Eugène Ionesco es, probablemente, uno de los autores dramáticos contemporáneos más discutidos en el mundo entero. Sus primeras obras, breves y delirantes, se estrenaron discretamente hace unos quince años en escenarios confidenciales de París. Algunas siguen en cartelera, como ocurre con La lección y La cantante calva que se representan en el teatro de la Huchette, el más pequeño de París, desde hace siete años y sin interrupción. Pero ahora Ionesco figura también entre los autores de repertorio del más «ilustre» teatro de Francia, la Comedia Francesa, que acaba de estrenar su última obra: La sed y el hambre.
¿Significa esto que el autor maldito, el abanderado de la vanguardia, el imitado por tantos jóvenes de todos los rincones del mundo, se ha convertido en un escritor conformista, razonable, dócil, digno de un escenario oficial? En cierta forma, sí. Pero esto significa, también, que el teatro de Ionesco ha terminado por ser aceptado, y que el renovador de ayer viste desde la semana pasada el uniforme paralizante y adormecedor de un clásico vivo. Por lo demás, en dos ocasiones anteriores Ionesco había sido recibido en teatros oficiales: en 1960, con Rhinocéros y, en 1963, con Le Piéton de l'air, que fueron estrenadas en el Odeón, con el beneplácito de Jean-Louis Barrault.
En cuanto a la Comedia Francesa, es un hecho que esta solemne sala no ha vacilado a lo largo de su historia en brindar hospitalidad a los autores de «vanguardia». Las representaciones de Tartufe, en época de Molière, dieron lugar a verdaderos tumultos y más tarde, la célebre batalla de Hernani, de Victor Hugo, tuvo como escenario su alfombrada platea y sus elegantes palcos. En los últimos años, también se registraron algunos alborotos en el local. Disgustados por la insolencia reaccionaria de Henri de Montherlant, los estudiantes de la École Normal invadieron la Comedia Francesa hace algunos años para frustrar el estreno del último «drama español» del académico y, no hace mucho, la representación de La hormiga en el cuerpo de Jacques Audiberti debió ser suspendida cuando el público, exasperado por las audacias de lenguaje y lo descabellado de ciertas escenas de la pieza, comenzó a vociferar y bombardear a los actores con improvisados proyectiles.
La sed y el hambre de Ionesco ha merecido, también, un pequeño escándalo. Ocurrió un martes, día reservado a los abonados de la Comedia Francesa, público muy especial, compuesto de viejos enamorados del teatro que van, puntualmente, todas las semanas a escuchar los versos de Racine, de Corneille o de Molière que ya conocen de memoria, y de jóvenes estudiantes de Liceo educados en el respeto religioso de la tradición, del endecasílabo, de la claridad y el orden cartesianos. El primer acto transcurrió sin incidentes, pero sólo muy ralos y tímidos aplausos se escucharon al caer el telón. Durante el desarrollo del segundo hubo murmullos desaprobadores, movimientos en las butacas, sofocadas exclamaciones de fastidio y, al final, en vez de aplausos, un silencio sepulcral y amenazador. A la mitad del tercer acto estallaron las protestas; la gota que colmó la medida fue la escena en ese extraño convento donde se ha refugiado el héroe, Jean, y en la que el temible hermano Tarabas atormenta a dos payasos grotescos encerrados en jaulas. «¡Esto es intolerable!», exclamó un señor de la platea, puesto de pie, congestionado de cólera. Y una dama, levantándose, agitó su programa como una honda: «¡Todos ustedes son una pandilla de locos!». Tras estos pioneros, surgieron otros refractarios: gritos vehementes, silbidos, zapateos. Las voces de los actores quedaron sumergidas por un estruendo. Fuera de sí, la estrella número uno de la Comedia Francesa, el gran actor Robert Hirsch, con toda la tensión acumulada en dos horas de presencia en las tablas, encaró al público y aulló: «¡Váyanse a la m…!». Silencio glacial y, luego, una de esas increíbles situaciones típicamente francesas en las que, como por arte de magia, el apasionamiento desenfrenado se proyecta en cuestión de segundos en un diálogo frío y racional. «El ser un gran actor no le da derecho a ser maleducado», exclama, calmada y dignamente, un espectador. Otro actor se adelanta y explica, con amabilidad y excelentes maneras, que interrumpir una representación es también «ineducado y descortés». Sugiere que el público espere el final del espectáculo para manifestar su desaprobación. Su sugerencia es aceptada pero, entonces, surge una imprevista complicación: el exasperado Robert Hirsch, la memoria alterada por el incidente, ha olvidado su papel y hace gestos, hacia las bambalinas, para que le soplen. La cólera del público se muda en benevolencia y buen humor. Los diarios han calificado este episodio, no sin razón, de típicamente «ionesquiano».
Ionesco ha definido su obra como una parábola. La sed y el hambre, ha dicho, es un título bíblico. «Todos tenemos hambre, todos tenemos sed. Varias clases de hambre, sed de alimentos terrestres, de agua, de whisky, de pan; tenemos hambre de amor absoluto. El pan, el vino y la carne que despiertan el hambre y la sed de Jean sólo son sustitutos de aquello que podría aplacar un hambre y una sed de absoluto». La obra es el relato de una búsqueda, de una persecución desesperada y estéril. El héroe, Jean, aparece como un hombre dueño de todo lo necesario para ser feliz: una mujer que lo quiere, una hija adorable, una posición confortable. Y, sin embargo, el departamento al que acaba de mudarse comienza a hundirse en el fango y su espíritu es víctima de espantosas pesadillas. Jean huye de la «dicha conyugal», se lanza por el mundo en pos de algo que sacie su hambre y su sed. Como en El peatón del aire, el héroe abandona la tierra y visita una región celeste y luminosa que tiene la apariencia del paraíso. Pero ese reino aéreo está deshabitado y la soledad no libera a Jean de la angustia, más bien acrecienta su apetito de quimeras. Regresa al mundo y se refugia en un curioso convento donde unos misteriosos monjes lo alimentan y le dan de beber. Pero pronto comprende que es un prisionero y no un huésped. El hermano Tarabas, en la escena de la tortura de los clowns, está encargado de enunciar la moraleja de la pieza: todos los ideales son equivalentes y, por lo tanto, se anulan unos a otros; ninguna forma de vida es superior a las demás; no existe para el hombre liberación posible y lo único sensato es aceptar el infierno.
Este mensaje pesimista, idéntico al que ilustraba El Rey se muere, está expresado aquí de una manera mucho menos seductora e imaginativa que en otras piezas «filosóficas» de Ionesco. Desde el comienzo del primer acto, la obra es una sucesión de ecos, derivaciones y repeticiones de piezas anteriores y sólo en breves momentos adquiere el lenguaje ese poder de invención, esa extraordinaria audacia de las primeras piezas de Ionesco. El absurdo, buscado con premeditación tan evidente, no resulta en esta obra la llave maestra que abre puertas hacia zonas inéditas, enigmáticas de la realidad, sino un fin en sí mismo, un recurso brillante pero hueco. En un autor que, según confesión propia, sólo pretende divertir y sorprender, la monotonía constituye una gravísima manifestación de decadencia.
París, marzo de 1966