El silencio, de Bergman. Un film sobre el mal

 

 

 

 

En las películas de Ingmar Bergman, oscuras fuerzas mueven a los individuos, esos solitarios que tratan desesperadamente de franquear las misteriosas barreras que los separan. Este mundo inexorable, donde no hay otra redención que la muerte, es la patria del mal. Todos lo encarnan de alguna manera; tanto los que lo combaten como los que lo asumen, se nutren de él y a la vez lo alimentan. Territorio hermético, sin amistad y sin amor, paraíso de humillación y de incomunicación, los seres que lo pueblan viven para expiar una atroz, desconocida culpa que es su patrimonio común, y su único diálogo profundo es el de la carne. En El silencio, su último film, Bergman ilustra sus convicciones con más claridad que otras veces y rara vez en su obra, creo, ha habido tanta belleza junto a tanto horror.

 

 

LA TIRANÍA DE LOS DEMONIOS

 

Dos hermanas y el hijo de una de ellas, que viajan de regreso a Suecia, deben detenerse en una ciudad, Timuka: Esther ha tenido en el tren un vómito de sangre. Se alojan en un hotel de curiosa elegancia, casi desierto: lo comparten con un viejo camarero y una comparsa de enanos. Intelectual, onanista, dipsómana, Esther además ama a su hermana, pero Anna, que alguna vez debió haber ardido en ellos, rehúsa ahora los fuegos del lesbianismo y del incesto. Pero no otros, tal vez ningún otro. La sensualidad es el aire que respira; incluso cuando acaricia a su hijo Johan parece tentar una futura presa. Mezclada a la multitud masculina de Timuka, bajo una luz casi blanca, rosada y observada por cuerpos que codicia y que la codician, Anna expresa lo que es la condición humana según el satanismo pesimista de Bergman: hormiga entre las hormigas, obediente a los demonios que lo tiranizan, un ser sólo puede llegar a sus semejantes por la piel. Pero sería irrisorio hablar de placer. Lo que Anna y el extraño que seduce cumplen, es algo así como la ejecución de una sentencia, una afanosa, jadeante y vana tentativa para colmar el vacío que los habita. Es decir, un simulacro. Porque el placer, como todas las acciones humanas en este universo demencial, no conduce a la plenitud sino a estratos más profundos de la soledad y de la angustia. Y, para que no quepa ninguna duda, está el histérico llanto de Anna en los brazos del extraño.

 

 

FRASES COMO ESTOCADAS

 

En ciertas películas de Ingmar Bergman, la abundancia de alegorías y de símbolos —procedimientos siempre ambiguos, siempre irritantes— da origen a malentendidos: todavía se discute si la peste que devasta la campiña y siembra el pánico en El séptimo sello es la premonición del infierno o de la amenaza atómica. En El silencio en cambio, los significados son claros. La imposibilidad de entendimiento entre los seres, tema que obsesiona a Bergman, está subrayada por la situación de Anna, Esther y Johan en Timuka, donde las gentes hablan un idioma incomprensible (para todo el mundo, se trata de una lengua inventada por Bergman). «Es mejor que no nos entendamos», dice Anna al extraño. Y se comprende: aquí el lenguaje no es un instrumento que acerca a los hombres sino un arma de combate. En los escasos diálogos de El silencio —el título es significativo—, las frases, como estocadas en un duelo, centellean, arañan, desgarran. Todo parece indicar que, en su juventud, Esther dominó a Anna; ahora ésta se desquita con ensañamiento y por medio de palabras: revela a su hermana sus proezas eróticas, excita sus celos, la ofende. Más tarde, la abandona.

 

 

UN NIHILISMO MODERADO

 

Si la existencia es concebida como una pesadilla, la única liberación es la muerte. Pero relativamente, ya que el de Bergman es un nihilismo moderado: suprime a Dios pero no al Diablo (hace poco le dedicó una película). Y, además, la muerte no siempre llega pronto y sin dolor. La agonía de Esther, réplica física de su suplicio moral, es indescriptible. Las imágenes más osadas y terribles de El silencio no son, desde luego, las de esa infeliz que se masturba, ni las de ese acoplamiento lúgubre, sino las crueles, intolerables imágenes de las crisis de Esther. Hacía falta toda la maestría de un Bergman y el talento excepcional de una actriz como Ingrid Thulin, para que aquellos gemidos, convulsiones y retorcimientos, no fueran grotescos sino trágicamente veraces y hasta impregnados, parece mentira, de una especie de belleza pérfida.

Otros temas de El silencio son el descubrimiento de la absurdidad del mundo y el aprendizaje del mal. Johan, el hijo de Anna, es la inocencia arrojada a esa inmundicia: la vida. En La fuente un niño pastor asiste a la violación de una muchacha. Aquí, ante Johan, testigo mudo de grandes ojos indiferentes, desfilan la concupiscencia, la enfermedad, hombres-monstruos y, también, artefactos bélicos de destrucción: aviones de guerra, una columna de tanques. Hay un momento del film, sin embargo, en que la atmósfera rigurosamente glacial es alterada, un segundo apenas, por un relámpago de piedad: cuando el niño improvisa un espectáculo de títeres para distraer a su tía enferma.

 

 

UN ESTILO AUSTERO

 

La sobriedad de la forma contrasta en El silencio con la ferocidad del contenido, y salva al film de la irrealidad. Ningún artificio, ningún alarde de destreza, interrumpe la austera, hierática sucesión de imágenes heladas que amortiguan la crudeza de la anécdota. El menor exceso formal, un plano caprichoso o gratuito que hiciera sensible una presencia ajena al espectador y al infierno en que se halla sumido, y toda la construcción se hacía añicos, naufragaba en el melodrama. Pero Bergman es uno de los pocos cineastas que sabe lo que quiere decir y cómo decirlo. La adecuación de procedimientos y de materia es absoluta en El silencio, de principio a fin.

 

 

HIPOCRESÍA Y CENSURA

 

El silencio ha servido para que, una vez más, se confirmen la sinrazón y la hipocresía de esas pequeñas mafias que son las comisiones de censura. Si la función de los censores es preservar a los buenos ciudadanos de las malas tentaciones, El silencio no ofrecía peligro alguno. El film es todo menos un estimulante sexual. La carne es aquí algo abyecto y el sexo, como en todas las obras puritanas —por ejemplo las novelas de Faulkner—, una maldición. Ni una escena erótica del film glorifica el amor y, en cambio, todas lo exorcizan.

Películas de una vulgaridad insoportable merecen a diario el visado de la censura (y conquistan el favor de grandes públicos) porque tras la pornografía moderna —contrariamente a lo que ocurría en el siglo XVIII—, se emboscan siempre la ineptitud artística y el conformismo más vil. ¿A qué se debe, pues, el escándalo surgido en torno a El silencio? ¿Porqué las prohibiciones y mutilaciones? La mediocridad parece ser la condición indispensable para que las obras que abordan ciertos temas salven el escollo de la censura. Lo que a todas luces se le ha reprochado a Bergman no es explorar los abismos del comportamiento humano. Sino, más bien, testimoniar sobre ello de una manera personal y con talento.

 

París, julio de 1964