11

La noche en que se celebraba el cóctel, Ginebra apareció con un vestido que dejó a su acompañante con la boca seca gran parte de la velada. Y eso ya era mucho decir, pues Massimo no hacía más que robar vasos de agua con gas y limón de las bandejas que iban paseándose por su alrededor mientras mantenía conversaciones de lo más corteses con aquellas personas que necesitaba acercar a su barco.

No era su barco, en realidad, sino el de ella. Ginebra. Pero como no sabía qué decir para captar el interés de los tiburones que la rodeaban, fue él quien se encargó de ponerla en el punto de mira. Por mal que le supiera, también aprovechó que iba arrolladora y muchos hombres no le quitaban los ojos de encima.

Sí, estaba mal. Ella no era ningún reclamo sexual, ni una publicidad donde se mostraba más piel de la necesaria, como solía ocurrir con los perfumes o las cremas para las estrías. El problema estaba en que la mayoría de los allí presentes no se iban a fijar en una mujer porque tenían la misoginia muy interiorizada, a menos que la viesen guapa y agradable. Entonces sí le prestarían algo de atención.

Massimo atacó por ahí al principio, paseándose junto a ella y desplegando esa labia encantadora que aún conservaba de cuando todavía era una persona a tener en cuenta. Poderosa e influyente. Saludó a varios conocidos, la presentó y les contó dónde estaba ahora. Vendió el restaurante de los Moretti como si él mismo hubiese levantado ladrillo a ladrillo el lugar, ensalzó su menú, la maravillosa forma en que trabajaban los camareros y cómo cada vez acudía más gente a comer allí.

Cualquiera podría pensar que lo hacía porque era un trepa. Y le importaba una mierda. Él no quería hacerse con el control del restaurante, en absoluto. Solo iba a ayudar a Ginebra, nada más. Sabía que su abuelo la despedazaría si a final de verano no hallaba sobre el escritorio unos cuantos contratos de colaboración con las mejores marcas de Nueva York. Gente que se decidiera a cederles los mejores productos con los que cocinar sus platos a cambio de publicidad y un buen pellizco. Ninguno diría que no a eso, y menos a alguien como Alonzo Moretti.

—¿De verdad es necesaria toda esta parafernalia? —preguntó Ginebra cuando iba por su segunda copa de champán.

Massimo le echó un vistazo, y se preguntó cómo podía tener el pintalabios aún intacto y no dejar ni una sola marca en el borde de la copa, como sí le pasaba a otras mujeres de la fiesta. O cómo era posible que el color vino resaltase tanto el bronceado de su piel bajo el cielo rosado que los cubría.

Las mujeres como ellas, exóticas por naturaleza, deberían estar prohibidas en cinco países como mínimo.

—No sé —carraspeó—, quizás sería mejor jugar al póker y apostarse así los contratos.

Ella bufó, copa en mano, antes de mirarle con los ojos entrecerrados.

—Los mejores negocios se firman en un despacho.

—Aquí solo hemos venido a hacer amigos —le recordó Massimo—. Amigos poderosos para tu negocio.

—El de mi abuelo, que te gusta recordarlo solo cuando te conviene.

—El de tu abuelo —concedió.

Ginebra le dio otro sorbo al champán.

—¿Toda esta gente trabaja de verdad? Es que se les ve…

—… pomposos y aburridos —acabó la frase él, con la espalda apoyada en el barandal donde se habían acomodado mientras el alcohol iba haciendo su efecto sobre los invitados. Era mucho mejor entrarle a un empresario ebrio que a uno con todas las luces de alerta encendidas—. No, todos aquí son la cara de la empresa en la que están. La mano de obra no tiene permiso para saborear buen champán y canapés que parecen hechos por alguien sin olfato y sin gusto.

Con una sonrisa gatuna en los labios, le señaló con el índice.

—¿Qué tienes en contra de los canapés? Están buenos.

—Son artificiales, como todo lo que hay aquí. Solo que nadie va a percatarse de eso. Probablemente los haya hecho un cáterin que no tiene idea de lo que es un cóctel. Lo que pasa es que no soy de dejar reseñas negativas en internet, eso es cosa de haters.

—Por supuesto. Aquí el señor De Luca jamás diría una cosa mala de gente de su gremio, no vaya a ser que le cierren las puertas y le castiguen en el rincón de pensar.

—No es por eso, en realidad. Aunque deberías tener presente que la mejor manera de prosperar en el mundo es teniendo amigos hasta en el infierno.

Conocía esa frase, sí. Su abuelo se la repetía hasta la saciedad. Casi siempre le recordaba que él había llegado donde estaba gracias a su labia, a su trabajo y esfuerzo y, sobre todo, a los contactos que fue haciendo por el camino. No le extrañaba que ahora la quisiera a ella en el mismo barco, pese a que se le daba peor poner buena cara y fingir que le interesaba conseguir un contrato con una empresa que exportaba tomates y otras legumbres. Si hubiera sido lista, le habría espetado a Alonzo que se buscase una relaciones públicas competente, como era evidente que habían hecho otros restaurantes. Se negaba a creer que toda la gente que se pavoneaba frente a ellos, con vestidos y esmóquines de marca, fueran todos empresarios. No les pegaba en absoluto.

«Tú tampoco estás para tirar cohetes», le atacó una vocecita.

«Al menos mi vestido es más bonito».

—¿A quién tienes en mente? —preguntó, queriendo pasar a la acción cuanto antes—. De los inversores, digo.

—No lo sé. Creo que por el tipo de restaurante que tenemos, podemos acercarnos a dos empresas en concreto. El problema será convencer a sus directores.

—¿Y cuáles son? ¿Acaso van de sobrados?

Mass casi se echó a reír por su manera de expresarse.

—Albert Swan dirige una empresa de harinas. Puede parecer poca cosa, pero abastece a gran parte del país y a muchas franquicias de comida rápida. Sobre todo, las de pollo —aclaró—. Es alguien un poco… difícil —saboreó la palabra sin quitarle el ojo de encima a su acompañante—, pero es un buen tipo. Si conseguimos caerle bien, no tendrá reparos en escuchar una oferta.

»El otro es Oliver Humbert. Lleva tres divorcios a cuestas y su última mujer se ha quedado con la mitad de todo. Ha tenido que comprarle su parte por mucho más de lo que vale, así que está algo resentido. La parte positiva es que lleva una empresa de productos lácteos bastante importante. Además, le encanta ser el centro de atención. Con él solo tendremos que jugar a la adulación. Dile que te gusta su corbata, su traje, lo bien que habla y se expresa, y sus yogures. Son súper famosos.

Ginebra no supo por qué, pero le gustaba escucharle hablar así, tan desinhibido sobre cosas que ella desconocía. Quizás porque le notaba más cercano que cuando la repelía con miradas desdeñosas, palabras hirientes o haciéndola sentir que no servía para nada. Que no es que ella pensara tal cosa, simplemente prefería jugar en el mismo equipo que estar peleándose por quién bateaba primero.

—¿Esos dos son tus víctimas?

—Sí. Creo que es lo mejor que vamos a conseguir, de momento. Los demás no van a querer colaborar con un restaurante que acaba de empezar. Son demasiado elitistas.

—Cualquiera lo diría, teniendo en cuenta que estamos en uno de los rascacielos más cotizados de todo Nueva York —repuso con cierta burla.

Allí soplaba una suave brisa veraniega de lo más apetecible. La noche empezaba a caer, así que los focos de luz se encendieron de pronto, iluminando a los invitados. Cada camarero iba vestido con el uniforme correspondiente, paseándose con lentitud entre el gentío sin que las bandejas le temblasen ni un poco. Al fondo, una gran mesa soportaba bandejas de tentempiés y canapés bastante coloridos. Sin duda habían elegido el sitio perfecto; nadie les molestaría y la música sonaba a un volumen ideal.

Ginebra no estaba acostumbrada a cócteles así. Jamás se había presentado a uno y tuvo a sus amigos estresados hasta encontrar el vestido ideal. Le sentaba fatal pensar que su abuelo confiaba en ella y no se esforzaba ni un poco en hacerlo bien.

También se sentía responsable de Massimo. Él no tenía por qué estar allí y, sin embargo, accedió a ayudarle porque se lo pidió. Porque se sentía perdida en un mundo que le venía grande, lleno de peces gordos y accionistas que no le echaban ni un solo vistazo. Iba a tener que agradecerle muchísimo su ayuda, dejar de pelear tanto o, quizás, subirle el sueldo.

«Tanto como eso…, tampoco nos pasemos. Una palmadita en la espalda y que se aguante».

Ginebra sacudió la cabeza y terminó su copa hasta que el regusto chispeante del champán le recorrió el paladar con una caricia. Prefirió no ir a por otra ya que a ella se le subía enseguida el vino y el cava, y no era plan de buscar accionistas mientras se tambaleaba sobre sus tacones. Unos preciosos, altos y delicados tacones negros que hacían juego con el bolso de mano que agarraba como si estuviera en un barrio chungo y temiera ser atracada.

—Ven… —Massimo la tomó de la mano, y tiró suavemente de ella—, vamos a saludar a Albert.

El calor de ese contacto la dejó aturdida unos segundos. Massimo tenía una mano grande, muy suave, y sus dedos eran largos. No usaba anillos, a diferencia de ella, pero se sentía bastante bien notar cómo la suya quedaba casi oculta por la sujeción. Si bien era bastante más baja que él, nunca se había fijado detalladamente en cosas tan importantes como esas. A Ginebra le encantaban las manos grandes y masculinas.

Tragó saliva y se dejó llevar ante un hombre que les sonrió con cortesía. Albert debía estar ya en la cincuentena, con su pelo entrecano y la barba de varios días salpicándole el rostro. Tenía los ojos castaños, algo saltones, y el esmoquin no ocultaba una barriga prominente.

—Buenas noches, señor Swan —saludó Massimo—. ¿Cómo está? Hacía tiempo que no coincidíamos.

—Ah, Massimo. Qué alegría verte. Pensaba que habías dejado este mundo —se lamentó.

—Ya ves que no. Al final todos volvemos a nuestras raíces.

Soltó su mano, y Ginebra notó la brisa filtrarse por entre sus dedos. ¿Por qué echaba de menos algo tan simple y que había durado solo unos segundos?

—Me alegra ver que no te rindes. Siempre digo que las personas tenemos muchas oportunidades. —Albert desvió su atención hacia la mujer que los contemplaba con sus ojos azabaches—. ¿Es tu pareja? Qué guapa, si me permites decírtelo.

—No, no. Ella es Ginebra Moretti —explicó, y se regodeó al ver que reconocía muy bien el apellido—. He venido a acompañarla porque está empezando en esto y, ya sabes, hay que ayudar al prójimo.

—Claro que sí. Eso habla muy bien de ti, Massimo. —Se giró hacia ella, tomándola de la mano y besando sus nudillos—. Encantada, Ginebra. Tu abuelo y yo hemos coincidido algunas veces. Un buen hombre, sabe lo que se hace.

—Nació para esto, desde luego —asintió con suavidad, desplegando una de sus mejores sonrisas—. Me ha hablado bastante de usted, la verdad —se atrevió a decir, no muy segura de si estaba metiendo la pata—. Decía que era una pena que su magnífica empresa no estuviera en Europa, allí las harinas no tenían tanta calidad como la tuya y la pasta no le salía con la textura que le gusta.

Albert soltó una carcajada cantarina, frotándose la barriga por encima de la camisa. No parecía ofendido en absoluto, sino halagado. Solo por eso, Massimo prefirió no intervenir.

—Ese viejo zorro siempre se quiere llevar lo mejor, no cabe duda. ¿Tú trabajas con él ahora? Eres su nieta, ¿verdad?

—Sí, sí que lo soy. Y claro que trabajo con él, no podía dedicarme a otra cosa —mintió como una bellaca—. He crecido viendo cómo llevaba adelante su imperio y me encantaría estar a su altura.

—Bueno, para eso tienes que ponerte tacones más altos —bromeó Albert, echándose a reír de forma estruendosa—. ¿Ya habéis abierto vuestro restaurante aquí?

—Hace unas semanas. Me encantaría que un día te pasaras a probar nuestros platos. Contamos con un chef espléndido. —Atrapó a Massimo del brazo, como si estuviera enseñándole una prenda de ropa puesta sobre un maniquí—. A la gente le encanta lo que prepara.

—Lo sé, ya he comido algunas cosas que han hecho esas manitas. —Agitó los dedos delante de su cara como si estuviera espantando fantasmas, y volvió a reírse—. Mándame una invitación e iré con gusto.

Ginebra amplió su sonrisa, una sumisa y tímida. Tan falsa como las piedras que decoraban su bolso y brillaban bajo la luz intensa de los focos que la envolvían.

—No dude de que lo haré. Sería un placer para todos nosotros.

—Y para mí, Ginebra. Y para mí. Ah, mira —señaló a un grupo de hombres que se habían acercado, con puros en la mano—, me llaman para fumar. Lamento que no podamos hablar un poco más. Dale recuerdos a tu abuelo de mi parte.

—Eso haré. Buenas noches.

Esperaron a que se marchara con los otros accionistas antes de alejarse a la mesa de los canapés. Ginebra cogió uno y se lo metió entero en la boca. Con el ataque de ansiedad que estaba teniendo, era un milagro que el agujero negro de su estómago no se los hubiese tragado a todos ya. Le sudaban hasta las manos, la nuca y el cuello pese a la brisa suave que soplaba allí, en la azotea.

—Intenta no improvisar, vas a meter la pata —le reprochó Massimo.

—Dijiste que había que caerle bien, ¿no? Nadie se resiste a las sonrisas de los Moretti, ¿no lo sabías? —Lo miró con una curvándole los labios—. Lo siento, es que estoy muy nerviosa.

—Pues relájate, no te hace bien llenarte el vestido de migas. —Con gestos bastante sutiles, Massimo le limpió algunas que se habían enganchado en la tela vaporosa de su escote—. Aquí la gente se fija en todo.

—¿Y no se van a fijar en que me estabas metiendo mano? —increpó ella, con los ojos entrecerrados.

Massimo resopló.

—Como si tuviera algún interés en tocarte las tetas, querida. Las he visto mejores.

—No me las has visto —recalcó ella entre dientes.

Él sacudió la cabeza, le quitó de la mano el siguiente canapé que iba a comerse y se la llevó a la otra punta de la terraza. Allí había un grupo de hombres que charlaban de forma animada, y un par de ellos algo más alejado. Los dos se dirigieron allí, con pasos tranquilos.

—Señor Humbert, buenas noches —saludó Massimo, de lo más cortés. Estrechó su mano antes de señalarla a ella—. Le presento a Ginebra Moretti, la encargada del restaurante que acaba de abrir sus puertas y en el que, por supuesto, me encargo del menú.

—Encantada, señor Humbert. Bonita corbata, ¿puedo preguntarle de dónde es? Seguro que a mi abuelo le encantaría tener tan buen gusto como usted vistiendo.

«He metido la pata. Demasiados halagos. Se va a pensar que me lo quiero tirar o que necesito con desesperación una colaboración con él».

Las manos le sudaban cada vez más. Apretó el bolso por tener algo a lo que aferrarse mientras los ojos azules de aquel hombre se fijaban en ella. O, más bien, se la comía de la cabeza a los pies.

«Menudo cerdo, te mereces que tu exmujer te lo haya quitado todo», pensó, sin dejar de sonreír con esa falsa sumisión que intuía que les gustaban a los peces gordos.

—Vaya, no esperaba ver a un Moretti en Nueva York. Hace tiempo que trabajé con tu familia, pero la distancia lo rompe todo, ¿verdad?

—Excepto las buenas experiencias y los recuerdos —apuntó ella con una sonrisa.

—Desde luego. ¿Ahora trabajáis con chefs reconocidos? Pensábamos que estabas perdido por el mundo, Massimo. ¿Qué ha sido de ti?

—A veces necesitamos un descanso, es todo. —Encogió los hombros, y la brisa sopló con algo más de fuerza, despeinándolo—. Pero he decidido apostar por cosas seguras. Alonzo es una persona increíble, le agradezco mucho que haya confiado en mí. También me acuerdo de usted, señor Humbert. Las veces que nos hemos cruzado, tuvimos muy buenas conversaciones.

Él asintió, conforme con eso. Ginebra se preguntó de qué habrían hablado esos dos si parecían sacados de dos mundos totalmente opuestos. El señor Humbert vestía horrible: mocasines, pantalones de lino claros y una camisa oscura. Llevaba el pelo hacia atrás y no se había afeitado bien. Mientras que Massimo estaba espectacular en sus pantalones oscuros, la camisa de algodón blanca y esa chaqueta veraniega de cóctel que le daba un toque más profesional.

Hasta le costaba entender por qué ninguna mujer se le había acercado todavía a coquetearle.

«A lo mejor tiene mala fama, o ya se ha follado alguna».

No le extrañaría. Massimo tenía pinta de ser un rompebragas de manual. De los que te dejaban el cajón de la lencería hecho polvo en cuestión de un mes.

—Además, ¿no cree que está guapísima hoy la señorita Moretti? —halagó él, y Humbert volvió a comérsela de un vistazo—. Tiene muy buen gusto, como usted. Para la ropa, la comida y los negocios.

El hombre se rio entre dientes.

—Qué bien me conoces, Massimo. La verdad es que sí, está muy guapa. Radiante, diría. Apuesto a que el restaurante también está decorado con exquisitez.

—Sí, no lo dudes —siguió diciendo el chef—. Nos encantaría que viniera pronto a vernos, a probar nuestros platos y, tal vez, si le gustan… Ya sabe, podríamos colaborar. La señorita Moretti es muy abierta de mente, ha aprendido mucho de su abuelo, y está buscando colaboradores. ¿No se ha planteado volver a las raíces?

Frente a ellos, el señor Humbert se quedó meditando unos segundos, sin quitarle los ojos de encima. Pese a lo incómoda que se sentía, Ginebra sonreía. Para él y nadie más. Quería que se sintiera especial de algún modo y cayese en la trampa. Como si ella fuese una araña tejiendo una red a su alrededor.

Y vaya que cayó, porque se relamió los labios y asintió.

—Hace un rato me ha venido un tipo que quería abrir una heladería. De esas para veganos. Y otro quería una pastelería donde, además, servirían gofres con forma de… Ya sabes, genitales —masculló, como si decir la palabra «pene» o «vagina» le hiciera desaparecer de la tierra—. Un despropósito.

—Desde luego, ¿cómo se le ocurre plantearle nada semejante a alguien tan elegante como usted? —Ginebra compuso una expresión de vergüenza—. Nosotros no hacemos tal cosa. Todos nuestros platos son normales, con ingredientes naturales y el toque del chef.

—Lo sé, preciosa. Es que hay gente para todo. —Se secó la frente con el pañuelo que llevaba en el bolsillo y volvió a guardarlo—. En fin, quedamos dentro de unos días. Déjale un recado a mi secretaria y me presentaré allí de inmediato. Que tengamos de vuelta a Massimo, y encima tan bien acompañado, solo es sinónimo de festejo.

—Eso me haría muy feliz. —Ginebra pestañeó con inocencia.

El tipo carraspeó, nervioso, y farfulló algo de tener que volver con su acompañante. Massimo colocó la mano sobre la parte baja de su espalda, y la sacó de allí antes de que la acosaran los amigos del señor Humbert, conocidos por ser unos infieles descarados que babeaban detrás de cualquier par de piernas bonitas.

Y las de Ginebra eran las más bonitas de la fiesta.

—¿Me he pasado mucho? —preguntó ella, algo preocupada.

—Esta vez lo has hecho genial. Eso de provocarle… Pensaba que le iba a dar un infarto ahí mismo —confesó, aguantándose la risa.

Ella le miró por el rabillo del ojo y se relajó bastante.

—Me dijiste que lo adulara y eso hice.

—Una cosa es adular, querida, y otra coquetear. Ahora se pensará que tienes algún interés en él.

—¡Mierda! —masculló—. Si es que lo sabía…

Massimo chasqueó la lengua, sin añadir nada más. Abandonaron la terraza y se dirigieron a la parte de los canapés una vez más. Ginebra robó una copa de champán de inmediato.

—Toda esta parafernalia me pone de mal humor —murmuró después de darle un buen trago—. ¿Por qué no se puede hacer un tentempié rápido y ya está?

—Porque a la gente le gusta emborracharse mientras se dan palmaditas en la espalda, se felicitan por ser unos trepas o haber heredado, y cierran tratos que benefician siempre a una parte más que otra. Claro que esto último solo se ve cuando ya has firmado y estás sobrio.

Ginebra apuró la copa de golpe, pensando que, si se emborrachaba, por lo menos tendría un buen recuerdo de aquella noche. Hasta el momento solo podía percibir la aburrida música, los canapés horribles y la ansiedad apoderándose de ella como una supernova.

No estaba hecha para llevarse bien con la gente. Era extrovertida, por supuesto; también le gustaba charlar, hacer nuevas amistades y esas cosas. Pero con gente que le aportase algo, no con hombres que olían a perfume rancio y lucían ropa que costaban tres sueldos suyos. Nadie allí reparaba en ella —algo que agradecía— porque la mayoría se felicitaban a sí mismos o desplegaban su encanto a la hora de hacer la pelota. Estaba atrapada en una película porno, al parecer, donde solo faltaba que empezaran a practicarse sexo oral los unos a otros sin criterio alguno.

«Uf, borra eso de la mente. Borrar. BORRAR».

Hizo un mohín al apartar la copa y coger otro canapé. Pero luego de masticarlo como si fuesen los canelones de su madre, con una bechamel que ni el papa podría decir que no estaba bendita, se preguntó por qué estaba allí, si ya había hecho su trabajo. Al menos había lanzado los anzuelos, ¿no? Solo faltaba que picasen los dos peces.

—No quiero estar aquí —murmuró—. Me da… repelús todo esto.

Massimo ladeó la cabeza en su dirección. A él tampoco es que le hiciese mucha ilusión ser el centro de atención de ninguna fiesta. Vivía por y para ser cocinero, no relaciones públicas.

—Vayámonos, entonces.

—¿No dirán nada?

—¿Qué van a decir? Si quieres podemos seguir intentándolo con otros accionistas, pero no te van a tener en cuenta. ¿Ves que alguna mujer esté integrada en los grupos? Solo hablan entre ellos, porque este mundo es de hombres —apuntilló con un tono algo amargo—. Se pavonean al saber que están en su salsa. Aunque no me importará hacer el esfuerzo por conseguir algo, quién sabe si nos llevamos una grata sorpresa.

Le sorprendió que él quisiera permanecer allí haciendo un trabajo que no le correspondía. Se preguntó si era cosa de sí mismo, porque de verdad le apetecía, o porque le caía tan bien su abuelo y se sentía tan en deuda con él que no le importaría echarle un cable.

Por un segundo estuvo más que tentada a decirle que sí. A pedirle que le ayudase a seguir caminando entre los accionistas a ver si alguno caía en sus redes. Pero le dolían los pies, sudaba de solo pensar en hacer la pelota durante horas, hasta que le doliese la garganta, y las ganas se le pasaron de golpe. Si Massimo pensaba que no iban a lograr nada, quizás lo mejor era dar por finalizado el cóctel y volver a casa. Por lo menos ya habían hecho acto de presencia, y su abuelo no tendría derecho a replicarle nada.

—No, no. Da igual. Si en realidad prefiero volver a casa, estos tacones me están matando —confesó.

Los dos se despidieron tanto del señor Humbert como del señor Swan, y de otros tantos que Ginebra no conocía, pero parecían ser íntimos de Massimo a juzgar por cómo le daban palmaditas en la espalda o le sonreían. Casi parecía una reunión de antiguos alumnos del instituto. ¿A cuántos cócteles como ese habría acudido Massimo en los últimos años? Siendo chef, no parecía el tipo de lugar al que le abrirían las puertas como si nada. Él no tenía restaurante propio, ni una franquicia, ¿no? «Bueno, tampoco sabes qué estaba haciendo hace un año. Igual trabajaba para McDonald’s y ha pegado el pelotazo ahora que tu abuelo lo ha acogido en su restaurante».

No, no lo creía. Massimo no tenía pinta de ser el típico repartidor de hamburguesas que te preguntaba siete veces si querías pepinillos o si las patatas las preferías en un tamaño u otro. Cualquier persona que le mirase a la cara querría salir corriendo en dirección contraria y no acudir nunca más allí, solo por si acaso. Cuando el chef te lanzaba esa mirada despectiva de «no sabes nada», como si de pronto fuese primo lejano de Ygritte, daba hasta ganas de zarandearlo o de no dirigirle la palabra.

Excepto esa noche, claro. Los dos estaban bastante compenetrados mientras abandonaban la terraza y se dirigían al enorme ascensor que les haría bajar los cuarenta y nueve pisos que les separaba del mundo real. Ese donde las alcantarillas seguían expulsando humo, olía a fritanga y la gente iba escuchando música sin auriculares como si todos quisieran ser partícipes de su lista favorita de Spotify.

Dentro del ascensor hacía bastante fresco. Ginebra iba justo al lado de Massimo, los dos de cara a las puertas metálicas. El suave bamboleo que le indicó que ya descendían por el rascacielos le revolvió un poco el champán en el estómago.

—Esperabas otra cosa —dijo él, a modo afirmativo.

Ginebra exhaló un suspiro.

—Claro que sí. No sé por qué la gente discrimina tantísimo a las mujeres cuando se trata de negocios. He visto como… ¿seis? ¿Siete? Y contándome a mí, claro. —Apretó un poco más el bolso de mano—. Además, me parece fatal que hayas tenido que venderme como si fuese un trozo de carne.

Massimo se giró hacia ella con lentitud, como un depredador que al fin ha captado por el rabillo del ojo a una presa fácil y sabe que puede despedazarla con solo clavarle los colmillos.

—Yo no he hecho tal cosa.

Le echó un vistazo otra vez, quedándose con el vestido que llevaba, de telas vaporosas en color rosa palo y pequeños soles dorados bordados a mano. El escote pronunciado dejaba entrever la silueta de sus senos, el bronceado de su piel y un lunar bastante curioso que tenía justo en la clavícula. Desde la cintura, donde se apretaba un poco más, la tela caía en una apertura vertiginosa que dejaba al descubierto sus piernas, pero solo por delante. Desde atrás cubría muchísimo más, aunque eso daba igual, porque seguía quedándole francamente bien.

Lo que no le gustó del conjunto fue esa expresión seria y hasta molesta que tenía, como si él tuviese la culpa de que ella fuese atractiva. La gente iba a mirarla de todos modos.

—Por supuesto que sí. No dejabas de señalar lo guapa que estaba, lo bonito que era mi vestido, lo abierta de mente que soy… Por dios, si parecía más una reunión de citas a ciegas que otra cosa.

Massimo bufó.

—He empleado las palabras adecuadas para que se quedasen con tu cara. De haber estado junto a tu primo… ¿Cómo se llama? ¿Pascualino?

—Paulino —corrigió ella.

—Da igual… —Hizo un aspaviento con la mano—. De haber sido Pascualino, le habría dicho las mismas cosas a Humbert. Lo abierto de mente que es, y paciente y trabajador. Cómo ha pasado años a la sombra de su abuelo para equipararse con él. Porque eso es lo que hay que hacer, querida: venderse. Entre ellos también lo hacen, solo que no se halagan los zapatos o el vestido, sino lo que la prensa dice de ellos. ¿Tú has salido en la prensa? —A regañadientes, tuvo que negar—. Entonces ya está. —Encogió un hombro—. Te he puesto en bandeja un poco, sí, y te aseguro que no es porque seas mujer y yo un misógino asqueroso. Es porque no me ha quedado de otra. Y lo del vestido ha sido apreciación propia, que lo sepas.

Un silencio aplastante se hizo eco entre los dos. Massimo volvió a mirar hacia las puertas dobles del ascensor, ignorando el vértigo que le causaba tener una cristalera al otro lado que le permitía ver al resto de edificios y el cielo nocturno como si fuese la mejor vista de todas. No soportaba las alturas, ni los espacios cerrados, así que contaba con ansias los minutos que restaban hasta llegar abajo y poder tomar un taxi.

—Yo no tengo ni idea sobre venderme, la verdad. Lo siento —se disculpó, y lo hizo de verdad, como siempre. Algo que sorprendía mucho a Massimo, acostumbrado a las excusas baratas y falsas de la gente—. Te has molestado en venir a hacerme de relaciones públicas y yo encima te echo la charla. Pero es que no soporto que me… —Sacudió la cabeza—. Da igual.

Sí, la entendía. No necesitaba escuchar el resto de la frase para saber lo que le gustaría decir. A nadie le apetecía ser expuesto como una cara bonita o un cuerpo espectacular, sin valorar nada más allá de eso. Y menos en un mundo donde prácticamente se comerciaba con eso. Con ser atractivo o tener las tetas a la altura del pescuezo. Él no era esa clase de hombres, no pensaba así, y si tuvo que ensalzarla delante de otros fue porque no le quedaba más remedio. Porque hasta el momento vivían rodeados de empresarios que se habían criado en la arcaica idea de que las mujeres no valían a la hora de los negocios.

Si ellos supieran.

—Y… —La escuchó tomar aire con fuerza—. ¿Te ha gustado de verdad mi vestido?

Massimo notó que su corazón se saltaba un latido. Se preguntó si había escuchado mal, pero al mirarla y ver su expresión gatuna, esa donde sonreía de medio lado y enarcaba una ceja, no pudo más que romper a reír. Con fuerza y como llevaba tiempo sin hacer.

—Joder, Gin. ¿Eso es con lo que te quedas? —Elevó los ojos al techo, tratando de calmar su risa.

—Ha sido lo mejor de la noche. Por lo menos era un halago sincero.

Aún sonreía cuando tamborileó con los dedos sobre su bolso. La mente se le llenó de preguntas que prefirió guardar para no atosigarlo. Ahora mismo se encontraban en un terreno neutral, como si ese ascensor fuese Suiza y allí las increpaciones, miradas despectivas y poca tolerancia no existieran en absoluto. Ginebra disfrutaría un poco más de la paz.

Pero el destino tenía otros planes. Cuando iban por la mitad del recorrido, el ascensor se sacudió de golpe y se detuvo apenas un segundo después. Las luces allí dentro parpadearon una, dos veces… y luego se hizo la oscuridad.

—¿Qué demonios…? —Ginebra se acercó al panel tras sacar el móvil y comprobar si funcionaba. Pulsó varios botones, pero la cabina siguió en el mismo sitio—. Mierda. Vamos a tener que pedir ayuda —farfulló, presionando el botón de emergencia. Lo hizo varias veces, hasta que una voz femenina le respondió—. Hola, sí, perdona. Estamos en el ascensor y nos hemos quedado atrapados.

—Buenas noches. Lamentamos oír eso. Es que al parecer ha habido un apagón repentino en este lado de la ciudad y estamos intentando solucionarlo. ¿Cuántas personas están con usted?

—Una más. Estamos a mitad de camino del rascacielos y… —Tragó saliva—. No es nada agradable.

—Lo sé, y lo entiendo. Ahora mismo deben estar llamando a los bomberos e investigando qué ha podido ocurrir para que se produzca el apagón.

—Ya, si todo eso está genial. Pero es que estamos en mitad de un rascacielos, a oscuras, sin oxígeno suficiente, sin agua… y me estoy poniendo nerviosa.

—Traten de tranquilizarse. De momento no puedo ayudarles mucho más, pero en cuanto vayan hacia allí o la luz se restablezca, les hablaré.

—¿Y ya está? —Ginebra gruñó, ofuscada y con el corazón en la garganta.

—Lo lamento. Le seguiremos informando.

La comunicación se cortó. Pero eso no es lo que captó más su atención, sino el hecho de que Massimo se estaba paseando detrás de ella igual que un león enjaulado. Con apenas unas cuantas luces lejanas de fondo, le resultaba imposible verle la cara, o la expresión que tendría, así que se acercó y, a tientas, tocó su brazo. Él se sobresaltó.

—¿Estás bien? —Preguntó ella, preocupada.

Escuchó cómo Massimo cogía aire, muchísimo aire, como si no consiguiera llenar del todo sus pulmones. Notó la tensión de su cuerpo y cómo el calor de él emanaba en oleadas a través de la ropa. No necesitó palparle el rostro para saber que estaría sudando a mares. «Un ataque de pánico, está colapsando», dedujo de pronto y, sin perder el tiempo, comenzó a desvestirle como si nada. Primero quitándole la chaqueta, luego la corbata. Al deshacer el nudo, él la detuvo al rodear su muñeca con sus dedos. Abarcándola por completo.

—¿Qué haces?

—Ayudarte —murmuró—. Los ataques de pánico son una mierda, necesitas respirar.

—¿Y para eso me quitas… la… ropa? —Le costaba muchísimo hablar sin aspirar entre los dientes, como si llevase horas corriendo alrededor de la manzana y su cuerpo ya no pudiese más.

—Solo algo de ropa, Mass. No seas tozudo —ella misma se había olvidado de la rabia que le provocó la chica de emergencias al verle así, tan asustado como un niño en noches de tormenta—, y déjate ayudar.

A regañadientes, él la soltó y Ginebra pudo quitarle la corbata. Luego desabrochó los primeros botones de su camisa, esperando que así pudiera respirar mejor. Massimo seguía tan cerca de ella que la piel le quemó cuando se remangó la camisa con rapidez, rozándola en alguna que otra ocasión.

—Intenta relajarte.

—No es fácil, odio los jodidos sitios cerrados.

—Entonces no mires atrás. Mírame a mí, Mass —pidió ella en voz baja. Sintió esos dos ojos azules clavados en su rostro, pese a la oscuridad que los engullía—. No dejes de hacerlo.

Massimo quiso decirle que no lo haría, que se quedaría así, como una estatua de hierro, hasta que la luz regresara. Pero las piernas le temblaban y las manos le hormigueaban demasiado, obligándole a tomar distancia y dejarse caer en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Odiaba sentirse como una pantera entre barrotes, y más si recordaba que estaba a muchísimos metros de distancia del suelo, sin luz, en un ascensor de hierro que se deformaría en una caída vertiginosa.

Aspiró por la boca con fuerza, una y otra vez, hasta que Ginebra se sentó justo delante de él, haciendo que sus pies se tocaran. Entonces no le quedó más remedio que aferrar la corbata y hacer un manojo con ella, ahogando su frustración de esa manera. Y tal como ella le pidió, la miró de nuevo.

Ginebra le estaba sonriendo con dulzura desde el otro lado, y de pronto todo pensamiento se esfumó de su cabeza. Incluidos los miedos.