Liliana Cavani en el abismo

 

 

 

 

 

Uno de los inconvenientes de la censura, entre otros varios, es que sirve de coartada a la ineptitud. «Esos cineastas, en el fondo, tienen talento, pero no pueden probarlo porque las tijeras mutilan sus ímpetus». Y bien, cuando le quitan la camisa de fuerza y uno espera que el genio desencadenado levante el vuelo, no es raro descubrir que era tullido. Esto se ha visto en el cine europeo, en lo que se refiere al sexo: la permisividad no ha traído consigo una floración de obras maestras, sino abundante chabacanería. No me refiero al cine pornográfico, muy respetable porque no pretende engañar a nadie, sino al artístico. Por ejemplo, a los disfuerzos barrocos de un Ken Russell (Lisztomania), o al mediocre Casanova, de Fellini, para no mencionar los atrevidos adefesios de Miklós Jancsó.

Una de las excepciones a esta regla es Liliana Cavani, a quien la apertura de los parámetros sexuales en el cine ha permitido hacer películas cada vez más audaces. Y es bastante indicativo que la misma crítica que relampaguea de admiración con Padre Padrone (aplicado documento de etnología rural, sin mayores méritos estéticos) se haya mostrado, de manera general, hostil con sus películas. Vi Portero de noche hace cuatro años, en un pueblecito de la frontera francoespañola que era un paraíso de películas prohibidas, y la impresión que me hizo esa historia de amor entre un ex verdugo nazi y su ex víctima del campo de concentración, que se encuentran años después y, contra toda lógica y todo sentido de conservación, reactualizan, en un cuarto de Viena, la vieja pasión sadomasoquista que los conducirá a la muerte, se ha repetido ahora, aumentada, con la nueva obra de la italiana: Más allá del bien y del mal. No sólo el título es nietzscheano; el filósofo es uno de los protagonistas, junto con otros personajes reales: Lou Andreas-Salomé y el médico Paul Rée. Se ha reprochado al film haber distorsionado la verdad histórica, por hacer de Nietzsche un ser algo bufón y vulgar, obsedido por el sexo hasta extremos grotescos, pero es injusto porque la película no tiene pretensiones biográficas. En realidad, aquí igual que en Portero de noche, la anécdota es un pretexto para explorar las raíces del comportamiento humano. Los personajes «históricos» son, en verdad, simples mecanismos de que se vale el film para efectuar un descenso psicoanalítico hacia las profundidades de la subjetividad, para, levantando la pesada losa de represiones que la religión, la moral y la cultura instalan sobre la conciencia individual, interrogarse sobre los fundamentos de la condición humana.

Lou Salomé debió de ser una mujer extraordinaria, para haber subyugado por igual a hombres tan distintos como Nietzsche, Rilke y Freud. En el film, ella es, sobre todo, una mujer liberada de los prejuicios y convenciones de su tiempo, que audazmente propone a Nietzsche y a su joven discípulo, Paul Rée, apenas los conoce, vivir juntos. La vida promiscua no hace feliz a ninguno de los tres, pero es útil al menos en el sentido que permite a cada cual descubrir los límites de su egoísmo, de su rebeldía, de su pudor. Quien sortea mejor la prueba es Lou Salomé, pero quizá porque —pese a su intenso comercio sexual— para ella lo erótico es menos importante y, en todo caso, menos complejo que para sus dos asociados. El deslumbramiento del filósofo con Lou no es sólo físico. Ella es, para él, la encarnación de ese espíritu dionisiaco castrado por la moral occidental judeocristiana cuya negación le parece el origen de la desdicha humana. Lou Salomé, pese a su fascinación por el saber y su empeño en estudiar, aparece ante Nietzsche, por su despreocupación ante la sociedad y la indiferencia con que desafía la moral establecida, como un prototipo del ser humano natural, de instintos en libertad, con quien es efectivamente posible una relación sin mentiras. Para Paul Rée ella es la plenitud, una fuente simultáneamente de placer físico e intelectual, la madre-maestra-amante que lo educará, hará gozar y le permitirá, al final, reconocer su verdadera naturaleza sexual.

La película comienza con unas imágenes realistas, en una plaza romana, y el espectador tiene la impresión de que va a asistir a una de esas hermosas reconstituciones de época viscontinianas. Pero, muy pronto, a medida que la historia va deslizándose del mundo de los hechos objetivos —los actos y las palabras— al de la subconciencia y a los bajos fondos del instinto, en las secuencias realistas se van trenzando imágenes que ya no corresponden a lo vivido, sino a lo soñado y a lo deseado, y esto añade al film una dimensión intemporal, abstracta, sin que por ello se desvanezca la anécdota, esa historia de tres destinos. La inmersión en el abismo no es risueña ni edificante. Lo que Liliana Cavani encuentra «más allá del bien y del mal» es de un pesimismo más freudiano que nietzscheano: la vocación destructiva, la negación de la vida. La película coincide con la tesis de Sade y de Bataille, según la cual quien remonta el sendero de la sexualidad hasta el vértice de su nacimiento encuentra fatalmente la voluntad de dar o recibir la muerte. Nunca se había mostrado tan trémulamente en el cine ese «instinto de muerte» como en la secuencia de este film, en la que Paul Rée, conmocionado por la noticia de la locura de su amigo, se imagina martirizado, sodomizado y asesinado por los mismos obreros a los que cura gratuitamente. En otra escena, de contenido idéntico, pero de mayor virtuosismo formal, Nietzsche descubre, entre sueños de opio, que la danza de Dionisos no concluye en la salvación, sino en el crimen. Es interesante, por más de un motivo, que sea una mujer la persona que con más osadía ha explorado en el cine la experiencia sexual.

Pero la originalidad de Liliana Cavani no se debe únicamente a la valentía con que elige sus temas, a lo ambicioso de sus proyectos. Lo que hace de ella una rara avis en el cine europeo es su visión antiideológica de la vida. Sus películas refutan todo planteamiento exclusivamente racional sobre la conducta humana. El hombre, la mujer y, por lo tanto, la colectividad (aunque ésta casi desaparezca tras el empeñoso individualismo de su mundo), tanto en Portero de noche como en Más allá del bien y del mal, no pueden ser totalmente explicados mediante las ideas. Éstas son insuficientes para entender esa complejidad tortuosa y adolorida que son sus personajes, seres en quienes la sinrazón, el puro instinto, operan como fuerzas que desafían y derrotan al sentido común y la inteligencia. Estas películas, sin sacar de ello argumentos a favor de la religión, se esfuerzan por mostrar que, por debajo de lo pensante —y tan importante como él—, hay en el hombre un sustrato apenas explorado de turbia energía —su medio de expresión privilegiado es la vida sexual— cuyas manifestaciones están siempre mostrando la indigencia de aquellos «cuerpos de ideas» que pretenden dar respuestas para todo lo que concierne a la historia de la sociedad y del individuo. Esta propuesta, en tiempos de frenético ideologismo como el nuestro, es, no hay duda, sumamente saludable.

 

Cambridge, abril de 1978