Los lectores de Hombre que daba sed,[3]la colección de relatos de Adriano González León que acaba de publicar el editor Jorge Álvarez, en Buenos Aires, asociarán con algún trabajo estos textos impresionistas, torrentosos y nostálgicos, con El Techo de la Ballena, ese movimiento de jóvenes pintores y poetas venezolanos, de estirpe neodadaísta, que protagonizó en los últimos años, en Caracas, algunos escándalos soberbios. Anticlericales, progresistas en cuestiones políticas y, en literatura y arte, de un vanguardismo militante, los «balleneros», sin embargo, constituyeron algo más que un grupo de epígonos tardíos del surrealismo o dadaísmo europeos. Si sus paradigmas, en el dominio de la creación poética, fueron Antonin Artaud, Breton o Desnos, su acción social, sus insolentes manifiestos y sus exposiciones explosivas, tuvieron siempre un contenido profundamente americano, y los blancos de su agresividad y de su humor exasperado no fueron anodinas, impalpables siluetas oníricas, sino instituciones, hechos y personajes muy concretos de la realidad venezolana. Osados, contaminados hasta los huesos por la problemática social y política de su país, poseídos de una voluntad intransigente de contribuir a un cambio radical que no sólo suprimiera las más obvias injusticias, sino, a la vez, los prejuicios, los tabúes y revolucionara al mismo tiempo, como pedía Rimbaud, la sociedad y la vida, esta etapa de los «balleneros» parece haber sido más de agitación que de creación artística, más de demolición que de construcción.
Y si se analizan las publicaciones colectivas e individuales del Techo tal vez se descubra que su deuda con el surrealismo o con los poetas de la Beat Generation —a quienes también rindieron culto— es menos artística o ideológica que técnica y formal. La estrategia del escándalo, los métodos de la provocación, las tácticas del disturbio espiritual y moral que los surrealistas perfeccionaron, fueron utilizados por los «balleneros», dentro de su contexto nacional, de una manera que puede llamarse funcional. En cambio, ni la escritura automática, ni la exploración del inconsciente, ni el misticismo o la entronización de las drogas como estímulo creador preponderante parecen regir los escritos balleneros.
Se ve bien esto en el caso de los excelentes relatos de González León, que ha sido uno de los animadores principales del Techo y autor de varios de sus textos teóricos. Aunque algunos de sus cuentos ostentan epígrafes de surrealistas como Artaud y Desnos, y, uno de ellos, una alusión a la magia —«La magia, considerada en síntesis, es la ciencia del amor»—, ni los temas ni el tratamiento denotan una filiación onírica o beat. Al contrario, se trata de textos que por su contenido y su factura se alinean dentro de una tradición narrativa americana característica: el realismo poético. Algunos, incluso, se aproximan bastante, por su anécdota, sus tipos humanos y el marco en el que están situados, a la literatura regionalista, aunque la perspectiva desde la que González León encara sus historias sea diametralmente opuesta a la de un criollista o costumbrista. La semejanza es sólo exterior, pero sin embargo significativa. González León construye sus ficciones con materiales que proceden de una realidad histórica y social muy precisa —la aldea y el campo venezolanos— aunque, desde luego, sus intenciones literarias no son la exaltación folclórica de la provincia ni la descripción detallista y complacida del paisaje local, sino el rescate de ciertas vivencias humanas nacidas en estos ambientes. El tono nostálgico, reminiscente, de casi todos sus relatos sugiere algo así como una tentativa de recuperación, a través de la literatura, de ciertos climas, personajes y situaciones conocidos por la experiencia y conservados en la memoria. (Aunque González León vive en Caracas, donde es profesor universitario, procede del interior, de Valera, donde nació hace treinta y cuatro años). Y uno de los relatos —«Los gallos de metal», tal vez el más logrado del libro— está elaborado, incluso, en forma de una evocación.
Refiriéndose a un libro anterior de González León (Las hogueras más altas, Premio Municipal de Caracas), Miguel Ángel Asturias escribió: «Es de este contraste de paisaje estático y de un azogado movimiento de cosas humanas, de donde extrae su secreto Adriano González León». Yo no conozco el libro precedente de este autor, pero en Hombre que daba sed la técnica me da la impresión de ser exactamente la contraria. Casi todos los relatos están construidos en torno a una situación humana dada, estacionaria, que no se modifica a lo largo de la narración, y que va revelándose mediante asociaciones de ideas, introspecciones y recuerdos de los personajes o, lo que es más frecuente, a través de invocaciones de un invisible relator. «El arco en el cielo» presenta al camionero Camilo Ortiz reviviendo los episodios capitales de su vida mientras conduce locamente su vehículo por «una carretera que no va a ningún lado, o va al infierno»; al final, Ortiz desbarranca el camión para vengarse de sus frustraciones y derrotas. Entre el principio y el fin deben haber transcurrido unos minutos, quizá sólo unos segundos. El presente de la narración dura un instante y comprende un único episodio: el de la catarsis. Todo lo demás es una vertiginosa ronda de recuerdos amargos que pasan por la conciencia del personaje, ahondando su crisis, hasta precipitarlo en ese acto de desquite. La construcción de «Los pasos de rigor» es idéntica: el campanero o sacristán de la aldea sigue, a lo lejos, a un cortejo fúnebre y, mientras, su memoria retrotrae ciertas imágenes liberadoras en las que ha volcado su ferviente deseo de evasión —la llegada a la aldea de unos músicos, la primera función de cine—; al final del cuento, la situación es la misma: el cortejo no ha llegado aún a la tumba. El movimiento todavía es menor en «Madán Clotilde», el más delicado y emotivo de los siete relatos: la adivinadora, pitonisa, maga y farsante, aparece sola, en su mundo de pacotilla y abalorios, acariciando melancólicamente su bola de cristal y su mazo de naipes, repasando mentalmente sus andanzas, desventuras y sueños; al final, la vemos tendida en el suelo, muerta entre sus tiernas mentiras. Todo puede haber ocurrido en un fragmento de segundo, el relato puede ser el desarrollo en cámara lenta de una intempestiva lluvia de imágenes que cruzó la conciencia de Madán Clotilde en el instante que caía fulminada. Sólo la estructura de «Los gallos de metal» se diferencia nítidamente de esta fórmula; pero tampoco en este relato hay una historia, una sucesión de actos que vayan delineando anímicamente una situación y un personaje; aquí también se trata de una danza de imágenes evocadoras, pero la diferencia radica en que esta resurrección de un pasado no tiene como sede al propio personaje, sino al narrador, que se sitúa fuera de lo narrado. Ramón Corrales, el héroe de «Tramo sin terminar», es, como Camilo Ortiz, un hombre enloquecido, arrancado de sí mismo, por la desdicha; él no desbarrancará un camión ajeno, su desquite contra el mundo será casi apocalíptico: dinamitará un campamento carretero. Aquí la anécdota está oscurecida a tal extremo por el lenguaje metafórico que casi no hay hechos detestables, sólo sensaciones y emociones: el acto único es la explosión. La vieja deslenguada y beata de «Decían J. R.» es una ausencia que la memoria del narrador va animando con imágenes, voces y objetos vivaces, hasta hacerla brotar ante nuestros ojos como una emanación de las palabras con que la evoca: se trata de una estampa, de una prosa poética más que de un relato. El cuento que da título al libro, «Hombre que daba sed», describe también una situación única, pero desde dos planos diversos: una mujer va recordando a su compañero, mientras avanza por la selva hacia el lugar donde éste vive, que ha sido sepultado por un cataclismo, y la narración registra sus recuerdos, a la vez que describe la marcha del grupo a través de una naturaleza cerrada y hostil. De principio a fin la situación es la misma, pero, aunque no se altere objetivamente, cambia, pues la intensidad emocional que transmite va creciendo con la progresión de los caminantes.
El interés mayor de estos cuentos no está en su anécdota, casi siempre huidiza, vaga y hasta convencional a veces, sino en las atmósferas extrañas y violentas que las envuelven. La virtud principal de González León es su prosa, de periodo amplio y lujoso, de enorme fuerza metafórica, y de una vitalidad constante, que colorea, anima, oscurece y da relieve a los seres y a los objetos, imprimiéndoles una versatilidad y un movimiento sorprendentes. Hay, desde luego, un peligro implícito en este lenguaje torrencial, de respiración oceánica: el de que se lleve todo por delante, rompa los diques de la historia, y sumerja hechos, cosas, personajes hasta hacerlos invisibles al lector. Y, en efecto, en algunas páginas de Hombre que daba sed, el lenguaje es una presencia desbocada y excluyente, que ya no comunica nada y sólo se exhibe a sí misma. Pero cuando, como ocurre en «Madán Clotilde», y en «Los gallos de metal», el autor consigue sujetar su propia facilidad expresiva, no se abandona a ella, sino la orienta de acuerdo a las necesidades de la historia que quiere contar, tiene un instrumento extraordinariamente eficaz y flexible, que le permite graduar los efectos, crear los climas más insólitos, caracterizar a los personajes y dar dramatismo, ironía o humor a las situaciones, con ligerísimas alteraciones en el ritmo de la prosa. Aunque logrados y valiosos, los relatos de Hombre que daba sed están todavía por debajo de esa prosa tan ricamente dotada de Adriano González León, de la que cabe esperar aventuras literarias mucho más ambiciosas y vastas.
Londres, octubre de 1967