Hace algunos años vi en París una representación de La ópera de dos centavos, de Brecht, por el Piccolo Teatro de Milán, que recuerdo como uno de los más brillantes espectáculos dramáticos que he presenciado. Mi mayor ambición, al llegar a Milán, era ver de nuevo a este conjunto, en la misma ciudad donde nació hace veintiún años. Unos amigos me arrojaron un balde de agua fría: «El Piccolo Teatro ha envejecido, es una sombra de lo que fue». Le reprochaban un apego demasiado mecánico a las teorías brechtianas, un criterio estrechamente «social» en sus programaciones, desdén de la vanguardia. El Piccolo Teatro daba el Marat-Sade, de Peter Weiss, en una puesta de un director joven, Rafael Maiello, y como yo tenía presente la versión de esta pieza de Peter Brook, alabada con justicia en todo el mundo y difícilmente superable, entré al local del Piccolo seguro de ir al encuentro de una decepción. A diferencia de lo que ocurre con los libros, que crecen en el recuerdo cuando son buenos, la memoria suele ser infiel con el teatro, que a la distancia se empobrece. Escribo esta crónica diez días después de haber asistido a la representación y, sin embargo, el entusiasmo de esa noche se conserva intacto, la impresión sigue siendo tan intensa como si la hubiera forjado una lectura laboriosa y no la visión pasiva de un par de horas de espectáculo. El pesimismo de mis amigos me deja perplejo: ¿cómo aceptar que se halla en decadencia un equipo capaz de montar un drama cuyas imágenes vuelven a la memoria, enriquecidas por la distancia, como las metáforas de un poema o las situaciones de una novela que nos hirieron poderosamente?
Es posible que la obra de Weiss sea el elemento principal de la recia descarga emotiva de esa noche. El Marat-Sade no es solamente una obra admirable; tal vez su mérito mayor sea histórico y no estético y consista en la reivindicación de un género tan desprestigiado que muchos consideraban ya difunto: el teatro social. Desde la muerte de Brecht, la incorporación de asuntos morales o políticos de actualidad al teatro, y, sobre todo, su tratamiento realista, parecía una empresa de mal gusto, destinada siempre al fracaso, en la que se empeñaban algunos escritores tan llenos de buenas intenciones como faltos de recursos creadores (por ejemplo: Arthur Adamov). El individualismo, la metafísica, lo imaginario, la experimentación monopolizaban a los más dotados. Ionesco y sus epígonos convertían el teatro en un juego brillante, en el que la fantasía discurría libremente por el mundo de lo absurdo, dinamitando el lenguaje convencional, purificándolo de toda emoción humana distinta del humor, en tanto que Beckett exploraba austeramente la miseria ontológica de la condición humana, en dramas de un diabólico pesimismo solipsista. Los norteamericanos e ingleses vinieron luego a inyectar un poco de vida a ese teatro invertebrado, que comenzaba a languidecer entre acrobacias oníricas, describiendo pequeños infiernos domésticos de clase media, con un cinismo desesperado (y a veces eficaz, como en el caso de Albee y Pinter). Pero la actitud general parecía ser la del repliegue evasivo frente a un orden de lo real, convertido poco menos que en tabú: lo político. La vanguardia ha rehuido sistemáticamente el tema político, o lo ha abordado con tanta timidez, enmascarándolo en fábulas, alegorías y pesadillas tan alambicadas y barrocas (como han hecho Genet y LeRoi Jones) que lo convertían en un simple pretexto, en un mero soporte de la imaginación poética. El Marat-Sade de Weiss, con su brutal inmersión en una problemática social e histórica presente —la Revolución francesa personifica en el drama una revolución que puede ser también la rusa, la china o la cubana; Sade es el príncipe libertino que creó a Juliette, pero también cualquier creador enfrentado a la conmoción revolucionaria y sus desgarradoras opciones; Marat es el «amigo del pueblo» y, al mismo tiempo, la encarnación de la imagen implacable de la pureza revolucionaria a la manera, digamos, de un Che Guevara—, constituye una ruptura insolente con la actitud de la vanguardia teatral en la elección y tratamiento de sus temas.
¿Hasta qué punto la sombra augusta de Brecht ha sido decisiva en el rechazo del teatro político por los dramaturgos contemporáneos? A muchos, el temor de repetir las fórmulas brechtianas los alejó de temas y problemas para los que el escritor alemán parecía haber creado una forma y una técnica de expresión únicas. Luego de Brecht resultaba difícil innovar, ser original, si se elegían «sus» asuntos. Este temor, tal vez legítimo, queda disipado gracias a la obra de Weiss, cuyas afinidades con el teatro brechtiano, aunque existan, no le restan en absoluto originalidad ni personalidad. Las afinidades son de intención y de tema, no de tratamiento, y en el teatro, como en la poesía y la novela, el tratamiento lo es todo: sólo de él dependen la victoria o el fracaso. Al igual que en Brecht, en Weiss la anécdota teatral desarrolla un asunto histórico cuyas implicaciones sociales, políticas y morales quieren arrojar luz sobre una situación presente. La pieza es una meditación sobre ciertos temas esenciales: el destino de las revoluciones, la legitimidad de la violencia, la pugna entre lo individual y lo social, los poderes encontrados de la imaginación y la acción. Pero probablemente las diferencias entre ambos escritores son más numerosas que las afinidades. Para conseguir esa «distanciación» entre espectáculo y público que debía, según él, permitir al espectador una toma de conciencia sobre la realidad inmediata a la luz de los conflictos ejemplares que había presenciado sobre las tablas, Brecht mantenía sus dramas en una rigurosa objetividad. El espectador no debía «creer» en lo que ocurría en el escenario, debía estar siempre consciente de su carácter ficticio e instructivo: su obligación era comprender, aprender. En el Marat-Sade todo transcurre en el dominio de la más exclusiva subjetividad. Las ideas y tesis que se discuten no dan consistencia, densidad, a los personajes de Sade y de Marat: es el drama humano, individual, de estos dos seres trágicos el que imprime a su diálogo ideológico su patética verdad. El éxito alcanzado por la pieza de Weiss no reside sólo en una dimensión intelectual: hay un vasto sector del público que ha sido impresionado sólo por el nivel más superficial de realidad, si se quiere, en que se desarrolla la obra: el anecdótico. El Marat-Sade es, ante todo, una ficción admirablemente construida, en la que se mueven un puñado de seres dotados de vida autónoma. Ni Sade, ni los locos de Charenton están allí —como ocurría, por ejemplo, con los personajes de El vicario, de Rolf Hochhuth, y con las peores de las piezas de Brecht— para transmitir ideas como los muñecos de un ventrílocuo: son seres de carne y hueso, con sus propios dramas individuales, que van a mimar una representación, encarnando a personajes históricos de la Revolución francesa, y en el curso del espectáculo, esta ambigüedad, esta duplicidad, está constantemente subrayada: los locos olvidan su libreto, deforman sus parlamentos, mezclan sus propias alucinaciones y apetitos a las de los seres que encarnan, provocando confusión y violencias. Hay un drama doble que se desarrolla simultáneamente, iluminándose mutuamente, y de ese cruce de realidades, independientes y a la vez inseparables, brota la ilusión de la vida: esa ilusión que hechiza al espectador y, aboliendo su conciencia, lo hace vivir la ficción como realidad. Pero este mundo de acciones fulgurantes, tenso y áspero, no es mero espejismo: lo mueven y le dan profundidad psicológica y moral una serie de ideas y emociones que, aunque le pertenecen, pertenecen también al mundo real. Esta dimensión intelectual se proyecta natural, libremente de la anécdota, y no a la inversa, como ocurre en las piezas políticas frustradas: es generada por ella como el sudor por la piel. De ahí deriva la fuerza vertiginosa que tiene el torneo dialéctico entre Sade y Marat: las ideas que ambos enfrentan aparecen al mismo tiempo encarnadas en dos existencias cuyo destino han marcado trágicamente. Se trata de un teatro político, o de ideas, pero ante todo de teatro: la grandeza de Weiss está en haber demostrado, en contra de lo que la moda contemporánea había establecido, que los asuntos políticos y los conflictos ideológicos no están reñidos de ninguna manera con la creación.
La puesta en escena del Marat-Sade por el Piccolo Teatro es menos vistosa que la de Peter Brook, pero tal vez más eficaz. Maiello no ha renunciado a sacar partido de todos los elementos espectaculares que ofrecía la pieza, pero no ha abusado de ellos ni permitido que distrajeran la atención del espectador respecto de su contenido esencial. La escenografía, el movimiento de los actores, las canciones, las escenas de violencia, no rompen nunca la continuidad del debate ininterrumpido y sin término que constituye la columna vertebral de la pieza; todo tiende a destacar y hacer más accesibles los argumentos que se esgrimen, las interrogaciones que se plantean. La escena final es una alusión significativa a los tiempos del nazismo: cuando los locos de Charenton, enardecidos, quedan abandonados a su suerte, de las esquinas del escenario se elevan, escupiendo gas, los tubos de las cámaras de exterminio de los campos de concentración. Con esta humareda de hecatombe termina la feliz representación de este drama que reduce a escombros la casi totalidad del teatro que se ha escrito en Europa en los últimos años.
Milán, 1968