Debía yo de tener unos cinco años cuando mi madre me llevó al cine por primera vez, a una película del gordo y el flaco. Sólo alcancé a verla unos minutos, pues, asustado de la oscuridad, me eché a llorar y tuvieron que sacarme de la sala. La experiencia se repitió un par de veces hasta que conseguí vencer el miedo y sumergirme en la ilusión de la pantalla. El cine fue desde entonces una apasionante diversión que llenó mi infancia de imágenes, en blanco y negro y en tecnicolor. Las seriales, las policiales, las románticas, las de exploradores, las de Tarzán, las de Sabú, las de rancheros y de cowboys, todas las películas que he visto, salvo las de ciencia ficción y de terror, que detesto, sobreviven en mi memoria y a todas les guardo cariño y gratitud. Esa afición sigue intacta, y ha crecido, pues ahora veo tres o cuatro películas por semana, algo que no podía hacer de chico. Sin embargo, el cine no me ha parecido nunca algo demasiado serio, como me lo parecen los libros, sino un entretenimiento, que, aunque en algunos casos llega a ser genial, lo es siempre de manera efímera, como los grandes espectáculos de ilusionismo, en una pista de circo. Creo que los mejores cineastas son aquellos que, como John Huston, aceptan esta condición y ponen su talento al servicio de este modesto (pero muy difícil de alcanzar) empeño: contar bien su historia.
Huston lo consiguió, muchas veces. Por ejemplo, en la maravillosa El tesoro de Sierra Madre (1948), con Humphrey Bogart, Walter Huston y Tim Holt, adaptada por él mismo de una novela de Bernard Traven. La he visto tres veces y cada vez me ha parecido mejor. La historia de los tres aventureros de oro carece de complicaciones y está llena de tópicos —los indios mexicanos son ingenuos y astutos, los bandidos malvados absolutos, el oro corrompe los espíritus, la montaña castiga al que le arranca las entrañas, etcétera— pero está tan diestramente concebida, actuada, filmada y montada que transforma la mediocre novela que la inspira en formidable aventura: emocionante, intrigante, sentimental y con los inevitables ribetes cómicos para contrapesar la truculencia. Lo típico del entretenimiento es que hace pasar un excelente rato y luego se eclipsa, sin inquietar la conciencia. Las películas que son eso me gustan mucho, pero no toleraría una novela que se contentara con ser sólo eso. Así, no podría leer un western, pese a que, en la pantalla, es uno de mis géneros preferidos (¡viva John Ford!).
En general, no soporto a los cineastas que se toman demasiado en serio y no se resignan, como John Huston o John Ford, a entretener y pretenden ser trascendentes, valerse de la cámara para revolucionar la moral, interpretar la historia o trastocar los valores. Eso está fuera del alcance del cine, género compuesto y mediatizado por su naturaleza industrial —su dependencia de la técnica y del presupuesto—, que merma su libertad, y sólo produce aburridas imposturas, como los engendros de Oliver Stone.
Madrid, noviembre de 1997