Ya se ha dicho todo probablemente sobre la exposición «Picasso» en el Museo de Arte Moderno de Nueva York y, sin embargo, vale la pena decirlo de nuevo. Ante todo, el esfuerzo que representa haber reunido ese millar de cuadros, dibujos, esculturas y grabados venidos de casi todo el mundo (la excepción fueron los museos de la URSS, que a último momento rehusaron prestar las piezas que habían ofrecido), que dan una idea cabal de lo que la obra de Picasso significa para el arte de nuestro tiempo y permiten seguir su evolución, desde el inicio precoz, en Málaga, hasta su culminación, en la Costa Azul, casi un siglo más tarde, pasando por todas sus etapas.
Abrumado y estimulado: así se siente quien acaba de hacer el recorrido, que dura entre tres y cuatro horas. Abrumado por la cantidad y la calidad, la diversidad y la intensidad de esa obra que a duras penas se puede concebir en una sola persona, no importa con qué fanática dedicación se haya consagrado a realizarla. Ella parece, más bien, la de toda esa generación que, en las primeras décadas de este siglo, provocó una revolución artística sin precedentes, removiendo los que parecían fundamentos incuestionables de la pintura y la escultura de Occidente desde sus orígenes helenos. Y estimulado porque una riqueza semejante de alguna manera nos enriquece a todos, probándonos que en el campo de la creación no hay límites, que en este dominio el hombre puede llevar a cabo ese género de hazañas que las religiones y mitologías confinan a los dioses: forjar mundos, poblarlos, animarlos, jugar con ellos, destruirlos, reconstruirlos. Sólo leyendo a escritores como Shakespeare, Tolstói o Balzac he tenido una sensación de omnipotencia y omnisciencia artísticas comparables a las que comunica esta exposición.
El nombre de Picasso está asociado específicamente al cubismo, pero, como ocurre siempre con las personalidades que se convierten en cifra de una época, prevalece un poco la impresión de que con él hubiera nacido la vanguardia, que todos los ismos y tendencias renovadoras del arte moderno fueran vástagos de ese torrente proteico que es su obra. Esta impresión es, desde luego, falsa, pero hay en ella un fondo de verdad: lo que Picasso no inventó se lo apropió, dándole un sello personal. Todo creador es un caníbal, a la vez que un inventor, alguien que, al mismo tiempo que aporta algo original, metaboliza lo ajeno en su visión del mundo y en sus técnicas. Esa capacidad de apoderarse de lo existente y metamorfosearlo en algo propio es el tema de una de las salas de la muestra, dedicada a las glosas o paráfrasis de obras célebres que Picasso realiza esporádicamente a partir de los años cincuenta. Velázquez, Ingres, Delacroix, Degas, Sisley y otros se convierten en temas de reflexión y de especulación, en materia de un juego, a veces risueño y a veces dramático, en el que el artista, usando como punto de partida la obra de sus predecesores, procede a autopsiar, descifrar, caricaturizar o prolongar en una dirección distinta lo que aquéllos hicieron, en obras cuya ambigüedad revela luminosamente esa alquimia de préstamos, invenciones y combinaciones que es la originalidad artística. En tanto que ciertos pintores trabajan por concentración, explorando en profundidad ciertas formas y experiencias —como un Bacon o un Dubuffet—, otros, como Picasso, lo hacen de manera extensiva, abarcando siempre esferas nuevas y nutriéndose de todo lo que aparece por el contorno. Ese hecho ha contribuido a que se convirtiera en el santo y seña del terremoto artístico de nuestro tiempo.
Uno de los objetivos de la muestra es subrayar que la obra de Picasso está hecha de adiciones, su carácter totalizador. Quien innovó de manera tan radical nunca rompió del todo con las formas que dejaba atrás; por el contrario, seguía sirviéndose de ellas y de este modo su mundo fue adquiriendo, al cabo de los años, esa naturaleza vasta y polifacética que tanto impresiona. Así, es interesante advertir que, entre los años diez y veinte, los más impetuosos del cubismo, cuando Picasso parece más absorbido por la experimentación con las nuevas formas —descomponer el objeto, alterar la perspectiva, percibir la realidad a través de figuras geométricas—, simultáneamente continúa pintando cuadros «realistas» y, entre ellos, retratos como los de Apollinaire, Max Jacob, Stravinsky, Diaghilev y el de Olga Koklova, cuya maestría no impide que puedan ser considerados también académicos.
Lo mismo ocurre con otros temas: retornan de manera periódica en las distintas etapas de su pintura, estableciendo una permanencia en medio de lo que parece un convulso desasosiego. Los arlequines, por ejemplo, que lo fascinan a los veinte años, reaparecen una y otra vez, son materia de una obra maestra de la etapa cubista —Los tres músicos (1921)—, el disfraz con el que pinta a su hijo Pablo, un motivo que usa cuando se entusiasma con la cerámica ya en la vejez y el tema de uno de sus últimos dibujos. El caso opuesto es el de los personajes mitológicos —el Minotauro, sobre todo—, obsesivo en su obra en los años treinta, pero que, en verdad, apunta desde sus dibujos de adolescente. A lo largo de toda la trayectoria de Picasso se comprueba esa constante: lo nuevo no elimina nunca de manera definitiva lo que viene a reemplazar, sólo lo desplaza como centro dinámico, pero lo conserva como complemento o apoyo. Esa facultad totalizadora es la que da a su obra ese rango de gran fresco del arte de la época y uno de los señuelos que atraen cada día al Museo de Arte Moderno de Nueva York esas muchedumbres que sólo suelen verse en los estadios (los revendedores venden ahora las entradas a treinta dólares; el precio original es la sexta parte).
El mejor espectáculo que puede dar de sí mismo un artista consagrado es el de seguir arriesgándose, el de no importarle meter la pata. Esa prueba de juventud y de vitalidad es lo que más admiro en un viejo creador y lo que más echo de menos en aquellos a los que la gloria y los años han hecho cautos y rutinarios. Picasso siempre estuvo aventurándose en lo desconocido, empezando de nuevo aunque se equivocara. La exposición insiste, con razón, en ese otro rasgo picassiano: el movimiento perpetuo. Lo hace dividiendo la obra en los grandes periodos que la componen —época azul, época rosa, arlequines, cubismo, etcétera— y destacando algunos aspectos particulares de cada etapa para mostrar que ni siquiera sus grandes hallazgos dejaron a este hombre satisfecho, que siempre estuvo buscando. En los primeros años del cubismo, Picasso, al mismo tiempo que Braque, introduce en la superficie del cuadro objetos o fragmentos de objetos que representan una realidad distinta. Al comienzo el collage es una travesura, una improvisación. Poco después vemos a Picasso como un niño engolosinado con un juguete nuevo, absorbido por las posibilidades de este descubrimiento, empleándolo de distintas maneras hasta convertirlo, durante un tiempo, en el eje de su arte.
Nada envejece tan rápido como lo nuevo: es una perogrullada que vale para Picasso, pero sin las connotaciones peyorativas que tiene la palabra vejez. Para varias generaciones la palabra Picasso significó ruptura, experimento, negación del pasado, marginalidad. Ahora que esta obra ha entrado al museo, con los máximos honores, comprendemos que, a fin de cuentas, ella es una armoniosa continuación del arte que la precedió y que sus audacias, revisiones e insolencias hunden sus raíces en la tradición contra la que insurgió. Quizá ésa es la mejor prueba de su grandeza: haber expresado nuestro tiempo convulso tan genuinamente como el suyo los grandes artistas de ayer, mediante cambios y negaciones que, bajo su aparente iconoclasia, contribuían a enriquecer y mantener vivo el pasado. El único arte de vanguardia que dura es aquel que, como el de Picasso, puede pasar a formar parte luego de la retaguardia.
Washington, agosto de 1980