El estreno de Sangre y arena, con Tyrone Power y Rita Hayworth, en Cochabamba, Bolivia, a mediados de los cuarenta, fue un hecho capital en mi vida. Vi la película siete veces, en las matinales y matinés del cine Achá, y desde entonces, por muchos años, soñé con ser torero. La tentación había asomado, en mis desvelos, desde que el abuelo me llevó a ver mi primera corrida, en el modesto coso cochabambino; pero no fue la fiesta real, sino la pasada por Blasco Ibáñez y por Hollywood la que transformó aquel devaneo en furiosa urgencia.
¿Era aquella veleidad tauromáquica de mi niñez una epidemia generacional en América Latina? Porque por esos mismos días en que yo toreaba triciclos bolivianos, a miles de kilómetros de allí, en otra ciudad provinciana de los Andes, la verde y sinuosa Medellín, Fernando Botero se inscribía en una academia taurina y, a lo largo de dos años, tomaba clases para matador. Le llevó allí su tío Joaquín, un fanático de la fiesta, de la mano de quien fue muchas veces a ver lidiar toros y novillos en la flamante plaza de la Macarena y en los pueblos de las serranías vecinas, cuando no soñaba siquiera con ser algún día pintor. El lujo, la exaltación, el color, la indescriptible alianza de primitivo salvajismo y refinada exquisitez de aquellos espectáculos no se borrarían nunca más de su memoria. Por eso, no tiene nada de sorprendente que los primeros dibujos que Botero garabateó, en el colegio de los jesuitas de Medellín, fueran siluetas de toros. Aunque no deja de ser una premonición que la primera obra más o menos personal que se conserva de él sea la acuarela de un torero. Nunca sabremos, claro está, si su deserción de las sangrientas ceremonias de la fiesta taurina a las más benignas del caballete y la paleta fue una tragedia o una suerte para el arte de Manolete y de Belmonte. Pero, sin duda, para el de Goya y Velázquez resultó venturosa. Por lo demás, al cabo de los años, de los pinceles y de la destreza de este artista, la fiesta de los toros recibiría el más entusiasta y completo homenaje que le haya brindado un pintor contemporáneo. (Y conste que no me olvido de todas las maravillas que inspiró a Picasso).
Aunque experiencia central de su infancia y presencia pertinaz de sus primeras manifestaciones artísticas, este asunto —la corrida— parece desvanecerse luego de su pintura, en la que rara vez aparece, hasta la década de los ochenta. Botero fue siempre un aficionado, y visitó todas las plazas que pudo, pero ni los toros ni los toreros son protagonistas de aquellos cuadros de los años difíciles de su juventud, cuando tenía como modelos a los muralistas mexicanos, ni después, en los del laborioso aprendizaje de los clásicos, en España, Francia y, sobre todo, Italia. Asoman alguna vez, pero como sombras furtivas, luego de aquella tarde providencial de 1956, en un parque de México, cuando, como jugando, infló la mandolina que dibujaba y descubrió de pronto, como quien vive un milagro, el suntuoso mundo secreto de la opulencia que lo habitaba y su método de pintar.
En 1982 o 1983, ya célebre y con una vasta obra reconocida en medio mundo, volvió una tarde a ver una corrida en la plaza de la Macarena, en su ciudad natal. Y, dice, de inmediato sintió que allí tenía un mundo familiar y estimulante sobre el cual trabajar: «De allí empecé un cuadro después de otro, hasta el punto que me entusiasmé con el tema y en tres años no hice más que pintar toros. Después empecé a pintar otros motivos, pero también toros […]».
Es un error creer que Botero engorda a los seres y las cosas sólo para hacerlos más vistosos, para darles mayor sustancia, una presencia más rotunda e imponente. En verdad, la hinchazón que sus pinceles imprimen a la realidad perpetra una operación ontológica: vacían a las personas y a los objetos de este mundo de todo contenido sentimental, intelectual y moral. Los reducen a presencias físicas, a formas que remiten sensorialmente a ciertos modelos de la vida real para oponerse a ellos y negarlos.
Y, a la vez, los saca del río del tiempo, de la pesadilla de la cronología; los instala en una inmovilidad eterna, en una realidad fija e imperecedera, desde la que, espléndidos en sus atavíos multicolores, inocentes y bovinos en su abundancia, congelados en algún instante del discurrir de sus vidas, cuando aún estaban en la historia —clavando una pica, haciendo un quite, adornándose con la capa o, lo más frecuente, mirando el mundo, mirándonos, con un ensimismamiento mineral, con una especie de indiferencia metafísica—, posan para nosotros y se ofrecen a nuestra admiración.
La verdad, es imposible no envidiarlos. Qué superiores y perfectos parecen comparados a nosotros, miserables mortales a quienes el tiempo devasta poco a poco antes de aniquilar. Ellos no sufren, no piensan, no se embrollan con reflexiones que dificulten o desnaturalicen sus conductas; ellos son acto puro, existencias sin esencias, vida que se vive a sí misma en un goce sin límites y sin remordimientos.
Entre los pintores modernos, Botero representa como pocos la tradición clásica, sobre todo la de sus modelos preferidos, los pintores del Cuatrocientos italiano, que no pintaban para expresar alguna disidencia con el mundo, para protestar contra la vida, sino para perfeccionar el mundo y la vida mediante el arte, proponiendo unos modelos y unas formas ideales a los que debían irse acercando el hombre, la sociedad, para ser mejores y menos infelices. Como en los grandes lienzos renacentistas, en la pintura de Botero hay una aceptación profunda de la vida tal como es, del mundo que nos ha tocado, y un esfuerzo sistemático para trasladar la realidad al dominio del arte depurada de todo lo que la afea, empobrece y pervierte. Ésta puede ser una tentativa quimérica, en estos tiempos en que nadie cree ya que el arte hace mejores y más dichosos a los hombres —las sospechas son, más bien, de que una sensibilidad aguzada es un pasaporte directo a la infelicidad—, pero ello no desmerece, más bien refuerza la singularidad de un artista incansable que, sin que variara nunca su amable timidez de andino y su circunspección provinciana, ha sido capaz a lo largo de toda su trayectoria como creador de nadar siempre contra la corriente: siendo realista cuando las modas exigían ser abstracto, buscando sus fuentes de inspiración en la comarca y lo local cuando era obligatorio beber las aguas cosmopolitas, atreviéndose a ser pintoresco y decorativo cuando estas nociones parecían írritas a la noción misma del arte y, sobre todo, pintando para expresar su amor y contentamiento de la vida cuando los más grandes artistas de su tiempo lo hacían para mostrar lo horrible y lo invivible que hay en ella.
Con Botero podemos ir a los toros a gozar con la sangre y la muerte, sin la menor mala conciencia.
Boston, agosto de 1992