En 1924, André Breton publicaba el primer manifiesto surrealista, partida de nacimiento del más vasto, influyente e iconoclasta de los movimientos culturales de este siglo. Cuarenta años después, el surrealismo ingresa a la muy elegante y mundana Galería Charpentier de París, en una exposición que se presenta como una retrospectiva y un balance y es, casi, una partida de defunción.
Breton, siempre alerta, ha desautorizado la muestra. «Todavía estamos vivos», ha dicho. Pero aunque la constancia y la consecuencia de Breton son admirables («Un papa no abdica, sólo se fatiga», escribió un crítico), sería inútil engañarse: ni los jóvenes que se reúnen con Breton cada semana en un café de Les Halles equivalen a sus predecesores muertos, desertores o expulsados, ni La Brèche se compara a las revistas de antaño, ni el surrealismo —ortodoxo o heterodoxo— es ya subversivo ni inquietante. Una vez más la burguesía ha asimilado a sus hijos descarriados, ha institucionalizado una rebelión. Basta recorrer la exposición organizada por Patrick Waldberg con el título de «El Surrealismo: fuentes, historia, afinidades» para comprobar qué inofensivo, qué travieso parece ahora el movimiento que ambiciosamente quiso, con Marx, «transformar el mundo» y, con Rimbaud, «cambiar la vida».
Un extraño ambiente recibe al visitante cuando ingresa el salón principal, una atmósfera de visos malvas. Los muros han sido recubiertos con telas y papeles de color. «El surrealismo llega a su quinta fase hermética —explica el catálogo—. El alquimia, la cola del pavo real, que es el iris, es también la quinta fase del color y simboliza la purificación y la multiplicación». Después de todo, ¿por qué no? Los cardenales se visten de púrpura por cosas así.
Esta primera sala exhibe a los grandes surrealistas. Todos están allí, con obras que corresponden, generalmente, a su época de militancia activa. En los cuadros del belga René Magritte, seres y objetos diseñados con realismo clásico se asocian insólitamente. En su óleo de 1948, La filosofía en el tocador, un camisón y unos zapatos mudan de naturaleza: en aquél crecen senos de mujer y éstos terminan en unos delicados dedos de uñas rosadas. Luego está Giorgio de Chirico, y las cuatro telas suyas de la muestra justifican el elogio de Apollinaire: «El pintor más grande de su tiempo». Minúsculas siluetas, fríos paisajes urbanos de simetría rigurosa, formas arquitectónicas de colores cálidos, violentos. Por primera vez se exhibe aquí su Retrato premonitorio de Guillaume Apollinaire: una cabeza griega, de piel lívida, emboscada tras gafas oscuras. De Salvador Dalí hay una docena de cuadros y dibujos de la época en que el frenético, codicioso exhibicionista de hoy, aseguraba pintar según el método de la «paranoia-crítica». Ya deliraba entonces, pero tenía talento: los Relojes blandos, La hora triangular y ese Homero femenino con un puñado de moscas en la boca son de una fulgurante fantasía. Vienen después André Masson, al que nunca sabré por qué se admira, el chileno Matta con un gran panel titulado Crucisferio, en el que híbridos monstruos mecánicos evolucionan en un espacio cósmico amarillento. Luego, Francis Picabia. Su Salomé, de engañosos contornos superpuestos y la Dama, construida con palitos de fósforos, revelan a un limitado pintor, pero lleno de inventiva, humor y desenvoltura. Yves Tanguy está representado por obras que van desde su primera época, en la que, como en Los artistas ambulantes, practicaba un primitivismo risueño, de trazo tosco, sin perspectiva, hasta la última, de sombrías ficciones minerales (Números imaginarios)y zoologías de pesadilla (Mar cerrada, mundo abierto).
Una nutrida, espléndida colección de cuadros y esculturas de Max Ernst resume con acierto la obra de este gran creador. Desde la alucinante ascensión de un racimo de aves de 1927 (Monumento a los pájaros)hasta los bronces de 1960 (El genio de la Bastilla, El imbécil y En las calles de Atenas)todo en Ernst es rareza, poesía, candor y oficio de maestro. Su misteriosa Ciudad entera y esa delicadísima fábula plástica, Pétalos y jardines de la ninfa Ancolía figuran entre lo mejor de la exposición. Unas piezas conmemoran el efímero idilio de Giacometti con el surrealismo, y hay varios bronces, maderas y collages de Jean Arp. En el centro de la sala, además, se halla el célebre vidrio pintado de Marcel Duchamp (La esposa desnudada incluso por sus solteros o algo así), y viendo este vidrio, y la no menos célebre Caja-valija y los tanto más célebres ready-made, uno se pregunta ¿dónde está y en qué consiste el genio de Marcel Duchamp?
En la segunda sala están aquellos que el surrealismo designó como ancestros: un extraordinario Bosco (El concierto en el huevo), la Flora de Arcimboldo, estampas de Rodolfo Bresdin, el magnífico Eneas en los infiernos de Jean Brueghel de Velours, grabados de Grandville, muchos dibujos de Victor Hugo —algunos, como el Recuerdo de un burgo de los Vosgos, ejecutados automáticamente—, acuarelas de Gustave Moreau, dos telas de Odilon Redon y otros.
Y en la última sala se reúnen, eclécticamente, pintores que tuvieron fugaces contactos con el movimiento, como Picasso, Chagall y Balthus, representantes de focos surrealistas surgidos en diversos lugares del mundo (algunos inesperados, como la URSS, Hungría, Japón) y pintores y escultores cuyas obras acusan consonancias profundas o episódicas con las preocupaciones y búsquedas de Breton y sus amigos. La sola enumeración de los nombres sería larguísima y, por lo demás, se trata de un conjunto de calidad muy desigual. Vale la pena señalar, sin embargo, tres cuadros de Dorothea Tanning —Birthday sobre todo, llameante de sensualidad y de magia— y dos bellísimas telas de Leonora Carrington: el sutil, fascinante Jardín encantado y Los gatos. Menos afortunados que éstas, Miró, Domínguez, Moore, Lam y Leonor Fini se hallan representados por obras de segunda o tercera categoría.
Entre cuadros y esculturas, aquí y allá, hay vitrinas que exponen los libros y revistas surrealistas, las obras primeras de Breton, Éluard, Aragon, René Char, René Crevel, Benjamin Péret, una amplia colección de fotografías de Man Ray, y casi todos los panfletos, volantes y comunicados polémicos del movimiento. Entre ellos, uno de 1933, titulado La movilización contra la guerra no es la paz, en el que los surrealistas protestan por el fusilamiento de ocho marineros en el Perú, durante el régimen de Sánchez Cerro.
Y, por último, los objetos. Son de cuatro géneros: anónimos, recogidos al azar como un curioso biombo barroco de cinco hojas; naturales (piedras exóticas, animales disecados); salvajes (tótems africanos, máscaras primitivas, artefactos de brujería) y fabricados: los poemas-objeto. ¿Será insolente decir que estos últimos nos parecieron lo más vivo y sugerente de la exposición? Es verdad que muchos son desdeñables, de dudosa gracia y pobre artesanía. Pero hay decenas de ellos que hechizan por su riqueza imaginativa, lo singular de su composición, su carga emocional y sus efectos insólitos. Desde el delicioso poema de Breton interrumpido por la silueta de una ratita blanca de ojos pícaros que se agazapa sobre el papel y lo arruga, hasta la deslumbrante Miss Gardenia de la alemana Méret Oppenheim (un marquito dorado que hierve de volutas por el que asoma una respingada naricilla de yeso) muchos son de una calidad excepcional. El primero de todos, desde luego, uno de Félix Labisse: en un primoroso cofrecillo negro, una mano femenina, de largos dedos y uñas escarlatas, blanquísima, recién cortada: la muñeca sangra todavía. Yace junto a una rosa roja y lleva una tarjeta: «Amor mío, me pediste la mano, yo te la doy». Y cómo no mencionar El paraíso de las alondras. Del inglés Roland Penrose —unas gafas que sobrevuelan un botecito, dos remos y un asiento de madera—, las botellas eróticas de René Magritte o la pipa que exhala globos de Man Ray y se llama: Lo que todos necesitamos.
Nadie puede negar que el surrealismo fue un extraordinario instrumento de agitación espiritual y que en casi todos los órdenes de la creación contemporánea quedan huellas de su impacto. Pero, paradójicamente, el movimiento en sí produjo pocas obras perdurables, sobre todo en pintura. Y hasta su poesía se reduce hoy a unos cuantos libros admirables y a montañas de escorias. El mismo Breton es posible que sea recordado sobre todo por Nadja, esa magnífica novela escrita por el hombre que más detesta las novelas. Al salir de la exposición de la Galería Charpentier, uno tiene la sensación que el surrealismo —para decirlo con una de sus fórmulas— se ha convertido en un cadáver exquisito.
París, julio de 1964