Epopeya del Sertão: ¿Torre de Babel o manual de satanismo?

 

 

 

 

Guimarães Rosa nació en 1908, en el estado de Minas Gerais; estudió medicina, practicó su profesión en una aldea del sertão, fue más tarde médico voluntario en las guerras civiles que ensangrentaron su país en la década del treinta, luego abandonó la medicina por la diplomacia (representó a su país en Alemania, Francia y Colombia) y ahora es jefe del Departamento de Fronteras de la cancillería brasileña. Una personalidad curiosa, sumamente enigmática, se oculta detrás de estos fríos datos biográficos de Guimarães Rosa, quien hizo gala siempre de una alergia faulkneriana a las entrevistas y se escabulle, con amistosas ironías, de periodistas y curiosos. Yo conocí fugazmente a Guimarães Rosa en Nueva York, durante la reunión del PEN Club: un caballero de elegancia algo vistosa (corbatitas michi que se renovaban cada día, zapatos encerados como espejos, ternos muy entallados), cabellos grises, andares chaplinescos, que comía con mucho apetito, sonreía siempre y desviaba cualquier conversación literaria con burlonas sentencias sobre el tiempo. Resultaba difícil adivinar que, tras esa apariencia tan bonachona y simple, se escondía una personalidad plural. Porque además de escritor, diplomático y médico, Guimarães Rosa se ha dado tiempo, también, para ser erudito en geografía, ocultismo y botánica, y —según Luis Harss[4]— es un gran lingüista, filólogo y semanticista que, además del portugués y, por supuesto, los idiomas básicos, alemán, francés e inglés, lee el italiano, el sueco, el serbocroata y el ruso y ha estudiado y manoseado las gramáticas y sintaxis de la mayoría de los otros idiomas principales del mundo, inclusive trabalenguas como el húngaro, el malayo, el persa, el chino, el japonés y el hindi. Su obra literaria es escasa (en cantidad): un libro de poemas, tres libros de relatos (Saragana, 1946; Corpo de baile, 1956, y Primeras Estórias, 1962) y una novela, Grande sertão: veredas, que se publicó en 1956. Sus primeros libros, parece, apenas repercutieron en su país; su fama —ahora firmemente asentada— sólo surgió con la aparición de su novela en la que todos los críticos sagaces del Brasil reconocieron una obra maestra absoluta.

En un célebre ensayo, W. H. Auden dice que el valor literario de un libro puede medirse por el número de lecturas diferentes que consiente. Esta observación encuentra un maravilloso ejemplo en el caso de Grande sertão: veredas, pues este libro, tan enigmático y polifacético como su autor, es en realidad una suma de libros de naturaleza bien distinta. Una lectura rápida, inocente, que atienda sólo a la vertiginosa cascada de episodios que componen el argumento de la novela y salte alegremente por sobre los obstáculos y las dificultades estilísticas, ofrecerá al lector una espléndida epopeya costumbrista del sertão, una novela de acción elaborada con rigurosa observancia de las leyes del género: dramatismo, exotismo, movimiento, suspenso, naturaleza indómita, caracteres sugestivos y brutales. El ex yagunzo Riobaldo Tatarana que, ya convertido en próspero hacendado y jubilado de la vida montaraz, evoca, ante un ignorado oyente, su peligrosa trayectoria como comparsa, lugarteniente y jefe de bandoleros en los ásperos desiertos de Minas Gerais a fines del siglo pasado, que nostálgicamente resucita las batallas, las crueldades, las proezas, las alegrías, los temores que constituyeron su vida pasada, tiene algo de paladín de romance medieval, mosquetero romántico y aventurero del Far West. Es cierto que su relación —desde el punto de vista de la narración épica— es algo impura, porque Riobaldo, al contar, trastorna constantemente el tiempo y éste avanza, impulsando sus palabras, no en línea recta, sino zigzagueando como una enrevesada serpiente, y porque, además, el narrador se demora demasiado abriendo paréntesis para reflexionar sobre el diablo, la amistad, el amor y la muerte y postular esotéricas formulaciones religiosas, pero todo ello está equilibrado, en cierta forma, por la magnificencia con que se explaya sobre la vida y el alma del sertão, describiendo amorosamente sus árboles, sus plantas, sus ríos, sus animales, sus aldeas, sus leyendas, y por el gran corso humano que evoca: rufianes gallardos como Roca Jamiro y Zé Bebelo o tremebundos cono el perverso Hermógenes, el bello y ambiguo Diadorim, la furtiva Otacilia. Confinada a la anécdota, Grande sertão: veredas es una novela regional de gran aliento, de la que, incluso, no están ausentes ciertos vicios privativos del género: exceso descriptivo, cierto tremendismo «telúrico», el abuso del dato geográfico y la información folclórica, la inverosimilitud de algunas situaciones (como la súbita revelación final de que Diadorim es mujer).

Una lectura más maliciosa y rezagada, que no esquive sino enfrente resueltamente la complejidad lingüística de la novela, descubrirá sin embargo que aquella realidad de paisajes inhóspitos, sangre, carne humana y objetos pintorescos no es la materia profunda de Grande sertão: veredas, el contenido esencial del libro, sino, más bien, el mero pretexto, la simple apariencia, y que la realidad fundamental capturada y expresada por el autor en su libro no es material ni histórica sino intemporal y abstracta: una realidad verbal. Porque la presencia más impetuosamente presente en el monólogo sin pausas de Riobaldo no es la vorágine de actos que se suceden, ni los hombres ni las cosas que menciona, ni su trémula, vacilante pasión homosexual por Diadorim: es su palabra misma, su expresión. Ese imposible río sonoro de avance torrentoso acarrea en sus extrañas aguas metáforas, sustantivos, adjetivos, verbos, expresiones, fraguados, manipulados, organizados de tal manera que han adquirido soberanía y ya no aluden a ninguna otra realidad que la que ellos mismos van creando, prodigiosamente, en el curso avasallador del relato de Riobaldo. Tal como los colores, en una pintura abstracta, se han emancipado de la realidad de donde provienen para integrar una realidad distinta y única, o como los sonidos adquieren en el seno de una composición musical una naturaleza propia y autónoma, el lenguaje en esta novela ha conquistado una especie de independencia autárquica, es autosuficiente, cesa y comienza en sí mismo. Leída así, dejándose esclavizar por su hechizo fonético, sucumbiendo a su magia verbal, la novela de Guimarães Rosa se nos aparece como una torre de Babel milagrosamente suspendida sobre la realidad humana, sin contacto con ella y sin embargo viva, como una construcción más cercana a la música (o a cierta poesía) que a la literatura.

Novela de aventuras, laberinto verbal: estas dos caras de Grande sertão: veredas no se excluyen. Tampoco agotan la novela. El monólogo de Riobaldo está con frecuencia barajando duras inquietudes, formulando oscuras afirmaciones que tienen como tema recurrente la existencia del demonio, con quien el narrador hizo, o creyó hacer o quiere hacer creer a su oyente que hizo, un pacto, una noche de tempestad, en una encrucijada de caminos. Es posible que Riobaldo deba su buena suerte —esa buena suerte que lo mantuvo ileso en los combates, hizo de él un gran tirador y le permitió ascender hasta la jefatura de la banda de yagunzos, y que más tarde lo convirtió en respetable fazendeiro— a su (imaginario o verídico) pacto con el Maligno. Es posible, asimismo, que su tortuosa, casta pasión por Diadorim, que él sofrenó en su corazón creyendo que ésta era un hombre, fuera una trampa que le tendió el señor de los infiernos, cobrándose por adelantado una parte de la deuda que Riobaldo ha contraído con él. Es posible, incluso, que no sólo Hermógenes, el traidor, fuera un instrumento del demonio, sino también el valeroso Joca Ramiro, y Zé Bebelo, y el compadre Quemelén, y Riobaldo mismo, y todos los hombres: que la realidad entera sea una proyección del infierno. El satanismo de Riobaldo aparece, a lo largo de la novela, muy tamizado, disimulado en frases de una premeditada, sospechosa vaguedad: pero no hay duda que está allí. Riobaldo (o el autor) se contenta con mostrar de cuando en cuando, por lo general en los momentos álgidos de la acción (durante el cerco que tienden los hombres de Hermógenes a la pandilla de Zé Bebelo, en un momento del juicio que Joca Ramiro hace a este último, cuando los yagunzos cruzan la aldea apestada de viruela), cierto signo pasajero pero inequívoco —una frase que es como una fugitiva pata de cabra, una alusión, un recuerdo que cruzan como un escurridizo olor a azufre— que bastan para provocar un estremecimiento, un escalofrío indicador de que algo o alguien, inasible y sin embargo poderosamente real, merodea por allí. Concentrando una atención primordial en esa sucesión de alusiones sombrías, contaminadas de esoterismo simbólico, en esos fuegos fatuos que aparecen y desaparecen estratégicamente en la historia, bordando una sutil enredadera luciferina que abraza la vida de Riobaldo y el paisaje del sertão, Grande sertão: veredas aparece ya no como una novela de aventuras o una sinfonía, sino como una alegoría religiosa del mal, una obra traspasada de temblor místico y emparentada lejanamente con la tradición de la novela negra gótica inglesa (El monje, El castillo de Otranto, etcétera). El verdadero tema de Grande sertão: veredas es la posesión diabólica, ha dicho un crítico, en un análisis penetrante[5] de la obra de Guimarães Rosa, y la afirmación es perfectamente válida, si se adopta esta tercera posible lectura. De ella resulta que la realidad más hondamente reflejada en el libro no es la conducta humana, ni la naturaleza, ni tampoco la palabra: es el alma. La odisea de Riobaldo lleva implícita, como hilo secreto que la conduce y justifica, una interrogación metafísica sobre el bien y el mal, es una careta tras la cual se halla emboscada una demostración de los poderes de Satán sobre la tierra y el hombre. La anécdota, el lenguaje y la estructura de la novela deben ser considerados cifras, claves, cuyos significados hondos desembocan en la mística. Ni obra de capa y espada, ni torre de Babel: Grande sertão: veredas sería una catedral llena de símbolos, una especie de templo masónico.

Si hubiera que elegir una, entre estas tres novelas que contiene el libro, yo me quedaría con la primera: un libro de aventuras deslumbrante. Pero desde luego que esta posibilidad de elección es sólo teórica y que, de hecho, estos tres libros distintos son, como la Santísima Trinidad, un solo dios verdadero. No sería descabellado prever que, con el tiempo, surgirán nuevas lecturas posibles, que habrá lectores que hallen en este libro dimensiones inéditas. Guimarães Rosa ha construido una novela que es ambigua, múltiple, destinada a durar, difícilmente apresable en su totalidad, engañosa y fascinante como la vida inmediata, profunda e inagotable como la realidad misma. Es, probablemente, el más alto elogio que puede merecer un creador.

 

Londres, 1967