26

Ginebra ya intuyó que su abuelo pondría el grito en el cielo nada más enterarse de dónde había estado la semana anterior. Le costó casi una hora explicarle por qué Massimo fue un buen sustituto y por qué era importante que estuviera en España junto a la persona que le había dado trabajo durante más de dos años. Alonzo Moretti era una persona tan egoísta que le espetó algo como «Céntrate en tus deberes y deja de dar tumbos, que no es época de vacaciones para los empresarios», y ella, resolutiva, le dijo que iría de viaje a donde le diese la gana y que, si tan descontento estaba, siempre le quedaban más opciones. Como Paulino o Isabella.

—Tus primos no sabrían ni por dónde empezar, Gin —gruñó él al otro lado de la línea.

—Tampoco yo y aquí estamos. Ya te he conseguido un buen contrato con el señor Swan, déjame hacer mi vida tranquila. Llevamos semanas abiertos y el restaurante no se ha hundido, ¿no? De verdad, abuelo, estoy en una etapa complicada y no necesito que me presiones más —se quejó, pellizcándole el puente de la nariz con los dedos.

A regañadientes, su abuelo cedió por el momento y ella pudo completar su mañana de asuntos burocráticos sin muchos sobresaltos. Hacia el mediodía se acercó a su antiguo trabajo y se sentó en la cafetería de siempre con sus amigos. Los tres se la quedaron mirando como si de pronto le hubiese salido un cuerno verde en mitad de la frente.

Contarles los motivos de su decisión no fue un momento muy agradable. Ginebra intuía que les costaría asumir que ya no volverían a trabajar codo con codo bajo la firma de Ryssa, ni a compartir su rutina dentro de aquellas paredes donde tanto había crecido como persona en los últimos años.

Ella misma los extrañaría con locura. Si Marisa no la hubiese contratado, ahora no estaría compartiendo mesa con tres personas increíbles.

—Estás loquísima. —Tabita sacudió la cabeza. Ese día se había empeñado en lucir dos moños a cada lado de la cabeza como si la hubiesen contratado para un videoclip de Britney Spears en los noventa—. Pero loca de verdad. ¿Qué es eso de que te largas? ¿Y de qué vas a vivir? Si el restaurante de tu abuelo no te gusta.

—Me guste o no, voy a tener que quedármelo un tiempo indefinido. —Se encogió de hombros—. He optado por buscar otras salidas mientras trabajo en nuevos diseños. No iba a estar toda la vida a la sombra de Marisa Deison. —Ginebra los miró con una expresión serena en el rostro—. Vosotros mismos me lo dijisteis, somos sus peones, mano de obra. Por muy feo que suene, ella se lleva el mérito y nosotros un sueldo base para ir tirando. ¿Qué tiene de especial? Vine a Nueva York con la esperanza de convertirme en una de esas diseñadoras capaces de encandilar con sus diseños al público, y de momento solo he conseguido llenar mi cuenta corriente, pero nada más.

—Si no te quito razón, Gin. Lo importante aquí es que te has desligado de una firma importante y eso te puede jugar en contra —insistió la rubia—. ¿Te has parado a pensar en si a Marisa le da por sabotear tus intentos de despegar? Ella conoce de primera mano tu talento. ¿Y si se dedica a lanzar rumores falsos contra ti?

Iván frunció el ceño.

—¿De verdad piensas que la mujer de uno de los abogados más importantes de este lado del país se va a arriesgar a quedar en vergüenza haciendo cosas típicas de adolescentes en el instituto? Por favor —bufó él—, que ya tenemos una edad. Marisa seguirá con sus cosas y Gin irá por libre. Si se cruzan o no, el tiempo dirá. Pero no estamos en Gossip girl, Tabi.

—Di lo que quieras —le señaló la aludida—, pero te sorprenderías la maldad que guarda dentro de sí algunas personas a la hora de quedar por encima.

—Marisa no va a hacer nada semejante —la defendió Ginebra—. Me ha pagado un montón por la última colección, me ha dado consejos muy valiosos y me ha abierto las puertas de par en par de su empresa por si necesito cualquier cosa. Sinceramente no la veo tan mala persona.

Tabita puso los ojos en blanco.

—Estás muy positiva desde que tienes sexo del bueno. Qué bonita se ve la vida con orgasmos. —Apoyó el mentón sobre sus manos entrelazadas y pestañeó con inocencia—. Apuesto a que tu abuelo está contentísimo. Por fin te tiene donde quería.

—En mi vida ya había orgasmos antes de Massimo —puntualizó Ginebra, aguantándose la risa—, y mi abuelo sigue con su humor de perros habitual. Lo del restaurante ya es una piedra imposible de sortear, esté o no en paro.

—¿Por qué? ¿Piensa que vas a huir del país? —Nana, a su derecha, soltó un momento el tenedor para beber de su granizado—. A ver si te va a mandar cuatro matones al restaurante para vigilarte.

Los tres se rieron por sus ocurrencias. Alonzo Moretti podía ser un tirano, un egoísta y un abuelo horrible, pero no era tan malo. En el fondo cuidaba de sus negocios como lo hacía de su familia. Solo buscaba lo mejor para todos. Si se ponía pesado con Ginebra era por su incapacidad a la hora de entenderla, nada más. Cualquier otra persona lo hubiese intentado, pero Alonzo no tenía tiempo ni de detenerse a escuchar sus propios pensamientos. Vivía por y para los negocios, ya está. Ginebra lo apreciaba de ese modo.

La muerte de su padre fue un duro golpe que los dejó insensibilizados largo tiempo. Su madre lo sufrió en silencio, con la cabeza alta y una sonrisa en los labios para no preocupar a su única hija. No resultaba fácil criar a una niña sin más figura paterna que la ausencia al otro lado de las fotos familiares. En todas esas imágenes solo figuraban las dos, y así aprendieron a ser felices.

Tampoco lo echaba en falta. No era lo mismo perder a tu padre después de conocerle, que nacer sin él. Además, su madre se encargó de llenar todos los huecos vacíos en la casa con mascotas increíbles, juegos, sonrisas, clases de cocina y todo lo que se le ocurriese.

Alonzo las apoyó en cada decisión, sin replicar demasiado, y les ofreció trabajo en todos sus restaurantes. Lo único que le fastidiaba a su abuelo era que Ginebra no siguiera el mismo camino que sus primos, a excepción de Salvador. Ambos se habían convertido en las ovejas negras de la familia al decir un rotundo no a la hora de heredar el negocio familiar.

—Si Massimo y tú sois así de increíbles juntos, no conseguirás que te saque del proyecto —dijo Iván, muy seguro de eso—. Alonzo no es un hombre sin dos dedos de frente. Lo suyo sería hacerle creer que realmente no sirves para esto, ¿no? Si ve que no te esfuerzas en dar el doble de ti misma por el restaurante, y que eres un completo desastre, acabará claudicando y mandando a uno de tus primos.

—No es mala idea, la verdad. Si ve que Mass y yo nos llevamos a matar, y eso hace peligrar el negocio, tal vez cambie de opinión —murmuró Gin, removiendo la ensalada de su plato—. Llevo semanas queriendo sacarme ese muerto de encima.

—Dicen que a los muertos hay que enterrarlo.s —Tabita la miró con sus ojos verdes brillando de interés—. ¿Y si le ocurriese algo al restaurante? Los incendios son muy comunes en las cocinas cuando te dejas el gas abierto.

—Qué bruta eres, Tabi —le regañó Nana—. Los incendios provocados se considera estafa al seguro y se paga con la cárcel. —Negó con la cabeza, preguntándose una vez más si su amiga decía las cosas sin saber o en realidad esperaba escandalizarlos. Se giró de nuevo hacia Ginebra—. Me parece mejor idea la que propone Iván. Así que, sea lo que sea lo que quieras hacer, cuenta conmigo. No es que tenga tiempo infinito, pero me haría feliz dar vida a tus diseños.

Ginebra agradeció sus palabras. Esa etapa de su vida no sería realmente feliz sin el apoyo de sus amigos. Nana y ella creaban un dúo bastante interesante, por no decir único y especial. Mientras una diseñaba, la otra cosía. Ver las caras de las clientas al abrir por primera vez la caja donde iba envuelto el conjunto a medida no tenía precio. Se equiparaba a la emoción de los primeros días de verano, de regresar a casa después de largo tiempo fuera o de los besos de amor.

—Si no queda más remedio que asumir que no te voy a poder acorralar nunca más en la máquina de café cuando me estresan, pues… cuenta conmigo. Un sujetador no se luce sin unas buenas joyas al lado. Y yo tengo muy buen gusto eligiendo anillos y gargantillas para todas esas mujeres que están a punto de casarse. —Los labios de Tabita se estiraron poco a poco en una sonrisa orgullosa—. Vamos, si me añades al pack no van a salir de la habitación en toda la luna de miel.

Las carcajadas de Ginebra e Iván se acoplaron a los bufidos de Nana.

—A esta págale como una becaria —dijo su amigo, esquivando uno de los sobrecitos de sal cerrados que la rubia le lanzó—, por fantasma.

Ginebra consiguió relajarse durante toda la comida gracias a los comentarios fuera de lugar que hacían. Una mujer tenía derecho a rodearse de personas que aplaudiesen sus locuras y no la mirasen como si hubiese perdido un par de tornillos. Fuese cosa del destino o no —y ella no creía mucho en él, de la misma forma que no se fiaba de todas las máscaras de pestaña a prueba de líquidos—, era feliz rodeada de su segunda familia. La que eligió al aterrizar en una ciudad tan diferente a la que creció.

Ya por la tarde, después de prometerles que pasaría a menudo por allí a visitarles, se quedó en su apartamento con la idea de trabajar en sus redes sociales. Siempre las había tenido abiertas, pero el no prestarles la debida atención le sirvió únicamente para ganar seguidores insoportables que la etiquetaban en cientos de sorteos diferentes casi a diario. ¿Por qué iba a necesitar ella un juego de sartenes? ¿O una plancha del pelo? Si hasta había sorteos de colchonetas con forma de unicornio. La gente ya no sabía cómo ganar seguidores.

«Ni tú tampoco», se recordó, cansada de remover decenas de personas de su lista de amigos. Si iba a iniciar el camino hacia la independencia laboral, lo haría bien.

Diseñó un logo atractivo, banners de publicidad llamativos y hasta contrató los servicios de un chico para que le hiciera una página web. Invertir en algo que le hacía feliz no le costaba mucho, salvo un puñado de dólares y un par de quebraderos de cabeza cuando se equivocaba en las medidas de los avatares.

Una vez terminó todo, se entretuvo en la cocina preparando una mezcla ya prefabricada de muffins de chocolate. Con la ansiedad que arrastraba esos días, los nervios, el jetlag y el síndrome premenstrual acechándola, se merecía un postre rico en azúcares y calorías.

En la radio sonaba una de sus canciones favoritas. Malibu de Miley Cyrus. Aunque lo más difícil fue hacerse la tonta al escuchar estrofas como «because now I’m as free as birds catching the wind». Sí, ser libre como un pájaro estaba bien… siempre y cuando no te estrellases al poco de echar a volar, claro.

Massimo se presentó un rato después, con vaqueros oscuros, zapatillas deportivas y una camiseta de Gorillaz que le sentaba muy bien. Aún le sorprendía que en el fondo aquel chef pomposo fuese fan del rock y el pop rock. No le pegaba en absoluto.

—¿Huele a bizcocho? —preguntó él al olisquear el aroma a chocolate que provenía de la cocina—. ¿Estás cocinando, Gin? ¿Tú?

—¿Y ese tono de sorpresa? —Ella entrecerró los ojos un poco—. Solo hay que ponerle un poco de leche y un par de huevos, no es tan difícil.

—Ya, si contigo lo complicado será que el bizcocho no tenga forma de pene o de un culo gigante.

—En realidad estoy haciendo muffins. Si llego a saber que venías, los hubiese metido en un molde de mini penes. ¿O prefieres un par de buenas tetas en esta ocasión? Si lo piensas bien, ya de por sí tienen forma redondeada, solo hay que dibujarles un pezón de caramelo.

—¿Eso existe? Mira, déjalo. Prefiero no saberlo —Se acercó a ver el desastre de la cocina y casi le da un infarto con la escena que encontró—. ¿Cómo se puede ensuciar tantas cosas para preparar unas simples magdalenas? —Agarró la espátula de la mezcla y lamió un extremo—. Por lo menos la mezcla está buena. Le falta azúcar, eso sí.

—Si has venido a criticar mis magdalenas, Mass, te puedes ir por donde has venido —refunfuñó ella, quitándole la espátula y echándola al fregadero—. Solo intentaba saciar mi hambre de algo dulce.

—Y teniendo al mejor chef del mundo a tu lado, capaz de hacerte derretir con un solo bocado de sus postres, eliges unos muffins de supermercado. Eres una desconsiderada y me lastimas.

Ginebra puso los ojos en blanco.

«A ti no te lastima ni el elástico del bóxer cuando te quedan pequeños».

—No te pongas en plan Willy Wonka y dime a qué has venido. Mis muffins y yo estamos en unos días muy sensibles.

Massimo se apoyó en la encimera, y aprovechó la poca distancia que existía entre los dos para comérsela con la mirada. Ella no lo sabía, pues nunca se lo había dicho, pero le encantaban sus pantaloncitos cortos de pijama y esa camiseta de tirantes que marcaba aún más sus pezones duros. Daban ganas de mordérselos.

—A verte. ¿Necesito un motivo?

Aquello sí que la dejó descolocada. Massimo no se presentaba en su casa sin un buen motivo detrás, y ese le pareció muy tierno. Demasiado. Tanto, que su corazón casi se le salió del pecho de lo rápido que iba.

—Y creo —añadió—, que he venido en un buen momento. Saca los muffins del horno, se te están quemando.

Ella se sobresaltó y corrió a sacar la bandeja nada más ponerse el guante de cocina. Massimo, detrás de ella, se rio con ganas.

—Huelen bien… ¿no? —preguntó ella algo dubitativa.

—Tienen buena pinta. Yo los habría hecho de otra manera, pero… —Se calló nada más recibir un codazo de su parte—. Le haremos una buttercream de chocolate y quedarán aún mejor.

—¿Una qué?

Conteniendo un suspiro, Massimo se dedicó a elegir los ingredientes de su despensa, coger un bol y enseñarle cómo preparar algo tan dulce y fácil como una buttercream. Y así, envueltos en un aroma dulce y pegajoso, se entretuvieron los dos en un espacio tan reducido que cualquier movimiento brusco los hacía entrechocar.

Massimo se comportó de forma muy paciente con ella, mostrándole la manera en que se decoraban unas magdalenas para que se viesen más vistosas. Allí dentro no existía nada que no fuesen ellos, las magdalenas y esa tensión sexual constante que tiraba de ellos como una cadena. En momentos puntuales él le daba un beso en la nuca, en los hombros o le rodeaba la cintura con el brazo. Parecían algo más que amigos, o follamigos, o lo que demonios fueran.

Ginebra ni siquiera se percató de la hora que era, o de cómo él se la comía con la mirada cada dos por tres. Bebiéndose con ansias cada uno de sus gestos, de sus sonrisas, de las caricias sutiles en su brazo. Toda ella le tenía embobado y contra eso no había nada que hacer.

—Así están mucho mejor —dijo Ginebra, complacida al coger uno de los muffins recién decorados—. A mí me habrían salido amorfos.

—Los primeros nunca salen bien. —Atrapó un poco de la crema y le manchó la boca a propósito—. ¿Cuánto tiempo tardas en darte una ducha?

Ella hizo ademán de lamerse el chocolate de los labios, pero él fue más rápido y le estampó un beso que le provocó temblores en las piernas.

—¿P-Por qué lo preguntas?

—Debemos irnos al restaurante y estos dos —rozó sus pezones por encima de la camiseta— llevan toda la tarde tentándome. Creo que me he ganado hacerles una visita rápida.

Ginebra suspiró bajo. Ese hombre sabía cómo tentarla en cuestión de segundos.

—Veinte minutos —repuso ella, en voz baja.

—Que sean veinticinco —añadió Massimo al mismo tiempo que le pellizcaba uno de sus pechos.

Con la mirada encendida de deseo y un calor abrasador entre los muslos, Ginebra le echó los brazos al cuello después de asentir con la cabeza. Veinticinco minutos en el paraíso le parecían muchísimo mejor que siete. Sobre todo si era junto al hombre por el que su corazón ya había caído en las garras del sentimiento más universal de todos: el amor.