Discretamente, aprovechando ese verano torrencial que ha alejado de la ciudad a esos críticos que lo desdeñaban por su origen foráneo, el Pop Art ingresa al Museo de Arte Moderno del Ayuntamiento de París. Unos treinta pintores y escultores de distintas nacionalidades, pero radicados aquí, integran esta muestra que lleva por título «Mitologías cotidianas» y se presenta, ante todo, como una manifestación contra el arte no-figurativo.
LA ACTUALIDAD Y LOS OBJETOS
Por encima de las diferencias, principalmente verbales, que separan a los expositores —unos se llaman cultores de un «Nuevo Realismo», otros «pop» y otros «neodadaístas», y esta última etiqueta parece la más acertada—, el elemento común es en todos ellos una evidente voluntad de romper con la concepción de la pintura como un fin en sí mismo y de devolverle su vieja y (sólo en apariencia) más modesta función de instrumento de captura y expresión de la realidad exterior. Además, es muy visible también, en la mayoría de las obras, una deliberada y tenaz subordinación al momento presente, una incondicional servidumbre a la efímera y contingente actualidad cotidiana. La sociedad industrial, la gran urbe, la máquina y la tiranía del progreso, el hombre enajenado por la publicidad y los objetos que fabrica, son el terreno sobre el que operan estos artistas; casi todos dan la impresión de buscar su inspiración, sus temas y sus materiales, entre los bienes de consumo. Hacia ellos van su odio, sus protestas, a veces su amor. Pero esto último no resulta siempre claro, es difícil reconocer en estos cuadros y esculturas tan ligados al mundo, la actitud social del artista. En algunos asoma una cierta rebeldía, en otros un vago conformismo y, en la mayoría, una ambigua objetividad.
LO FEO Y LO MONSTRUOSO
La abstracción significaba un repliegue frente a la realidad, la primacía de la forma y el enclaustramiento del arte en la vida subjetiva. Estos jóvenes se vuelcan hacia la vida objetiva, la realidad cotidiana los subyuga. Su testimonio del mundo es sobre todo psicológico y moral y suele entrañar un desprecio dadaísta por la belleza y por «lo artístico». Lo feo, lo monstruoso no aparece en sus obras «traspuesto», es decir, estéticamente justificado, sino en estado natural. Y cuando emplean el artificio y crean la fealdad, se empeñan en alcanzar y dejar atrás a los peores ejemplos que de ella ofrecen la naturaleza y los hombres. Ribemont-Dessaignes afirmaba que dadá «conquistó para los creadores la libertad de servirse de lo que sea para hacer cualquier cosa» y la francesa Niki de Saint-Phalle y el argentino Antonio Berni usan y abusan de esa libertad. Aquélla, que, como muchos de sus compañeros, concilia artesanía, escultura y pintura, fabrica laboriosos muñecos de lana, alambre, yeso y cartón en los que todo es rigurosamente horrible. En su Parto blanco, un espantapájaros femenino engendra, imperturbable, un desportillado renacuajo. La madre tiene pájaros trenzados en los cabellos, en uno de sus brazos crecen flores y en el otro ratones, arañas, soldaditos de plomo; un cangrejo hunde sus tenazas en uno de sus senos, y en su vientre y muslos brotan de la carne forúnculos que son miembros mutilados, motocicletas y rosas. Berni reivindica la cursilería y el mal gusto, los exalta hasta la apoteosis con materiales recogidos en tachos de basura. Lo usado, lo inservible invade sus relieves barrocos de espantosas mujeres que lucen sus harapos chillones con aires de grandes señoras. El decorado que las rodea —retazos de tela, crudos, envolturas de chocolates, latas herrumbradas, horquillas, platinos, recortes de periódicos— evoca los muladares y la vida sórdida, larval, de los suburbios.
IRREVERENCIA Y CARICATURA
La irreverencia y el desdén contra los valores establecidos, actitud también dadaísta, lleva a algunos a copiar obras clásicas para ridiculizarlas. Así como Marcel Duchamp exhibía una Gioconda con bigotes, el mexicano Gironella encanalla a un personaje de Velázquez, lo desmembra y adorna con anillos y pulseras de pacotilla, lo hace escoltar por latas de sardinas. Y el español Arroyo se ensaña con Felipe II: lo muestra dieciséis veces, en rectángulos que parecen esos lentes deformantes de las ferias.
TIRAS CÓMICAS Y DIBUJOS ANIMADOS
Antaño, el mundo del circo, el teatro y la feria eran una fuente constante de inspiración, los artistas acudían a ellos como a islotes de ilusión y de poesía en el mar de la vulgaridad humana. En esta exposición, una serie de cuadros y esculturas son representaciones de los quioscos de las quermeses y parques de diversiones, de máquinas tragamonedas y futbolines. Pero la intención es muy distinta. Estos objetos son exhibidos como síntomas de cretinización colectiva. El francés Jacques Monory disocia los componentes de una caseta de tiro al blanco: los revólveres apuntan al público como acusadores airados; detrás, defendidos por esas armas, están los blancos y, al fondo, inalcanzables, los premios. El canadiense Edmund Alleyn saquea las revistas infantiles y los dibujos animados, sus personajes son el Pato Donald y Mickey Mouse y el norteamericano Peter Saul pinta pieles rojas y vaqueros. Pero ninguno de los dos está evocando tiernamente la infancia; ambos recuerdan a los mayores que el infantilismo es una enfermedad. El escultor alemán Klaus Geissler, también fascinado por la feria, no se limita a reproducir irónicamente los objetos de diversión colectiva ya conocidos: los reemplaza con invenciones suyas. Sus obras, grandes construcciones de vidrio y acero soldado, se apoyan en resortes flexibles y tienen ventanillas que permiten observar el interior. Allí, como en los calidoscopios de juguete que al girar forman constelaciones cambiantes de vidrios de colores, hay también imprevistas maravillas, siluetas equívocas, un cuerpo tendido en una parrilla y difuminado en resplandores rojizos, manos que acarician flores.
LOS NARRADORES
Sólo la pintura cuenta, decían los abstractos, muera la anécdota, el cuadro es el dominio exclusivo del color y de las formas. A este soberbio narcisismo, el húngaro Petr Foldes, el griego Yannis Gaitas y el alemán Jean Voss replican: basta de cuentos, el cuadro es un vehículo para contar historias, la pintura es narración. Gaitas utiliza el procedimiento alegórico, sus delicadas cucarachas viven peripecias humanas. Y Voss ha inventado un lenguaje inteligible en función de los garabatos que hacen los niños en sus cuadernos para combatir el aburrimiento de las clases. Sus figurillas, manchones, rayas, cuadraditos, números, son fábulas susceptibles de ser trasladadas a la escritura. Pero el más literario de los tres es Foldes, que no dibuja sus parábolas e historias: las escribe sobre la tela e ilustra con diseños. Uno de sus cuadros propone una interpretación personal de La creación del hombre. Otro describe la aventura de La gran Diosa que da de mamar a su niño, pero éste crece, y luego ya es un hombre y no hay manera de quitarle esa costumbre que ya resulta una mala costumbre.
ESCULTURA Y SARCASMO
Los escultores de la muestra, más homogéneos que los pintores, utilizan un procedimiento común, que es el sarcasmo, para poner de relieve la creciente dictadura de los objetos sobre los hombres en la sociedad industrial. Ellos también fabrican, como las máquinas ciegas, complicados, múltiples, ingeniosos productos semejantes a los que se anuncian en los paneles publicitarios; a veces, como en el caso del suizo Samuel Buri los proponen a los consumidores con señales luminosas, destacando, eso sí, su inutilidad, su gratuidad, como su virtud primordial. El más austero y hábil en la elaboración de estos objetos es el holandés Mark Brusse. Su Relieve marítimo son dos tablones sin pulir, una almohadilla blanca que de lejos parece una claraboya, y tres cadenas, y todo el conjunto transpira una extraña poesía irrisoria. El francés François Arnal construye tótems con elementos domésticos, un árbol de colchones y una Máquina de cambio con fuelles y rastrillos. El alemán Kalinowsky empasta cajones en cuero brillante y Harry Kramer, también alemán, elabora jaulas de alambre con piezas sueltas que giran gracias a un dispositivo eléctrico. El francés Jean-Pierre Raynaud ejecuta trabajos de carpintería: sobre sus maderas verticales, dispone señales de tránsito, y tablas de dimensiones diversas, a veces interruptores y, siempre, macetas pintadas de rojo.
NO UNA REVOLUCIÓN, SINO UN SÍNTOMA
Con excepción de Antonio Berni, todos estos artistas son jóvenes: sus edades oscilan entre los veinticuatro y los treinta y cinco años. Además de las invectivas, el exhibicionismo y los disfuerzos que contiene la exposición, es posible extraer de ella una comprobación saludable: confusa, anárquicamente todavía, los pintores y escultores nuevos que tratan de sacar a las artes plásticas de la atonía letárgica en que yace desde hace años. Por caminos diferentes, todos ellos intentan reincorporar en el arte el fenómeno humano.
París, julio de 1964