17

El botones apareció solo diez minutos después. Massimo se había encargado de bajarle el vestido y colgarlo en una de las pechas del armario, dejándola en ropa interior. Y menuda ropa, pensó él, con la boca seca. Mantenía el tipo con el calor recorriendo cada poro de su cuerpo. ¿Podía estar más espectacular cuanta menos tela la cubría?

A regañadientes, se alejó un momento y le entregó al chico el vestido. Luego se encargó de cerrar la puerta y volver donde estaba ella, de espaldas. Ginebra le miraba desde el otro lado de la habitación, con la cristalera dándoles la bienvenida a esa parte de la ciudad. Los rascacielos de Nueva York solo eran un complemento más, pero la protagonista de la escena era ella y solo ella.

¿A quién había que agradecer que la ropa interior fuese tan jodidamente atractiva? Ese conjunto negro de corsé y bragas diminutas lo tenían babeando cual adolescente. No se podría quitar jamás esa imagen de la cabeza. En ningún momento se hubiese imaginado que debajo de los vestidos que Ginebra usaba, a cada cual más colorido y escotado, se escondiera la mejor lencería del mundo. Daban ganas de arrancársela para acceder a todos los rincones de su cuerpo y verla temblar de placer.

Se acercó muy lento, paso a paso, como si deseara medir su reacción. Pero una vez más, Ginebra tiraba por tierra todos sus pensamientos. Lo agarró de la chaqueta y tiró de ella para sacársela como si nada. De sus labios escapó una pequeña risita.

—¿Cuánto has bebido esta noche?

—No estoy borracha —aclaró ella, con la mirada oscurecida—. Es que me he cansado de fingir que no quiero arrancarte la ropa, la verdad.

Joder, su miembro se agitó en los pantalones solo de oírla. Aspiró con fuerza, atrayendo su perfume. Las manos pequeñas de Ginebra se esforzaron por deshacer el nudo de la corbata que ella misma arregló un par de horas antes. En cuanto logró quitársela, la lanzó sobre la cama y atacó de inmediato los botones de su camisa.

Massimo llevaba demasiado tiempo sin sentir cómo le desnudaba una mujer. Y una tan jodidamente sensual que hacía despertar sus sentidos como si llevase toda una vida dormidos. Ahuecó una de sus mejillas y la obligó a alzar la cabeza, besándola con la misma furia que contenía sus instintos. No iba a dejar nada dentro de él esa noche. Si la vida le estaba dando una noche donde perder la compostura, entonces se encargaría de aprovecharla hasta el último segundo.

Ginebra gimoteó al pasarle los brazos por el cuello. Sus cuerpos se fundieron en un abrazo casi al mismo tiempo que sus lenguas se enredaron en un beso ansioso. El sabor de ella era único y calaba en su pecho como una mala gotera. De pronto ya no lograba hacer nada que no fuese robarle decenas de besos, uno detrás de otro. A veces largos como un día de verano, y otros cortos y acompañados de mordiscos. Ginebra besaba muy bien, maldita fuera esa mujer. Si iba a volverse un adicto, esperaba que mereciera la pena y ella no le hiciera sufrir.

Deslizó las manos de su cuello hacia su trasero, dándole una suave nalgada. Ginebra se agitó como una culebrilla entre sus brazos y él repitió la jugada, esta vez un poco más fuerte. Enseguida acarició la zona afectada, calmando el picor.

Entreabrió sus ojos y se encontró con la excitante imagen de ella adueñándose de su labio inferior. Le dio un fuerte tirón con sus dientes antes de repasarlo con la punta de su lengua en tanto sus dedos seguían desabrochándole la camisa. Retiró la prenda a duras penas, dejándole desnudo de cintura para arriba.

Ginebra recorrió su torso con la mirada, deteniéndose donde el bulto de sus pantalones se hacía cada vez más notorio. Por inercia terminó relamiéndose del gusto.

—Hace tiempo que quiero… hacer… algo —gruñó, y se dejó caer de rodillas sobre la moqueta. Le quitó el cinturón y bajó lentamente la cremallera—. Necesito saber si…

Ni siquiera terminó la frase.

Massimo no tenía capacidad para procesar que ella estuviera agachada frente a él mientras repasaba sus labios con la lengua. Ni en sus mejores fantasías hubiese imaginado que ella terminaría así. Bajó la mirada, y se encontró con la imagen que le torturaría el resto de su vida.

El cabello oscuro le caía hacia atrás, sosteniendo todavía la tiara brillante que hacía competencia con la pedrería que recorría el contorno del corsé. La dichosa prenda alzaba sus pechos pequeños y turgentes, y estrechaba su cintura de manera imposible. Bajo las luces tenues del techo, sus labios brillaban enrojecidos. Esa noche no se había puesto pintalabios, y él lo agradeció como un bastardo.

—Gin…

—Shhh, calla —Tiró de sus pantalones y la ropa interior lo suficiente como para liberar su erección—. No hables.

Se hubiese reído de su petición si no hubiera sentido el roce de sus dedos sobre su miembro. Inició con lentas caricias, desde la base hasta la punta, arrancándole un gemido bajo. La presión de sus dedos junto a la sensual lamida que dio sobre su prepucio casi le cortocircuitó la cabeza. ¿Cómo se podía derretir uno tan fácil con solo una caricia? ¿Qué tipo de brujería tenía esa mujer dentro?

Ella se inclinó de nuevo y repasó el contorno de su erección con la lengua. No parecía nada achantada al notar cómo crecía aún más entre sus manos. Al contrario, le relucía la mirada con un hambre que el propio Massimo compartía. Ese tipo de deseo que lo quemaba todo y no dejaba nada a su paso.

De todas las veces que recibió atenciones en esa zona tan sensible de su cuerpo, no recordaba ni una sola que le hubiese sacudido las entrañas como si fuese a combustionar de pronto. A medida que pasaban los segundos, Ginebra iba ganando confianza y aceleraba los movimientos de su mano, recogiendo con el pulgar la humedad acumulada en la punta de su miembro y así deslizarla por todo el tronco. Parecía más que dispuesta a averiguar todo sobre él esa noche.

Cubrió el glande con sus labios y succionó con fuerza. Massimo gruñó, notando cómo su vientre se contraía. Ginebra se regodeó en su reacción, así que no demoró en dar una nueva lamida y soplar.

—¿Te has propuesto torturarme, Gin? Joder…

Ella no respondió. O bueno, sí lo hizo, pero a su manera. Lo tomó con más firmeza por la base antes de engullirlo casi hasta la mitad de golpe. Massimo se mareó y estuvo a punto de caerse al no encontrar un punto de apoyo más allá de su cabeza. Enredando los dedos en su cabello sedoso, le arrancó la tiara y la lanzó lejos, sobre la moqueta. Ginebra succionó con fuerza a modo de venganza.

—Me gusta cuando te… ah… Cuando te enfadas…

Como no podía hablar, cerró los ojos y trató de abarcarlo un poco más dentro de su boca. Notó el tope en su garganta y, soportando la arcada inicial, se mantuvo quieta durante unos segundos. En los oídos solo percibía los jadeos entrecortados de él y los latidos acelerados de su corazón.

¿Cuándo fue la última vez que perdió el control? No lo recordaba. ¿Y la última ocasión en que ansió saborear a un hombre? Tampoco lo sabía. Massimo tenía esa virtud y ese defecto: se colaba en su mente y su vida como los días de primavera; al principio con lentitud, alargando las horas de luz, y luego aterrizando de golpe. Y a ella le había golpeado a la altura del esternón ese deseo que compartían.

Ansiosa por arrancarle todas las barreras de golpe, se apartó y volvió a introducir su miembro en la boca. Repitiendo hasta que se convirtió en un movimiento mecánico que le permitió saborearlo por completo. En cuestión de minutos, el sabor de Massimo inundaba toda su boca y la hacía gruñir por más. Desesperada, ansiosa. Despertando por fin a esa loba en celo que llevaba toda la jodida noche suplicando por arrancarle la ropa.

—Hey… Gin…

No lo escuchaba. Era como si estuviese presa en un sueño donde solo podía continuar succionando aquel miembro que se había puesto enorme y duro en su boca, y que le dificultaba abarcarlo casi al completo. Necesitaba de su mano para acariciar la base y arrancarle todos esos suspiros de placer que le estremecían.

Massimo era jodidamente increíble. Y nunca imaginó que sería ella quien terminaría de rodillas por culpa de su poco control. Cada vez que repasaba la longitud de su miembro con la lengua, culminando con un beso sobre el prepucio, él se echaba a temblar y aferraba más fuerte los mechones de pelo enredados entre sus dedos. Pero los tirones puntuales no le hacían daño; contenerse, sí.

—Escucha, Gin… Me estás m-matando y… sería una pena que nos quedásemos sin fiesta tan pronto.

Ella se apartó a regañadientes, no sin antes recoger toda la humedad del prepucio con los dedos y lamerlos. Massimo se maldijo a sí mismo por ser tan idiota, pero necesitaba desnudarla y recorrer cada rincón de su cuerpo. Y si le permitía llegar hasta el final, se correría enseguida, porque su boca estaba torturándole de una manera inhumana.

—Ven —le pidió él, ayudándola a levantarse del suelo. Cubrió su boca con un beso corto pero intenso—. Vas a tener que enseñarme cómo desabrochar esta prenda. No sé si la odio o la amo.

Ginebra sonrió al sentir sus dedos en los corchetes frontales del corsé. Hasta a ella le costaba ponérselo, y eso que era de sus favoritos. Uno de sus primeros diseños cuando llegó a Nueva York.

—Para no saber, lo estás haciendo bastante bien.

Aun así, le ayudó a desabrochar la prenda y la dejó caer al suelo. Por un instante se planteó la posibilidad de cerrar los ojos, un poco cohibida por estar tan expuesta frente a él. No es que le acomplejara el tamaño de sus pechos a esas alturas, pero le daba pánico ver la decepción en el rostro del hombre que protagonizaba sus fantasías en los últimos días.

—Aprendo rápido —La voz le salió ronca—, y más si es por algo tan jodidamente bueno. Ya intuía que debajo de todos esos vestidos llenos de colores se escondían un par de tetas increíbles.

Tembló como una hoja al viento cuando él se inclinó hasta alcanzar uno de sus tiernos pezones y acariciarlo con la lengua. No recordaba la última vez que le hablaron de manera directa. Tal vez nunca lo habían hecho y por eso estaba tan mojada. El escalofrío de placer que recorrió su cuerpo la azotó como un rayo, y presionó sus muslos como acto reflejo al notar la húmeda y cálida lengua de él sobre sus pechos.

Siempre había sido sensible justo ahí. Junto al cuello y la base de su nuca, era una de sus zonas erógenas, y Massimo los estaba estimulando demasiado bien. Abarcaba uno de sus senos con la boca, succionando y mordisqueando, mientras con la mano acariciaba el otro. Incapaz de olvidarse de alguno, o quizás fascinado con ellos.

Tragó saliva, y notó que aún quedaban restos de su sabor en su boca. Jadeando y con la piel caliente, se pegó a él y lo tomó del cabello, obligándolo a alzar la cabeza. Le besó de nuevo, porque esos besos eran demasiado buenos como para quedarse sin cientos de ellos. Massimo le dio un nuevo azote que activó su cuerpo por completo. Con un suave tirón, la pegó contra la pared más cercana y ladeó la cabeza para profundizar aún más en su boca.

Deslizó los dedos por su vientre hasta la cinturilla de sus bragas. Apenas le bastaron dos segundos para que fuese ella quien separase las piernas, dándole acceso completo a su intimidad. La cubrió con una mano por encima de la tela húmeda y la acarició con ayuda de la palma hasta que Ginebra le mordió el labio. Dientes ansiosos por abrirse paso en su carne. «Menuda fiera», pensaba, totalmente maravillado.

Escondiendo una sonrisa, él tiró del elástico de esas bragas de encaje hacia arriba, presionando su sexo con ellas. Ginebra gruñó, más preocupada porque se las rompiese que por la mezcla de dolor y placer que experimentaba.

Massimo maldijo en su idioma materno por ser demasiado formal como para no rompérselas de verdad, tal y como le apetecía. Y si no lo hizo fue porque valoraba demasiado el cariño que le tenía esa mujer a su ropa interior, no porque le encantara vérsela puesta.

De un tirón brusco se las bajó hasta los tobillos. Ella aprovechó y lanzó los zapatos de tacón a otro lado con movimientos torpes de los pies. Luego tomó su polla con la mano, acariciándole de nuevo a modo de venganza por cómo la miraba: capaz de provocarle un orgasmo solo con dos caricias. Y no le daba la gana concederle una victoria tan fácil.

Massimo volvió a la carga, en esta ocasión besando el largo de su cuello, la curva de sus hombros y la unión de sus pechos. Coló una de sus manos entre sus muslos enemistados y acarició los pliegues más superficiales con los dedos, expandiendo su humedad como ella lo hacía con su miembro. Masturbarse mutuamente no era lo que más le fascinara del mundo, ni mucho menos lo que le apetecía hacer toda la noche con ella; pero Ginebra conseguía hacer de cualquier caricia una guerra placentera.

Y eso no se le iba a olvidar en la vida.

Dos de sus dedos separaron lentamente sus labios antes de atacar su clítoris de una vez. Ginebra gimió algo ininteligible cuando su pulgar se movió de forma perezosa en la zona donde se acumulaba toda la tensión de su cuerpo.

—Sabía que en el fondo escondías muchas cosas —murmuró él, extasiado con su olor, el sonido de su voz y la humedad acumulada entre sus piernas—. Eres puro fuego, Gin. Te escondes detrás de tus miedos, pero cuando te desatas… Dios, eres increíble.

Ella dejó de acariciarle para mirarle a la cara. No había rabia en esa ocasión, ni desconcierto; el único sentimiento que brillaba en sus ojos marrones era el deseo. La necesidad de sentirle tan enterrado en ella como sus palabras.

—Tú, en cambio, eres tal cual lo imaginé.

A él no le pareció un mal comentario. Al contrario, le ayudó a comprender hasta qué punto compartían el mismo sentimiento. La misma necesidad animal de follar.

Introdujo dos de sus dedos en su interior y comenzó a rotarlos. Ginebra gimoteó de forma lastimera, hincándole las uñas en los hombros, pero él no fue nada suave ni delicado. Con la frente apoyada en la de ella, se deleitó con las vistas como un cabrón afortunado. No dejaba de mover su mano como si fuera un vibrador, más y más rápido, hasta que ella estalló en mil pedazos y él se tragó su gemido por completo en un beso arrollador.

Con las piernas temblándole, el aire llegando a duras penas a sus pulmones y los dedos de Massimo aún en su interior, Ginebra luchó contra los estremecimientos de su reciente clímax. La mirada que le dedicó estaba cargada con un mensaje muy claro: fóllame ya. Y él no fue nada lento a la hora de captarlo.

Se retiró de su interior con suavidad, lamiendo sus dedos. Un gruñido emergió de su garganta al ver esa imagen tan jodidamente sensual. Lo empujó hacia la cama y permitió que él la acorralase contra el colchón. «Sabía que le iba ser dominante», pensó, sin ofenderse porque Massimo la manejara a su antojo.

—Quítate la ropa —le pidió—. No voy a follarte con los pantalones puestos.

Massimo tomó distancia para obedecer. En cuanto quedaron a la par, tomó el único condón que llevaba en la cartera y lo dejó a un lado.

Capturó con la mirada aquella belleza italiana que le esperaba en la cama. Su piel bronceada brillaba bajo las luces anaranjadas de las lámparas, sus labios estaban rojos e hinchados, y su melena lisa y oscura como la noche se desperdigaba sobre la colcha. Sí, qué cabrón más afortunado era.

La agarró de las rodillas con ambas manos, obligándola a separarlas. Ante la imagen de toda ella expuesta a él sin ningún tipo de vergüenza o pudor, sintió que el aire abandonaba de golpe su pecho y la cabeza le explotaba. Ginebra, con una expresión coqueta de lo más inusual, deslizó una de sus manos de sus pechos hacia su vientre, y de ahí un poco más abajo, donde su humedad lo invitaba a jugar un poco más.

Verla así, jugando entre sus pliegues como sus dedos hicieran unos minutos antes, fue más de lo que pudo soportar. Se correría antes de entrar en ella, y no le daba la gana de perderse algo tan bueno.

Con movimientos rápidos y eficaces se puso el condón, apartó su mano y, sin soltarla, entró en ella de una fuerte embestida. Ginebra arqueó la espalda en respuesta. Un jadeo brotó de sus labios en el segundo que él se quedó congelado, sin moverse.

—¿Estás bien?

—Joder… sí. Sí, Mass. Solo… hacía mucho tiempo que no… —Se relamió por inercia—. Sigue, no me molesta.

Él lamió la curva de su barbilla antes de subir a su boca y mordisquearle los labios. Ginebra entreabrió estos a modo de invitación. Massimo volvió a besarla sin límites de ningún tipo, profundizando en su boca con la lengua hasta que sus movimientos se acompasaron a los primeros envites de cadera.

Sí, justo así le necesitaba. Ginebra le rodeó las caderas con las piernas para atraerlo tanto como le fue posible, con la piel picándole de necesidad y el placer abriéndose paso en ella en oleadas gigantes. Cada beso la empujaba más hacia ese glorioso final donde todo explotaba como una supernova. Y Massimo pasó de moverse con lentitud, en largas y profundas estocadas, a acelerar de improvisto. Casi como si deseara clavarla en la cama a puro golpe de cadera.

Hacía tanto, tantísimo tiempo que nadie la tenía así: temblorosa, caliente, al límite. Massimo sabía la manera exacta de volverla loca. Rastrillaba los dientes sobre la sensible piel de su cuello, de sus pechos y sus clavículas mientras con una de sus manos la aferraba de las caderas. Embistiéndola como un animal.

Se dejó ir por completo. Allí dentro podía gemir tanto como le diese la gana sin que uno de sus vecinos golpease la pared a modo de queja. Y a Massimo parecía gustarle mucho esos sonidos que escapaban de sus labios, porque se la clavó tan profundo que su cuerpo dio un pequeño bote y se vio obligada a aferrarse a sus antebrazos para mantenerse en el sitio.

—Eres tan… brusco…

—Te encanta que lo sea —gruñó él en respuesta, apoyando la mano libre sobre la cama, a un lado de su cabeza. Desde aquel ángulo tenía una visión perfecta de su cara enrojecida, del balanceo de sus tetas y la pátina de sudor que cubría su piel de bronce—. Aunque no lo digas con palabras, se te nota, bella… Mírate, suplicándome por más. ¿Quieres más, hmmm?

—Sí —murmuró ella.

—Pídemelo. Vamos, ya estás chorreando por mí, por mi polla. Dime que quieres más, Gin.

Fue lo suficientemente astuto como para aprovechar que ella le repasaba la nuez con la lengua en un gesto provocador para salir por completo de su interior. Ginebra gimió en protesta y él la calmó con un mordisco en el cuello.

—¿Qué pasa?

—Eso mismo me pregunto yo… ¿Qué haces, Mass?

«Volverte loca, y yo volverme loco contigo», pensó, aunque no habló al instante. Soltó su cadera para llevar esa misma mano a su miembro recubierto aún por el látex y la humedad de ella, y así frotar la punta con su clítoris hinchado. Ginebra se mordió el labio inferior, estremeciéndose bajo su cuerpo.

—Confiésalo, Gin —le pidió él, sin dejar de masturbarla con su propio miembro en movimientos lentos y cadenciosos—. Dime cómo quieres sentirme… —Al ver que ella no hablaba, que no podía hablar, le dio un pequeño golpecito con su miembro. Ginebra se sobresaltó—. Siempre sabes hacerte escuchar, ¿qué te pasa ahora?

—Estás escuchándome ahora, arrogante —farfulló ella, caliente y temblorosa y necesitada—. ¿Me torturas porque esperas escuchar lo mucho que te necesito…? ¿Sabes lo pretencioso que suena eso?

Repasó el contorno de sus hombros con las uñas, dejando tras de sí unas líneas rosadas que escocían lo suficiente como para hacerse notar. Massimo movió las caderas, fingiendo que volvía a la carga, aunque solo existía una pequeña fricción entre ambos. Y pese a lo desquiciante que era, fue Ginebra la que cedió primero.

—Mass… d-déjate de juegos. Te quiero dentro.

—Méteme dentro —murmuró él, con los labios pegados a su mentón—. Toma lo que desees.

—Soberbio de las narices… —Introdujo la mano entre sus cuerpos y, con suavidad, tomó su miembro y lo guio de nuevo a su interior. Massimo se dejó ir con una estocada tan, tan lenta, que le arrancó un nuevo gruñido de frustración—. ¿Vas a seguir negándonos esto…?

—No, Gin. Dame lo que quiero y yo te daré lo que quieres.

Ella relamió sus labios y le clavó la mirada encima, repleta de deseo y venganza.

—Mierda, Mass… Tú ganas. Fóllame duro. Destrózame —gimoteó—. M-Me gusta así, sí… Me pone que me lo hagas brusco… Que me hables sucio…

No necesitó una confesión más extensa. Con confirmar sus sospechas y haberla llevado a ese límite, se sintió más que satisfecho. Apoyó ambas manos sobre la cama y retomó el ritmo de antes: duro, rápido y profundo. Entrando en ella hasta que no podía acogerle más y le obligaba a retirarse apenas lo suficiente como para regresar al mismo punto, con sus caderas chocando, la cama chirriando y los gemidos de ella llenándole los oídos con la melodía más pasional de todas.

Pequeñas gotas de sudor le resbalaban por la cara cuando Ginebra le pasó los dedos por el pelo castaño, apartándoselo. Ella lo acercó tanto como puto, pegando sus frentes cuando las contracciones en su vagina se hicieron más intensas, aprisionándolo como si nunca más quisiera dejarlo ir. Vio en sus ojos oscuros el placer y la entrega más absolutos. Y cuando se corrió, con las piernas temblándole y su espalda arqueándose, se dejó ir con ella. Gimiendo enronquecido mientras se liberaba por completo en su interior con cada estocada.

Joder, llevaba tanto tiempo sin tener una sesión de sexo tan intensa, y con una mujer capaz de acogerle como si fuese preciado y bienvenido en la cama, que no logró dejar de temblar hasta que los brazos de ella cayeron laxos sobre el colchón.

Massimo le echó un vistazo. Tenía la piel brillante, las mejillas enrojecidas, los ojos brillantes y los pezones aún duros. Miró un poco más abajo y se sorprendió al ver lo juntos que estaban. ¿Cómo habían llegado a ese punto? Si hasta hacía dos semanas estaban tirándose los tratos a la cabeza. Pero sería una mentira no admitir que le ponía muchísimo cómo ella aún se aferraba a él con las piernas, o lo cálida que era.

Besó el punto de unión de sus pechos antes de retirarse e ir a tirar el condón. Ginebra, con los párpados entornados, lo siguió con la mirada en todo momento. «Tabita tenía razón: los más formales son los peores en la cama. ¿Cómo cierro yo ahora las piernas?», pensó, sin una pizca de energía.

Massimo debió darse cuenta, porque al regresar a la cama la agarró con fuerza y la pegó a su pecho como si nada. No fue un abrazo de pareja, sino del amante que te consuela después de arrancarte el placer a empujones y dejarte como un gato recién alimentado. Y a ella le sirvió por el momento.

El despertar de la pasión funcionaba así; te dejaba con el corazón y el cuerpo en guerra. Y Ginebra supuso que, pese a tener fecha de caducidad, ese recuerdo no se lo arrebataría nadie. Permanecería con ella, y podría rememorarlo siempre que quisiera, como esa noche donde el chef más insoportable del mundo le demostró que no solo era bueno elaborando platos que confundían los sentidos, sino que además conocía la manera de avivar el deseo en una persona que pensó que nunca más lo experimentaría.