De la bella retórica de Las voces del silencio, de André Malraux, recuerdo la idea de las formas artísticas que sobreviven a sus creadores y perduran, indemnes en el tiempo, como testimonio del paradójico poder de esos seres perecederos capaces, sin embargo, de crear obras inmortales. La concepción del arte como expresión de una voluntad de supervivencia, nacida del horror a la muerte, que, en sus fantasías y creencias eternizadas en cuadros y esculturas, añade libremente algo nuevo a la vida, parece ser el supuesto «malrauxiano» que ha servido para organizar la exposición «El cubismo esencial (1907-1920)» de la Tate Gallery de Londres.
Una exposición vale, más que por la riqueza de sus materiales, por su punto de vista: es decir, por la manera como aquello que exhibe ha sido seleccionado y expuesto. La impresión que deja ésta en el espectador se debe, sobre todo, a la claridad y al poder persuasivo de su mensaje. Uno sale de ella seguro de haber comprendido cómo nació el cubismo, por qué etapas pasó, quiénes fueron sus principales artistas y el aporte individual de cada uno al movimiento que revolucionaría, más que ningún otro, la pintura moderna. Puede ser una impresión discutible, seguramente el fenómeno cubista es más vasto y complejo de lo que muestran estas salas, pero el punto de vista elegido por la Tate Gallery tiene el mérito de proporcionar al visitante, a fin de que pueda orientarse sobre el trabajo de ese grupo de pintores y escultores que entre 1907 y 1920 llevaron a cabo una radical transformación de los valores pictóricos, una serie de llaves que son, además de inteligibles y convincentes, exclusivamente plásticas.
Los organizadores —Douglas Cooper y Gary Tinterow, el primero de los cuales ha escrito, en el catálogo, una divertida historia de los coleccionistas pioneros del cubismo— han colocado los cuadros y objetos de tal manera que la aparición y desenvolvimiento de la pintura cubista aparece como la historia de ciertas formas y técnicas en las que, a partir de 1907 y de manera casual, coinciden dos jóvenes pintores: Braque y Picasso. La perspectiva social, las referencias históricas, han sido evitadas. La crisis política y económica que precede a la Primera Guerra Mundial y el colapso de las certidumbres que trae consigo —y cuya consecuencia, en el arte, sería la sustitución del realismo tradicional por versiones subjetivas, simbólicas o abstractas de lo real— no es mencionada en la exposición porque a ella no le interesan las causas exteriores, no específicamente formales, de la historia del cubismo. Esta historia empieza, según ella —primera de las doce salas— con el impacto simultáneo que hacen en Braque y en Picasso el estilo de los cuadros pintados por Cézanne en la última etapa de su vida y las máscaras y el arte primitivo africano. Ambos modelos les sugieren innovaciones en la manera de pintar y los animan en su ambición de romper con lo que, en el lenguaje de la época, llaman el «idealismo» imperante en las artes plásticas.
Aunque Picasso había iniciado, unos meses atrás, la lenta y misteriosa elaboración de la obra a la que se considerará luego la partida de nacimiento del cubismo —Les Demoiselles d'Avignon—, la historia que nos cuenta —que nos muestra— esta exposición comienza en el verano de 1907. Braque está en L'Estaque, en las vecindades de Marsella, y Picasso en Horta de Ebro. Cada uno por su lado pinta una serie de cuadros en los que, con reminiscencias de aquellos ejemplos, se advierte una alteración de la perspectiva y del contorno de los objetos así como del tratamiento de la luz. Ha comenzado el asalto contra la percepción realista, el cuestionamiento de la visión objetiva, la incorporación en las telas de perspectivas conceptuales que, en teoría al menos, significan la presentación simultánea de un objeto desde los varios puntos de vista en que puede ser percibido, su descripción no sensorial sino conceptual, ritual y emblemática. La historia del cubismo va apareciendo como la progresiva desintegración de la realidad objetiva en un universo geométrico. Lo que al principio, años 1907 a 1911, era la comparecencia de prismas y cubos que estratificaban el paisaje e imponían a las siluetas humanas, a los árboles, a las frutas, una rigidez angular va, poco a poco, convirtiéndose en un mundo saturado de planos y contraplanos, espacios abstractos que han ido devorando sistemáticamente al mundo concreto, del que sólo sobreviven angustiosos residuos: las caderas de una guitarra, el perfil de una pipa, las letras de un periódico, la cabeza de un pez. Hasta 1912, el relato tiene a Braque y a Picasso como únicos protagonistas. Pero a partir de ese año —sala cuatro— otros personajes se suman a esta aventura de las formas aportando, cada cual, un matiz en el uso del color, en la temática, en los materiales, en las ocurrencias: Delaunay, Gleizes, Marcoussis, Metzinger, Villon. La antología de cada uno está hecha, siempre, atendiendo al propósito narrativo del conjunto, sin olvidar nunca que cada tela debe contribuir con un dato particular, una anécdota, un suspenso, una emoción distinta, a la cabal realización de la historia del cubismo.
Un capítulo entero está dedicado a Juan Gris, el español cuya importancia dentro del movimiento la exposición coloca inmediatamente después de la de las dos figuras estelares. Este pintor, que murió a los cuarenta años, representa, dentro del mundo frío y severo de figuras geométricas y espacios superpuestos y entreverados, de colores neutros o excesivos, la nota sentimental y delicada, una intimidad que se hace visible en el suave trazo de las líneas y en la luminosidad contenida que aureola los objetos. El salón dedicado a Juan Gris es uno de los más bellos de la muestra y constituye una verdadera apología de este gran artista al que no siempre se le asigna el lugar que le corresponde como uno de los fundadores del arte moderno.
En 1913 la historia del cubismo se enriquece con la invención del collage. Es Braque quien por primera vez pega un recorte de periódico en una tela y es él también el que primero tiene la idea —en un homenaje a Beethoven— de dibujar unas letras en una pintura. Pero es Picasso quien utilizará ambos procedimientos con más abundancia e ingenio. Una de las prerrogativas del genio —aquí se ve clarísimo— es patentar lo ajeno como propio, servirse de los hallazgos de los otros para robustecer su originalidad. El papier collé introduce el humor, la picardía, la burla, en un movimiento que hasta entonces había sido mortalmente serio. La sala dedicada a los collages alegra el espíritu y recuerda a los espectadores que los cubistas eran también gentes que se divertían y que gozaban, como niños con juguetes nuevos, con las cosas que inventaban.
Así, fiel a su estructura narrativa, la exposición nos refiere ahora cómo, en esta nueva etapa, el movimiento cubista, ya asentado en sus técnicas y coherente en sus designios, se permite ciertas libertades con sus propios principios, hace sitio a la diversión, al placer, y ofrece espectáculos de color y de destreza. La sala dedicada a Léger es una fiesta de rojos, amarillos, verdes y azules. En los violentos contrastes pictóricos de las telas, los elementos de la realidad objetiva llegan en algún momento —verano de 1912, en el cuadro Mujer en azul— a disolverse del todo en la abstracción. Ésta parecería ser la dirección hacia la que enrumba el cubismo en los años siguientes —el formalismo puro—, a juzgar por las obras de Léger de ese periodo, en las que sólo los títulos aluden a una realidad reconocible. Pero la guerra de 1914 corta en seco esta evolución, en el caso de este pintor. Llamado a filas, herido en el frente, cuando Léger vuelve a pintar, tres años más tarde, retorna —agresivamente— hacia la figuración y la geometría del cubismo primigenio.
En los años de la guerra, Picasso —sala ocho— sigue produciendo con la inventiva y la fecundidad que no lo abandonarán más. No sólo pinturas; también esculturas y objetos con los que el cubismo se vuelve juego, prodigio manual, magia de ilusionista. La estilización del objeto y de la figura humana aparece vaciada en bronce o es pretexto para metamorfosis deslumbrantes de materiales ruines y artículos de ocasión que el artista manipula con incomparable gracia. Cuatro pedacitos de madera y un pasador de zapatos se transforman en una alegre guitarra o en una mandolina y un clarinete; unos retazos de tela, una calamina y un alambre, en un violín. La última sala está ocupada por dos escultores cubistas: Henri Laurens y Jacques Lipchitz. He visto exposiciones más importantes que ésta, por su variedad y por el número de obras, pero creo que nunca me había tocado ver una muestra que cumpliera tan inteligentemente su objetivo didáctico ni preparara mejor al visitante, luego de la hora que tarda en recorrerla, para situar, entender y gustar una escuela pictórica. Una exposición, se puede decir, que es algo más que la suma de las obras que reúne, una demostración de que seleccionar y presentar al público las obras de arte puede ser en sí misma una obra de arte.
Londres, mayo de 1983