En los años sesenta circularon por Europa las teorías del «arte pobre». No sé si nacieron en España, pero allí tuvieron, en todo caso, eco mayor que en otras partes. Se habló de un «teatro pobre», de un «cine pobre», de una «plástica pobre». Se trataba de convertir el defecto en virtud, la limitación en mérito. El razonamiento era el siguiente. ¿Puede tener la creación características idénticas en sociedades prósperas avanzadas y en países pobres y con múltiples retrasos? No. Porque el arte debe reflejar las condiciones del medio para ser auténtico, y como estas condiciones difieren en los países ricos y en los pobres, los artistas de estos últimos sólo pueden crear a la manera de aquéllos traicionando su propia circunstancia, dando la espalda a su verdad histórica. El resultado será, por lo tanto, un arte hechizo, falaz.
Los teóricos del «arte pobre» pedían a los artistas de países atrasados asumir el atraso de su mundo y convertir los rasgos sociales, económicos y culturales de signo negativo en valores estéticos, en modos de expresión, en técnicas que, gracias a la imaginación, dieran a su arte una fisonomía propia y un sentido testimonial más profundo que el del naturalismo y el realismo, escuelas cuyas buenas intenciones sociales se vieron a menudo frustradas porque pretendían reflejar la pobreza (la injusticia) sólo a través de la anécdota.
El «arte pobre» debía reflejar la pobreza en la forma antes que en el contenido, ya que es la forma la que determina la excelencia o la mediocridad artística. ¿Tiene sentido, se preguntaban, que un cineasta del Tercer Mundo pretenda hacer películas como las hace Hollywood? Si lo intenta, lo probable es que fracase: él jamás contará con la infraestructura financiera e industrial del cine norteamericano. Y lo mismo le ocurrirá al director de teatro de país pobre que se empeñe en montar una pieza como puede hacerlo Peter Hall en la Royal Shakespeare Company de Londres.
La pobreza como forma significaba, por ejemplo, filmar películas con la cámara a la mano, en escenarios naturales o improvisados, en blanco y negro si era el caso, y procurando que las inevitables deficiencias de este sistema de trabajo se convirtieran, gracias a la intuición y a la audacia de directores, actores y resto del equipo, en un lenguaje necesario, inteligible y distinto. El «teatro pobre» podía prescindir de decorados, de vestuario, o reducir ambas cosas a un mínimo simbólico, sustituir el local convencional por la carpa de circo, el tabladillo de feria o las losetas de la plaza pública, y readaptar a ese marco rudimentario las obras clásicas o escribir las nuevas en función de él. La idea era no autoengañarse, pretendiendo disponer de unas facilidades de las que la sociedad carecía, y trocar en fuente de estímulo la precariedad.
Como suele ocurrir, la teoría del «arte pobre» funcionaba mejor en abstracto, como propuesta intelectual, que en la práctica. Recuerdo una exposición «arte pobre» de Antoni Tàpies, en el Museo de Arte Moderno del Ayuntamiento de París. Tàpies es uno de los pintores vivos que más admiro y jamás me ha decepcionado una muestra suya. Aquella tampoco fue una decepción. Las salas hervían de ingenio y de bellas sorpresas. La «pobreza» estaba en los materiales con que habían sido elaborados los cuadros: retazos de crudo, rajas de madera, cuerdas, hilachas, papeles de envolver, materiales de derribo, brocha gorda y carbón. Pero la teoría fallaba en lo esencial: Tàpies no es un pintor que pueda suscitar la imagen de la pobreza.
No importa de qué se sirva, a qué extremos de simplicidad y rusticidad reduzca el cuadro, su pintura siempre despierta en el espectador una sensación de refinamiento y exquisitez, de algo infinitamente depurado, riguroso y aparte. Un mundo, en última instancia, aristocrático. Lo notable de la muestra era, justamente, advertir que dos maderos clavados sobre un pedazo de costal y dos trazos ciegos de carboncillo le bastan a Tàpies para fabricar un objeto conmovedoramente grácil y delicado, una joya rara y exótica que arranca al espectador de su pobreza y lo traslada a un ámbito suntuoso donde todo, hasta lo que uno creía nimio y vil, es bello. Ahora bien, si en Tàpies la teoría no funcionaba en lo relativo a la «pobreza», en otros fallaba en lo que respecta al arte y eso era, claro está, más grave. Recuerdo un festival de cortometrajes, en la bella Benalmádena, donde, ay, las películas «pobres» de varios cineastas lo eran, en efecto, pero en el sentido de la comezón y el bostezo.
Por eso nunca tomé en serio lo del «arte pobre». Y, sin embargo, hace unos días, viendo la representación de Ubú presidente, de Juan Larco, por el Teatro de la Universidad Católica, de Lima, aquella teoría cobró, de pronto, formidable veracidad. Es uno de los mejores espectáculos que he visto, perfecto en su concepción, deslumbrante en su ritmo, de una bufonería mágica que tiene al espectador en vilo, y una coordinación sin fallas en lo concerniente a actores, decorado, música, iluminación, vestuario. Pero esta representación no hubiera podido llevarse a cabo, así, en Londres, París, Nueva York o cualquier otro lugar de teatro «rico».
Su éxito se debe sobre todo al uso —genial— que Luis Peirano, el director, hace de las dificultades y estrecheces. La obra misma es un interesante caso de texto «pobre». Juan Larco trasplanta a América Central al célebre personaje de Alfred Jarry, el deslenguado usurpador sanguinario Ubú, rey de Aragón y de Polonia, que termina de galeote en las galeras del Gran Turco, y lo muda en el tiranuelo prototípico, ávido y cruel, payasesco y ruin, de la república bananera. La farsa sigue las grandes líneas de la pieza de Jarry —personajes, intrigas, trayectoria del héroe— pero vulgarizándola y politizándola, de modo que lo que era, en aquél, un brillante juego mordaz, se vuelve, aquí, una sarcástica y tremebunda opereta social. Todo en el presidente Ubú es primitivo, rudo, elemental: su lenguaje, su codicia, sus maldades, sus vicios y sus puntos de referencia. Este «empobrecimiento» no priva a la obra de la desmesura, truculencia y el humor grueso del modelo, pero le añade un ingrediente chillón y simplote que lo localiza muy exactamente en el medio en el que pretende ocurrir la historia.
La representación tiene lugar en un patio cuyos ángulos, puertas, recovecos, escaleras son astutamente utilizados para simbolizar, en el raudo movimiento de la farsa, la republiqueta tropical, subdesarrollada y violenta, donde vive Ubú su siniestra mojiganga. Los personajes son monigotes que hablan, gesticulan, se barajan, a un ritmo endiablado, sin abandonar un instante una vulgaridad íntima que cuadra maravillosamente con el atroz mal gusto con el que se visten y del que se rodean. Se diría que la ruindad moral de todos ellos ha tomado forma en sus ropas, comidas, ademanes, palabras. Alberto Isola encarna al presidente Ubú de manera insuperable: monstruo pérfido a ratos, a ratos pobre diablo infeliz, egoísta esencial, valiente ante los débiles, cobarde ante los poderosos, cínico y astuto, inteligente y estúpido, primario y sutil, Isola consigue desplegar sucesiva y simultáneamente todas esas caras en la cara desmesurada y plural de Ubú. Actuando, se diría, con todos los músculos y articulaciones del cuerpo, metamorfoseándose sin tregua, a ratos sinuoso, a ratos chocarrero, simple, ubicuo, versátil, contagioso, gracias a su intérprete, Ubú se carga de una complejidad y una trascendencia que desbordan las que el texto le asigna. Algo de veras memorable. Triste destino el del teatro, donde un acontecimiento como éste, tan rico en su «pobreza», sea efímero y no tenga otra manera de sobrevivir que el recuerdo de los afortunados que lo presenciamos.
Lima, diciembre de 1980