Los jóvenes dramaturgos norteamericanos han conquistado en estos últimos años los teatros de París. El gran éxito de la temporada pesada fue Edward Albee, cuya pieza Who's afraid of Virginia Woolf? sigue batiendo todos los récords de taquilla, y junto con él, Murray Shiegel, el autor de Love, ha merecido también los elogios de la crítica y el aplauso del público. La revelación de este año es LeRoi Jones. Dos obras suyas han sido estrenadas recientemente en el minúsculo y valiente escenario del Teatro de Poche, de Montparnasse, por Antoine Bourseiller (El metro fantasma y El esclavo)y la personalidad y las ideas de este escritor negro de treinta años son objeto ahora en Francia, como en Estados Unidos, de apasionadas discusiones.
¿Quién es LeRoi Jones? Para sus enemigos, un renegado racista de ideas disolventes; para sus partidarios, un poeta de elocuencia poco común y un testigo implacable del drama racial norteamericano. LeRoi Jones nació en el Norte, en el seno de una familia acomodada, y recibió una educación privilegiada. Una beca le permitió dedicarse, algún tiempo, exclusivamente a la poesía y fue más tarde profesor universitario en Nueva York. «Su elegancia de palabra y de indumentaria —dice un crítico que lo conoció en esta época— habrían hecho palidecer de envidia a un dandy de Oxford». Era uno de esos intelectuales negros «integrados» en el mundo de los blancos, satirizados por Baldwin, que hacía la vida bohemia de Greenwich Village, se declaraba discípulo del poeta Charles Olson, se había casado con una blanca y colaboraba en una revista beatnik cuyo título era una provocación: Fuck you, a Magazine of the Arts.
Hace cuatro años, LeRoi Jones tuvo una toma de conciencia racial. «Aceptar los valores blancos —explicó más tarde—, no sólo es someterse a un sistema discutible, que uno no ha elegido, sino, sobre todo, renunciar a su identidad de negro y, por lo tanto, de ser humano». Simbólicamente, Jones abandonó su elegante departamento de Manhattan para instalarse en una modesta vivienda de la calle 145, en el corazón de Harlem, se divorció de su mujer blanca para casarse con una negra y escribió varios ensayos políticos, explicando su nueva actitud. Poco después, organizó en Harlem la primera «Casa de la cultura negra», donde acuden los jóvenes a aprender un oficio manual o intelectual. En las noches, el Black Arts Repertory Theatre instala un rústico escenario en medio de la calle y ofrece, a un público compuesto sólo de negros, un espectáculo de jazz, de danza o de teatro.
La posición de LeRoi Jones se asemeja mucho a la de la secta extremista de los Black Muslims, por lo menos en su aspecto negativo. Él también rechaza los métodos no-violentos del pastor Luther King y la integración le inspira este comentario brutal: «¿Para qué pedir la integración? Es como si nos propusieran entrar a un asilo de alienados. Incluso si hace frío afuera, vale más permanecer en el frío que convivir con locos. Es verdad que uno puede arreglárselas para entrar a un manicomio, pero en ese caso uno termina contagiándose y acaba loco». Para Jones, el negro encarna los valores que el Occidente ha perdido o traicionado y, por ello, el peligro mayor que lo amenaza es el de renunciar a su «identidad» asimilando las costumbres y valores del «enemigo». «En el curso de los siglos —dice—, los negros han ido renunciando a valores y costumbres asociados a la esclavitud, por considerarlos demasiado “negroides”. El cambio más radical en la conciencia negra sobreviene a principios de siglo, cuando surge la idea de que las raíces negras no son motivo de vergüenza, sino de orgullo». Como los indigenistas peruanos de hace treinta años, LeRoi Jones es un racista al revés y postula la superioridad de la raza oprimida sobre la raza opresora. «Yo soy partidario de un conflicto racial en escala mundial, un conflicto total, en todos los sentidos de esta palabra. Soy partidario de la destrucción de todos los jefes políticos de raza blanca, de la dominación del mundo por la mayoría, es decir, por los hombres de color…».
Ya se puede prever lo que estas ideas originan, encarnadas en personajes, disueltas en un argumento, movilizadas en una acción dramática e instaladas en un escenario: una violencia explosiva, casi físicamente intolerable. LeRoi Jones se sitúa en las antípodas del teatro del absurdo y, a su lado, el teatro de la crueldad de Antonin Artaud parece un juego de niños traviesos.
El metro fantasma es una alegoría destinada a mostrar el fracaso de cualquier tentativa de comunicación racial. Clay, negro burgués educado entre blancos, que cree haber «cruzado la frontera», encuentra en el túnel sombrío, ruidoso e interminable del metro de Nueva York, a Lula, una blanca «evolucionada» y sin prejuicios, dispuesta a vivir con él una aventura sexual. La experiencia se frustra rápidamente, sin embargo, porque ninguno de los personajes está decidido a aceptar al otro tal como es. Lula, rebelde esnob, ve en Clay un pasatiempo exótico y una confirmación de su libertad: ese negro en su lecho sería la prueba material de su emancipación de los tabúes y prejuicios de su raza. Pero resulta que Clay es un negro sólo a medias, que ha renegado de su condición para ser aceptado por los blancos, y que por esta misma razón los imita en su manera de vestir, de pensar y de hablar. Lula se siente frustrada. Clay, por su parte, aspira a servirse de Lula para convencerse a sí mismo de la superchería en la que vive: esa amante blanca hará de él un igual a ella, es decir, un blanco. Cuando comprende que Lula busca en él, precisamente, aquello que él ha renegado, su raza, se siente engañado y devuelto a un mundo del que había creído posible escapar. Su error será castigado con la muerte.
El esclavo es una fábula, un drama de anticipación histórica, como la célebre novela de Orwell, 1984. Estamos a finales de este siglo, en Estados Unidos, donde ha estallado la guerra entre las razas. Walker Vessels, un negro intelectual, que había creído en «la integración» pacífica y estaba casado con una blanca, con la que tuvo dos hijos, ha comprendido que la no-violencia es un mito y que los blancos liberales que aprobaron la igualdad racial son impostores que se niegan a mover un dedo para que estas leyes se conviertan en hechos. Walker Vessels pasa entonces a la acción, se hace primero un activista, luego un guerrero. Abandona a su mujer y a sus hijos, se pone al frente de las tropas negras. Una noche, clandestinamente, se introduce en la ciudad enemiga, para ver de nuevo su antiguo hogar: su mujer, Anne, se ha casado con Bradford Easley, un liberal blanco que ha adoptado a los dos niños mestizos. En presencia de la mujer, en la noche estremecida por los obuses y las ráfagas de ametralladoras, los ex amigos confrontan sus tesis, discuten sus inconciliables ideas. Las palabras ya no son eficaces, la razón ha muerto, ha llegado el tiempo de la poesía, es decir, el de lo irracional y la cólera. La muerte de Bradford y de Anne, y el holocausto de los niños —ejemplo trágico de una imposible reconciliación racial— simboliza el fin de una era y el comienzo de otra.
Sería insensato exponer en una breve crónica lo que tiene de sensato y de arbitrario la actitud de LeRoi Jones, los aciertos y errores que, a mi juicio, se mezclan todo el tiempo en su planteamiento del problema negro. Sí se puede, en cambio, afirmar sin temor a equivocarse que se trata de un creador notable, de un poeta de voz excepcionalmente vigorosa y llamativa. Su teatro «comprometido», a pesar de sus evidentes intenciones pedagógicas y descriptivas, de su militancia propagandística, tiene una formidable vitalidad gracias a un lenguaje metafórico, que se adivina sólidamente enraizado en el habla popular, en la poesía callejera. Esta riqueza verbal es tan grande que consigue persuadir casi siempre al espectador de la verosimilitud de situaciones que, juzgadas en frío, no admitiría jamás. Sólo los creadores de genio son capaces de perpetrar contrabandos semejantes.
París, noviembre de 1965