. Hemos hecho prácticas con una estructura de plástico», relataban con una risa nerviosa, entre divertidas y escandalizadas. También aseguraban que les habían enseñado cómo era «la postura del perro».
Azita reconocía que, tras varios días de «clases magistrales» de educación sexual, no aguantó más y se plantó en el instituto de sus hijas para quejarse. «No tengo ningún inconveniente en que tengan información, pero hay que dosificarla. Las niñas en Afganistán ni siquiera van al colegio con niños. Una gota de agua es mucho para ellas, que vienen de una cultura tan diferente. ¿Cómo quieren que lo filtren todo si les están ofreciendo un océano?», se preguntaba.
La hija menor de Azita, Mahnush, de trece años, que había llegado a Suecia vestida de niño, ahora llevaba ropa de niña pero tenía problemas psicológicos. Había caído en una depresión y no le satisfacía nada. Tanto ella como sus hermanas se quejaban de que les costaba mucho tener amigas y amigos suecos. Solo se relacionaban con otros refugiados. Azita se lamentaba de lo mismo. Según decía, vivir en una especie de gueto hacía imposible la integración.