La ciudad recobrada

 

 

 

 

 

«Ahí viven los paraguayos —dijo Roa Bastos—, éstas son las villas miseria». El ómnibus acababa de dejar atrás Buenos Aires, rumbo al aeropuerto de Ezeiza, y, a ambos lados de la carretera, entre los ralos árboles de la pampa, ondulaba miserablemente un mar de chozas. La neblina empañaba los cristales del ómnibus, apenas veíamos a la muchedumbre anónima que hormigueaba entre las disparatadas viviendas de cartones, tablas, adobes, calaminas. Pero no era difícil, con un pequeño esfuerzo de la memoria, reconocer los rostros de las pasajeras siluetas, adivinar el hambre, el miedo, la mugre que los afeaba. ¿Acaso no eran los mismos rostros de las barriadas limeñas? «Pero para mí es distinto porque éstos son paraguayos», dijo Roa Bastos. ¿Cuántos compatriotas suyos vivían en la Argentina, cuántos llevaban esta existencia larval? Encogió los hombros: no se podía saber. «La mayoría cruzan el río clandestinamente —explicó—, y viven aquí sin papeles, como parias; son nuestros “espaldas mojadas”. Se dice que sólo en las villas miseria de Buenos Aires hay más de medio millón de paraguayos. No todos son exiliados políticos, claro. Muchos vienen en busca de trabajo, con la ilusión de vivir mejor. Y fíjate». Recordé que la noche anterior, en un hotel de Buenos Aires, una señora risueña, los ojos llenos de malicia, como quien va a contar un chiste verde, me había dicho: «¿Quién cree usted que comete los crímenes, los robos que aparecen en los diarios? ¡Los paraguayos!; y, además, viven peor que animales, palabra». Se lo conté a Roa Bastos y él sonrió sin alegría: lo terrible es que había algo de cierto en eso, viejo. Y, de inmediato, comenzó a referir anécdotas de sus paisanos exiliados y a recordar Asunción, cómo era la vida allá cuando él partió, once años atrás. Yo lo escuchaba sorprendido al verlo tan animado y locuaz, a él, que siempre —es decir, la media docena de veces que lo había visto hasta entonces— me pareció muy reservado y tímido. Se lo dije y su rostro macizo, cordial y redondo se encendió: estaba un poco nervioso, viejo. Tampoco era para menos, ¿no es cierto?, volver al Paraguay después de tantos años, de tantas cosas, que me diera cuenta.

 

 

EN EL AVIÓN

 

Más tarde, en el avión que avanzaba casi sin ruido por un cielo que se oscurecía de prisa, me fue contando, en desorden, sin alardes, su fuga de Asunción, el año 1945, en plena guerra civil. Era periodista entonces y unos amigos le avisaron que la policía y los militares lo buscaban. Estuvo escondido un buen tiempo en la misma ciudad, saltando de un refugio a otro como una comadreja asustada —pasó una noche encogido en un tanque de agua—, pero lo peor no había sido eso, sino lo que vino después de cruzar el río, cuando llegó a Buenos Aires y tuvo que buscar la manera de sobrevivir. Pero había tenido suerte, viejo: al poco tiempo entró de obrero a una tintorería. Después, fue mozo de hotel, corrector, periodista. Este último trabajo estaba demasiado cerca de la literatura y por eso lo dejó. Poco a poco se fue acomodando: profesor, libretista, autor de guiones para cine. Mal que mal había podido terminar los cuentos de El trueno entre las hojas, su novela Hijo de hombre y el libro de relatos que publicará este año Losada. A muchos compañeros les había ido mil veces peor, viejo. La lástima era tener que haber vivido tantos años lejos de su país, de su paisaje, del idioma de la calle paraguaya, eso le hacía falta a un escritor, ¿no me parecía? Para animarlo, le conté que yo había conocido su nombre cinco años atrás, en La Habana, cuando apareció en la isla una edición popular de Hijo de hombre, y que, gracias a su novela, no había sentido el interminable viaje de regreso a Europa, que el capítulo del camionero en la guerra del Chaco me hizo olvidar, incluso, la tormenta que sacudió al avión poco antes de llegar a Praga. Pero él no quería, no podía hablar de otra cosa que del Paraguay: la pena es que sus libros hubieran circulado fuera y no dentro de su país, viejo, era seguro que nadie los habría leído en Asunción. Unos minutos después, apenas desembarcamos en el aeropuerto Presidente Stroessner, él y yo supimos que no había sido así.

 

 

EN EL AUTOMÓVIL

 

«Roa Bastos estaba muy conmovido —dijo Rubén Bareiro—. No era para menos, claro». Habíamos dejado el aeropuerto hacía un momento, rodábamos por una noche tibia y olorosa hacia Asunción, los faros del automóvil revelaban cercas de chacras, fachadas de quintas semiocultas por árboles. Roa Bastos se había quedado en el aeropuerto, rodeado de familiares —mujeres con los ojos húmedos, un anciano ajado y tieso que lo había atrapado entre sus brazos apenas descendió del avión—, de los jóvenes de la revista Alcor, de estudiantes universitarios y de colegiales que lo abrazaban, le estrechaban las manos y lo acosaban a preguntas. Pequeñito, amistoso, pestañeando sin tregua, él iba de un grupo a otro, aturdido. «Claro que aquí lo han leído todos —dijo Rubén Bareiro—. Y lo mismo a Casaccia. Aquí nunca se ha prohibido una novela. Las autoridades no temen la literatura, a lo mejor ni se han enterado que existe. En todo caso, no piensan que eso pueda ser peligroso». De cuando en cuando, un ruidoso vehículo, al cruzarnos, borraba el suave runrún de la campiña. Estábamos en los suburbios de la ciudad, aparecían viviendas de un solo piso, techos de tejas, veredas empinadas. «Sin embargo, la literatura significa algo aquí —digo yo—; si no ¿cómo explicar el caso de Alcor?». Hace diez años que salió el primer número de esa revista, gracias al ímpetu de un grupo de adolescentes capitaneados por el propio Bareiro. El grupo inicial se deshizo y rehízo varias veces (algunos se apartaron, otros fueron desterrados del país por la dictadura, en los diez años que han pasado un buen número de colaboradores visitaron la cárcel), pero siempre hubo relevos para llenar de poemas, relatos y artículos las páginas de Alcor, para mendigar avisos en las casas comerciales de Asunción y recorrer la ciudad colocando suscripciones. Y, además de sacar la revista, el equipo de Alcor ha editado libros, organizado conferencias y concursos. Gracias a ellos ha vuelto Roa Bastos al Paraguay, gracias a ellos estoy aquí. «Hacemos lo que se puede —dice Rubén Bareiro—; pero los jóvenes hacen más que nosotros». En los días siguientes, tendré ocasión de comprobarlo: las revistas estudiantiles, los programas radiales de alumnos de liceo y de facultad hacen gala de una osadía, de una libertad de palabra que contrastan saludablemente con el conformismo de la prensa grande. «Parece mentira —me dirá un poeta—, pero las críticas más certeras y enérgicas de los últimos meses contra la dictadura han aparecido en publicaciones escolares». Estamos en el centro de Asunción y me señalan una residencia rodeada de jardines, aislada de la calle por una alta verja: ahí vive Stroessner. Trato de distinguir, en las sombras, la pequeña pista que, según se dice, hay detrás de la casa presidencial, con un avión siempre listo, para caso de emergencia. Junto a la residencia, se alza un gigantesco, flamante, feísimo local: la embajada norteamericana. «Parece que, cada noche, Stroessner y el embajador cambian sus impresiones del día, de balcón a balcón», dijo un bromista.

 

 

EN UNA CASA, ENTRE ARPAS

 

Es medianoche pasada y las puertas y ventanas de la casa —en las afueras de Asunción— están abiertas para recibir el fresco de la noche. «Lo mejor que tenemos es el cielo —dice mi vecino—. Lástima que hoy esté algo nublado». Sin embargo, parece imposible que la atmósfera pueda lucir más limpia y clara; que haya más luces en el cielo. La sala está llena de gente, un conjunto musical ha instalado sus arpas y guitarras en una esquina. Roa Bastos conversa infatigablemente con el director, un hombre ceremonioso y cortés, y yo sólo a medias puedo seguir el diálogo, que es a ratos en castellano, a ratos en guaraní. Se han conocido de muchachos, ambos solían apostarse en las noches bajo los balcones de las chicas de Asunción, para despertarlas con serenatas. Muchas de las canciones que acabamos de oír tienen letra de Roa Bastos. Ahora él se avergüenza de esos versos adolescentes y se ruboriza cuando alguien le revela que sus canciones son muy populares y que se tocan con frecuencia. Se habla de música, del prestigio y la audiencia que tiene la poesía en el pueblo paraguayo, de cómo son respetados y queridos esos aedas humildes que van, como los juglares medievales, recorriendo el país y viviendo de la generosidad pública. También se habla de política. Nos rodean profesores, estudiantes, escritores jóvenes. Todos han estado alguna vez en la cárcel. Unos y otros rivalizan, deportivamente, comparando los días, las semanas, los meses que pasaron encerrados. Se cuentan anécdotas: un club social de Asunción mantiene una secretaría permanente encargada de suministrar alimentos, dos veces por día, a los socios detenidos por razones políticas. ¿Cuántos presos políticos hay actualmente en Paraguay? Todos se miran, extrañados. No hay manera de saberlo: cien, mil, quizá muchos más. Los presos están repartidos por las guarniciones más alejadas, las detenciones no siempre se revelan, según una disposición constitucional un hombre puede permanecer entre rejas indefinidamente sin ser llevado a los tribunales. Sin embargo, en relación con años anteriores, la dictadura es ahora más discreta. Desde 1964, incluso, tolera una moderada oposición: una facción disidente del Partido Colorado hace tímidas críticas desde su periódico y hay grupos católicos —sacan un semanario, Comunidad— que reclaman la democratización del régimen. La oposición de izquierda, desde luego, sigue siendo reprimida sin contemplaciones. «Si usted compara lo de ahora con lo del año 60, se puede decir que estamos en el paraíso —dice una voz—. Pero este ablandamiento es provisional. Stroessner quiere reformar la Constitución para hacerse reelegir con todas las de la ley y por eso ha soltado un poco la mano. Además, ahora no se siente en peligro. Ante la menor amenaza real, volverán los horrores del sesenta».

El año 60 Paraguay se dio uno de esos baños de sangre que son harto frecuentes en la historia de América. Dos columnas de guerrilleros habían comenzado a operar en zonas campesinas. La represión adquirió rápidamente dimensiones dantescas: en las playas de las ciudades argentinas de la frontera aparecieron, traídos por las aguas, cadáveres con atroces mutilaciones. Cuando la prensa internacional se hizo eco de estos crímenes, la policía de Stroessner cambió de método. Los rebeldes y sus cómplices (presuntos cómplices, muchas veces) eran torturados en las plazas de las aldeas y luego arrojados desde aviones militares a la selva, al amparo de miradas curiosas. «Los diarios no hablaron de eso —dijo la misma voz de antes—: pero no importa; todo ha quedado registrado en la música y en la poesía popular, ni más ni menos que los sucesos de la guerra del Chaco».

 

 

EN UN ESCENARIO

 

De la guerra del Chaco, de los infinitos padecimientos del pueblo paraguayo a lo largo de su trágica historia, de su increíble resistencia a la adversidad, oiría hablar al día siguiente, en el escenario de Radio Cháritas de Asunción, al propio Roa Bastos y a otro novelista paraguayo, Gabriel Casaccia (el autor, entre otros libros, de La Babosa, traducido a varias lenguas), que se hallaba allí, como nosotros, invitado por Alcor, para hablar sobre la literatura latinoamericana de hoy. Casaccia había salido del Paraguay hacía treinta años; desde entonces vive en Buenos Aires. Él y Roa Bastos han hecho conocer la realidad paraguaya en libros que han tenido una amplia repercusión. Ambos constituyen una especie de puente con el exterior para los jóvenes intelectuales de su país. Yo me sentía un intruso, entre ellos, en el auditorio de Radio Cháritas, oyéndolos hablar de sus libros y respondiendo a la lluvia de preguntas que les formulaban los estudiantes, los periodistas, los curiosos que atestaban el local. ¿A qué se debía la escasez de narradores en la literatura paraguaya moderna?, preguntó Casaccia. «A la tiranía que tenemos, que ha matado la libertad de creación», repuso un espectador. ¿Tenía derecho un novelista a dar una visión pesimista de la realidad social de su país, como ocurre en La Babosa? «Yo soy un escritor realista y no veo en lo que escribo ninguna razón de optimismo, respondió Casaccia; yo muestro lo que ocurre; si a ustedes no les gusta esa realidad, cámbienla. Entonces escribiré novelas optimistas». «El novelista no busca reproducir las cosas sino representarlas —lo corrigió, con suave tono, Roa Bastos—; no trata de duplicar lo visible sino, principalmente, de ayudar a ver en la opacidad y ambigüedad del mundo: no sólo en la realidad física, sino también en la realidad metafísica; eso que, siendo reflejo de lo real, sólo un ojo límpido, educado en la visión interior, puede percibir». Era un diálogo familiar: dos exiliados, de vuelta a su país, confrontaban las imágenes que se habían llevado al partir con las que les oponía ahora su realidad —momentáneamente— recobrada.

 

 

EN LAS CALLES, EN EL CAMPO

 

«Asunción ha cambiado mucho —dijo Roa Bastos— y, sin embargo, sigue idéntica». Observaba los edificios modernos —el Hotel Guaraní, sobre todo, bello rascacielos que sobrevuela la capital—, el pavimento, el nuevo barrio residencial: nada de eso existía cuando él partió. Reconocía, en cambio, el mismo ritmo soñoliento, provinciano, de la vida, que ofrece el centro de la ciudad, con sus viejas casonas de aleros rojos y frondosas huertas. Reconocía las centenarias costumbres: la gente seguía volcándose a las calles al alba —el comercio se abre a las siete de la mañana, se cierra a las once— y a las doce del día la ciudad seguía desierta, como antes, silenciosa, entregada a la siesta. Allí estaban siempre los cuarteles, absurdamente enclavados en torno a la Catedral, y las altas, serpentinas veredas que rodean a las Cuatro Plazas ofrecían, siempre, ese espectáculo populoso, mísero, multicolor, de vendedores ambulantes que él recordaba. La tierra se divisaba todavía, a lo lejos, entre la espesa vegetación que rodea a Asunción, a ambas márgenes del río Paraguay, tal como él me lo decía en el avión: roja como una llaga. Y, al salir de la capital, hacia San Bernardino y el lago de Ipacaraí, todo parecía conservado igual que en su memoria: el cielo azul, el hirviente follaje, los ranchos sin esperanza de donde parten miles de emigrantes, la vieja, hermosa iglesia colonial de los franciscanos en Yaguarón, el rumor de los riachuelos, el polvo colorado, las tersas aguas verdes de la laguna. Entretanto, Casaccia se había marchado a Areguá, esa ciudad que sirve de escenario a La Babosa. «Cuando la novela apareció —dijo Rubén Bareiro—, si Casaccia se hubiera presentado en Areguá, lo hubieran linchado. Todo el pueblo se sentía aludido, traspuesto en los personajes. Pero el tiempo no pasa en vano. Ahora, lo han recibido en una manera triunfal. Y lo han ayudado a fotografiar las casas y los lugares de Areguá que figuran en La Babosa para que aparezcan como ilustraciones en la próxima edición de la novela». «Es cierto, el tiempo no pasa en vano —dijo Roa Bastos—. No me daba cuenta, pero en estos días, al ver de nuevo las caras de mis amigos de hace once años, he comprendido lo viejo que debo estar yo también». Lo decía sin la menor amargura, la cara radiante, mientras miraba, posesiva, vorazmente, una y otra vez los caseríos, las lomas, las palmeras, los animales que íbamos dejando atrás. Nosotros sabíamos que estaba mintiendo; sus ojos, sus gestos, su voz nos mostraban que el retorno del exilio no le había descubierto la vejez, que más bien estaba recuperando codiciosamente su adolescencia, su niñez.

 

Asunción, agosto de 1966