LEER Y ESCRIBIR FICCIONES
No exageraba aquel 7 de diciembre de 2010 cuando dijo que lo más importante que le había ocurrido en la vida, a los cinco años de edad, había sido aprender a leer. Mario Vargas Llosa se dirigía a los académicos suecos que habían premiado con el Nobel su abrumadora carrera literaria, esos miles de páginas que a lo largo de medio siglo había escrito con un vuelo y un pulso y una técnica fuera de lo común, y las primeras palabras que salían de su boca rendían un pequeño homenaje al cura cochabambino que le había revelado el secreto oculto en los caracteres del alfabeto.
No era un gesto gratuito. Vargas Llosa estaba señalando el vínculo íntimo, de sobra conocido, que hay entre la lectura y la escritura, y de alguna manera reconocía que su oficio como escritor había derivado espontáneamente de esa pasión lectora. No me lo invento yo, él mismo lo dijo: «Las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía». Sólo talentos muy extraños y particulares —pienso en el poeta Mayakovsky— surgen de la nada, sin insumos literarios ni referentes estéticos que formen la sensibilidad o contagien el interés por la escritura. Y ése, claro está, no era el caso de Vargas Llosa.
Más bien todo lo contrario: el suyo era un vicio precoz. A él se entregó impunemente desde que sus facultades se lo permitieron, y en él sigue recayendo en edades serias y respetables con un interés y dedicación crecientes. Quien haya tenido el privilegio de ojear alguna de las bibliotecas que fue sembrando por el mundo sabe perfectamente que cada libro que pasa por sus manos recibe un comentario y una calificación, y que no le tiembla el pulso ni la retina a la hora de enfrentarse a los quince, veinte o treinta tomos de las obras completas de algún autor, de los que analiza la estructura y las tramas de sus novelas, o en los que sopesa y pelea cada uno de sus planteamientos. Su más reciente empresa lectora lo corrobora: los cerca de cien títulos que componen las obras de Pérez Galdós.
Pero lo sorprendente no es tanto la cantidad o el número de libros que ha leído Vargas Llosa, sino su forma de leer, la savia o la esencia que extrae de cada novela o de cada ensayo que acapara su atención. Uno podría pensar que la lectura es un simple pasatiempo elevado, un vehículo a la cultura o un hábito placentero, y sí, desde luego que es todas esas cosas, pero para Vargas Llosa es algo más. Esto es importante entenderlo. Leer no es algo que se hace al margen de la vida, cuando se suspenden las actividades o se tiene tiempo libre. Nada de eso. La lectura para Vargas Llosa es parte de la experiencia. Más aún: es una manera de prolongar la vida y de llevarla por lugares improbables —incluso peligrosos— que enriquece de la misma forma en que lo haría una gran aventura o una gran pasión.
En otras palabras, no se lee para descansar de las ocupaciones que impone la existencia. Se lee para todo lo contrario: para vivir más, para gozar más, para transgredir las limitaciones del tiempo y del espacio a las que se ve sometida toda vida humana. Y cuando digo «se lee» también podría decir «se ve», porque una buena obra de teatro o una buena serie de televisión puede tener el mismo efecto. Se leen y se ven ficciones para salir de uno mismo y vivir lo que de otra manera sería imposible experimentar.
Una carencia profunda y trágica nos persigue. Tenemos muchos más deseos, ambiciones y apetitos de los que podemos satisfacer. Nuestra condición real siempre palidece ante la imagen ideal que tenemos de nosotros mismos. No nos alcanza la vida, la existencia concreta es poca cosa comparada con todo lo que nos gustaría ser y hacer, con todo lo que nos gustaría experimentar y lograr. Y por eso existen novelas, menos mal, pues en ellas podemos refugiarnos para compensar esas carencias y vivir esas vidas que en suerte o en desgracia nos fueron negadas, que no nos tocaron, que no fueron la nuestra.
Esta verdad profunda se le reveló a Vargas Llosa muy pronto en la vida. La literatura respondía a la insatisfacción del ser humano, a la frustrante imagen de una existencia limitada por los compromisos y la vida en sociedad. Sumergiéndose en las ficciones, viviéndolas, el lector podía satisfacer de forma vicaria pulsiones turbulentas, anhelos antisociales, ansias de trascendencia. De la manera más impune, sin poner en riesgo nada ni a nadie, podía meterse en la piel del asesino, del perturbado o del justiciero. Mientras contáramos con esa ventana de escape a otros mundos y a otras vidas llenas de intensidad, de aventura, de pulsión, incluso de maldad, nuestros anhelos más salvajes se verían domados y nuestros vecinos podrían dormir tranquilos.
El asunto crucial era entonces la insatisfacción humana. Como explicó en otro célebre discurso, «La literatura es fuego», pronunciado en 1967 al recibir el Premio Rómulo Gallegos, nadie que estuviera satisfecho de sí mismo o adaptado al mundo encontraría motivos para negar lo existente inventando una realidad ficticia. Se leía y se escribía por una razón similar, porque la literatura era un acto de rebelión. Contradecía la realidad real —la obra de Dios, si se quiere— imponiéndole una realidad ficticia que la corregía, la desmentía o la transfiguraba con los añadidos subjetivos del escritor: sus demonios y obsesiones. Aquí afloraban las inclinaciones románticas de Vargas Llosa, que ya se habían manifestado en su conspicua curiosidad por el malditismo y en la pasión desmedida que siempre ha sentido por Victor Hugo. Marginal, rebelde, contradictor, deicida, arquitecto de obras totales: ésa fue la visión del escritor con la que dio sus primeros pasos y fraguó sus primeros éxitos literarios.
No quiere decir esto que Vargas Llosa hubiera creído en el compromiso o en el uso ideológico o panfletario del arte. Una cosa era la contradicción ontológica y otra muy distinta el arte politizado. La rebeldía que le interesaba era la que hacía su cuestionamiento integral de la realidad, no la que se agotaba en una consigna o en tramas tendenciosas. La novela estaba muy por encima de la política porque hacía algo que ésta no podía. Mentía, sí, y además con total impunidad, ni más faltaba, pero al hacerlo conseguía acariciar una verdad escurridiza. La buena literatura desvelaba la tremenda complejidad y ambigüedad del ser humano, la confusa deriva de sus actos y de sus propósitos, la densidad de sus sueños e ideales. No moralizaba ni adoctrinaba, más bien diluía las verdades absolutas en un tanque de contradicciones humanas.
En eso consistía el arte de la ficción, en escapar del maniqueísmo y del cliché; y precisamente por eso, tanto él como los otros escritores de su generación, la del cincuenta en el Perú y la del boom latinoamericano en los sesenta, recelaron de la literatura vernácula e indigenista y de la literatura comprometida. Las novelas que privilegiaban la descripción de situaciones de injusticia, que victimizaban o reivindicaban los tipos humanos, el paisaje local o los usos tradicionales, podían defender causas justas y elevadas, pero no garantizaban la calidad artística de las obras. El valor de una novela no radicaba en la virtud moral del autor ni en los compromisos ideológicos o sociales que asumiera, sino en su capacidad para persuadir al lector de que cuanto allí se narraba, por fantasioso que fuera, constituía un mundo autónomo.
Más que cualquiera de sus contemporáneos, Vargas Llosa se preocupó por entender los mecanismos que generan esta ilusión y por afilar las herramientas literarias más útiles para crear ficciones ambiciosas, sólidas y persuasivas. La amplia selección de artículos y ensayos sobre autores latinoamericanos, franceses, estadounidenses, españoles y de otras nacionalidades que componen la segunda sección de este volumen demuestra que la lectura atenta de los otros le sirvió para encontrar diferencias y afinidades con su propio proyecto. Basta con ver sus reflexiones sobre la literatura francesa de los cincuenta y sesenta, las décadas en que él mismo empezaba a escribir y publicar. Todas esas narraciones deshumanizadas que catapultaron a la fama a Robbe-Grillet, a Nathalie Sarraute y a los autores de la nouveau roman le resultaron interesantes, sí, pero también vacuas e intrascendentes. La gran literatura, reflexionó entonces, no podía alejarse de la historia. Al contrario: debía estar arraigada en los conflictos humanos, en sus pasiones, ansiedades y deseos.
Flaubert, en cambio, a quien leyó a finales de los cincuenta, cuando ya vivía en París, fue una revelación y un modelo de lo que sí quería hacer en sus libros. En las páginas de Madame Bovary descubrió las claves de la novela moderna: la importancia de la forma literaria y del narrador que cuenta la historia. Ahí no se agotan las enseñanzas ni los hallazgos. Los ensayos críticos de Romain Gary le permitieron desarrollar sus ideas sobre la novela total y el deicidio creativo. Los ejemplos vitales de Malraux y de Victor Hugo, autores que nunca se alejaron de la vida pública y que incluso participaron en todos los conflictos, debates y escándalos de su tiempo, le revelaron el perfil del escritor que quería ser. Leyendo a Hemingway entendió que la vocación literaria era total y excluyente. Estudiando a Faulkner comprendió que el escritor podía jugar con el tiempo y el espacio a su antojo, que las cronologías y los puntos de vista podían alterarse y desordenarse para darle más fuerza a una historia. Los ensayos de Coetzee lo previnieron sobre los nuevos moralismos y los intentos contemporáneos de desviar la novela de ciertos temas o de ciertas zonas oscuras de la historia y de la experiencia humana.
Leer era una forma de nutrirse de ideas y de profundizar en su visión de la novela. Reivindicación del conde don Julián, de Juan Goytisolo, le mostró que ninguna sociedad, ni la más utópica, evitaría la insatisfacción humana, y que por lo mismo la literatura y las críticas del escritor a las patrias serían siempre necesarias. Celebró el homenaje que hacía Rosa Montero a la imaginación, esa fuerza que desordenaba la vida y que la hacía más tolerable, más intensa, más rica. Comentando Ojalá octubre, de Juan Cruz Ruiz, reivindicó la posibilidad de hablar de la pobreza sin la truculencia y la autocompasión que caracterizaron al indigenismo. El caso Solzhenitsin le dio ocasión de criticar, una vez más, las censuras del sistema soviético a los escritores.
Con un apetito voraz, Vargas Llosa se sumergió en la literatura francesa y estadounidense, luego en la latinoamericana y en la española, agrandando cada vez más sus horizontes hasta abarcar autores y libros de buena parte del mundo. Los cerca de cien ensayos que conforman las dos primeras secciones, la primera más teórica, la segunda más crítica, lo corroboran. Y también la tercera sección, dedicada ya no a los libros sino a los espacios que los hospedan: las bibliotecas, las librerías y las universidades. Todo escritor frecuenta estos recintos, pero más uno como Vargas Llosa, que siempre se ha destacado como profesor y conferencista, y cuyos proyectos literarios le han demandado muchas horas leyendo manuscritos en bibliotecas de varios continentes. La situación de la universidad peruana, la nostalgia por el Reading Room de la Biblioteca Británica, el paraíso libresco de Hay-on-Wye o el futuro de las pequeñas librerías son algunos de los temas aquí abordados.
UNA VIDA COMO ESPECTADOR
Aunque la lectura y la escritura han sido las ocupaciones principales de Vargas Llosa, al arte, al teatro, al cine y, más recientemente, a las series de televisión también les ha dedicado considerable tiempo e interés. Es bien sabido que su primer amor no fue la novela, sino la dramaturgia, y que el primer texto consistente que salió de sus manos fue La huida del Inca, un drama que él mismo dirigió y presentó en Piura a los quince años de edad. De haber existido una escena teatral fuerte en el Perú, muy probablemente ésa hubiera sido su primera opción, las tablas, los textos para ser interpretados, pero no fue el caso. Si entonces en el Perú de los cincuenta la ausencia de lectores convertía la escritura de novelas en una aventura incierta, la falta de espectadores hacía del todo inviable una vida consagrada al teatro. Sólo muchos años después, en los ochenta, Vargas Llosa retomaría su labor como escritor de ficciones teatrales, y unas décadas más tarde, ya en el siglo XXI, él mismo subiría a los escenarios a encarnar a los personajes que había creado.
Ese amor pospuesto por el teatro fue compensado durante muchos años con una asistencia asidua a los escenarios y con piezas periodísticas en las que comentaba las obras que más le habían interesado. Desde muy joven Vargas Llosa se convirtió en un espectador obstinado, atento a las nuevas propuestas escénicas y a las corrientes teóricas e ideológicas que nutrían las vanguardias de los sesenta. Con los años llegó a sentarse frente a los escenarios y las pantallas unas cuatro o cinco veces por semana. Agotar las carteleras de teatro y de cine, verlo todo de la misma forma en que intentaba leerlo todo, no era un reto desagradable ni difícil. Menos aún si las exposiciones, las obras y las películas —también las exhibiciones de arte— se convertían en el tema de las columnas que desde París o Londres escribía para los medios peruanos. La cuarta, quinta y sexta partes de este tomo dan cuenta de esa febril actividad como crítico cultural, una faceta menos conocida en su trayectoria intelectual que, sin embargo, arroja interesantes reflexiones para entender la evolución estética e ideológica de las sociedades occidentales.
Bastan unos cuantos ejemplos para aclarar lo que digo. Analizando las obras de LeRoi Jones, un poeta y dramaturgo que había frecuentado a los beatniks neoyorquinos y que para ese entonces militaba en las filas del nacionalismo negro, Vargas Llosa vio claramente el fermento de la política identitaria que hoy acapara los debates culturales. Comparando el indigenismo peruano de los años treinta con las obras de Jones, se dio cuenta de que en Estados Unidos y en Europa empezaba a ocurrir lo que ya había pasado en América Latina. Lo negro se reivindicaba como la encarnación de los valores perdidos o traicionados por Occidente, y las identidades minoritarias empezaban a rechazar toda integración a la sociedad por considerarla un acto de sumisión. El teatro empezaba a convertirse en una plataforma que movilizaba estas ideas. Pero no solamente.
Con sus envíos a las revistas de Lima o de Montevideo, Vargas Llosa ponía a los lectores al día con las últimas novedades y las últimas controversias en el campo teatral y cinematográfico. Anunció el momento en que el teatro del absurdo de Ionesco entraba a los escenarios oficiales, perdiendo, de paso, gran parte de su novedad e irreverencia, y comentó las películas de Godard, el estrépito que causó la obra Marat-Sade de Peter Weiss, la controversia producida por las películas eróticas de Liliana Cavani. También siguió la evolución de Bertolt Brecht, la manera en que la más alta burguesía, aquella que el dramaturgo alemán quiso destruir con sus obras, asimilaba jovial y pasivamente sus más provocadores dramas. En los últimos años sobresale su interés por las series de televisión, cuyos éxito de audiencia y poder para mantener en vilo a los espectadores entre capítulo y capítulo le recordaban las novelas del siglo XIX, esos grandes frescos sociales que los autores iban fraccionando en pequeñas entregas semanales.
Los escenarios y las pantallas han tenido siempre un espacio en sus rutinas, pero no hay duda de que Vargas Llosa acude al cine y al teatro con expectativas diferentes. De las películas espera un rato de esparcimiento. Simple divertimento, así ese divertimento sea genial, y no que le dejen imágenes o ideas ardiendo en la memoria, como sí le ocurre después de concluir una novela. Su modelo de cineasta es John Huston, un director que no tiene pretensiones elevadas ni ínfulas trascendentales, y que se conforma con relatar bien una historia. Por eso en la pantalla tolera cosas que le resultarían insoportables en los libros y es capaz de entregarse sin suspicacia, de la forma más desprevenida, a toda suerte de géneros hollywoodienses, desde el western hasta las películas de espías; cualquier tipo de película, insisto, menos las de ciencia ficción o de terror, o las que supuren intelectualismo y pedantería.
La historia con el teatro es muy distinta. Sobre el escenario ocurre algo muy particular: actores de carne y hueso encarnan la ficción, la viven, fingen una vida que no han vivido y unas experiencias que no han tenido, y mientras juegan a ser otros representan la esencia misma de la ficción. Salen de sí mismos para ser otros, para vivir lo que de otra forma les hubiera sido imposible vivir, para llenar de intensidad y furor unas existencias que de otra forma serían planas y rutinarias. El teatro, según lo entiende Vargas Llosa, se presta mejor que cualquier otra forma artística para proyectar una imagen más completa del ser humano, un perfil que incluya no sólo las condiciones materiales, la realidad concreta que resume toda existencia, sino su mundo interno, el desván que oculta sus deseos, fantasías y pasiones. Sus obras de teatro siguen estos principios. Suelen transcurrir simultáneamente en esos dos universos, el real y el fantasioso, el que ancla a un ser humano al tiempo y al espacio, a la pobreza o a las frustraciones, y el que se evade de todo eso y se entrega libremente a los caprichos del instinto o a las alucinaciones del ego. El ser humano es eso, una totalidad que incluye el caudal subjetivo de fantasías y anhelos, y eso es lo que intenta demostrar Vargas Llosa con sus ficciones teatrales.
En cuanto al campo de las artes plásticas, su labor crítica no ha sido menos ambiciosa ni constante. Los grandes genios individuales, esos creadores que alumbraron el siglo XX con su furia y descontento, atrajeron siempre su atención. Entre ellos Picasso, desde luego, un artista en el que Vargas Llosa admiró siempre su capacidad para reinventarse, transgrediendo todos los estilos, incluso los que él mismo había inventado, sin por ello negar sus deudas con el pasado ni perder un hilo de continuidad con la tradición artística. Eso mismo fue lo que Vargas Llosa se propuso hacer en el campo literario. Vivir la turbulencia del siglo XX, dejarse atravesar por los cismas modernos —el apremio por la experimentación, la innovación formal y la transgresión— y sin embargo contraer deudas enormes con las grandes obras narrativas del siglo XIX. Para Vargas Llosa era muy importante vivir a fondo su época; desafiarla, incluso, con innovaciones artísticas, pero no por ello iba a negar o a perder la estela de la tradición.
Las críticas que Vargas Llosa empezó a hacer en los noventa al arte contemporáneo derivaban de esa forma de entender la cultura. Obliterando por completo el pasado, como había ocurrido en la plástica a partir de Marcel Duchamp (en uno de los ensayos recogidos en la sexta parte, el escritor se preguntaba en qué consiste su famosa genialidad), se arrasaban por completo los criterios que permitían juzgar una obra de arte. El éxito de las creaciones empezaba a depender de factores externos, como el escándalo, la propaganda, el mercado, la teoría o las supuestas críticas, no del todo descifrables, que una obra hacía a los males de la sociedad, pero desde luego no de la obra en sí ni de la manera en que continuara o desafiara una tradición. Sin ningún criterio y sin ningún referente que permitieran emitir juicios sustentados, la impostura ganaba terreno a la dedicación y al genio. El arte dejaba de interesarse por las problemáticas humanas, por las vidas concretas y su lugar en la historia, y se convertía más bien en un símbolo hueco de progresismo facilón del que cualquier político o cualquier millonario podía beneficiarse patrocinándolo o firmando un cheque que le permitiera engrosar su colección.
Si estos artistas —representados mejor que nadie por Damien Hirst— le resultaban interesantes como síntomas de la época pero no como creadores, otros, en cambio, lo conmovían y hechizaban; incluso lo animaban a seguir la estela de su vida y de sus obras por museos de medio mundo. El caso más evidente es el de Gauguin, el pintor francés de visiones utópicas, salvajes y regresivas, sobre quien escribió una portentosa novela: El Paraíso en la otra esquina. Pero hay otros. El dadaísta George Grosz, por ejemplo, cuyas obras lo han inquietado desde que las vio por primera vez, y no sólo por su fuerza, su iconoclasia y su rebeldía, sino porque le permitieron poner a prueba sus ideas sobre la creación literaria en el campo de la plástica.
Grosz asumía su labor creativa como un feroz impulso destructivo. Frente al lienzo se mostraba dispuesto a externalizar todos sus demonios, y a llevarse por delante cualquier obstáculo social, político o moral que se atravesara en su camino. Era evidente el desprecio que sentía por el presente que le tocó vivir en la República de Weimar, y la repulsión que le inspiraban sus personajes más señeros, el militar, el burgués, el cura. Su espíritu rebelde y contradictor animaba esos frescos urbanos traspasados por un humor corrosivo y una fuerza y un dinamismo sobrecogedores. Lo más fascinante del caso Grosz es que parecía corroborar las ideas vargasllosianas sobre el proceso creativo: eran sus demonios, su pulsión crítica e inconforme, lo que alimentaba su empeño creativo. Cuando el dadaísta se exilió en Estados Unidos y se acomodó a su nueva vida, ya sin censuras ni persecuciones, su pintura sufrió una transformación profunda. Se mitigó. Perdió acritud y virulencia. Perdió genio y fuerza, como si Grosz, ahora integrado en la sociedad, ya no padeciera ningún malestar interno ni la urgencia de exteriorizarlo en su pintura. Ahí no se agotan esta historia ni las pesquisas de Vargas Llosa en el mundo del arte, pero mejor que cada lector las descubra por su cuenta.
Lo que sigue de aquí en adelante son las reflexiones maduradas a lo largo de una vida dedicada a la lectura de novelas, a la contemplación del arte, del teatro y del cine. No sólo el testimonio entusiasta de intensas horas de placer o de digestiones felices después de haber leído o visto los frutos de la fantasía. También es una aproximación comprensiva a la condición humana, a su mundo subjetivo —sus valores, conflictos, deseos, anhelos y preocupaciones— y a la manera en que han dejado su huella en la historia. No sé si el futuro se pueda leer en la palma de la mano, en los posos de café o en los arcanos del tarot. El presente, en cambio, y de esto no tengo dudas, se puede intuir en el fuego de la imaginación. Y ni siquiera hace falta ser un mago o tener poderes para ello. Basta —y este volumen lo demuestra— con ser un lector y un espectador apasionado y crítico.
CARLOS GRANÉS
Madrid, octubre de 2022