José Lezama Lima es una de las víctimas de la incomunicación cultural entre los países latinoamericanos; su nombre y sus libros son apenas conocidos fuera de Cuba, y esto no sólo es una injusticia para con él (a quien, probablemente, la poca difusión de sus escritos no le importa tanto), sino también para con los lectores de América, a los que la falta de editoriales y revistas de circulación continental, el escaso contacto literario entre países de una lengua y una historia comunes, mantenidos en mutua ignorancia por el subdesarrollo claustral, han privado hasta ahora de una obra muy valiosa y, sobre todo, original. La aparición, a principios de año, en la colección Contemporáneos de la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba), de Paradiso, libro que corona la tarea creadora de Lezama Lima, debería poner fin de una vez por todas a ese desconocimiento y ganarle la admiración que merece.
¿QUIÉN ES LEZAMA LIMA?
Lezama Lima nació a fines de 1910, en el campamento militar de La Habana, Columbia, donde su padre era coronel de artillería; su madre pertenecía a una familia de emigrados revolucionarios y se había educado en Estados Unidos. La infancia de Lezama transcurrió en un mundo castrense de uniformes, entorchados y ritos, y de todo ello él parece haber conservado un recuerdo muy vívido y un curioso amor por la disciplina, las jerarquías, los emblemas y los símbolos. El coronel murió cuando Lezama Lima tenía nueve años y esto lo afectó tanto que, según Armando Álvarez Bravo (de quien tomo estos datos biográficos), sus ataques de asma recrudecieron al extremo de obligarlo a pasar largas temporadas en cama. Fue, desde entonces, un ser enfermizo y solitario, que jugó poco de niño y, en cambio, leyó vorazmente. A partir de 1929, vivió solo con su madre, que ejerció una influencia decisiva en su formación y en su vocación, y por quien él profesó una devoción casi religiosa. («Casi un año antes de la muerte de su madre —dice Álvarez Bravo—, Lezama la presiente y cae en un estado de abatimiento que le hace abandonar su trabajo, perder el interés por todo, encerrarse en sí mismo»). Lezama estudió leyes y cuando estaba en la universidad, en 1930, tuvo lugar su única militancia política, en contra de la dictadura de Machado. Aparte de este episodio, su vida ha estado consagrada, por un lado, a las forzosas actividades alimenticias —como abogado y funcionario— y, por otro, a una indesmayable vocación de lector universal y, desde luego, al ejercicio de la poesía.
La llegada de Juan Ramón Jiménez a la isla fue un gran estímulo para la generación de Lezama Lima, que lo rodeó y asimiló mucho de su prédica esteticista a favor de un arte puro, minoritario y exclusivo. El primer libro de Lezama Lima, Muerte de Narciso, es de 1937, y desde entonces ha publicado otros diez (Enemigo rumor, 1941; Aventuras sigilosas, 1945; La Fijeza, 1945; Arístides Fernández, 1950; Analecta del reloj, 1953; La expresión americana, 1957; Tratados en La Habana, 1958; Dador, 1960; una monumental Antología de la poesía cubana en tres tomos, 1965, y Paradiso, 1966), en los que la poesía ocupa el lugar principal, pero que comprenden también relatos, ensayos, crítica literaria y artística. Curiosamente, este hombre tan ajeno a la acción, tan entregado toda su vida al estudio y a la realización de su obra creadora, ha sido también un activo animador cultural. En 1937 sacó tres números de una revista, Verbum; luego, entre 1939 y 1941, seis de otra, Espuela de Plata; entre 1942 y 1944, diez números de una nueva, Nadie parecía; entre 1944 y 1957, cuarenta números de una de las más sugestivas y coherentes publicaciones literarias del continente: Orígenes. Luego del triunfo de la revolución, Lezama Lima dirigió el Departamento de Literatura y Publicaciones del Consejo Nacional de Cultura, fue nombrado vicepresidente de la UNEAC y es, en la actualidad, asesor del Centro Cubano de Investigaciones Literarias. Su adhesión a la revolución no ha alterado sus convicciones literarias ni religiosas (aunque, probablemente, muchos católicos deben hallarlo singularmente heterodoxo), ni su apacible sistema de vida, en su casa de La Habana Vieja, atestada de libros que han desbordado los estantes de cuartos y pasillos y aparecen regados por los suelos o formando pirámides en los rincones, y de cuadros y objetos que sorprenden a los visitantes, tal vez no tanto por su intrínseca riqueza como por la lujosa manera como va mostrándolos el propio Lezama Lima, impregnándoles ese colorido, esa abrumadora erudición y esa mitología privada con que él imprime un sello personal a todo cuanto habla o escribe. Hombre muy cordial, prodigiosamente culto, conversador fascinante mientras el asma no le guillotine la voz, ancho y risueño, parece difícil aceptar que este gran conocedor de la literatura y de la historia universales, que habla con la misma versación picaresca de los postres bretones, de las modas femeninas victorianas o de la arquitectura vienesa, no haya salido de Cuba sino dos veces en su vida, y ambas por brevísimo tiempo: una a México y otra a Jamaica (uno de sus más hermosos poemas, Para llegar a la Montego Bay, refiere esta última experiencia como una proeza no menos fastuosa que el retorno de Ulises a Ítaca). Aunque muchos, tal vez la mayoría, de los poetas y escritores jóvenes cubanos se hallan ahora lejos de los principios artepuristas y un tanto herméticos de Orígenes, todos reconocen la deuda que tienen contraída con esta revista y con el propio Lezama Lima, y éste es respetado y querido por ellos como un clásico vivo.
PARADISO: UNA SUMMA POÉTICA, UNA TENTATIVA IMPOSIBLE
En un inteligente artículo titulado «Las tentativas imposibles», el escritor chileno Jorge Edwards establecía hace poco un parentesco, una filiación entre una serie de grandes obras de la literatura narrativa en la que los autores se habían propuesto agotar una materia a sabiendas de que ésta era, en sí misma, inagotable, encerrar en un libro todo un mundo de por sí ilimitado, aprisionar algo que no tiene principio ni fin. Empresas destinadas al fracaso en el sentido de no alcanzar el propósito que las forjó —pues el propósito era, deliberadamente, inalcanzable—, a ellas debemos, sin embargo, novelas como Finnegans Wake, de Joyce; Bouvard et Pécuchet, de Flaubert; y El hombre sin cualidades, de Musil, que, aunque den la impresión de obras inconclusas, fragmentarias, figuran entre las más renovadoras de la literatura moderna. Paradiso es también una tentativa imposible, semejante a aquéllas, por la voluntad que manifiesta de describir, en sus vastos lineamientos y en sus más recónditos detalles, un universo fraguado de pies a cabeza por un creador de una imaginación ardiente y alucinada. Lezama Lima se reclama el inventor de una interpretación poética del mundo, de la que toda su obra —sus poemas, sus relatos, sus ensayos— habría sido, hasta la publicación de Paradiso, una descripción parcial y dispersa. El gran intento de totalización de este sistema, su demostración encarnada, es este libro, que él ha llamado novela, y que es la obra de gran parte de su vida, pues los primeros capítulos aparecieron en los comienzos de Orígenes.
Nada más difícil que tratar de explicar, en unas líneas, en qué consiste este sistema poético del mundo en el que Lezama Lima ha comenzado por excluir todo elemento racional y que aparece monopolizado por la metáfora y la imagen, a las que él confiere funciones poco menos que sobrenaturales: ellas no son sólo los instrumentos de la poesía y también sus orígenes, sino las herramientas que tiene el hombre para comprender la historia, entender la naturaleza, vencer a la muerte y alcanzar la resurrección. La evolución de la humanidad, por ejemplo, es para Lezama Lima una sucesiva cadena de metáforas que se van enlazando, como en el interior de un poema, para configurar una infinita imagen del hombre: «Existe un periodo indumeico o de fabulación fálica en que todavía el ser humano está unido al vegetal y en que el tiempo, por la hibernación, no tiene el significado que después ha alcanzado entre nosotros. En cada una de las metamorfosis humanas, la dormición creaba un tiempo fabuloso. Así aparece la misteriosa tribu de Idumea, en el Génesis, donde la reproducción no se basaba en el diálogo carnal por parejas donde impera el dualismo germinativo. Adormíase la criatura a la orilla fresca de los ríos, bajo los árboles de anchurosa copa, y brotaba con graciosa lentitud del hombro humano un árbol. Continuaba el hombre dormido y el árbol crecía haciéndose anchuroso de corteza y de raíz que se acercaba a la secreta movilidad del río. Se desprendía en la estación del estío propicio la nueva criatura del árbol germinante y, sonriente, iniciaba sus cantos de boga en el amanecer de los ríos». Las civilizaciones primitivas, las grandes culturas orientales de la antigüedad, los primeros imperios, figuran en esta nueva organización de la historia, dentro de un sistema rigurosamente jerárquico en el que los puestos de mayor relieve se otorgan, no por los progresos alcanzados en el dominio de la ciencia, de la economía, de la justicia social, no por la duración ni la extensión geográfica que alcanzaron o por lo que construyeron o destruyeron en la realidad visible, sino por el brillo, la gracia, la singularidad metafórica que las exprese. Sin sonreír, en una entrevista con Álvarez Bravo, Lezama Lima afirma: «Así descubro o paso a un nuevo concepto: los reyes como metáforas, refiriéndome a los monarcas como San Luis, […], Eduardo el Confesor, San Fernando, Santa Isabel de Hungría, Alfonso X el Sabio, en los cuales la persona llegó a constituirse en una metáfora que progresaba hacia el concepto de pueblo rezumando una gracia y penetrando en el valle del esplendor, en el camino de la gloria, anticipo del día de la Resurrección, cuando todo brille, hasta las cicatrices de los santos, con el brillo del metal estelar». Y más tarde añade que «no sólo en lo histórico, sino en determinadas situaciones corales, se presenta este fenómeno. Puede verse en los hombres, los guerreros que duermen a la sombra de las murallas que van a asaltar. Como los que formaron lo que se llamó en el periodo napoleónico la Grande Armée, que atravesaron toda Europa. Un conjunto de hombres que en la victoria o la derrota conseguían una unidad donde la metáfora de sus enlaces lograba la totalidad de una imagen».
Así pues, aunque la razón esté ausente de ese sistema poético —o desempeñe una función insignificante—, el humor ocupa en él un lugar preponderante y disimula sus lagunas, justifica muchas veces las sutiles alteraciones que Lezama Lima introduce en la verdad histórica en sus fuentes culturales, para, como lo hace también Borges, redondear más excelentemente una frase o un argumento. Pero todo lo que puede haber de risueño, de ligero, de exageradamente lúdico en esta teoría poética de la existencia y de la historia, se convierte en rigor, en trabajo voluntarioso y severo en lo estrictamente literario. Paradiso no consigue en modo alguno lo que tal vez se proponía Lezama Lima: construir una summa que mostrara, en todas sus minucias y enormidades, su concepción del arte y de la vida humana y es probable que, al terminar la lectura del libro, el lector siga teniendo, respecto a su sistema poético, el mismo desconcierto en que lo dejaban sus ensayos o entrevistas. Pero, en cambio, como universo narrativo, como realidad encarnada a través de la palabra, Paradiso es sin lugar a dudas una de las más osadas aventuras literarias realizadas por un autor de nuestro tiempo.
UNA REALIDAD SENSORIAL Y MÍTICA, UN EXOTISMO DIFERENTE
El argumento de Paradiso está construido en torno a un personaje central, José Cemí, en el que, obviamente, Lezama Lima ha volcado su experiencia vital. José Cemí es, también, hijo de un coronel de artillería que muere prematuramente, víctima de ataques de asma que le provocan pesadillas y lo aíslan del mundo de la acción obligándolo a refugiarse en la meditación y en las lecturas. Profesa a su madre una veneración total. El libro se inicia cuando el personaje es aún niño —con una escena atroz: los brutales remedios que aplica una criada despavorida al pequeño cuerpo atacado por el asma y las ronchas— y termina más de veinte años después ante el cadáver de Oppiano Licario, misteriosa figura que aparece como maestro, precursor y protector espiritual de Cemí, cuando éste, terminada ya la etapa de formación y aprendizaje, va a entrar en el mundo a cumplir su vocación artística, de cuyo nacimiento y desarrollo la novela da minuciosa cuenta. En sí mismos, los hechos descritos de la niñez y de la juventud de José Cemí son poco excepcionales (sus viajes al campo, sus primeras experiencias de colegio, sus relaciones con amigos y parientes, sus conversaciones y discusiones literarias con compañeros de universidad que, como él, cultivan también lecturas copiosas y excéntricas), pero con más precisión se podría afirmar que, en este libro, los hechos, los actos humanos son siempre insignificantes, superfluos. Lezama Lima no se detiene casi en ellos, los menciona muy de paso, constantemente los omite: a él le interesa otra cosa. Ésta es la primera y tal vez la mayor dificultad que debe enfrentar el lector de Paradiso. En muy contados momentos del libro, lo narrado se sitúa en la realidad exterior, en ese nivel donde se registran las acciones, las conductas de los personajes. Pero esto no significa, tampoco, que la realidad primordial de Paradiso sea una subjetividad, la capilla secreta de una conciencia donde se refracta todo lo que ocurre para ser allí analizado, interrogado, explorado en todos sus ángulos (como ocurre por ejemplo en Proust, aunque la deuda de Lezama con éste sea muy grande), sino más bien, en un orden puramente sensorial en el que los hechos, los acontecimientos, se disuelven y confunden, formando extrañas entidades, huidizas formas cambiantes llenas de olores, de músicas, de colores y de sabores, hasta ser borrosos o ininteligibles. Rara vez se tiene un conocimiento cabal de lo que ha ocurrido o está ocurriendo a José Cemí: su vida parece ser una torrentosa corriente de sensaciones auditivas, táctiles, olfativas, gustativas y visuales, que nos es comunicada mediante metáforas. Lezama ha realizado, en este sentido, verdaderos prodigios: la descripción de las sensaciones angustiosas de José Cemí durante un ataque nocturno de asma (págs. 176-178; La Habana, Ediciones Unión, 1966) valiéndose de imágenes oníricas y saturninas, y la relación de esa manifestación de estudiantes atacada por guardias a caballo (págs. 298-305) aludiendo únicamente a sus valores plásticos, en los que éstos, como en un cuadro de Turner, acaban de devorar a su propia materia, no tienen probablemente equivalente, y, por ejemplo, reducen a débiles intentos los experimentos realizados por J. M. Le Clézio en este campo que han impresionado tanto a los críticos europeos.
Este universo sensorial, privado de actos y de psicología, cuyos seres se nos aparecen como monstruos sin conciencia, consagrados a la voluptuosa tarea de sentir, es también mítico: todo en él, aun lo más nimio, está bañado de misterio, de significaciones simbólicas, de religiosidad recóndita y vive una eternidad sin historia. Seres, sensaciones, objetos son siempre aquí meros pretextos, referencias que sirven para poner al lector en contacto con otros seres, otras sensaciones y otros objetos, que a su vez remiten a otros, en un juego de espejos inquietante y abrumador, hasta que de este modo surge la extraña sustancia inapresable y fascinante que es el elemento en el que vive José Cemí, su horrible y maravilloso «paraíso».
Si hubiera que elegir una palabra que definiera de algún modo la característica mayor de este paraíso, yo elegiría exótico. Aun cuando Lezama Lima sea profundamente cubano, y en muchas páginas de su novela evoque con pasión imágenes del campo y la ciudad de su país (pienso en la visión semimágica, por ejemplo, de esas dos calles paralelas de La Habana Vieja, donde José Cemí va a merodear por las librerías), y aun cuando se trate de un escritor condicionado por la circunstancia latinoamericana, su curiosidad, su imaginación, su cultura se vuelven sobre todo hacia otros mundos geográficos y literarios en busca de materiales que sirvan de elementos de comparación, de refuerzo y apoyo a su universo. No creo que ni en los más «exotistas» poetas latinoamericanos —Rubén Darío, por ejemplo, o en Borges—, considerando toda su obra reunida, haya tantas citas, referencias y alusiones a la cultura europea, o a las civilizaciones clásicas, o al mundo asiático, como en esta novela de Lezama. Ese despliegue casi desesperante de erudición, sin embargo, revela engolosinamiento, avidez, alegría infantil por toda esa vasta riqueza foránea, pero —y ahí está la gran diferencia con Darío o Borges— nunca beatería: Lezama no se despersonaliza y deshace dentro de ese magnífico caos, no se convierte en un epígono: más bien se apodera de él, lo adultera y lo adapta a sus propios fines. Le impone su propia personalidad. Para Lezama Lima la cultura occidental, los palacios y parques franceses, las catedrales alemanas e italianas, esos castillos medievales, ese Renacimiento, esa Grecia, así como esos emperadores chinos o japoneses o esos escribas egipcios o esos hechiceros persas, son «temas», objetos que lo deslumbran porque su propia imaginación los ha rodeado de virtudes y valores que tienen poco que ver con ellos mismos, y que él utiliza como motores de su espeso río de metáforas, usando de ellos con la mayor libertad y aun inescrupulosidad, integrándolos así a una obra de estirpe netamente americana. Se trata de un exotismo al revés: Lezama hace con Europa y Asia lo que hacían con el Japón los simbolistas, lo que hicieron con África, América Latina y Asia escritores como Paul Morand o Joseph Kessel (para no citar a Maurice Dekobra), lo que hicieron con la antigüedad griega Pierre Louÿs o Marcel Schwob. Así como en la obra de estos escritores aquellos mundos exóticos servían para conformar una interpretación, o una simple visión, «europeas» de realidades exóticas, del mismo modo en Paradiso la historia de la humanidad y la tradición cultural europea aparecen resumidas, deformadas hasta la caricatura, pero a la vez enriquecidas poéticamente, y asimiladas a una gran fábula narrativa americana.
Digo americana y tal vez hubiera sido preferible decir cubana. Porque Lezama Lima es un escritor avasalladoramente tropical, un prosista que ha llevado ese exceso verbal, esa garrulería de que han sido tan acusados los escritores latinoamericanos, a una especie de apoteosis, a un clímax tan extremo que a esas alturas el defecto ha cambiado de naturaleza y se ha vuelto virtud. No siempre, desde luego. Hay muchas páginas de Paradiso en las que el enrevesamiento, la oceánica acumulación de adjetivos y de adverbios, la sucesión de frases parásitas, el abuso de símiles, de paréntesis, el recargamiento y el adorno y el avance zigzagueante, las idas y venidas del lenguaje resultan irresistibles y desalientan al lector. Pero a pesar de ello, cuando uno termina el libro, estos excesos quedan enterrados por la perpleja admiración que deja en el lector esta expedición por ese Paradiso concebido por un gran creador y propuesto a sus contemporáneos como territorios de goces infinitos.
Londres, 1966