Cambridge y la irrealidad

 

 

 

 

 

«Cambridge es el limbo —me habían advertido—. Te aburrirás y terminarás sintiéndote un fantasma». Lo cierto es que no me he aburrido estos meses aquí, pues, como mis obligaciones eran mínimas —una clase por semana— he tenido tiempo de sobra para las cosas que me gustan: leer y escribir. Cada lunes a medianoche, además, durante quince semanas he podido ver o volver a ver, en un cine-club, las películas de Buñuel, y, un trimestre, aprendí muchas cosas asistiendo a un seminario sobre novelas de caballerías.

Pero es cierto que he vivido este tiempo con una sensación de irrealidad. El modelo de universidad que Cambridge representa ha desaparecido o está en vías de desaparecer en el mundo (para ser reemplazado nadie sabe todavía por qué) pero aquí sigue gozando de buena salud y se diría que esta comunidad ni se ha enterado de la crisis universitaria. Muchas cosas han cambiado desde que, a mediados del siglo XIII, unos clérigos vinieron a instalarse con sus discípulos a orillas del río Cam, pero da la impresión de que al menos en dos hay una continuidad entre aquellos fundadores y sus descendientes. La primera, en considerar que aquí se viene sobre todo a estudiar y a enseñar y, la segunda, en entender estas actividades más como un fin en sí mismas que como un medio. La idea de que el saber es algo desinteresado, que encuentra en su propio ejercicio su justificación, no figura en los escudos de Cambridge, pero parecería ser la concepción secreta que sostiene esta universidad. Síntoma de ello es, sin duda, la abundancia de disciplinas imprácticas, empezando por las «divinidades» y terminando por la formidable colección de materias clásicas, que todavía es posible estudiar en Cambridge. El catedrático de portugués se sorprendió mucho de que yo me sorprendiera cuando me contó, después de explicarme el programa de su cátedra, que este año sólo tenía un estudiante.

Hace unas semanas murió en Cambridge el legendario F. R. Leavis, que fue durante varias décadas el crítico literario más influyente en los países de lengua inglesa. En una polémica célebre con C. P. Snow, en la que éste —literato y científico— defendió la tesis de que era preciso reorganizar la universidad de acuerdo a las necesidades científicas y tecnológicas de la nación, Leavis, en unos artículos de tanta vehemencia como brillo, sostuvo lo contrario. Formar los cuadros profesionales que la sociedad requiere, dijo, debería encomendarse a institutos y escuelas politécnicos. La función de la universidad no es utilitaria. Consiste en garantizar la perennidad de la cultura y, para ello, es indispensable preservarla como un enclave donde se estudie, se investigue y se especule libremente, con prescindencia del provecho tangible e inmediato que pueda resultar de ello para la sociedad. Un rumor que hacían correr, en los años de aquella polémica, los adversarios del doctor Leavis —el último crítico literario convencido de que la literatura podía mejorar el mundo— era que su universidad ideal sería aquella donde el programa de estudios, de cualquier especialidad, tendría como eje los cursos de literatura y éstos, a su vez, girarían obligatoriamente en torno a la literatura inglesa.

Yo me refería a otra «irrealidad»: la condición de privilegio en que se halla el universitario de Cambridge. Hay un profesor por cada seis alumnos y el estudiante, ahora como en el pasado, se halla inmerso en dos sistemas simultáneos e independientes: la Universidad y el College. La Universidad le ofrece los cursos, las conferencias, las prácticas y le toma exámenes. En el College, que es donde vive, recibe clases individuales de «supervisores» —tantos como cursos lleva— que, a la vez que complementan su enseñanza, vigilan sus progresos. Son condiciones extraordinariamente favorables; la contrapartida es la severa exigencia: entiendo que ser desaprobado una vez equivale a ser expulsado.

¿Es esta exigencia la que ha mantenido apolítica a la universidad? ¿Es, simplemente, porque no tienen tiempo que los estudiantes no hacen política? Supongo que, al menos en parte, es la razón. Alguna vez me he asomado a los paraninfos donde hablaban luminarias políticas de paso. Nunca tuve dificultad en entrar y el desinterés de la gente era visible, lo que no ocurre cuando vienen estrellas intelectuales. (Por ejemplo, Karl Popper, a quien no pude escuchar porque las entradas para su charla se agotaron con dos meses de antelación). Me dicen que incluso durante los sesenta, cuando la onda política que recorrió las universidades europeas también llegó (débilmente) a Gran Bretaña, aquí en Cambridge no se sintió y que la única vez que las organizaciones de estudiantes realizaron mítines callejeros fue —en esos años— pidiendo más cunas maternales. He oído criticar el apoliticismo de Cambridge: una universidad así formaría ciudadanos incompletos. Quizá esto sea menos grave, más remediable en todo caso, que el fenómeno contrario, el que se da en el Perú, por ejemplo, donde la universidad forma buenos militantes políticos y nada más que eso.

Hay, de otro lado, el mundo de los ritos, esa tradición que, pese a todo —varios colleges aún se niegan a admitir mujeres—, se mantiene. Las críticas dicen que el tipo de vida que llevan aquí los estudiantes fomenta el esnobismo y el prejuicio social. ¿Es posible que, en 1978, a estos jóvenes todavía se les tienda las camas y se les sirva la comida como en un hotel de lujo? Y esas togas, ceremonias y acciones de gracias en latín ¿no son anacronismos? En una época estos ritos podían ser vistos como expresión formal de una sociedad de castas rígidamente separadas, una sola de las cuales tenía acceso a la universidad. Hoy no tienen el mismo sentido, pues Cambridge es «elitista» pero no clasista. Los estudiantes ingresan aquí por méritos intelectuales, no familiares ni sociales, y sus estudios y su vida están garantizados sea cual sea el nivel económico de sus familias. (El sistema universitario inglés es democrático; no lo es, en cambio, el escolar, donde las diferencias entre la escuela privada y la pública son profundas). Esos ritos, aparte de tener un encanto teatral, son laicos, no tienen las implicaciones sombrías que los que acompañan a la vida castrense y a la religiosa, y pueden entenderse como una voluntad de ser fiel a la idea de cultura y civilización que Cambridge simboliza.

Un peligro de transformar la universidad en fábrica de profesionales es que, con la desaparición de la vieja universidad, se suele venir abajo una fuente de fermento y preservación de la cultura de un país, que ninguna otra institución reemplaza. En muchas partes, acabar con la universidad «elitista» de antaño no ha servido de gran cosa, pues la nueva sólo produce hasta ahora caos y frustración, además de títulos. Es sensato que los contribuyentes de un país acepten el sacrificio que significa una universidad como Cambridge, pues, como creía el impetuoso doctor Leavis, a la larga es el saber no utilitario, el que se adquiere y forja por curiosidad y placer, el más útil para un país. Un día que unos jóvenes me invitaron a cenar a Trinity College, luego de mostrarme, en el alto refectorio, los retratos del rollizo fundador, Enrique VIII, y de dos ex alumnos ilustres —Byron y Tennyson— distraídamente me informaron: «¿Sabía que este College tiene más premios Nobel que Francia?».

 

Cambridge, abril de 1978