Luis Buñuel: Un festival de malas películas excelentes

 

 

 

 

Un estudio de París ha tenido la maliciosa viveza de organizar un festival consagrado a las malas películas de Luis Buñuel, aquellas que por lo general no figuran en las «filmografías» del gran realizador español y que sus biógrafos y críticos omiten o reseñan muy de pasada, con frases discretas y benevolentes. Se trata de cinco filmes, rodados en México entre 1947 y 1953: Gran Casino (1947), El gran calavera (1949), Don Quintín el amargao (1951), La ilusión viaja en tranvía (1953) y El río y la muerte (1954). La obra conocida y admirada de Buñuel es anterior o posterior a estas cintas —con excepción de Los olvidados (1950)—, que tienen un carácter agresivamente «comercial» y constituyen, todas ellas, aunque en proporciones diversas, concesiones generosas a lo que el cretinismo mercantil llama el gusto del pueblo: sensiblería lacrimosa, folclore, machismo de tira cómica, sexualidad púdica apta para beatas y humor gris.

El cineasta es el más desventurado de los creadores porque es el que menos posibilidades tiene de hacer lo que le dé la gana. Un poeta, un pintor, un escritor pueden verse en dificultades para difundir sus obras si osan quebrantar los límites que ha fijado a la verdad la sociedad en la que viven, pero, aun si los editores se niegan a publicar sus libros o las galerías a exponer sus cuadros, gozan del relativo privilegio de crear en soledad, sin otras limitaciones que las que les dictan sus propias convicciones, y de guardar sus obras en espera de tiempos mejores. La censura social es un obstáculo que deben enfrentar tardíamente, una vez que el poema, la novela o el cuadro están ya terminados. El drama del cineasta consiste en que los prejuicios, las prohibiciones, los tabúes sociales son barreras que lo acosan prematuramente, antes de que comience a trabajar. En tanto que un narrador, mientras trabaja, debe luchar tan sólo contra sí mismo, es decir, contra sus neurosis y fantasmas, el cineasta está condenado a repartir sus fuerzas entre esa lucha interior y otra exterior, contra la codicia de las empresas, los caprichos de un productor, la indocilidad de técnicos y actores. En estas condiciones, uno se pregunta cómo es posible que hayan podido surgir un Bergman, un Losey, un Buñuel. En el caso de este último, y luego de echar un vistazo al festival de excelentes malas películas que exhibe el Studio 43 de Montmartre, parece posible responder: gracias a una picardía tan enorme como su genio.

Antes de refugiarse en México, luego de la catástrofe de la República española, Buñuel había realizado tres obras maestras [El perro andaluz (1928), La edad de oro (1930) y Las Hurdes (1932)], pero muy pocas personas se habían dado cuenta de ello y este exiliado desconocido no podía poner condiciones todavía. Me imagino que era entonces un creador «puro», decidido a no transigir en el dominio de su vocación, y esto explicaría ese extenso periodo de quince años en el que permaneció sin rodar un metro de película. Luego, bruscamente, se estrena Gran Casino, superproducción mexicana con media docena de monstruos sagrados, Libertad Lamarque, Jorge Negrete, Meche Barba, etcétera, y verdadera apoteosis de chabacanería y mal gusto. El artista inflexible ¿se había decidido, por fin, a delinquir? No, había comenzado a aplicar una curiosa y peligrosísima estrategia, que perfeccionaría dos años más tarde, con El gran calavera, otra obra cumbre de sentimentalismo ramplón.

Esta estrategia, que en un principio pudo pasar desapercibida, pero que ahora resulta flagrante cuando se ven las «malas películas» de Buñuel una tras otra, consiste en no rehuir los peores tópicos e ingredientes del cine rosa y vulgar, sino en aprovecharlos todos a la vez, resueltamente, en dosis tan cuantiosas y operando mezclas tan descabelladas, que se produzca en ellos un verdadero salto cualitativo y el humor transpire amargura y el dolor una comicidad infinita. Todo depende, claro, del cristal con que se miren estas películas. Yo recuerdo haber visto El río y la muerte en un cine limeño, hace diez años, y el público del Marsano seguía las interminables matanzas entre Angianos y Menchacas, con el ánimo serio y conmovido. Teníamos lo que habíamos ido a buscar: un dramón mexicano con tiros, tequila, amores trágicos y bailes populares. En el Studio 43, la otra noche, un público compuesto sobre todo de estudiantes se reía hasta las lágrimas en todo el desarrollo del film y en muchos momentos aplaudía: en ese cura pistolero y falaz reconocía el anticlericalismo de Buñuel, en el untuoso discurso del médico paralítico sobre «las bondades de la ciencia» encontraba al moralista sarcástico. Pero lo extraordinario es que ambos públicos tenían razón y que El río y la muerte es a la vez un impecable melodrama y un testimonio inequívoco de los múltiples tics, obsesiones e insolencias del espíritu esencialmente inconforme de Buñuel.

Lo admirable en estos filmes es, precisamente, esta habilísima duplicidad que los conforma, su hermafroditismo ambiguo. Se requiere un talento especial para realizar este género de proezas, una capacidad de simulación artística extraordinaria. Se trata, nada menos, de dar gusto a la vez a Dios y al Diablo, de quedar bien con todo el mundo. En la mayoría de los casos, quienes se aventuran por este dificilísimo camino suelen tropezar y no levantarse jamás. Son incontables los realizadores envilecidos por Hollywood y aquí, en Francia, un cineasta de talento, Claude Chabrol, acaba también de hacerse el harakiri. Fastidiado por el desdén con que acogían los productores sus proyectos, decidió realizar películas de «acción» para gran público. La última se llama El tigre se perfuma con dinamita y es un horrible coctel de exotismo, violencia y humor. Nada en este film recuerda el elegante preciosismo decadente del autor de Le Beau Serge y tampoco es una buena película policial porque no se ajusta a las reglas estrictas del género que exigen un suspenso sostenido, imágenes eficaces, amoralidad flaubertiana y ningún intelectualismo. Para hacer una buena mala película hay que respetar las leyes del juego y hacer una mala película que, además, sea buena. La ilusión viaja en tranvía es la historia de Caireles y Tarrajas, dos jóvenes empleados de una Compañía de Tranvías, apenados porque la empresa ha jubilado al viejo armatoste que condujeron varios años. Luego de una borrachera llorona, ambos deciden despedirse del viejo tranvía llevándolo a hacer un último recorrido por la ciudad. Durante el trayecto, ocurren multitud de peripecias, sobre todo cómicas, pero también sentimentales y dramáticas. Vista con ojos «realistas», la película está llena de buenas intenciones sociales, en su descripción de la vida de la gente humilde de México, y su humor es sencillo, respetuoso, muy aseado. Con un poco de mala fe, sin embargo, concentrando toda su atención en los detalles y no en el espinazo de la anécdota, en la manera como está narrada la historia y no en la historia misma, el espectador puede disfrutar de una película de corte surrealista en la que todos los datos de la realidad aparecen descritos en una dimensión onírica y maravillosa. Ambas aproximaciones son posibles y válidas y en esta ambigüedad reside la virtud mayor del film.

 

París, enero de 1966