19

Ginebra se pasó la semana anterior al viaje ultimando los preparativos para su viaje. No le había contado nada a su abuelo por ahorrarse su discurso de «el restaurante es lo primero», y optó por omitirlo hasta que regresara de España. Mientras, se dispuso a cerrar el contrato con Albert Swan. El rey de las harinas fue tan amable con ella —a pesar del percance de la última fiesta— que hasta la invitó a comer después de la firma.

Le pareció un hombre de lo más peculiar. Hablaba de toda su familia como si fuese lo más preciado que tenía, y de su empresa como si fuera una casa recién comprada a la que le hacía falta una buena reforma. Ginebra se preguntó si Albert era consciente de la cantidad de cuervos que tenía rodeándole, empezando por su hija y futura heredera.

Según él, Nora había estudiado en la mejor universidad de Europa con la intención de convertirse en una empresaria de éxito. Era su ojito derecho. Era una de los tres hijos del señor Swan, quien se había casado con una modelo francesa que vivía a su costa en Europa. Todo un escándalo. A Ginebra le hizo gracia estar escuchando todo el drama familiar de los Swan mientras se comían una lasaña de verduras que, si tenía que ser sincera, no le llegaba a la suela de los zapatos a la que cocinaba Massimo.

Ese hombre tenía un don con la comida. Todavía no había probado un solo plato cocinado por él que no le hubiese gustado. Y él lo sabía, por eso la usaba de conejillo de indias en sus recetas nuevas. Algo que no le molestaba, a decir verdad.

Como él no se presentó a la firma —no pintaba nada allí al no ser socio del restaurante—, Ginebra se limitó a desplegar sus mejores sonrisas y a espolear al señor Swan a contarle todo lo que te apeteciera y más. Así logró pactar una colaboración durante cinco años que tuvo a su abuelo contento durante días.

Ginebra apareció de improvisto en la cocina a última hora de la noche, y descubrió que Massimo seguía allí, inmerso en nuevas elaboraciones para un compañero de Dublín. Lo sabía porque se lo comentó de pasada en una de esas veces que la acorraló contra la puerta del restaurante con la intención de comérsela a besos antes de desearle buenas noches.

Entre los dos la cosa iba bien, y solo por eso estaba tan tranquila. Ginebra no soportaba los ambientes hostiles. La desequilibraban emocionalmente. Esa era la herencia que le dejó su madre, por encima de saber amasar bien y jugar al mus.

—¿Sigues con tus postres mágicos?

Él levantó la cabeza un momento y asintió.

—Voy a probar a hacer una falsa mandarina rellena de frambuesa, nuez garrapiñada y mousse de menta, a ver qué tal queda.

—Rico, supongo. ¿Hay algo que se te dé mal?

—Hacer la declaración de la renta.

Ginebra se rio ante su sinceridad. Se acercó a él y comprobó los cuencos que tenía sobre la mesa, atreviéndose a repasar el borde de uno de ellos con el índice. Pero cuando iba a metérselo en la boca para descubrir a qué sabía, Massimo la agarró de la muñeca y le lamió el dedo con una sensualidad que amenazó a sus rodillas con hacerlas doblar.

—Es de mala educación meter las manos sucias en el plato de un chef, bella.

—Me las acabo de lavar, y solo he tocado el borde, mio caro.

—Motivo suficiente para recibir un buen castigo.

La atrajo hasta que sus bocas colisionaron con brusquedad. Ginebra emitió un bajo y ronco gemido de placer. Ese hombre hacía maravillas con la lengua también. Además de que le permitió saborear la mousse de menta directamente de sus labios.

Todo su ser tembló de expectación. A esas alturas ya habían cerrado de cara al público, los cocineros se habían largado y la mayoría de camareros también, por lo que no les molestaría nadie. Y tener esa certeza aumentó la necesidad de arrancarle la camisa, tirarla por los aires y lamer ese torso de una buena vez.

Massimo conocía a la perfección cómo desarmarla sin más ayuda que las caricias húmedas de su lengua, los mordiscos en su labio inferior y esa manía de acariciarle el pelo como si fuese la octava maravilla del mundo. Cualquier mujer en su lugar estaría también con el corazón desbocado y la mente en blanco mientras la besaban de forma tan increíble.

A esas alturas ya tenía más que claro hasta qué punto estaba a los pies de ese chef pomposo con la calidez más apetecible del mundo. Si él la besaba o la miraba, el mundo se detenía de golpe. Algunas veces podría jurar que sentía el frenazo, y sucedía justo cuando él le sonreía de medio lado o sus dedos rozaban la parte baja de su espalda.

—Si esto es un castigo, no quiero saber qué me harás cuando te enfades de verdad.

Massimo lamió despacio su labio superior antes de alejarse.

—Es un castigo bastante efectivo si tenemos en cuenta que no voy a darte más besos como este en lo que queda de noche.

—¿Va en serio? —Ginebra boqueó como un pececillo recién sacado del agua.

—No haber metido el dedo en la mousse, querida.

De la misma forma que haría una cría de cinco años a la que le han prohibido comer más tarta, Ginebra repasó el borde del cuenco con el dedo corazón y, alzándolo bien para que solo pudiese ver ese, lamió la punta y se apuntó un tanto cuando sus ojos azules se oscurecieron.

«Jaque mate, cariño», pensó, orgullosa por saber jugar de la misma manera.

—¿Hoy vienes con ganas de guerra, Gin?

Su tono de voz ronco y la manera en que la acorraló contra la encimera casi le provocó un cortocircuito. Si las bragas pudieran caerse por sí solas, en ese momento las suyas ya estarían en el suelo como una invitación silenciosa a «fóllame y dejémonos de tonterías».

—Has empezado tú, yo solo quería saber qué estabas cocinando y si estaba bueno. Me gusta probar lo que tienes entre manos —murmuró con un tono coqueto.

Vio sus carrillos hincharse al olisquear su perfume cuando cogió algunos mechones entre sus dedos y jugueteó con ellos. Ginebra percibió los latidos de su corazón en los oídos, acallando cualquier sonido del exterior salvo la voz del hombre que la contemplaba en ese momento. Más que decidido a comérsela si seguía empujándolo al límite con esos comentarios fuera de lugar que le recordaban a la noche en que tiraron abajo todos los muros, y no solo la ropa.

Si tenía que quemarse, que fuese con él. Allí, en ese momento. Sin importar nada más.

Pero el sonido de su teléfono resonando por toda la cocina puso fin de golpe a esa tensión sexual no resuelta que los tenía respirando agitados.

A regañadientes, Massimo respondió a la llamada y su rostro palideció al oír a Reyes al otro lado.

—No te muevas de ahí, voy enseguida —le dijo, y colgó.

—¿Qué pasa? —Ginebra se había preocupado de golpe.

—Reyes ha tenido un problema y tengo que irme. Lo siento.

Se movía algo torpe mientras le explicaba todo, recogiendo los cuencos y guardándolos con cuidado dentro de la nevera que había justo debajo de la mesa de trabajo.

—Tranquilo, ya lo recojo yo todo —ella posó una de sus manos sobre su brazo, buscando calmarle un poco—. Si es algo grave, no tardes en ir con él.

Massimo asintió con la cabeza, medio distraído. Por un momento pensó que se iría sin más, pero él se giró, la tomó de la barbilla y le dio un corto beso en los labios. Atribulada y con un revoloteo en el estómago, se quedó donde estaba tras oír un «nos vemos mañana, Gin».

¿Qué había sido eso? ¿Y por qué sus piernas no respondían al querer moverse?

Massimo entró en el club de striptease al que se había prometido no volver más por el bien de su amistad con Silvia. Pero Reyes lo eligió al tenerlo más cerca y ser el único lugar donde hablar de todo sin interrupciones, ya que la mayoría de personas estaban centradas en la zona de las barras, ahí donde las chicas hacían el show a cambio de un buen fajo de billetes.

Su amigo estaba en una mesa apartada, donde los hombres con el corazón roto o la mente saturada solían esconderse a beber como si no hubiese un mañana. Cabizbajo y con un vaso de whisky frente a él, Reyes jugaba con el colgante de su hija.

—¿Qué ha pasado? —preguntó nada más sentarse frente a él, sobresaltándole—. ¿Dónde has dejado a Enid?

La llamada telefónica había sido tan escueta que no le dio tiempo a escuchar una explicación completa. Todo lo que Reyes pronunció fue un «he discutido con Enid y estoy en el club de siempre». Cualquier otro padre se limitaría a cocinarse un sándwich, ponerse la televisión y esperar a que su hija recién entrada en la adolescencia decidiera hablarle de nuevo, pero ese hombre no. Él canalizaba las discusiones de otra manera, quizá empujado por la falta de una figura materna capaz de guiarlo en momentos donde perdía la paciencia y las palabras.

—En casa, escuchando rock emo como si estuviera dentro de la secta de Marilyn Manson.

Massimo prefirió no corregirle y explicarle que Marilyn Manson era solo un cantante de rock. Con un historial más sucio que el retrete de un antro de mala muerte, pero cantante, a fin de cuentas.

Una de las camareras se acercó a ellos enfundada en una falda tan corta que parecía más un cinturón ancho. Les tomó nota y les trajo otra ronda enseguida: un whisky doble para Reyes y un agua con gas y limón para Massimo.

—¿Por qué habéis discutido esta vez? ¿Se ha echado novio por internet?

—No. Es aún peor: la he pillado en medio de una videollamada con una amiga. O eso creía yo. Le he preguntado si quería cenar algo y se ha puesto muy nerviosa, lo cual ya es indicio de que algo muy malo estaba planeando. Cuando me aseguré de que su amiga no tenía la oreja pegada al teléfono, me senté a su lado y le pregunté si tenía algún problema. —Suspiró mientras acercaba el vaso más viejo y se lo bebía de un trago—. Ya sabes cómo es Enid, adora marear la perdiz, a ver si se me olvida todo o dejo de insistirle. Pero al final ha tenido que confesarme que estaba hablando con una de sus primas.

»La chica de la videollamada era la hija de la hermana de mi mujer. Ya sabes, la misma familia que nos dio de lado cuando Shanna murió en el parto y me culparon a mí de la desgracia —gruñó con amargura—. Nunca se han preocupado por la niña, Mass. Jamás han llamado para saber si estaba bien, si necesitábamos algo. Y ahora resulta que se ponen en contacto con ella a mis espaldas, y yo… —Se frotó el rostro con una mano, cansado—. Tengo miedo de que le hagan daño.

Massimo agitó el hielo dentro de su vaso con una expresión pensativa. Él mejor que nadie sabía hasta qué punto podía jugar sucio la familia si quería conseguir algo. Después de todo, se había criado en medio de la deshonra, con un padre ausente y una madre llena de heridas. Recordaba vagamente la cantidad de veces que su familia paterna enviaba una postal en época navideña con la intención de felicitar a un niño al que jamás habían visto en persona.

De treinta y tres años que tenía, ni un solo día recibió la visita de sus abuelos o de sus tíos. Era una figura ausente en las plegarias de una familia que solo habían mantenido el contacto por si daba la casualidad de que él cedía y podían conseguir un pedazo del legado de los De Luca. Esos viñedos eran la envidia de todos. Menos de él, claro.

Enid debía sentirse igual de desconcertada que él a su edad. Uno se hacía preguntas, por muy feliz que fuese. «¿Por qué mi familia está incompleta?, ¿por qué mi familia no me quiere?» Esas heridas no se sanaban de la misma manera que cuando te caías y te raspabas las rodillas. El agua oxigenada prevenía la infección, sí, pero no impedía el paso a la tristeza en el corazón, así como a la incertidumbre y a tantas respuestas formándose en tu cabeza.

Tal vez esa niña necesitaba el consuelo de saber que, a pesar de tener un padre desviviéndose por ella día y noche, también contaba con el apoyo de unos abuelos o unos primos.

—A lo mejor me odias por lo que voy a decir, Reyes, pero la niña tiene derecho a saber de dónde venía su madre. Quién era su familia y por qué le dieron de lado. No estoy justificando la mierda que han hecho durante doce años, culpándote y, en consecuencia, castigando a tu hija. Pero a veces llega el instante en que nos damos cuenta de la cantidad de cosas malas que hemos hecho, y nos entra la necesidad de pedir perdón, de seguir adelante.

—¿Crees que no lo sé? Joder, eso lo llego a entender. Por mucho que me joda, más por Enid que por mí, sigue siendo su familia y si ella quiere conocerlos, estoy de acuerdo. Lo que me molesta es que lo hagan a mis espaldas, ¿comprendes? Quitándome del medio para así acceder mejor a una niña de doce años que aún no sabe cómo funciona el mundo, o la cantidad de hijos de puta que te puede mentir escudándose en la familia o el cariño.

»Amé a Shanna con todo mi corazón, y amo aún más a esa niña. Lo es todo para mí, Mass. Y cuanto más lo pienso, más me cuesta entender qué buscan ahora, por qué intentan comunicarse con una persona a la que han ignorado más de una década.

—Habla con ellos. Llámales o ve a visitarlos, y les dices que les permites ver a la niña siempre y cuando respeten que tú eres su padre. Si tú no das tu permiso, ellos no tienen derecho a nada. Renunciaron a la custodia compartida.

—Mira, le he dicho eso mismo a Enid, y se puso hecha una fiera. Gritándome que no tengo derecho a protegerla como si fuera tonta —rio con sequedad, frustrado a más no poder—. A mí, que lo he dado todo por ella, me echa en cara que la proteja de unas personas que no la quieren. Y sé que no la quieren, Mass. Lo siento aquí. —Se dio un golpecito en el pecho—. Me lo dice el corazón. Pero Enid no entra en razón ni aunque se lo explique con letreros luminosos.

—Es una niña —recalcó Massimo—, y los niños no razonan como un adulto. Además, da igual lo que sus abuelos digan, quien manda eres tú. Y si quieren ir por la vía legal, adelante. —Hizo un gesto seco con la mano, como si estuviera invitándoles a ir—. Enid ya se relajará, tranquilo.

—¿Y si se escapa? No soy tan mezquino para quitarle el móvil y encerrarla en casa, eso la convertiría en mi prisionera y no soy esa clase de padre. Me niego a serlo.

Massimo exhaló un profundo suspiro. Comprendía el miedo de su amigo, cualquier padre o madre en su lugar lo sentiría. Pasarse toda una vida criando y educando a una niña era muy duro. Que encima vinieran a quitártela de buenas a primeras era igual que recibir un disparo en el pecho a bocajarro. Dolía, ardía y jodía. Y aun así estaba más que dispuesto a llegar a un punto medio por la felicidad de su hija. ¿Acaso la vida se divertía jodiendo a los demás? ¿O en el fondo vivían dentro de una película de terror?

Con la copa aún en la mano, se dispuso a darle el único consejo válido que tenía ante una situación semejante, pero antes de que saliese una sola palabra de su boca escuchó el sonido de unos cristales rompiéndose y los gritos de varias personas a unos pocos metros de distancia.

En medio de la trifulca, la cabeza de Silvia sobresalió, captando su atención. Massimo se levantó como un resorte y se dirigió allí de inmediato. Dos hombres estaban partiéndose la cara mientras un tercero acorralaba a su amiga. Ella lo miraba con horror, insistiéndole en que la dejase en paz.

—Silvia… —La tomó con cuidado del brazo y la apartó del foco de la pelea—, ¿qué pasa?

Sus ojos se movían con nerviosismo por todo su rostro. Allí dentro no se respiraba más que aire viciado, y Massimo se estaba mareando entre los empujones involuntarios que recibía por culpa de los dos hombres en disputa y la necesidad de salir de allí antes de vomitar en el suelo.

Escenas como esa le traían malos recuerdos. Momentos donde él mismo se comportaba como un imbécil.

—Eh, tú. Para. —El tipo lo agarró de la muñeca, obligándole a soltarla—. Silvia y yo estábamos hablando, aquí no pintas nada.

Massimo se zafó con un gesto poco elegante.

—Por favor, Adam, no. —La voz de Silvia sonaba entrecortada—. Te he dicho que no voy a volver contigo, así que vete. Da igual lo que te dijese mi madre porque no deseo hablar más contigo, ni verte. Esto terminó hace mucho, no lo alargues.

El hombre bufó en su dirección.

—He cruzado media ciudad para verte…, ¿y lo único que me dices es que me vaya? ¿O es que te estás tirando a otro? ¿A este capullo? —Señaló a Mass—. Eres una guarra y…

—Lávate esa boca, cabrón —intervino Reyes—. Nadie habla mal delante de una señorita.

—Las bailarinas de pole dance no son señoritas, ya te lo digo yo. Y si estás aquí dentro, amigo mío, quizá deberías replanteártelo.

—Adam, vete —suplicó Silvia—. Se acabó, así que vete.

—¡Y una mierda! ¡Han sido tres años aguantando tus desplantes! ¡Me debes aunque sea un polvo de consolación, guarra!

Reyes dio un paso al frente, protegiendo a la chica con su cuerpo. Los ojos inyectados en sangre del tipo se fijaron en él, en sus músculos definidos bajo la camiseta y la mirada de «Voy a cortarte la cabeza si te acercas». Contra él no tenía nada que hacer, no era tan tonto. Por eso arremetió contra Massimo, golpeándole en la cara. El chillido de Silvia le perforó los tímpanos al estrellar el puño una segunda vez en el chef, esta vez a la altura de la ceja. Gotitas de sangre salpicaron su ropa y el suelo, llamando la atención de los seguratas que intentaban detener la otra pelea.

Dos tipos muy altos agarraron de los brazos a Adam y lo sacaron del local a rastras. Silvia, temblorosa y asustada, se acuclilló en el suelo, con las manos sobre los hombros de Massimo.

—Lo siento, lo siento. No sabía que mi ex… Joder, menuda mierda —sollozaba—. Levántate, por favor, tienes que ir a urgencias.

—Estoy bien. —Hablaba con calma, pero la apartó con suavidad. No le sentaba nada bien su contacto en ese instante donde toda su cara palpitaba cual olla a presión—. Solo es un golpe tonto.

—Vas a tener la cara como un cuadro de Picasso una semana entera, cabrón. Anda, ven. —Reyes le ayudó a ponerse en pie—. En casa tengo algunas pomadas para ese tipo de lesiones. Ni te haces una idea la cantidad de veces que me han dejado como un entrecot mal hecho en un combate de boxeo.

—Voy con vosotros, le diré a mi jefe que necesito la noche libr…

—No —cortó Massimo—. Lo que tienes que hacer es salir de esta mierda y no regresar con tu ex. —El tono de su voz era tan frío como el hielo derretido de su vaso olvidado sobre la mesa—. Pon en orden tus prioridades de una vez, Silvia.

Reyes la miró con una expresión de «lo siento» antes de dirigirse a la salida con su amigo. Esa noche no estaba saliendo nada bien en general. Mirase a donde mirase solo captaba soledad, furia y tristeza. Y la frustración de Massimo al recibir un par de puñetazos por estar en el sitio equivocado, en el momento menos indicado. De ahí que se limitase a guardar silencio mientras conducía hasta la casa donde le esperaba su hija, su enfado y una botella de whisky escondida bajo el fregadero que pensaba tomarse él solo.