Ginebra no respiró con cierto alivio hasta que el señor Swan —Albert para los amigos, como él insistió— les dio el visto bueno después de una larga velada donde hablaron de todo. Solo se sentaron los dos a la mesa, mientras Massimo se encargaba de traer los platos junto al servicio y explicarles lo que era, cómo lo había elaborado y por qué se tenía que comer de un bocado.
Tenerle a él tan cerca le ayudó a centrarse en cada cosa que Albert le decía. Como si tuviera que absorber cada palabra y luego volcarla sobre un papel. El señor Swan era educado, parloteaba con calma y no dejaba de halagarla, de insistir en lo mucho que se parecía a su madre. E incluso le contó algunas anécdotas de cuando vivía todavía en Europa, colaborando con su abuelo.
La comida no pareció una reunión de negocios en ningún momento, solo una toma de contacto entre un hombre que construyó un imperio de harina con los años y una diseñadora de ropa interior que jugaba a ser una buena hostelera antes de que su abuelo la desollara viva.
«Y pensar que no he dormido de los nervios», pensó cuando Albert, con una sonrisa, brindó con ella antes de terminarse la última copa.
Ginebra decidió pasarse rápidamente al agua solo por evitar hacer el ridículo. El vino y el champán le subían tan, tan rápido, que seguro que acababa por decir algo que no debía y arruinar el plan. Además, Massimo se encargó de endulzar sus paladares con el broche de oro: un bizcocho bañado en leche de coco y espolvoreado con especias que la dejó fuera de sus sentidos por al menos quince minutos.
—Madre mía, qué manos tiene este hombre —dijo Albert cuando terminó de tomarse su copa—. Y pensar que lo dejaron escapar con tanta facilidad. Habéis tenido muchísima suerte de que quisiera colaborar con vosotros.
Con el ceño fruncido, ella asintió. No sin antes preguntarse qué habría pasado en la vida de Massimo, o por qué nunca hablaba de sí mismo.
—Mi abuelo siempre consigue a los mejores. Y yo, pues espero hacer lo mismo —guiñó un ojo en su dirección, arrancándole una risita.
—Tenéis buen gusto, eso desde luego. Hey, Massimo, ven —lo llamó—. Este menú ha sido increíble. ¿Y dices que en todos has usado la harina de mi empresa? Qué tramposo —dejó la copa vacía sobre la mesa—. Lo que buscas es que me fíe de ti, ¿a que sí?
—De ella, más bien —Señaló a Ginebra con un gesto cortés de la mano—. Es la que lleva todo esto con mano firme.
—Y tan firme. Solo con ver lo recto que estás, me hace preguntarme qué te ha pasado estos años. A Mabel no se lo ponías tan fácil —se rio a carcajadas—. Me encanta, de verdad. Creo que podríamos hacer muy buenos negocios si colaboramos. Lanzar algunos productos y demás. ¿Te lo has planteado?
—Seguro que la idea nos beneficiaría a todos —asintió Ginebra.
—¿Verdad? —Albert se colocó mejor la corbata mientras pasaba la mirada de uno a otro—. En fin, eso es algo para discutir en un despacho, y con un abogado de por medio. Por lo pronto, podéis contar conmigo. ¿Qué os parecería venir a la fiesta de aniversario de mi empresa? Es la semana que viene, y si vais a formar parte de ella…
Ginebra notó una sacudida dentro de su pecho al oírle. ¿Lo habían conseguido? ¿Albert Swan, el rey de las harinas, colaboraría con ellos? Dios mío, su abuelo iba a tener que pagarle el doble solo por la cantidad de calorías que se había metido ese mediodía en el cuerpo solo por conseguir su beneplácito.
Trató de que no se le notase la felicidad en la cara cuando sonrió y asintió con la cabeza. Si él los quería en la fiesta, allí estarían.
—Claro, sería un placer.
—Muy bien. Así os presento a mi hija, que heredará todo esto en algún momento. Le vendrá bien conocer a los socios de su abuelo —Se levantó con pesadez de la silla—. Gracias Massimo, estaba todo riquísimo.
—Ven cuando quieras, ya lo sabes —repuso él, casi servicial.
Los dos se quedaron unos minutos hablando mientras el servicio retiraba todos los platos, mantelería y copas de la mesa. Ginebra, junto a ellos, los escuchaba con total interés. Quería que a Albert se le escapase algo más sobre Massimo, pero se limitó a hablar de negocios y de la fiesta del sábado antes de irse, así que no consiguió nada de valor.
Una vez a solas, Ginebra le dio un empujoncito en el costado con el codo. Él la miró con cierta desconfianza, como si esperase una confesión de su parte en la que hubiese todo tipo de meteduras de pata en una comida de tres horas. Pero solo recibió una sonrisita de lo más dulce y sincera.
—Lo has hecho genial, Mass. Sin ti no habríamos conseguido el contrato.
—Lo sé —repuso él—. Tampoco estoy muy orgulloso. Lo he convencido por el estómago, no tiene mucho mérito. Quien ha hecho que se entretenga más de la cuenta gracias a la conversación que manteníais, eres tú.
—No le he dicho nada del otro mundo. Casi he estado toda la velada sonriendo como una tonta y escuchándole.
—¿Y te parece poco? Los empresarios como Albert Swan no pierden el tiempo si no están a gusto o no les interesa muchísimo el negocio que tienen entre manos. Así que puedes estar orgullosa, porque contigo ha sido mitad y mitad.
Ella se echó hacia atrás la larga, lisa y brillante melena negra de un manotazo mientras lo miraba con una expresión de orgullo. Que Massimo valorase su trabajo —por simple que fuese— le hizo sentir muy bien.
—Mientras mi abuelo me deje tranquila, me doy por satisfecha.
Entre ellos ya no existía esa confrontación del principio, cuando no se soportaban, sino que ahora Ginebra notaba la electricidad flotar entre los dos como si tuvieran un montón de chispas rodeándolos. No estaba del todo segura de si aquellos besos habían cambiado algo entre ellos, para bien o para mal. Supuso que una mezcla de ambos, convirtiendo a Massimo en un hombre mucho más atractivo desde que ya no usaba su lengua afilada para desprestigiarla a la mínima oportunidad que se le presentaba.
Nana se quedó flipando cuando le narró la noche anterior todo lo que habían hecho en la cocina, escondidos en la oscuridad, sin testigos de cómo la lujuria chisporroteaba más que mil fuegos encendidos. Y se lo hubiese tirado sin pensarlo dos veces. Con gusto le habría arrebatado esa camisa blanca que siempre le quedaba demasiado apretada y marcaba sus músculos con descaro, con intención de descubrir si su piel bronceada era tan suave como aparentaba. Tan cálida como percibía a través de su cercanía.
Dios, es que parecía una loba en época de celo. Y Massimo no ayudaba con su barba de tres o cuatro días salpicándole el mentón, ese tono ronco de no haber dormido apenas, y el cinturón del pantalón que siempre se apretaba en su cintura en forma de uve.
Para que luego dijeran que la tentación no se escondía donde menos lo esperabas.
—¿Luego irás al partido de béisbol? —preguntó Massimo.
Ella pestañeó por la interrupción de sus pensamientos calientes y sucios.
—Ajá… Reyes me invita siempre, lo raro es que vengas tú. —Ladeó un poco la cabeza en un intento por comprender a qué venía ese cambio de parecer. Los dos eran amigos y, sin embargo, nunca los había sorprendido juntos—. ¿Te gusta el béisbol?
—Voy porque me lo ha pedido de forma exhaustiva. Dijo algo sobre sobrevivir a un apocalipsis con mujeres al lado, entre ellas una adolescente, y me pidió refuerzos.
Ginebra soltó una risita entre dientes.
—Entiendo. Así que a Reyes le asusta quedarse a solas con tres mujeres.
—Tres —repitió él, confuso—. ¿Quién es la tercera?
—Mi amiga Nana, la chica que vino anoche a mi piso. —Casi le faltó golpearse la frente al mismo tiempo que soltaba un suspiro por lo tonta que acababa de ser al sacar a colación ese tema—. Me escuchó anoche hablar con él y se apuntó.
Massimo se la quedó mirando apenas unos segundos, poco a poco esbozando una sonrisa ladina. Esa sonrisa que la desarmaba y la irritaba a partes iguales. Un mechón de cabello castaño le cayó sobre la frente cuando asintió con la cabeza.
—Muy bien. ¿Qué tal si te paso a recoger un rato antes?
«Viene a casa a buscarme, eso sí que es inaudito». Aun así, alzó el pulgar en señal de aprobación y le soltó una excusa muy tonta para largarse a su otro trabajo, el de verdad, mientras su corazón latía desbocado como hacía tiempo que no lo notaba.
¿Qué demonios le pasaba de pronto?
Ya por la tarde, tal y como Massimo afirmó, se presentó en su casa con un coche deportivo que no le pegaba nada. Era de color gris oscuro, metálico, con los asientos de cuero oscuro y relucientes. Como si apenas lo tocase más de un par de veces al mes. Ginebra silbó por lo bajo mientras pasaba la yema de los dedos por el contorno de la puerta del copiloto recién abierta.
—Menudo bombón. ¿Lo has alquilado o de verdad es tuyo?
—Un regalo de mi hermano. No suelo usarlo demasiado porque conducir en Nueva York es estresarse a lo tonto. —Encogió los hombros, entrando de nuevo en el coche—. Pero ya que vamos al estadio, pensé que estaría bien ahorrarse el pastizal del taxi.
Ginebra se acomodó en su asiento y se colocó el cinturón. Por lo menos no era robado, ni tendría que vigilar que nadie le rozara sin querer por si acaso los del alquiler les cobraba un suplemento. Una vez le pasó cuando fue de viaje a Dublín; allí pagó por un coche durante unos días y terminó saliendo más caro gracias a su exnovio, quien no vio los contedores de basura que tenía detrás cuando abandonaban el aparcamiento del cine.
—Espero que seas buen conductor, Mass. Todavía quiero viajar a España y presentar la nueva colección en la que estamos trabajando.
Él sonrió de medio lado, puso el coche en marcha y se incorporó al tráfico neoyorquino de la tarde. Reyes y su hija ya estaban en el campo, y Nana iba directamente, así que no le preocupaba demasiado llegar antes o después. Lo que sí le llamó la atención fue que Massimo llevase una camiseta holgada de color negro sobre un grupo de rock italiano que en los últimos tiempos cobraban más y más fama: Måneskin. Y por si eso fuera poco, los pantalones no eran de ese tipo elegante que lucía a diario, sino unos vaqueros ceñidos y oscuros, a juego con las deportivas. Encima se había puesto gafas, y las monturas doradas le daban un toque irresistible.
¿A qué hombre le sentaban bien ese tipo de lentes finas? Solo a Massimo, al parecer.
«Menuda injusticia. Este tío no está feo ni cuando va a ver un jodido partido de béisbol».
Ella se había puesto un vestido sencillo y veraniego con algo de vuelo, en color azul pastel, con adornos de flores sobre el pecho con forma de corazón que alzaban sus senos. Del cuello llegaba una cadena fina de plata, y en las muñecas unas pulseras a juego. Se había recogido el cabello en una trenza para que no le molestase, y llevaba unas sandalias planas. No pensó en nada que no fuese su comodidad, pero a última hora recordó que Massimo estaría allí y, con un gruñido, cambió los vaqueros por el vestido sin pensárselo dos veces.
Como una maldita adolescente que iba a cruzarse con su crush en la feria del pueblo.
Patético.
Mientras Massimo conducía con la ventanilla de su lado medio bajada, en la radio sonaba Plot Twist de Marc E. Bassy, que hizo volar sus pensamientos. «I only wanted a taste of your lips. Lips became your body, nigths turning to naughty. You hit me with a plot twist». La voz y la letra le hicieron sentir extraña. Como si compartieran un secreto sucio que nadie más podía saber —incluso si ella ya se lo había contado a sus amigas—, pero que ninguno se atrevía a decir en voz alta. Los dos besos que compartieron lo habían cambiado todo. Ginebra lo sentía dentro de las entrañas, bajo la piel, en los huesos y en los músculos. En cada mirada que él le dedicaba, sin rastro de ese desdén que antes le quemaba los iris azules.
¿Significaban algo más que un simple anhelo oculto? ¿O dos personas que no se caían del todo bien tenían derecho a desearse sin complicaciones? «I guess that’s the effect you got on me», decía la canción. Y Ginebra tuvo que darle la razón. Ella solo pensó que sería un beso tonto fruto del chispeante champán y de la tensión acumulada tras casi una hora encerrados en un ascensor, a metros y metros de distancia del suelo. No obstante, lo de la noche anterior… Eso ya no tenía una explicación lógica.
Y con lo que a ella le gustaba comerse la cabeza por todo, le costaría semanas llegar a una conclusión que le gustara.
Massimo aparcó un rato después en el aparcamiento del estadio. En la puerta ya los esperaban los demás. Enid, la hija de Reyes, iba vestida toda de negro. Su expresión bien podría estar dejando ver lo poco que le gustaba pasar tiempo con gente que no consideraba de su familia, o simplemente fingía hacerse la adolescente sufrida, como tantas otras, aferrándose a que era la moda.
Como Ginebra ya la conocía, se acercó a darle un suave codazo a modo de saludo. Enid enarcó una ceja, permitiéndoselo.
—Muy chulas las mechas de color rosa. ¿Son nuevas?
—Me las hice ayer. —Encogió los hombros—. Mi padre me ha castigado.
—¿En serio? —Ginebra miró a su amigo con una expresión divertida—. Déjala vivir, Reyes.
—Eh, eh, nada de compincharse para que le deje hacer lo que le venga en gana. Se empieza por unas mechas y se termina por un tatuaje del anticristo en el culo.
Nana, a su lado, se echó a reír con ganas.
—Venga, que no es para tanto. Todas las chicas a su edad quieren hacerse destrozos en el pelo, un piercing y parecerse al club de fans de My Chemical Romance —dijo Nana, que iba vestida de sport y llevaba la melena pelirroja al aire, brillando como si fuese la sirena de una ambulancia—. A mí me gustan, Enid.
Enid no dijo nada, mas en su cara se reflejó algo similar a la satisfacción.
Reyes resopló y miró a su amigo.
—Y por esto te dije que vinieras a salvarme. —Le dio una palmadita en la espalda—. Uno no sabe cuándo van a montar un club donde apoyarse las unas a las otras.
—Que te estoy oyendo. —Le increpó Ginebra, dándole un empujoncito hacia la puerta, donde ya estaba pidiendo las entradas—. Deja de quejarte y vamos a disfrutar del partido en paz.
Los cinco pasaron por el enorme túnel hacia las gradas después de recibir el visto bueno del guarda que miraba las entradas y las sellaba. Había muchísima gente esperando a que empezara el partido más esperado de la temporada. Casi todo el mundo vestía los colores del equipo local, agitando las banderas, las camisetas y las enormes manos de gomaespuma.
Antes de sentarse en los asientos correspondientes, Nana y Reyes pasaron a comprar algo de beber y picar. Enid ocupó la silla junto al pasillo, y Massimo y Ginebra se sentaron al otro lado, dejando un hueco para Reyes.
—¿Con quién vas tú? —preguntó ella, acercándose demasiado a su oreja.
Era imposible que le escuchara si le hablaba normal o a voz en grito con tanta gente haciendo ruido.
—Con cualquiera que gane. El béisbol no es un deporte que me apasione.
—¿No te gusta el deporte?
—El fútbol en general sí, pero no el americano. Lástima que Italia casi nunca pase de semifinales en los mundiales. Estamos malditos.
Ella soltó una risita que le provocó cosquillas en el cuello.
—A mí el fútbol me aburre, y por mal que suene… admito que celebré la victoria de España hace unos años porque era lo más cerca que estaríamos a ganar un mundial.
Massimo sonrió con cierta diversión. Llevaba un buen rato luchando por no bajar la mirada hacia esas piernas torneadas, de piel bronceada, que se escondía debajo de su vestido.
—Traidora.
—Lo mismo podríamos decir de ti, vendido, que solo has venido a comer perritos calientes mientras eliges a quién vas a apoyar.
—Como tú —la atacó él, con el mismo tono burlón.
—Evidentemente, mio caro.
Tragó saliva al escucharla, en un intento por no dejar ver que el escalofrío que le produjeron esas dos palabras le había erizado toda la piel de la nuca y los brazos. Iba a ser mucho más difícil resistirse a ella si sus sentidos reaccionaban al instante a cualquier estímulo por su parte.
Reyes y Nana volvieron justo en ese momento, impidiéndole responder algo coherente. Algo que la frenara antes de que se tomara más libertades con él y echase abajo ese muro que llevaba meses construyendo a modo de defensa. No quería volver a sentir que era vulnerable, un humano lleno de sentimientos y defectos que decepcionaban al resto.
—Eso huele de maravilla —dijo Ginebra a su lado, cogiendo su enorme perrito con una expresión golosa que lo tuvo sudando la gota gorda unos cuantos segundos—. ¿Le has echado jalapeños?
Massimo tuvo que esforzarse muchísimo para no ser testigo visual de cómo ella se comía el dichoso bollito y la maldita salchicha. Salchicha que, por cierto, era demasiado grande y no le cabía del todo en la boca, así que le daba mordisquitos por los laterales. Y a él se le llenaba la cabeza de imágenes sexuales que preferiría neutralizar antes de tener otra erección por su culpa. La tercera, si contaba bien.
Se concentró en el partido nada más empezó, de vez en cuando comentando ciertas jugadas con Reyes, o simplemente celebrando las victorias de su equipo. A Massimo nunca le había interesado el béisbol y, si tenía que ser sincero, tampoco lo entendía mucho. Cuando la gente chillaba o alguno de los bateadores corrían por todo el campo, él lo miraba como si fuese una simple gota de lluvia resbalando por un cristal después de una enorme tormenta. Con pereza y como si fuese lo más normal. A su alrededor la gente gritaba hasta rasgarse la garganta, se agitaba, insultaba y agitaba las banderas como si fuera el mejor día de su vida, y él no lograba sentirse incluido en el pack.
Hasta Ginebra se puso a bailar con Reyes cuando uno de los bateadores echó a su contrincante, acercando a su equipo a la victoria. Verla así de feliz y desinhibida con los demás —incluida Enid— le llenó el pecho de una emoción que no supo descifrar. ¿Alivio? ¿Felicidad? ¿Curiosidad? ¿O era un cúmulo de todo? Aquella mujer de mirada felina, labios gruesos y piel de bronce lo descolocaba hasta con un simple bateo de pestañas. Y entender eso le obligó a asumir hasta qué punto estaba jodido. Pero de verdad.
Massimo era un hombre de férreos principios. O eso intentaba aparentar. Cuando estaba a solas en su casa, junto a Filomena, se dejaba arrastrar por la agradable soledad envolvente mientras luchaba por mantener encauzada su vida. No iba a tirar su futuro por la borda dos veces; nada le garantizaba que la próxima vez se acabaran las segundas oportunidades.
Salir con una mujer, o más bien interesarse por alguna, le ponía en el punto de mira del destino. De la mala suerte, más bien. No quería abrir de nuevo su corazón o su cama a otra persona, preguntándose si saldría bien o volvería a caer en las garras de la desesperación, como algunos años atrás.
Cuando miraba a Ginebra, sentada a su lado con una trenza que se agitaba en su espalda como un péndulo cada vez que daba un bote en su asiento, dudaba hasta de cómo se llamaba y por qué debía mantenerse alejado de la tentación.
Aquella mujer estaba hecha para el pecado, solo había que verla, escucharla y saborearla.
Joder, ¿por qué no lograba ignorar a la nieta de su jefe? Si en el fondo era un desastre frente a los negocios, y él odiaba a la gente que hacía peligrar su futuro. Los planes que trazó cuando abandonó su anterior vida para retomar sus sueños con energía.
«No es un desastre, es una mujer pasional y llena de talentos que te está dando una lección». Esa voz en su cabeza le hizo tragar saliva con fuerza antes de desviar su atención hacia el campo y contemplar cómo el equipo local ganaba el partido.
Cientos de personas a su alrededor empezaron a gritar, chillar, llorar y celebrar hasta el punto de taladrarle los tímpanos. Dios, cómo odiaba ver partidos en directo; la gente se volvía loca.
Echó un vistazo a Ginebra y su amiga. Las dos estaban abrazadas y dejaron que Enid se cobijara entre las dos mientras agitaban dos pequeñas banderitas que Reyes les dio al comienzo del partido.
—¡Alegra esa cara, Mass! —Su amigo le dio varias palmaditas en la espalda—. ¡Tenemos la victoria!
—Yupi —dijo él, sin emoción alguna, mientras alzaba el puño en alto.
Reyes puso los ojos en blanco antes de acercarse a las tres mujeres y hacer un baile muy ridículo junto a ellas. Lo que más le sorprendió de todo no fue que Enid estuviera sonriendo de verdad; lo que le dejó sin palabras fue ver cómo Nana, la pelirroja infernal de pestañas infinitas le guiñaba un ojo a su amigo y se mordía el labio inferior. ¿Estaban coqueteando esos dos? Porque ya solo le faltaba tener que aguantar a Reyes liándose con una de las amigas de Ginebra.
«El apocalipsis se acerca», pensó, abandonando las gradas una vez la gente empezó a salir en grandes grupos en dirección a los vestuarios, a ver si lograban una foto con el equipo.
Cuando ya iban a mitad de camino, Enid soltó un grito muy agudo y se detuvo en seco. Los cuatros se giraron a mirarla con cierto pánico.
—¿Qué pasa? —Reyes se le acercó con la mirada desencajada, por si le habían dado algún empujón o aprovechado la situación para meterle mano.
Enid, con los puños apretados, le señaló con el dedo.
—¡Nos hemos dejado toda la basura en los asientos! ¡Somos unos cerdos!
A Massimo casi se le escapó una carcajada al ver cómo Reyes parpadeaba y Nana se llevó una mano al pecho.
—Dios mío, ¿cómo se nos ha podido olvidar? —La pelirroja la agarró de la mano con toda la confianza del mundo y se encaminó de regreso a las gradas—. Vayamos antes de que alguien lo coja y lo tire al suelo.
—Eh, ¡esperadme! —Reyes las persiguió al trote, agarrándose los bolsillos por si acaso se le caía el móvil.
Ginebra y Massimo, como dos tontos, se quedaron en el sitio. Fue ella la que se rascó el brazo, pensativa, y luego se giró hacia él.
—¿Y si los esperamos en el aparcamiento? Hace mucho calor en este túnel, y huele a meados y a cerveza.
Él asintió, y siguieron el camino como si nada. Una vez en el aparcamiento, donde ya la gente había cedido a la presión y celebraban como si se fuera a acabar el mundo al día siguiente, Ginebra llenó de aire sus pulmones y se relajó. Le encantaba acudir a partidos de béisbol, sobre todo si jugaba su equipo favorito, pero cuando ganaban y veía todo aquel desfase le entraba la ansiedad. No era muy amiga de los deportes de riesgo, como tirarse por paracaídas o esquivar vasos de cerveza y gente borracha.
El coche de Massimo fue un refugio mientras los demás volvían. Ni siquiera fue testigo de cómo el chef le clavaba la mirada encima hasta que se giró a decirle si podrían acompañar a Nana a su casa.
—¿Qué? —preguntó, confundida, al ver que la miraba con intensidad—. ¿Me he manchado el vestido?
Dio una vuelta sobre sí misma, tirando de la falda del vestido celeste mientras buscaba una mancha, cualquiera.
Allí no había nada.
—¿Por qué un vestido?
La cuestión de él la dejó aún más confusa.
—¿A qué te refieres?
—Nadie acude en falda o vestido a ver un partido de béisbol. La mayoría aquí vienen a saltar, gritar y sentarse repantingado mientras disfruta de la función. Tú te has presentado así. —La señaló con el ceño fruncido—. ¿Por qué?
A Ginebra le costó un poco entender su argumento. ¿Intentaba sonsacarle algún tipo de información al más puro estilo Suits? No es que a ella le importara mucho si él pensaba que se había puesto un vestido por algún plan malvado —lo cual no era cierto—, ya que podía vestirse como le viniese en gana. El hecho de que él se fijase en esos detalles le hacía comprender que no le era tan indiferente como aparentaba. Y eso sí le interesaba.
—Me gustan los vestidos. —Encogió uno de sus hombros, y la trenza que descansaba sobre él resbaló hacia su espalda—. Es bonito, ¿no? El estampado está cosido a mano.
«Tú eres más bonita que el vestido». Ese pensamiento intrusivo casi le obligó a salir corriendo cual cobarde, o a darse un golpe en la frente. ¿Cómo iba a soltarle eso? El vestido estaba bien, pero solo era un vestido. Ella, en cambio, era espectacular hasta cuando no resaltaba sus ojos oscuros con maquillaje ni llevaba esos pintalabios odiosos que jamás se borraban de sus labios.
—¿Te lo has puesto por mí?
Ginebra bufó. Y su reacción le ayudó a comprender que sí, se lo había puesto por él.
—¿De qué vas? ¿Tanto te gusta el dichoso vestido? Si quieres te lo presto pese a no tener la misma talla. Eso sí, ponte medias, por si se te ve la…
Massimo acortó la distancia entre ambos, la tomó de la nuca y la atrajo para besarla. O más bien para callarla. No quería oír nada que no fuesen esos gemidos tan dulces que soltaba cuando sus lenguas se enredaban. Ginebra se derritió en sus brazos como una vela bajo el peso de la llama, y le rodeó las muñecas con ambas manos antes de ladear la cabeza y entreabrir sus labios con tal de llegar más profundo.
Joder, esa mujer era puro fuego. Era el picante que él necesitaba en ese momento. La besó como si fuese a alimentarse de ella o hubiese caminado por el desierto durante semanas y necesitara beber de su boca. Tomaba de ella lo que le venía en gana, pegándola por completo a su pecho y gimiendo ronco cuando sus senos se presionaron contra él. De haber estado en un sitio más íntimo no le habría importado acariciarlos y ver si eran tan increíbles como parecían a simple vista.
Ginebra gimoteaba y se entregaba a él sin reparo. Añadía ciertos mordiscos en su labio inferior en esos segundos donde necesitaba llenar sus pulmones de aire. Él la contempló con los párpados entornados, maravillándose con su expresión y el suave rubor de sus mejillas. Bajo los focos fluorescentes que los rodeaban, su pelo brillaba como si fuese negro de verdad y sus pupilas parecían contener todo un cielo estrellado.
Solo de verla así, juguetona y entregada a esos besos que empezaban a parecerle poco, su polla palpitaba de forma dolorosa. Exigiendo la misma atención que recibía su boca por parte de ella. Le tocó el culo con descaro, esperando un contrataque. Y respondió. Lo hizo con un beso tan exigente que por un instante temió perder la cordura.
Pero cuando iba a preguntarle si se largaban a casa, una risita femenina les interrumpió. Massimo se apartó con cuidado de Ginebra y se giró un poco a ver quién demonios tenía complejo de voyeur a esas alturas. Y lo que encontró le dejó con el pecho congelado.
A solo un par de metros, Enid los observaba como una mueca burlona. Massimo no pudo dar crédito. Estaban siendo observados por una adolescente de sonrisa maliciosa al más puro estilo de Miércoles Addams. Y por si eso no fuese suficiente, enseguida aparecieron Reyes y Nana.
—¿Qué pasa? ¿Habéis visto a un texano pegándole una paliza a un neoyorquino o qué? —preguntó Reyes, acercándose a su hija.
—En realidad estaban haciendo ventosa con la boca.
—Enid, no hables así —le reprendió.
—¡Pero es cierto! Se estaban morreando como dos adolescentes. Los he visto. Y se estaban metiendo mano como en las pelis que no me dejas ver.
Ginebra hizo verdaderos esfuerzos por no tirarle una de sus fabulosas sandalias en la cabeza a Nana. Su amiga, detrás de aquellos dos, se estaba partiendo el culo. ¿Es que no podía tener un poquito de empatía? ¡Una niña de doce años acababa de pillarle comiéndose la boca con el chef más prepotente de toda la ciudad! No tenía nada de divertido.
—Bueno, no tiene nada de malo. A veces los adultos disfrutan haciendo cosas humillantes en sitios públicos —murmuró Nana, conteniéndose a duras penas—. Hey, ¿qué tal si nos vamos ya a casa? No sé vosotros, pero yo mañana trabajo y aún no he cenado.
Enid abrió la boca más que dispuesta a seguir metiendo el dedo en la llaga. Por suerte para Ginebra, su padre la arrastró hacia el cuatro por cuatro que conducía con destreza por todo Nueva York, acallándola con un «si sigues por ahí no te llevo a tu pizzería favorita». La adolescente, enfurruñada, le lanzó una mirada furiosa desde su posición y subió al asiento del copiloto con destreza.
—Nos vemos otro día, chicos. Me lo he pasado muy bien. No tanto como tú —dijo a Massimo—, pero no está mal.
Nana volvió a reírse. Su amiga le dio un codazo en todo el esternón, pidiéndole con la mirada que dejase de tomarse la situación como un capítulo de Friends. Con una sonrisa petulante, la pelirroja le enseñó el dedo corazón y entró en el coche de Massimo como si nada.
Ninguno de los tres habló de vuelta a casa, pero la tensión flotaba en el ambiente. Y las ganas de volver a besar a aquel hombre, también.