Totalitarismo en la Vía Láctea (Alphaville, de Jean-Luc Godard)

 

 

 

 

¿El niño terrible del cine francés se está volviendo formal? Hace seis meses, cuando se estrenó Une femme mariée, admirable documento sobre la alienación de la mujer burguesa en la sociedad moderna, muchos críticos se preguntaron si Jean-Luc Godard había decidido, por fin, emplear su virtuosismo y su talento en realizaciones serias. La aparición de un nuevo film de Godard, Alphaville, en las carteleras parisienses constituye una respuesta provisionalmente afirmativa a esa pregunta. Hace ya varias semanas que la película se halla en exhibición, y aún no han cesado las polémicas que originó su estreno. Hay que decir, también, que ésta es la primera vez que Godard llega al gran público. Hasta ahora, sus películas no pasaban sino en cines de estudio del Barrio Latino. Alphaville, en cambio, realiza actualmente una carrera triunfal en un vasto circuito que comprende una veintena de salas, desde los Campos Elíseos hasta los suburbios. Pero no está claro si esto se debe a Godard, o al héroe del film, Eddie Constantine, uno de los actores más populares del cine francés.

¿Qué es Alphaville? Una película más de ciencia ficción, según algunos, y según otros un alegato feroz contra la sociedad esclavizada por la técnica del futuro (es decir, una utopía semejante a 1984 de George Orwell). En realidad, el film tiene algo de ambas cosas y se nutre de esas dos vertientes antagónicas que se disputan en el espíritu de Godard: una seria y otra frívola, una madura y otra infantil, una rebelde y otra conformista. Su naturaleza hermafrodita no impide en todo caso a Alphaville ser un film extraordinariamente excitante, que se sigue con entusiasmo a ratos, a ratos con ira, y casi en ningún momento con indiferencia.

La historia transcurre a fines de este siglo, en algún punto de la Vía Láctea llamado Alphaville, donde un sabio exiliado allí por los Países Exteriores (es decir, la tierra), el profesor Von Braun, ha construido una sociedad perfectamente lógica gracias a un gigantesco cerebro electrónico, Alpha 60, que regula la marcha de cuerpos y espíritus, determina lo bueno y lo malo, y dicta sus órdenes con una voz rauca, arrastrada y metálica. El principio que rige el funcionamiento de ese mundo es muy simple: todo lo que no es racional es pernicioso y debe ser suprimido. Así, todas las actividades artísticas y literarias han sido abolidas en Alphaville y cuando el agente secreto Lemmy Caution, enviado allí por los Países Exteriores para recuperar al profesor Braun (o matarlo, si se resiste a volver), hace circular clandestinamente un libro de poemas de Paul Éluard, los habitantes de Alphaville hojean atónitos sus páginas, sin comprender. Pero no sólo el arte y las letras son combatidas como nefastas, también los sentimientos «ilógicos»: la amistad, el amor. Los ciudadanos incapaces de adaptarse al sistema, aquellos que sucumben alguna vez al mandato de lo irracional, son ametrallados por la espalda y caen a una piscina (olímpica) donde jóvenes y esbeltas nadadoras los rematan con cuchillos. El único libro de lectura en ese paraíso científico es un Diccionario (lo llaman la Biblia), en el que diariamente se cambian o anulan ciertos términos con una finalidad semejante a la de ese Emperador chino del que habla Raymond Queneau que, para renovar las costumbres de sus súbditos, comenzó por modificar el lenguaje.

A diferencia de otros universos totalitarios de ciencia ficción, el de Jean-Luc Godard no es puritano. La sensualidad es admitida y alentada pero, desde luego, minuciosamente controlada por Alpha 60 que ha creado, por ejemplo, un Servicio de Seductores con categorías diversas.

La mayoría de los críticos cinematográficos, tanto partidarios como adversarios del film, le han reconocido a Jean-Luc Godard el mérito de la originalidad en la concepción de esa sociedad totalitaria estelar. Uno se queda perplejo; desde luego que Alphaville es una película digna de elogios, pero su novedad no reside precisamente en su argumento. Al contrario, en el transcurso de muchas secuencias del film, se tiene casi la certidumbre de ver, traspuestas en imágenes, páginas de la literatura reciente, el desaparecido Georges Bataille propuso ya, en uno de sus admirables ensayos, una interpretación de la literatura que corresponde exactamente a la del parpadeante e inflexible cerebro electrónico que rige los destinos de Alphaville. La literatura es el mal, decía Bataille, porque el fundamento de la vida social es la razón y crear es atentar contra ésta y negarla como principio regulador de la comunidad. Y de otro lado ¿no es asombroso el parecido del profesor Von Braun de Godard con el doctor Benway, el diabólico personaje que dicta las leyes en la Freeland Republic, esa dictadura médico-técnico-pederástica imaginada por William Burroughs en The Naked Lunch? Godard no inaugura nada en este sentido, y se limita a incorporarse al coro creciente de pensadores, escritores y artistas contemporáneos que claman contra los estragos de una ciencia y una técnica mal entendidas y peor aplicadas en el mundo moderno.

La originalidad de Godard consiste no en suscitar estos temas, que flotan en el aire hace un buen tiempo, sino en su manera de exponerlos, con un lenguaje que es, de un lado, exclusivamente cinematográfico y, de otro, inconfundiblemente personal. En este film (como en sus filmes anteriores) todo está pensado y dicho en imágenes visuales y por esto resulta tan difícil resumir su contenido con palabras. La idea de Alphaville que puede tener un lector por la reseña del argumento que figura en esta emisión es la de una vasta superproducción, la de una enorme ciudad-prisión, donde evolucionan los habitantes como ejércitos en un desfile de Fiestas Patrias. No hay nada de eso: el escenario son las instalaciones de un sector mínimo de la Maison de la Radio, la población de Alphaville un puñado de actores que se cuentan con dos manos y el engendro electrónico un modesto ventilador, una bombilla de luz y unos micrófonos. Sin embargo, esos parcos ingredientes bastan a Godard para lograr su objetivo con creces. Además, la simple mención de la anécdota del film parece indicar que el tono de la narración es, como aquélla, grave. Todo lo contrario: el humor proyecta sus ácidos, corrosivos o superficiales, casi en todas las secuencias: Lemmy Caution se presenta en Alphaville como periodista enviado por el diario Figaro-Pravda; los ciudadanos reticentes a las disposiciones de Alpha 60 son enviados a un HLM (esos rascacielos que construye Francia para sus funcionarios) de donde salen irremisiblemente curados; cuando el cerebro electrónico pregunta a Eddie Constantine: «¿En qué cree usted?», él contesta, muy serio: «En los dictados inmediatos de la conciencia», y al final, cuando Lemmy Caution y la heroína huyen hacia los Países Exteriores, lo hacen en un Chevrolet, por una autopista.

Es justamente ese exceso de humor lo que más habría que censurar en el film. Su función resulta desnaturalizadora. Alphaville plantea en varios momentos una problemática real, pero sus denuncias contra la tecnocracia deshumanizada, sus protestas a favor del individuo amenazado por la presencia invasora de una ciencia ciega, se debilitan y convierten muchas veces en mera retórica por esos alardes gratuitos de destreza formal, esos juegos de palabras, esos guiños pícaros al espectador, con que aparecen condimentadas. Es sabido que el humor (salvo contadas excepciones) es siempre ambiguo: atenúa, disimula, corrompe sutilmente lo que toca. En sus primeros filmes, cuando elegía temas frívolos, Godard solía emplear un humor consecuente con el anarquista que asegura ser: un humor insolente, sarcástico, de cuando en cuando feroz. En Alphaville ocurre algo muy distinto. Las gracias, burlas y gracejerías están allí hábilmente colocadas para amortiguar todo aquello que, dicho sin rodeos, podría resultar excesivo o chocante. Es verdad que, antes, Godard era un desconocido y ahora una celebridad y que si quiere seguir disfrutando de esta flamante situación tiene que andar con cuidado, «ser anarquista pero no imprudente».

 

París, julio de 1965