Reflexiones sobre una moribunda[13]

 

 

 

 

 

I

 

Quisiera comenzar estas reflexiones con una anécdota que me ocurrió a fines de 1967, en Italia. La editorial Feltrinelli, de Milán, acababa de publicar una novela mía y me invitó para la aparición del libro. En el programa que organizó, figuraba una conferencia mía en la Universidad de Turín, sobre la novela latinoamericana. Había preparado la charla con cuidado porque el tema me gustaba (había descubierto la novela latinoamericana con retraso, pero estaba encantado con el descubrimiento y la leía sin descanso). Puedo decir que la tarde que salí de Milán rumbo a Turín, con mis papeles en el bolsillo, acompañado de dos amigos, Valerio Riva y Enrico Philippini, entonces editores y ahora periodistas, me sentía ilusionado.

Al llegar a las puertas de la universidad, me sorprendió descubrir que el vetusto centro de estudios tenía un semblante sanmarquino: paredes y ventanas pintarrajeadas con eslóganes, cristales pulverizados, puertas tapiadas, racimos de jóvenes en los techos, armados de palos como para repeler una invasión. Sí, la Universidad de Turín estaba de sciopero, ese deporte italiano que se volvería pronto más popular que el fútbol.

Íbamos a emprender la retirada, cuando la puerta de la universidad se abrió y apareció una comisión de recibimiento. La presidía una joven profesora. Era hispanista y parecía una reina de belleza. Se dirigió a mí de inmediato: «¿Era yo el dirigente revolucionario sudamericano?». Le expliqué que era apenas un novelista del Perú. Hubo entonces, en los comisionados, desconcierto. ¿No veníamos acaso de donde Feltrinelli? Sí, de allí veníamos. ¿Y entonces? Ellos tenían todo dispuesto para recibir al revolucionario latinoamericano que les habían prometido. Los estudiantes estaban reunidos en el gran auditorio, esperándolo. Curiosos, sin duda, por familiarizarse con las experiencias estudiantiles de América Latina, que podían serles útiles en esos momentos (habían capturado la universidad hacía una semana). ¿Cómo era posible que, en vez de ese plato fuerte, Feltrinelli les fletara a un novelista que, encima de ser un dudoso revolucionario, para colmo de colmos vivía expatriado hacía diez años en Europa? Roído por los complejos, yo quería desaparecer de allí cuanto antes, pero, al final, tuve que rendirme a la solución granguiñolesca que tramaron para el malentendido mis amigos editores y la bella hispanista. Es decir, penetrar en el recinto ocupado por los huelguistas turineses y, para evitar a éstos una decepción, adoptar la sugestiva identidad de un dirigente universitario latinoamericano que venía a compartir experiencias con sus colegas italianos. Obviamente, la conferencia que yo había preparado era impronunciable en esas circunstancias. «De ninguna manera, ustedes tres serían linchados», decía la reina de belleza.

Entré a la ciudadela y, escarbando en el recuerdo de mis años de estudiante sanmarquino y de delegado al Centro Federado de Letras, y de un remoto libro de Gabriel del Mazo, improvisé una charla sobre la reforma universitaria: las luchas estudiantiles y sus reivindicaciones, en la década del veinte. Salí del apuro mal que mal. Como mi auditorio no parecía saber una palabra de lo que había sido el movimiento por la reforma universitaria en América Latina, no me lincharon y hasta se mostraron amables. Algunas de las aspiraciones de la reforma —el derecho de tachar a los profesores, el tercio estudiantil en el gobierno de la universidad, las cátedras paralelas y la solidaridad obrero-estudiantil— les causaron buena impresión y les abrieron tal vez el apetito. En esa época, la radicalización de las universidades italianas no iba tan lejos como para fijarse todas esas metas, o en esas proporciones. Después, como es sabido, los muchachos italianos se han puesto al día y no tienen ya nada que envidiarnos. Sus universidades se han seguido radicalizando y ahora, algunas de ellas, como la de Bolonia, han dejado atrás en materia de radicalismo a cualquier centro de estudios sudamericano. Cito a Bolonia, esa universidad casi milenaria, porque está muy de moda: de sus aulas han salido algunos de los más inspirados teóricos del terrorismo contemporáneo (otro deporte que se populariza como el sciopero en Italia). Bien, esta historia que cuento terminó como debía, a la italiana, en una trattoria, tomando vino y tratando (infructuosamente) de seducir a la hispanista.

¿Por qué esta anécdota? Por dos razones. La primera, para recordar que la crisis universitaria no es un fenómeno peruano, ni latinoamericano, sino que ha hecho mella también —lo ocurrido en mayo del 68 en París fue la prueba concluyente— en sociedades de alta cultura, con una tradición universitaria de muchos siglos. Francia, Italia, España, Alemania y otros países europeos han experimentado o experimentan, como Perú, Colombia, México, Venezuela, una crisis profunda de su sistema universitario, y, desde hace años, dan manotazos de ciego en busca de una solución que no parece fácil ni inmediata. En todos estos países, las universidades viven un trauma. Ese trauma comenzó a hacerse flagrante, en América Latina, hace medio siglo, en la época en que estallaron las luchas por la reforma universitaria. Ésa es la otra razón de la anécdota: asociar —como en la folletinesca charla de Turín— la crisis de la universidad y la reforma, aquel movimiento cuyo espíritu y orientación, de un modo u otro, por acción o por reacción, preside desde los años veinte el destino de la universidad latinoamericana.

Quisiera dejar en claro que, cuando hablo de la crisis de la universidad, me refiero únicamente a la universidad nacional, pues el caso de las universidades privadas no es idéntico. Si ellas padecen una crisis, no es ni tan profunda ni de la misma naturaleza que la de aquélla.

El movimiento reformista, que se inició en la ciudad argentina de Córdoba a principios de los años veinte, repercutió en toda América y sus consecuencias fueron grandes, pero más políticas que universitarias. O, mejor dicho, el saldo positivo del movimiento por la reforma se dio en el campo político, en tanto que en el universitario tengo la impresión de que este saldo ha sido más bien negativo. Entre los resultados políticos de signo positivo, hay que señalar que muchas promociones y partidos —como es el caso del APRA, en el Perú— tuvieron, en el movimiento por la reforma, un principio de gestación, un coagulante generacional, y recibieron de él impulso, audiencia popular y algunas banderas ideológicas.

Es axioma que el movimiento por la reforma sensibilizó a la universidad sobre los problemas sociales y la democratizó, abriendo sus aulas a capas de la sociedad que antes permanecían excluidas de ella y haciéndola más permeable a las ideas de vanguardia.

Esto es cierto y nadie puede negar que ello resultó benéfico para los claustros. Desde luego que es bueno —más, imprescindible— que la universidad sea consciente de la problemática del país propio, que reclute sus miembros no en uno sino en todos los sectores de la población y que sea receptiva a las ideas de avanzada. Aunque —y esto es muy importante— no sólo a ellas: también a las de retaguardia y a las de los flancos (para emplear esa terminología militar que los ideólogos han infligido al vocabulario cultural), porque la universidad es la tierra de elección de las ideas, el recinto a donde todas las ideas tendrían que llegar (además de nacer allí) para ser examinadas, criticadas y enfrentadas unas a otras. Ésta es una función clave de la universidad. De ese cotejo constante extrae su dinamismo y su utilidad pública y cuando no lo realiza porque deja de ser un hervidero de ideas en libertad y se convierte, por ejemplo, en un museo de ideas muertas (eso son los dogmas), entonces la universidad perece espiritualmente.

Ahora bien, los beneficios políticos que trajo el movimiento por la reforma han oscurecido el otro lado de la medalla. Pues lo que podríamos llamar la crisis de identidad de la universidad arranca, también, del proceso que se inició en Córdoba. La reforma acuñó una idea de universidad que era sencillamente impracticable, incompatible con el funcionamiento y los alcances de ningún centro de estudios superiores. La prueba de ello es que, al intentar materializar el modelo de universidad surgido con el movimiento por la reforma, se hizo trizas no sólo la vieja universidad oligárquica y feudal, sino la universidad a secas. En muchos casos, dejó de ser un centro de cultura para volverse una institución amorfa y desgraciada, que atraviesa crisis tras crisis sin encontrar su destino.

 

 

II

 

La reforma instituyó el dogma de la universidad como institución que no es ni debe ser un fin en sí mismo, sino un instrumento, el de que enseñar, aprender e investigar (el saber, en suma) es algo que sólo se justifica si la sociedad puede sacar de ello provecho mensurable. La prédica a favor de la universidad instrumental no nació con la reforma, venía de bastante atrás. En un célebre discurso sobre las profesiones liberales, que pronunció en 1900, Manuel Vicente Villarán acusó a la universidad de producir graduados de conocimientos imprácticos, pensadores literarios y juristas, en vez de los agricultores, colonos, empresarios, ingenieros, capaces de producir riqueza y modernizar el país.

La reforma fue más lejos; ella no quería que la universidad produjera industriosos capitalistas, sino revolucionarios. Hay que leer, para ver hasta qué punto la reforma concebía la universidad como una institución cuya meta es formar activistas y militantes, convertirse en una máquina de demolición de la sociedad burguesa, las páginas que le dedica José Carlos Mariátegui en los Siete ensayos. Mariátegui ve con simpatía el movimiento de la reforma porque le parece un aspecto —en el campo burgués y juvenil— de la lucha por la destrucción de la sociedad capitalista y su reemplazo por la socialista. La reforma dejó flotando en el aire de América la idea de que la universidad (y la cultura) no debía subordinar la política a sus fines y quehaceres sino subordinar éstos a la acción y los ideales políticos.

Esta concepción sigue hoy día en pie. Un ejemplo, entre muchos. El profesor Darcy Ribeiro, sociólogo brasileño, fundador de la Universidad de Brasilia y asesor durante algún tiempo de la dictadura militar peruana, en su libro sobre La universidad peruana (1974)[14] define así la misión de la universidad: «… Llevar adelante el proceso revolucionario en curso, anticipando dentro de la universidad las nuevas formas de estructuración social que ella deberá extender mañana a toda la sociedad» (pág. 22). Esto es lo que el profesor Ribeiro llama su «utopía concreta»: reformar la universidad a fin de «que sirva a la revolución necesaria». Es el mismo espíritu: la universidad como arma de la revolución. (Dejemos en claro, de paso, que la revolución de la que habla Darcy Ribeiro no es la de Mariátegui sino la del finado general Velasco).

De otro lado, el movimiento de la reforma propuso soluciones erradas a problemas auténticos y creó falsas expectativas. La historia ha mostrado que querer materializar las utopías (que son siempre abstractas) puede tener consecuencias opuestas a las esperadas. ¿Podía de veras ser la universidad el vivero y el instrumento de la revolución socialista? El peligro está en que el socialismo se demore en llegar y en que, al refugiarse exclusivamente en la universidad, la paralice. O que la universidad, empeñada en representar en su seno el espectáculo revolucionario, se vuelva una caricatura de ambas cosas: de revolución y de universidad.

Una universidad deja de ser operante cuando cesa de hacer aquello para lo cual nació, y que ha seguido haciendo hasta ahora en los lugares (como Inglaterra, por ejemplo, uno de los países donde ha salido airosa de todas las crisis) en los que, aunque se han modernizado sus métodos, se ha conservado su espíritu tradicional, de fin en sí mismo, de institución forjada para ejercitar una vocación: la preservación, la creación y la transmisión de la cultura. Esta finalidad no es incompatible con la de formar buenos profesionales, esas gentes prácticas como quería Manuel Vicente Villarán, o dinamiteros de la sociedad burguesa, como quería Mariátegui, e incluso seudorrevolucionarios velasquistas, a condición de que ello sea una consecuencia de lo otro, un resultado complementario, lateral, de aquella vocación primera. Esta diferencia en la jerarquía de sus metas es la que existe, creo, entre las universidades que lo son y las que han dejado de serlo, aunque no lo hayan advertido.

Criticar a una universidad que se aparta de su finalidad constitutiva —preservar, crear y transmitir la cultura— o que la cumple mal, es legítimo, y ésa fue al principio la razón de la reforma: desapolillar las cátedras, abrirlas a las ideas y métodos nuevos que las viejas castas de profesores rechazaban por prejuicio o desconocimiento. Este aspecto del movimiento, en favor de la modernidad y el rigor, fue positivo y el ejemplo más alto de ello, en el Perú, fue el célebre Conversatorio en el que se dio a conocer, en San Marcos, esa generación de Raúl Porras, Jorge Basadre y Luis Alberto Sánchez que representa uno de los vértices de nuestra historia universitaria. Pero el movimiento se convirtió luego en un proceso eminentemente político y eso lo sacó del cauce en el que debe concebirse y por lo tanto reformarse a la universidad.

Falla capital del movimiento por la reforma fue inculcar la creencia de que ser universitario era algo que concedía más derechos que deberes. El movimiento se proclamó defensor de los «derechos estudiantiles», dando por supuesto que los estudiantes eran trabajadores explotados y la universidad la empresa explotadora. Esto llevó a idear, para deficiencias ciertas, curas absurdas.

Veamos una de las reivindicaciones: la asistencia libre. En teoría, se trataba de proteger, no al estudiante perezoso, sino al pobre, aquel que no podía asistir a clases porque tenía que ganarse la vida trabajando. El remedio resultaba arriesgado y no era seguro que curase la enfermedad. Pues hay otras maneras de concretar esa intención loable, ayudar al estudiante sin recursos, como son los sistemas de becas y de préstamos, o de cursos vespertinos y nocturnos. Pero el único que, desde el punto de vista universitario, no tenía mucho sentido, y podía resultar altamente perjudicial, era el de exonerar al estudiante de ir a clases (lo que, en sociedades sin exagerado sentido de responsabilidad cívica, se traducía por: exonerarlo de estudiar). Con eso no se suprimía la pobreza, se ofrecían coartadas para la pereza y se daba carta de ciudadanía a esa especie numerosa: el universitario fantasma. En última instancia, se ponía a los profesores ante la alternativa terrorista de consentir que sus alumnos no estudiaran ni aprendieran y sin embargo aprobaran los cursos y obtuvieran títulos, o de aparecer, si no lo consentían, como cómplices de la explotación de los pobres.

En este ejemplo se ve la sutil distorsión que, por razones obviamente políticas, introduce la reforma en la universidad, partiendo de principios justos. Ayudar al estudiante sin recursos es una obligación de la universidad, claro está. Pero es evidente que esta ayuda sólo puede prestarla dentro de sus posibilidades, sin renunciar a sus funciones específicas. La asistencia libre es una de las falsas soluciones a un problema real con que la reforma lesionó a la universidad latinoamericana. Ocurre que la reforma no fue, en realidad, reformista: en vez de reformar, quiso revolucionar la universidad, cambiar sus raíces. En unos casos la volvió ingobernable; en otros, engendró la reacción contraria, atrayendo hacia ella la represión más severa, el establecimiento de sistemas verticales y antidemocráticos, donde campea la censura y el dogmatismo conservador, lo que fue igualmente nefasto. Como la demagogia y el caos, la dictadura anula también la universidad, al privarla de libertad, pues no hay cultura genuina sin pluralidad de ideas y sin crítica.

Una falsa expectativa originada por la reforma fue la gratuidad absoluta de la enseñanza universitaria. Es otro remedio de incierta eficacia para un auténtico mal. Desde luego que la gratuidad de la enseñanza es deseable. Pero el problema radica en saber si es realista. ¿Está en condiciones un país con recursos exiguos de establecer un sistema universitario que sea a la vez eficiente y gratuito? La solución irreal es siempre una falsa solución. Si una universidad debe pagar el precio de la enseñanza gratuita renunciando a contar con los laboratorios, equipos, bibliotecas, aulas, sistemas audiovisuales indispensables para cumplir con su trabajo y mantenerse al día, sobre todo en esta época en que el desenvolvimiento de la ciencia es veloz, aquella solución es una falsa solución. Si para mantener ese principio, la universidad ofrece a sus profesores sueldos de hambre y de este modo se ve privada cada vez más de docentes capaces, debido a que éstos se ven obligados a buscar otros trabajos, a menudo en universidades extranjeras, entonces la gratuidad de enseñanza es una falsa solución desde el punto de vista universitario. ¿Es una buena solución desde el punto de vista político? Dudo que lo sea. No ayuda a transformar la sociedad el que la universidad se estanque y el que sus graduados tengan una formación deficiente. Por el contrario, ello ayuda a mantener el país en el subdesarrollo, es decir, la pobreza, la desigualdad y la dependencia.

La manera como una universidad contribuye al progreso social es, justamente, elevando sus niveles académicos, manteniéndose al día con el desarrollo del saber, produciendo científicos y profesionales bien capacitados para diseñar soluciones a los problemas del país, empleando los recursos con que éste cuenta de la manera más apta. Para ello la universidad necesita de recursos y el Estado, en nuestros países, porque a menudo es pobre y porque casi siempre quienes deciden el empleo de sus recursos son incultos, no alcanza a cubrir las necesidades de la universidad. Tampoco es bueno que sea él sólo quien las cubra. La dependencia exclusiva del Estado puede recortarle independencia, aherrojarla políticamente. Para conjurar ese riesgo, es preciso que la universidad cuente con recursos propios. Uno de estos recursos, indudablemente, son los propios estudiantes. Desde luego que los universitarios sin medios no pueden verse privados del acceso a la universidad por esta razón, ni deberían erogar igual que los de familias de ingreso mediano o elevado. Pero pedir que, de acuerdo al ingreso familiar, contribuyan al mantenimiento del lugar en el que estudian, parece no sólo lógico sino ético. Este tipo de razonamiento, sin embargo, por culpa de los dogmas creados por la reforma ha pasado a ser inconcebible. Quien lo defiende es acusado de querer una universidad «elitista».

 

 

III

 

Uno de los blancos contra los que insurgió la reforma universitaria fue la universidad elitista. Éste es un galicismo que ha hecho carrera, se lo encuentra por doquier en la pluma o en la boca de quienes se ocupan de la crisis universitaria. Como ocurre con las palabras cuando se usan de manera ritual, sin precisar su significado, el concepto de universidad elitista —la lucha contra la universidad elitista— ha pasado a ser un tópico. El tópico que arraiga es fuente de confusión y de extravío. Por eso, vale la pena acercarse a este tópico y espiar qué hay detrás de él.

¿Qué es una universidad elitista? Si es una institución que selecciona a sus miembros en razón de su posición social, económica, ideológica o religiosa, o por su raza (como en la Colonia, donde indios y mestizos estaban prohibidos de estudiar en la universidad) no hay duda que ese género de discriminación es escandaloso e inaceptable. Ahora bien, si significa que selecciona a sus miembros en razón de su aptitud, todas las universidades del mundo son elitistas y no veo cómo se puede considerar ello un yerro moral o una falta contra la cultura. ¿Puede acaso funcionar una universidad abriendo sus puertas de manera indiscriminada y universal? Sostener que ello es posible, es crear falsas expectativas, abandonar la realidad concreta y, en brazos de la ideología, volar a la irrealidad. Esta operación —volar a la irrealidad— ha dado buenos resultados en el dominio artístico. En el político y social no: la perspectiva irreal enturbia la visión de los problemas. Para resolver un problema lo primero es conocerlo. Para ello el sentido común y el principio de realidad suelen ser más útiles que la ideología.

Es frecuente oír a derecha y a izquierda que hay que combatir el elitismo, que éste es el defecto de nuestra universidad. Conviene despejar ese malentendido. La universidad es, por naturaleza, elitista, pues sólo puede funcionar si selecciona a sus miembros. Lo importante es que haga esta selección con un criterio justo y realista. Justo quiere decir en estricta razón de su aptitud intelectual. Desde luego que debe ser repelido cualquier otro rasero discriminatorio. Pero, en este caso, la justicia no basta. Es imprescindible que la acompañe el realismo. La universidad debe recibir a quienes está realmente en condiciones de educar. Esas condiciones dependen, en parte, de las necesidades del país, y, principalmente, de las posibilidades de la propia universidad: sus recursos materiales e intelectuales. Cuando la universidad abandona este criterio realista comete una equivocación tan grave como cuando viola el principio de justicia en la selección. Cuando, como ha ocurrido en América Latina, a veces por razones políticas, a veces por razones comerciales, la universidad recibe más alumnos de los que está en condiciones de recibir, el resultado es, a corto o largo plazo, la merma sustantiva de su nivel intelectual, su empobrecimiento cualitativo. Y, repitámoslo, la cultura es cualidad del conocimiento antes que cantidad de conocimientos.

Contratar más profesores de los que puede razonablemente pagar para que tengan un nivel de vida decoroso es condenar al profesorado a la desmoralización o al heroísmo, obligarlo a dividir su tiempo en trabajos paralelos, a menudo clandestinos, para poder sobrevivir, y el corolario de ello es la baja de su rendimiento y dedicación. Abrir las puertas de la universidad a más estudiantes de los que caben en sus aulas, que puedan usar sus laboratorios, sus bibliotecas, o ser atendidos con seriedad por sus docentes, es provocar a la corta o a la larga el resquebrajamiento de la universidad, como cuando se mete un elefante en un cuartito de vidrio para protegerlo de la lluvia: al final el cuartito se hace trizas y el elefante termina empapado y además cortado.

Los problemas concretos no se resuelven con soluciones abstractas, los males de la realidad no se curan con saltos dialécticos hacia la irrealidad. Una universidad no deja de ser elitista porque en vez de tener diez mil tenga veinte mil almas, pero en cambio puede ocurrir, si ese crecimiento es desproporcionado con sus posibilidades, que ello la vuelva inoperante. Si para obtener una victoria estadística, la universidad sufre una derrota intelectual —baja del nivel de formación profesional, asfixia de la investigación, retraso ante el desenvolvimiento del saber en el resto del mundo—, ¿quién se beneficia con ello? ¿No resultan burlados millares de estudiantes en sus anhelos? ¿No se ven afectados en su trabajo y vocación los profesores? ¿Y no se ve engañado el país entero? El país, es decir, esa enorme masa de personas que, en efecto, no llegan a la universidad y de cuyo esfuerzo y sacrificio vive también la universidad, y que tienen por tanto el derecho de exigirle que cumpla con formar profesionales y técnicos capaces de lidiar con los desafíos del medio, investigadores y creadores equipados con los conocimientos y métodos más modernos para encontrar solución pronta y viable a sus problemas. Es a esa sociedad no universitaria a la que la universidad traiciona cuando se traiciona a sí misma, y, con el argumento de no ser elitista sino democrática, se empobrece espiritual y científicamente.

Una universidad no deja de ser democrática por ser elitista. Si las reglas de selección son justas y realistas y se aplican con honestidad, el principio básico de la democracia —que haya igualdad de oportunidades para todos— es respetado. La democracia no quiere decir que todos hagan las mismas cosas sino que puedan optar en principio por hacerlas. En el campo universitario, lo importante es tratar de crear las condiciones para que ese mismo punto de partida para unos y otros realmente exista.

Conozco las objeciones a lo que digo. ¿No es acaso una ilusión pensar que en un país con las desigualdades económicas y sociales del Perú, haya realmente justicia en la selección para el ingreso a la universidad? ¿Acaso los jóvenes de clase media o alta cuyos padres han podido enviarlos a buenos colegios, y que han tenido una niñez sin privaciones, no llegan mejor preparados a la universidad? ¿No indica ello que esta selección, aunque tenga la apariencia de ser hecha en función de la aptitud intelectual, se hace en el fondo a partir de los privilegios de clase y de fortuna? ¿No disimula esto una flagrante discriminación económica y social?

En la raíz de esta argumentación hay una dolorosa verdad. No hay duda que en un país subdesarrollado un muchacho de media o alta burguesía recibe casi siempre una mejor educación escolar que el hijo de un obrero o de un campesino (una buena parte de los cuales no reciben educación alguna), que son la mayoría de la sociedad, y no hay duda tampoco que ésta es una lacra que el país tiene la obligación moral de erradicar. Mi pregunta es: ¿se combate ese mal debilitando académicamente a la universidad? Si así fuera, en todos estos años en que la universidad se ha hundido más y más en la crisis, en parte por culpa de su «democratización» ficticia, ello habría aliviado el problema en algo. Ha ocurrido más bien lo contrario. Una democratización así concebida de la universidad es una falsa solución al problema de las desigualdades escolares y al más ancho de las desigualdades económicas y sociales del país.

Con una universidad de veras estudiosa y rigurosa, que forme cuadros capacitados y sensibles, esos problemas sociales tienen más posibilidades de aliviarse que mediante el sacrificio de sí misma. En cambio, el colapso académico de la universidad estatal no sólo no ha contribuido en nada a la lucha contra el subdesarrollo sino que ha apuntalado paradójicamente las desigualdades de la sociedad. No hay que olvidar que el desarrollo y la proliferación de universidades privadas es consecuencia directa de las deficiencias de la universidad estatal. No estoy contra las universidades privadas. En verdad, en países como el mío, ellas han venido a salvar a la universidad. Pero lo cierto es que esta división ha extendido a nivel universitario lo que ocurría en el campo escolar, y esta división entre centros de estudios superiores privados y estatales tiene por desgracia un contenido clasista que era mucho menos acusado en la universidad de antaño. Por eso es conveniente que el realismo y el sentido común prevalezcan cuando entran en colisión con la ideología. Ésta despega fácilmente hacia la quimera y las soluciones quiméricas traen casi siempre más perjuicios de los que quieren remediar.

Pretender corregir los yerros del sistema escolar mediante el empobrecimiento del nivel académico universitario es pretender curar a un enfermo contagiando la enfermedad a su vecino, es querer popularizar la cultura apuntando a los topes más bajos, como hace la televisión con sus programas para llegar a un público mayor. Eso no es popularizar la cultura sino la incultura. Las desigualdades del sistema escolar deben corregirse en el propio sistema escolar, mejorándolo cuantitativa y cualitativamente, o como consecuencia de una mejora de la condición general del país, que disminuya las diferencias entre sus clases. Pero no imponiendo a la universidad exigencias que, sin resolver aquellos problemas, sólo sirven para infligirle otros problemas, aparte de los que ya tiene.

 

 

IV

 

El factor que ha contribuido, más que ningún otro, al desplome intelectual de la universidad, ha sido la politización de los claustros. No soy partidario de la universidad apolítica, estrictamente técnica, que forma profesionales eficientes pero que es sorda y ciega para todo lo que no concierne a la especialidad. Ese género de educación fragmenta el saber, genera incomunicación social y, en última instancia, incultura. La cultura, repitámoslo, es cualidad y la universidad apolítica produce una cultura esencialmente cuantitativa. Alfonso Reyes escribió: «Querer encontrar el equilibrio moral en el solo ejercicio de una actividad técnica, más o menos estrecha, sin dejar abierta la ventana a la circulación de las corrientes espirituales, condena a los pueblos y a los hombres a una manera de desnutrición y de escorbuto. Este mal afecta al espíritu, a la felicidad, al bienestar y a la misma economía».

La universidad tiene la obligación de proporcionar, a la vez que conocimientos específicos, una formación general que familiarice al estudiante con las carencias y las urgencias de su realidad y forje en él la conciencia crítica, el compromiso moral ante tal situación. Esto es imposible si se prescinde de la política.

¿Qué clase de política debe propiciar la universidad? Aquella que constituye conocimiento, controversia de ideas, ejercicio intelectual, aprendizaje de la crítica. Es útil que los estudiantes analicen y discutan los problemas políticos; es sano que los partidos y sus dirigentes se vean confrontados con las aulas. Esta actividad completa la formación universitaria, sensibiliza al joven cívicamente, lo incita a participar en la vida pública y sirve, también, para elevar la propia vida política, obligándola a ser pensamiento e imaginación, algo más que mitin callejero, polémica de actualidad o cruda disputa por el poder. La política como tarea intelectual, si se practica dentro de un clima de respeto a la discrepancia, sin exclusivismos, es enriquecedora para la universidad pues mantiene a los claustros en ósmosis con la vida del país.

Pero nada de esto ha ocurrido. En América Latina la politización de la universidad ha tenido otras características y el resultado no ha sido acercarla al país sino encerrarla dentro de una muralla erizada de irrealidad ideológica. La política no entró a la universidad como quehacer intelectual sino como activismo partidario. La universidad se convirtió en un objetivo que debía ser capturado por las facciones políticas como una herramienta en su lucha por el poder, como un primer peldaño para llegar al Gobierno. La responsabilidad de los partidos que desde hace medio siglo han alentado esta acción es grave, pues lo que han conseguido con ello es dividir y distorsionar de tal manera a la universidad que en algunos momentos la han puesto al borde de la desintegración. Han conseguido, asimismo, que, en vez de que la universidad civilizara las costumbres políticas, éstas barbarizaran a la universidad.

Todos saben de qué hablo, todos los que pasan frente a esas fachadas pintarrajeadas con más faltas de ortografía que ideas lo descubren en el acto. Esa politización que ha tornado a los claustros monumentos a la suciedad y al abandono, también los ha socavado intelectualmente. Otra parte de responsabilidad incumbe, desde luego, a los docentes. Ellos admitieron que arraigara esa imagen falaz de la universidad como microcosmos de la estructura económica y social del país, en el que, por tanto, se podía ensayar esa toma de poder que, luego de haber capturado la universidad, llevaría a la facción victoriosa a controlar la sociedad. La universidad se convirtió en un teatro para representar a la revolución, con todos sus ingredientes: la huelga general, la lucha de clases, la destrucción de los grupos dominantes, la dictadura del proletariado, las purgas y la instauración del dogmatismo ideológico.

Este juego, que ha tenido escasas consecuencias políticas fuera de los claustros, ha sido trágico para la universidad. En vez de facilitar la toma del poder por los grupos que se enseñorearon de los claustros, ha atraído hacia ellos la represión o el desfavor del Estado. En el pasado, estos grupos fueron a veces de centro o de derecha. Hoy son exclusivamente de izquierda: ellos han «radicalizado» la universidad.

¿En qué ha consistido la radicalización? En el progresivo desplazamiento, en los organismos estudiantiles, de los más moderados por los más extremistas: lo que no quiere decir quienes proponen ideas más audaces sino eslóganes más estridentes o los que tienen mayor capacidad de intimidación. Este proceso afectó a las instituciones a través de las cuales la reforma quería democratizar la universidad. El cogobierno, en vez de fomentar el espíritu de responsabilidad del estudiante, fue a menudo un vehículo para promover a una facción y relegar y hostilizar a los adversarios. El criterio ideológico prevaleció con frecuencia en la provisión de cátedras, en la elaboración de programas, en el dictado de los cursos y hasta en la calificación de los exámenes.

El famoso derecho de tacha, aunque no de iure, funcionó de facto. El derecho de tachar a los profesores —uno de los ideales de la reforma— pretendía impedir la esclerosis de los cursos, obligar a los catedráticos a ser más exigentes consigo mismos. Es cierto que este derecho sólo fue reconocido excepcionalmente. Pero en la práctica se estableció un sistema de tacha de signo contrario. Desmoralizados ante la anarquía y los abusos que trajo la radicalización, muchos profesores se vieron en el disparadero de claudicar intelectual y moralmente para llevarse en paz con las facciones o alejarse de la universidad si querían llevarse en paz con su conciencia. Muchos de los que se quedaron, optaron por echarse el alma a la espalda, desinteresarse íntimamente del trabajo universitario, haciendo lo más poco y lo menos riesgoso. Esta dimisión facilitó el reinado del dogmatismo ideológico. De buen número de programas y departamentos fue eliminada toda forma de pensamiento distinta del marxismo (en sus variantes más primarias) y por falta de cotejo de doctrinas opuestas se impuso una visión esquemática y unilateral de la realidad.

Es grande la culpa de los docentes en este proceso. No fueron capaces de establecer reglas claras para evitar que el activismo sustituyera el debate intelectual, el análisis y la crítica seria. Lo cierto es que hubo entre ellos quienes utilizaron la agitación y la querella militante para eliminar a quienes les hacían sombra y obtener ventajas personales. Luego, un buen día, muchos fueron atrapados por la maquinaria que habían contribuido a poner en marcha y se vieron, a su vez, desilusionados, discriminados, impulsados a partir.

La radicalización de la universidad estatal ha alejado de ella a hombres valiosos, a los que desvió hacia la universidad privada o el extranjero. La contrapartida de esta hégira ha sido, a veces, que docentes mal preparados y aun incapaces los reemplazaran y que fueran ellos los que atizaran la radicalización para hacer méritos políticos, ya que no estaban en condición de hacer méritos intelectuales. Ha servido también para matar la vocación académica de muchos jóvenes. Es sintomático que, en el Perú, en los últimos años, la mayoría de los estudios históricos, sociológicos, económicos importantes sean de investigadores que trabajan en universidades privadas o en institutos independientes. La conclusión es instructiva: para seguir fieles a su vocación muchos de esos autores, que procedían de la universidad estatal, tuvieron que apartarse de ella.

Quienes se marchan no son siempre gentes hostiles al marxismo. Nada de eso. Los propios marxistas, si plantean su trabajo a un alto nivel de rigor, resultan con frecuencia víctimas del dogmatismo, como los llamados reaccionarios. Pues el dogmatismo ideológico significa sobre todo abaratamiento intelectual, reemplazo del esfuerzo y la imaginación por la rutina del lugar común.

La universidad ha perdido contactos que le hubieran sido útiles, posibilidades de intercambio con otras universidades, de ayuda de centros de estudio y fundaciones extranjeras en razón del puro prejuicio político. De este modo, se ha sido hundiendo en una crisis que parece cada día más profunda e irreversible.

 

 

V

 

Quisiera referirme por lo menos a una de las manifestaciones prototípicas de la radicalización universitaria: la huelga. Cierto que ella es inseparable de la democracia, un derecho que sólo los Estados autoritarios —neofascistas o comunistas— no toleran. ¿Significa esto que una universidad democrática debe admitir huelgas en su seno? La huelga es un arma legítima de los trabajadores en defensa de sus derechos, cuando considera que estos derechos no son reconocidos por las empresas. La legislación democrática, por lo demás, no sólo legitima las huelgas: también las reglamenta. Me pregunto cómo una institución congénita al mundo de la producción puede trasplantarse al ámbito de la universidad. El trabajador es un hombre que, según el propio marxismo, alquila su fuerza de trabajo al dueño de los medios de producción y cuando considera que éste incumple el pacto que los une, y la vía de la negociación se cierra, le retira esta fuerza.

¿Cómo, en qué forma, de qué modo se puede homologar esta relación trabajador-empleador con la del estudiante y la universidad? Es patente que el universitario y los claustros no encarnan los antagonismos de interés entre un obrero y un patrón, ni que estudiar en la universidad pueda ser equiparable a alquilar la fuerza de trabajo. La comparación sólo es posible a partir de un malentendido: confundir a la universidad con un vivero de la revolución, un espacio que refleja el todo social como un espejo y en el que, por tanto, se pueden ensayar y perfeccionar las tácticas e instituciones revolucionarias. Cuando los estudiantes y los maestros —pues se han visto casos en que han sido los docentes quienes propiciaban las huelgas— dejan de trabajar, no perjudican los intereses de ningún patrón sino los suyos propios. Esta operación, si no fuera trágica para la cultura del país, sería cómica, pues recuerda a ese niño que amenazaba a sus padres con darse de cabezazos contra la pared si no le permitían ver la televisión. Pero ese niño tenía cinco años, la que no es habitualmente la edad cronológica de un universitario, aunque, en el caso de algunos, parezca su edad psicológica.

La mejor manera de deslindar este malentendido es volviendo al principio de las cosas. En verdad, no se trata de algo abstruso. En cualquier país, pero sobre todo en países con las desigualdades y problemas de los latinoamericanos, un universitario, docente o alumno, no es un trabajador víctima de la explotación: es un privilegiado. Pues tiene una educación primaria y secundaria y está teniendo una superior, algo que apenas logra una minoría, y eso es algo que sólo se alcanza, además del esfuerzo propio, por el sacrificio de los otros, aquellos que con su trabajo y también con su miseria sostienen a la universidad. Así, quienes gozan del privilegio de ser universitarios, tienen contraída una profunda deuda moral con quienes han hecho posible que esos claustros existan y funcionen y que ellos estén allí. Y esa responsabilidad los impele ante todo a sacar el máximo provecho de la universidad en lo que ella es: el lugar donde se preserva, se forja y se transmite la cultura. Eso quiere decir estudiar, formarse y capacitarse científicamente. Desde luego que parte de esta formación es adquirir una conciencia cívica y que puede ser, asimismo, contraer un compromiso político, una militancia. Pero esto último sólo debería ser consecuencia, complemento de lo primero, que es lo primordial. Porque es la capacitación intelectual la que permitirá más tarde al universitario retribuir el privilegio que la sociedad le ha concedido, contribuyendo, desde su vocación particular, a la solución de los males del país.

La radicalización de la universidad tiene consecuencias nefastas no sólo para la universidad sino para el país entero. Una de estas consecuencias es que, en vez de acelerar el progreso social, lo retarda, favoreciendo de este modo a los sectores más retrógrados y oscurantistas. Las acciones revolucionarias en los claustros hacen las veces de exutorio, de inofensiva vía de escape para la rebelión de los jóvenes, que las clases dominantes no tienen inconveniente en tolerar pues no daña sus intereses —ellas son más nocivas contra la cultura que contra el capital—. Pero estas acciones sirven igualmente para desencadenar la represión autoritaria, de corte fascista, contra la universidad. Hemos visto lo ocurrido en nuestros días en las universidades de Chile, Argentina, Uruguay. Las dictaduras militares han aplicado allí su propio sistema de barbarie, expulsando, exiliando, encarcelando (e incluso matando) a todo lo que representaba la disidencia, la crítica y a veces la simple inteligencia. En muchas de ellas, la paz de los sepulcros ha venido a reemplazar a la mojiganga revolucionaria. Pero, cuidado: esta represión, incivil y anticultural, que ha ahuyentado de la universidad a mucho de lo más valioso que tenía, no debe llevarnos a justificar lo que ella vino a acabar de destruir. En muchos casos, esa represión sólo dio el tiro de gracia a una institución que se encontraba malherida.

En otros países latinoamericanos, como el Perú, ha ocurrido algo más sutil aunque no menos triste con la universidad estatal. En vez de la represión, la indiferencia: abandonar la universidad a su suerte, dejarla rodar por la pendiente, ver cómo poco a poco se precipitaba hacia el desastre sin mover un dedo. La política de dar la espalda a la universidad, por parte del poder, dejarla que se fuera minando a consecuencia de eso que los marxistas llaman las contradicciones internas, ha sido menos brutal que la represión, pero no menos perjudicial para la cultura del país.

La crisis de la universidad laica y popular ha servido para ahondar las distancias entre ella y las universidades privadas —sobre todo, las de buen nivel académico— y, en última instancia, para acentuar la división clasista de la cultura en esos países. Esto es automático si una universidad produce buenos profesionales y la otra sólo regulares o deficientes, si la una investiga y publica y la otra se amodorra y enmudece, si la una se renueva continuamente y la otra se apolilla. Quienes juegan a la sociedad sin clases en la universidad colaboran de este modo, mejor de lo que habría querido el más pérfido reaccionario, a que la dirigencia técnica, profesional e intelectual del país perpetúe, en vez de corregirla, la estructura clasista de la sociedad. La universidad privada y la estatal deben coexistir, competir, pues esa pluralidad enriquece la cultura, pero es malo que ocurra lo que ha ocurrido en muchos países de América Latina: que la universidad privada (y a menudo confesional) haya dejado académicamente rezagada a la estatal.

Y una cosa en cierto modo parecida viene ocurriendo también, en esos mismos países, entre la universidad estatal y los institutos superiores de las Fuerzas Armadas. Ellos sí se han beneficiado, en los últimos años, de una atención y estímulo constantes por parte de ese poder que volvía las espaldas a la universidad radicalizada. Los institutos militares han recibido un apoyo que ella no recibía y ni siquiera se molestaba en pedir.

Nadie se alegra tanto como yo de que los futuros marinos, aviadores y militares latinoamericanos reciban, además de su entrenamiento profesional, una formación científica e intelectual de primer orden. ¡Albricias! Ojalá esas promociones salgan cada vez mejor instruidas y más cultas porque entonces, en el futuro, habrá menos cuartelazos y las instituciones militares estarán en mejores condiciones de servir a sus países en vez de reprimirlos. Pero que esta elevación del nivel intelectual de los futuros oficiales coincida con el descenso académico acelerado de la universidad estatal presagia para el porvenir una eventualidad que, por lo visto, ninguno de los revolucionarios de los claustros se ha puesto a considerar: que los mejores cuadros para gobernar y administrar el país podrían egresar, no de la universidad laica y popular, sino de las universidades privadas y de los planteles especializados de las Fuerzas Armadas. ¿Es eso lo que anhelaban quienes, pretendiendo ganar batallas contra el imperialismo y la burguesía, sumían a la universidad latinoamericana en el marasmo intelectual?

 

 

VI

 

Definir la universidad como institución que preserva, crea y transmite la cultura aclara poco si no decimos antes qué entendemos por cultura. Es sabido que hay abundantes y contradictorias definiciones de esta palabra. Con ella ocurre, sin embargo, algo parecido que con la palabra libertad. Aunque es difícil definirla, es fácil identificarla, o comprobar su ausencia. No precisamos de una definición para reconocer un medio culto o inculto, para diferenciar a una persona culta de otra que no lo es. De manera general, antropólogos, sociólogos y filósofos admiten que la cultura es el conjunto de características de un pueblo: lo que éste hace, crea, inventa, teme u odia, sus productos materiales al igual que los intelectuales, científicos y artísticos; la forma como recuerda su pasado y concibe el futuro. Pero cultura no puede ser sólo acumulación de ingredientes, algo cuantitativo, sino lo que hay de común en esos ingredientes, lo que les da sentido y relaciona. Esa «cualidad» es, sobre todo, la cultura. Octavio Paz recuerda que esta palabra es de origen agrario: «Cultivar la tierra es labrarla para que dé frutos —dice—. Cultivar el espíritu es labrarlo para que dé frutos. Así, hay en la palabra cultura un elemento productivo, creativo: dar frutos». Además de totalidad, cultura es complejidad, ambigüedad, variedad. T. S. Eliot, en Notas para la definición de la cultura, hizo un distingo esclarecedor entre los tres contenidos de la palabra cultura, según se trate del individuo, del grupo o la clase social, y de la sociedad en su conjunto.

Los peruanos estamos bien situados para entender esta diversidad y complejidad, pues en el Perú hay culturas, no cultura. No somos un país integrado. Hay culturas de distinta naturaleza, de distinto grado de desarrollo, de distinta lengua y que mantienen escasas y ásperas relaciones entre sí. La incomunicación entre los diferentes estratos sociales del país no resulta solamente (aunque sí principalmente) de las desigualdades económicas. También, de la ignorancia: culturas que por falta de diálogo se desconocen, se desprecian. Un indio de los Andes es con frecuencia analfabeto. ¿Significa que es inculto? Nada de eso. Es un hombre inmerso en una cultura propia, sin duda arcaica, que no se desarrolló pero que él ha sabido conservar y que le ha permitido vivir integrado y en solidaridad con otros hombres como él, relacionarse con el pasado y con la tierra que trabaja, que lo ha dotado de fuerzas espirituales para resistir toda clase de adversidades, desde la explotación hasta las catástrofes naturales. Ese campesino, aunque analfabeto, es ciertamente más culto que muchos universitarios que, aunque sepan leer y escribir, viven intelectualmente de préstamos, repitiendo ideas que han aceptado de manera mecánica y que, por lo mismo, en vez de servirles para conocer la realidad en la que viven, los divorcian de ella.

Un cuadro minucioso de todas las variantes culturales del Perú nos enfrentaría a un archipiélago: la sierra, la selva y la costa; el Norte y el Sur; el Perú castellano y el quechua. Y las divisiones verticales: una pequeña cúspide cosmopolita, amplios sectores medios seducidos por cánones norteamericanos, un medio campesino tradicional.

El mayor desafío para el Perú es integrar este archipiélago de culturas en una civilización, en la que todas ellas se irriguen mutuamente mediante el diálogo y la crítica y se sientan, todas, solidarias del fondo común. Por desgracia, será muy difícil conseguirlo. Hasta ahora el desarrollo —bajo cualquier signo ideológico— ha significado, de manera fatídica, el desplazamiento y la absorción de las culturas arcaicas por las modernas y ello ha traído consigo, también de manera inevitable, una mutilación y una injusticia para amplios (y a veces mayoritarios) sectores de la población, cuyas costumbres, lengua, mitos, creencias se han visto destruidos, empobrecidos. Tratar de contrarrestar esa tendencia niveladora que trae el progreso es un imperativo para países como el nuestro. Casi es innecesario señalar que en esta ardua empresa cabe a la universidad función preponderante. Por su naturaleza, ella, antes que nadie, debe ser el lugar de encuentro y de rescate de todas esas diferentes maneras de vivir y de inventar que hoy siguen separando a los peruanos, pero que pueden, en el futuro, si cristalizan en una civilización, unirlos y ser su mejor patrimonio.

La universidad es el medio ideal para llevar a cabo esta operación indispensable de conectar a las distintas culturas que forman nuestro ser. Octavio Paz ha dicho sobre México cosas que valen para el Perú, cambiando sólo algunos nombres. También nosotros somos de un lado la cultura grecorromana y la tradición cristiana y española, a la vez que herederos del Incario y de ese haz de culturas prehispánicas, el Tiahuanaco, el Gran Chimú, los Chancas, Nazca, Paracas, etcétera. Somos algo del África que nos trajeron los negros y del Oriente que llegó a nuestras playas con los chinos y japoneses. Somos el siglo XX que entra a nuestras casas con la televisión y somos el mito y la magia de la mentalidad primitiva que reina en ciertos lugares de la Amazonía. Los esfuerzos de integración económica y social del mosaico peruano, para ser eficaces, deben ir acompañados de un esfuerzo paralelo por lograr la integración cultural. Ésta es una operación extremadamente delicada, pues aquí se trata —contrariando en lo posible aquella ley fatídica de que el desarrollo uniformiza— sobre todo de conservar, de encontrar fórmulas originales que permitan la coexistencia, dentro de la civilización peruana del futuro, de ese abanico de formas culturales, respetuosas las unas de las otras, de impedir que una de ellas ahogue totalmente a las demás. Ésta es una misión que la universidad no debe descuidar. A ella corresponde probar que no hay culturas mejores ni peores, sino distintas, que esa heterogeneidad que nos caracteriza y que puede parecer hoy la cara de nuestro atraso es, también, lo que puede darnos soberanía cultural. La universidad debe trabajar incansablemente por el mutuo conocimiento y el respeto recíproco de los distintos sistemas culturales del Perú. En ese dominio, el del conocimiento, la reflexión y la imaginación, la universidad puede y debe ser «revolucionaria», rompiendo los moldes establecidos, inventando métodos y cuestionando lo existente. Esta revolución es menos estridente que la otra, pero constituye una aventura audaz, riesgosa, idealista e infinitamente más valiosa para la sociedad.

La universidad puede fijarse muchas tareas, como complemento de la formación de profesionales, desde la dirección de las campañas de alfabetización hasta ser el eje del intercambio artístico e intelectual con el resto del mundo, desde el análisis de los problemas urgentes hasta el fomento, fuera de los claustros, de la ciencia y el arte. Una de las ventajas de un país donde tantas cosas quedan por hacer, es que nadie tiene por qué aburrirse ni sentirse inútil. La universidad puede desplegar innumerables programas además de aquellos que le son consustanciales. Lo importante es que todos ellos se conciban y realicen en el plano intelectual que es el suyo y no la aparten de él.

Y, así como comencé estas reflexiones, quisiera terminarlas con otra nota personal. Por una razón de rebeldía, yo estudié en San Marcos, contrariando el deseo familiar de que fuera a la Católica, la universidad donde preferían ir entonces los jóvenes de eso que la huachafería nacional llamaba las familias «decentes». Ingresé a San Marcos porque esa universidad representaba para mí el Perú laico y popular, y, también, de algún modo, el de esas víctimas de la sociedad con las que quería ardientemente identificarme. Fui a San Marcos seducido por su tradición inconforme, la única digna en un país con las injusticias del nuestro. Allí, esa disposición (sin duda, buena) se vio desnaturalizada y frustrada por el mecanismo que he tratado de describir. Quiero decir que, con la pasión de los dieciséis años, también jugué el juego de la revolución: pinté paredes, promoví huelgas, intenté tachar profesores y participé en las conspiraciones de rigor. Luego, cuando el juego revolucionario me hastió, jugué el otro juego, y fui el estudiante sonámbulo que se dedica a sus asuntos y espera alegremente que discurra el tiempo para que, como un premio a la paciencia, aterrice un título en sus brazos.

Más tarde, las circunstancias han hecho que pasara temporadas en universidades de otras partes, algunas de muy alto nivel, y que pudiera ver de cerca lo que significa allí enseñar y sobre todo aprender, el esfuerzo y responsabilidad con que los viejos y los jóvenes encaraban el trabajo intelectual. Y allí, a la vez que comprobaba mis enormes vacíos de formación, descubría mi ingenuidad juvenil, ese gran desperdicio. Quizá esto explica el apasionamiento de algunas afirmaciones hechas en estas notas. Como tantos otros, yo colaboré con un granito de arena a la empresa de demolición de la universidad peruana. Lo recuerdo para que quede claro que estas críticas no están exentas de una buena dosis de autocrítica.

 

Lima, diciembre de 1979