El teatro como ficción

 

 

 

 

 

En un París de pacotilla, un hombre y una mujer se ponen de acuerdo para, dos horas cada día, dedicarse a mentir. Para ella es un pasatiempo; para él, un trabajo. Pero las mentiras rara vez son gratuitas o inocuas; ellas se alimentan de nuestros deseos y fracasos y nos expresan con tanta fidelidad como las verdades más genuinas que salen de nuestra boca.

Mentir es inventar, añadir a la vida verdadera otra ficticia, disfrazada de realidad. Odiosa para la moral cuando se practica en la vida, esta operación parece lícita y hasta meritoria cuando tiene la coartada del arte. En una novela, en un cuadro, en un drama, celebramos al autor que nos persuade, gracias a la pericia con que maneja las palabras, las imágenes, los diálogos, de que aquellas fabulaciones reflejan la vida, son la vida. ¿Lo son? La ficción es la vida que no fue, la que quisiéramos que fuera, que no hubiera sido o que volviera a ser, aquella vida sin la cual la que tenemos nos resultaría siempre trunca. Porque, a diferencia del animal, que vive su vida de principio a fin, nosotros sólo vivimos parte de la nuestra.

Nuestros apetitos y nuestras fantasías siempre desbordan los límites dentro de los que se mueve ese cuerpo mortal al que le ha sido concedida la perversa prerrogativa de imaginar las mil y una aventuras y protagonizar apenas diez. El abismo inevitable entre la realidad concreta de una existencia humana y los deseos que la soliviantan y que jamás podrá aplacar, no es sólo el origen de la infelicidad, la insatisfacción y la rebeldía del hombre. Es también la razón de ser de la ficción, mentira gracias a la cual podemos tramposamente completar las insuficiencias de la vida, ensanchar las fronteras asfixiantes de nuestra condición y acceder a mundos más ricos o más sórdidos o más intensos, en todo caso distintos del que nos ha deparado la suerte. Gracias a los embustes de la ficción la vida aumenta, un hombre es muchos hombres, el cobarde es valiente, el sedentario nómada y prostituta la virgen. Gracias a la ficción descubrimos lo que somos, lo que no somos y lo que nos gustaría ser. Las mentiras de la ficción enriquecen nuestras vidas, añadiéndoles lo que nunca tendrán, pero, después, roto su hechizo, las devuelven a su orfandad, brutalmente conscientes de lo infranqueable que es la distancia entre la realidad y el sueño. A quien no se resigna y, pese a todo, quiere lanzarse al precipicio, la ficción lo espera, con sus manos cargadas de espejismos erigidos con la levadura de nuestro vacío: «Pasa, entra, ven a jugar a las mentiras». Un juego en el que tarde o temprano descubrimos, como Kathie y Santiago en su «buhardilla de París», que se juega a la verdad melancólica de lo que quisiéramos ser, o a la verdad truculenta de lo que haríamos cualquier cosa por no ser.

El teatro no es la vida, sino el teatro, es decir, otra vida, la de mentiras, la de ficción. Ningún género manifiesta tan espléndidamente la dudosa naturaleza del arte como una representación teatral. A diferencia de los personajes de una novela o de un cuadro, los del escenario son de carne y hueso y viven ante nuestros ojos los roles que protagonizan. Los vemos sufrir, gozar, enfurecerse, reír. Si el espectáculo está logrado, esas voces, movimientos, sentimientos, nos convencen profundamente de su realidad. Y, en efecto, ¿qué hay en ellas que no se confunda con la vida? Nada, salvo que son simulacro, ficción, teatro. Curiosamente, pese a ser tan obvia su naturaleza impostora, su aptitud fraudulenta, siempre ha habido (y siempre habrá) quienes se empeñan en que el teatro —la ficción en general— diga y propague la verdad religiosa, la verdad ideológica, la verdad histórica, la verdad moral. No, la misión del teatro —de la ficción en general— es fraguar ilusiones, embaucar.

La ficción no reproduce la vida: la contradice, cercenándole aquello que en la vida real nos sobra y añadiéndole lo que en la vida real nos falta, dando orden y lógica a lo que en nuestra experiencia es caos y absurdo, o, por el contrario, impregnando locura, misterio, riesgo, a lo que es sensatez, rutina, seguridad. La rectificación sistemática de la vida que obra la ficción documenta, como el negativo de una foto, la historia humana: el riquísimo prontuario de hazañas, pasiones, gestos, infamias, maneras, excesos, sutilezas, que los hombres tuvieron que inventar porque eran incapaces de vivirlos.

Soñar, escribir ficciones (como leerlas, ir a verlas o creerlas) es una oblicua protesta contra la mediocridad de nuestra vida y una manera, transitoria pero efectiva, de burlarla. La ficción, cuando nos hallamos prisioneros de su sortilegio, embelesados por su engaño, nos completa, mudándonos momentáneamente en el gran malvado, el dulce santo, el transparente idiota que nuestros deseos, cobardías, curiosidades o simple espíritu de contradicción nos incitan a ser, y nos devuelve luego a nuestra condición, pero distintos, mejor informados sobre nuestros confines, más ávidos de quimera, más indóciles a la conformidad.

Ésta es la historia que protagonizan la esposa del banquero y el escribidor en la buhardilla de Kathie y el hipopótamo. Cuando escribí la pieza ni siquiera sabía que su tema profundo eran las relaciones entre la vida y la ficción, alquimia que me fascina porque la entiendo menos cuanto más la practico. Mi intención era escribir una farsa, llevada hasta las puertas de la irrealidad (pero no más allá, porque la total irrealidad es aburrida) a partir de una situación que me rondaba: una señora que alquila un polígrafo para que la ayude a escribir un libro de aventuras. Ella está en ese momento patético en que la cultura parece una tabla de salvación contra el fracaso vital; él no se consuela de no haber sido Victor Hugo, en todos los sentidos de ese nombre caudaloso: el romántico, el literario, el político, el sexual. En las sesiones de trabajo de la pareja, a partir de las transformaciones que sufre la historia entre lo que la dama dicta y lo que su amanuense escribe, las vidas de ambos —sus dos vidas, la de verdad y la de mentira, lo que han sido y lo que hubieran querido ser— se corporizan en el escenario, convocadas por la memoria, el deseo, la fantasía, las asociaciones o el azar. En algún momento del trabajo, entre los fantasmas de Kathie y de Santiago que yo trataba de animar, otros fantasmas se colaron, disimulándose entre sus congéneres, hasta ganar, también, derecho de ciudad en la pieza. Ahora los descubro, los reconozco y, una vez más, me quedo con la boca abierta. Las mentiras de Kathie y de Santiago, además de sus verdades, delatan las mías y, a lo mejor, las de todo el que, al mentir, exhibe la impúdica arcilla con que amasa sus mentiras.

 

Londres, septiembre de 1982