Conocí a Jorge Edwards a comienzos de los años sesenta, cuando acababa de llegar a París como tercer secretario de la embajada chilena. Había publicado ya dos volúmenes de cuentos (El patio y Gente de la ciudad)y comenzaba a escribir El peso de la noche. Nos hicimos muy amigos. Nos veíamos casi a diario, para infligirnos noticias sobre nuestras novelas a medio hacer, y hablar, incansablemente, de literatura. A menudo discrepábamos sobre libros y autores, lo que hacía más excitante el diálogo, pero también teníamos muchos puntos de coincidencia. Uno era nuestro fetichismo literario, el placer que a los dos nos produce visitar casas y museos de escritores, olfatear sus prendas, objetos, manuscritos, con la curiosidad y reverencia con que otros tocan las reliquias de los santos. Solíamos dedicar los domingos a estas peregrinaciones que nos llevaban de la casa de Balzac en Passy a la tumba de Rousseau en Ermenonville y del pabellón flaubertiano de Croisset a los vestigios de la ascética abadía de Port-Royal de Pascal.
Otra coincidencia era Cuba. Nuestra adhesión a la revolución era ilimitada e intratable, poco menos que religiosa. En mi caso se ejercía con impunidad, pero en el suyo implicaba riesgos. Recuerdo haberle preguntado algún 1 de enero o 26 de julio, mientras remontábamos la avenida Foch hacia la embajada cubana, dispuestos a soportar un coctel revolucionario (tan enervante como los reaccionarios) si no lo inquietaba quedarse de pronto sin trabajo. Porque en esos momentos Chile no tenía relaciones con La Habana y Fidel lanzaba ácidos denuestos (que, por lo demás, el tiempo se encargaría de justificar) contra el presidente Eduardo Frei. Edwards admitía el peligro con una frase distraída, pero no cambiaba de idea, y con esa misma elegante flema, que, sumada a su apellido y a la urbanidad de su prosa, le dan un aire vagamente inglés, lo vi, en esos años, pese a su cargo, firmar manifiestos en Le Monde a favor de Cuba, trabajar públicamente por la tercera candidatura de Salvador Allende recabando el apoyo de artistas y escritores europeos, ser jurado de la Casa de las Américas, y, tiempo después, lo escuché, en un congreso literario en Viña del Mar, defender la necesidad de que el escritor conserve su independencia frente al poder y de que el poder la respete, con motivo de una aparición en el congreso del canciller chileno (su jefe inmediato), a cuya intervención dedicó incluso alguna ironía.
No se piense, sin embargo, que era un mal diplomático. Todo lo contrario. Su «carrera» fue muy rápida y es posible que su eficacia profesional hiciera que sus jefes cerraran piadosamente los ojos por esa época ante las libertades que se permitía. Simplemente, era un escritor que se ganaba la vida como diplomático y no un diplomático que escribía. La diferencia no es académica, sino real, pues esa prelación, esa jerarquía clara y nítida de uno sobre el otro hizo posible que Jorge Edwards fuera capaz de vivir, primero, y luego escribir y publicar las experiencias que narra Persona non grata.
Se necesitaba más coraje para publicar el libro que para escribirlo, por ser lo que es y por el momento político en que salía. Persona non grata rompe un tabú sacrosanto en América Latina para un intelectual de izquierda: el de que la Revolución cubana es intocable, y no puede ser criticada en alta voz sin que quien lo haga se convierta automáticamente en cómplice de la reacción. El relato de Jorge Edwards constituye una crítica seria a aspectos importantes de la revolución, hecha desde una perspectiva de izquierda. El término «izquierda» está prostituido y designa hoy cualquier cosa. Quiero decir que la crítica de Persona non grata, aunque profunda, parte de una adhesión a la revolución y al socialismo, de un reconocimiento de que los beneficios que ha traído a Cuba son mucho mayores que los perjuicios, y de una recusación explícita e inequívoca del imperialismo norteamericano. Obviamente, el libro no gustaría a la derecha (el Gobierno de Pinochet había expulsado a Edwards del servicio diplomático por haber denunciado el golpe militar contra Allende y se apresuró a prohibir la circulación de Persona non grata en Chile) ni a la izquierda beata, que, al menos en América Latina, es mayoritaria. Pero tal vez, en el fondo, la amenaza de una cierta marginalidad no fastidiaba demasiado a este francotirador tranquilo. En cambio, era una decisión grave publicar el libro en momentos en que la causa del progreso sufría un rudo revés en el continente con el golpe fascista chileno y la consolidación de regímenes totalitarios de derecha un poco por todas partes: Brasil, Bolivia, Uruguay. El contexto político latinoamericano podía provocar malentendidos serios sobre las intenciones del libro y prestar argumentos abundantes a la mala fe. ¿Un relato de esta naturaleza, destinado a la polémica, no iba a fomentar la división de la izquierda cuando era más necesaria que nunca la unidad contra el enemigo común?
Es un mérito que Jorge Edwards haya querido correr este riesgo. La sola existencia del libro formula una propuesta audaz: que la izquierda latinoamericana rompa el círculo del secreto, su clima confesional de verdades rituales y dogmas solapados, y coteje de manera civilizada las diferencias que alberga en su seno. En otras palabras, que desacate ese chantaje que le impide ser ideológicamente original y tocar ciertos temas para no dar «armas» a un enemigo a quien, precisamente, nada puede convenir más que la fosilización intelectual de la izquierda. El libro de Edwards se sitúa en la mejor tradición socialista, la de la libertad de crítica, que hoy tiende a ser olvidada. Marx y Lenin, aun en los momentos más difíciles de la historia del movimiento obrero, ejercitaron la crítica interna de manera pública, convencidos de que más debilitaba al socialismo cerrar los ojos frente a sus debilidades que discutirlas.
La forma elegida por Edwards para su exposición se halla a medio camino entre el relato autobiográfico y el ensayo. Pertenece, como él mismo dice, a un género que otrora floreció con esplendor en Chile: el memorialista. Edwards expone sus reparos, anécdotas, alarmas, en una prosa límpida y sugestiva, de soltura clásica, sin eufemismos, con una sinceridad refrescante, y sin escamotear los hechos y circunstancias que pueden relativizar e incluso impugnar sus opiniones. El libro es, a la vez que un testimonio, una meditación, y sin duda importa más por esto último que por lo primero. La libertad irrestricta con que reflexiona sobre las cosas que le suceden (o cree que le suceden) es reconfortante y del todo insólita en los escritos políticos latinoamericanos, en los que han sido prácticamente abolidos el matiz, el tono personal y la duda. En el libro de Edwards todo lo que se dice está ligado a la experiencia concreta de quien narra y es esta peripecia personal la que fundamenta o hace discutibles sus ideas. De otro lado, se halla totalmente exento de ese carácter tópico y esquemático al que buena parte de la literatura política contemporánea debe su aire abstracto, verboso e indiferenciable. Lo curioso, y también sano, tratándose de un libro eminentemente político, es que haya en él más dudas que afirmaciones. Edwards duda sobre lo que ocurre a su alrededor, especula sin tregua y duda de sus propias dudas, lo que ha llevado a alguno de sus detractores a afirmar que Persona non grata es un documento clínico. Sí, en cierto modo lo es, y en ello está quizá el peso mayor de la crítica que el libro hace al régimen cubano: haber provocado en su autor un estado de ánimo semejante y haberlo llevado, en el corto plazo de tres meses y medio, y sin que mediara un plan premeditado, a bordear la neurosis. El libro es también, como dice el propio Edwards, una terapia, emprendida con el objeto de superar mediante la escritura una crisis personal, y a lo largo de la cual, como en todo proceso creativo, se le fueron revelando retrospectivamente muchos ingredientes de la historia que quería referir.
El libro describe los meses que pasó en Cuba, como encargado de negocios, enviado por el flamante Gobierno de la Unidad Popular para reabrir las relaciones que Chile había roto siguiendo los dictados de la OEA. Todos sus problemas surgieron de su doble condición de escritor y de diplomático. Por ser leal a aquél antes que a éste, Edwards, en La Habana, mantuvo e incluso estrechó la amistad que tenía desde antes con un grupo de escritores que en esos momentos, por sus actitudes independientes, reservadas o críticas, eran mal vistos por el régimen. Esta relación y la propia manera de ser de Edwards, alérgica al disimulo y a la adulación, le granjearon la desconfianza primero y luego la hostilidad oficial. Todo ello no hubiera dado pretexto para otra cosa que una crónica entretenida, sin mayores implicaciones políticas, si el momento que vivía Cuba —fines de 1970, comienzos de 1971— no hubiera sido excepcional. En el plano exterior, Fidel, luego de su respaldo a la intervención militar de los países del Pacto de Varsovia en Checoslovaquia, había optado por una línea más ortodoxa y prosoviética y renunciado, al menos provisionalmente, a un socialismo cubano de fisonomía propia. Internamente, luego del fracaso de la zafra de los diez millones, que había exigido una formidable movilización de todo el pueblo cubano, la isla vivía, además del abatimiento y la fatiga inevitables, la peor crisis económica de toda la revolución. La escasez y el racionamiento alcanzaban su punto álgido y surgían problemas serios como el ausentismo, que constituían motivos de inquietud para el régimen. El Gobierno hacía frente a esta situación con medidas severas (como la ley de vagos), encaminadas a asegurar la disciplina y el trabajo, y trataba, mediante una dura planificación, de restaurar la maltratada economía. Como, de otro lado, las dificultades de Cuba podían ser aprovechadas por el enemigo en su permanente política de sabotaje, el sistema de seguridad cubano, ya muy poderoso, multiplicaba su poder y se extendía velozmente. Es este ambiente dramático y tenso, de dificultades materiales, de desinformación, de rigidez ideológica, de una vigilancia policial omnipresente que estimulaba las alucinaciones (tendencia a ver micrófonos a cada paso, suponer en toda persona un confidente de la policía, imaginar que todo suceso, aun el más nimio, no es casual sino pieza de una estrategia teledirigida por invisibles funcionarios) lo que da al libro de Edwards su extraordinario interés. Ese periodo en que, en cierto modo, Cuba cambiaba de piel —pasando, como todas las revoluciones hasta ahora, del idealismo, la alegría y la espontaneidad del comienzo al realismo, la gravedad y la organización burocrática— se conocía de sobra, pero al nivel de las informaciones generales y de la teoría. En Persona non grata se asiste a él de cerca, en sus aspectos cotidianos y domésticos, y se conocen las contradicciones y ambigüedades, las amarguras y a veces los raptos de humor con que fue directamente vivido por algunos de sus protagonistas.
Aunque, a fines de 1970, el régimen había ya integrado dentro de un sistema de control estricto todas las actividades sociales, todavía quedaba un reducto donde, en cierto modo, imperaba un amplio margen de diversificación e independencia individual, en el que eran admitidas aún ciertas heterodoxias: el literario y artístico. Resultaba en cierto modo insólito, para el nuevo estilo de socialismo cubano, el que pudieran aparecer en la isla libros tan «decadentes» como Paradiso de Lezama Lima o tan fieramente antimaniqueístas como Condenados de Condado de Norberto Fuentes; el que en las revistas culturales dominara una tónica liberal de simpatía hacia todas las vanguardias y una cierta predilección por lo «occidental» y que colaboraran en ellas, mantuvieran cordial relación con los organismos culturales y visitaran oficialmente la isla escritores e intelectuales que, como K. S. Karol, René Dumont o Hans Magnus Enzensberger, habían hecho críticas muy severas al modelo socialista soviético. Pero lo más inusitado, en la nueva política, era sin duda que en la propia Cuba, un sector, no demasiado numeroso pero cualitativamente importante, se empeñara en mantener una actitud que, sobre todo en contraste con la de los escritores que se oficializaban a paso ligero, aparecía como no-conformista. Entre ellos la figura más visible era el poeta Heberto Padilla, quien luego de publicar un libro de título insolente (Fuera del juego), que le acarreó la ira del ejército y de la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas), se había permitido atacar en un artículo a un escritor-funcionario de alta graduación, Lisandro Otero, entonces viceministro de Cultura, y reprobar el que la prensa cultural revolucionaria pusiera por las nubes una mediocre novelita de éste, Pasión de Urbino, mientras pasaba bajo silencio la aparición en Barcelona de Tres tristes tigres de Cabrera Infante (quien, hasta entonces, aunque autoexiliado, no había hecho la menor crítica a la revolución). Este estado de cosas fue rectificado y normalizado (sin sangre ni mucha violencia, hay que destacarlo: apenas infligiendo un poco de miedo y una humillación pública a los díscolos nativos y con una moderada campaña denigratoria contra los extranjeros que deploramos el cambio de cosas) en los meses que estuvo Edwards en Cuba y en los inmediatamente posteriores, y como él estuvo vinculado de cerca al grupo de heterodoxos, su libro ofrece una crónica muy vívida, incluso al nivel de la pura chismografía —son inolvidables y fidelísimos, por ejemplo, algunos retratos, como el de Lezama Lima, el genio contemplativo y sensual que capeaba las adversidades con oleaginosa paciencia y erudita sabiduría, y, sobre todo, el del brillante, arbitrario, lenguaraz y siempre imprevisible Heberto Padilla—, de las tensiones, los incidentes, la excitación y los rumores con que este puñado de escritores vivieron los meses que mediaron entre su caída en desgracia y su llamado al orden, mientras presenciaban, con cólera e impotencia, «el ascenso vertical de los escritores oportunistas».
La historia que Persona non grata refiere es sin duda pequeña y circunscrita, una marejadilla político-literaria en la que, al fin y al cabo, hubo más ruido que nueces. Pero en esa tormenta de verano que se abatió sobre unos cuantos escritores cubanos hace cuatro años se reflejaba, en el fondo, una desgracia mucho mayor: la desaparición de la posibilidad, dentro de una sociedad socialista, de ponerse al margen o frente al poder. Es un problema que concierne, desde luego, a todos los estamentos de la sociedad, una posibilidad que debería estar abierta, por igual, a los obreros y a los técnicos, a los funcionarios y a los estudiantes. Nadie pretende reclamar el derecho de disentir o de abstenerse como un privilegio de los escritores —es la acusación que los funcionarios suelen formular cada vez que un escritor socialista pide la democratización del sistema—, lo cual sería pretencioso y absurdo. Lo que ocurre, como muestra admirablemente el libro de Edwards, es que, cuando se clausuran las posibilidades de oponerse, diferenciarse o apartarse, cuando se instala un sistema de intolerancia y control pleno, el escritor de vocación auténtica queda inmediata y brutalmente afectado, no sólo, como la mayoría de sus conciudadanos, en una parte importante de su actividad social, sino en el centro mismo de su vocación, que es alérgica por esencia a la coacción, a la que unas dosis mínimas de libertad y disponibilidad son tan vitales como el aire y el agua a las plantas. Ésa es la razón por la que los escritores y los artistas están generalmente en la primera fila de la batalla por la democratización del sistema en los países socialistas. Entre fines de 1970 y comienzos de 1971, en Cuba, el campo de la literatura, que hasta entonces había gozado de prerrogativas especiales de flexibilidad, entró también dentro del orden, y el funcionario pasó a sustituir al escritor como personaje principal de la vida literaria.
Se trata de un proceso que se reproduce de una manera que se diría fatídica dentro del socialismo. Ocurrió en Europa, en Asia, en Cuba, y lo veo comenzar a ocurrir a mi alrededor, hoy, en el Perú, dentro de esta inesperada revolución conducida por las Fuerzas Armadas. Los escritores, hasta entonces ignorados cuando no despreciados por una sociedad inculta y sus Gobiernos cerriles, de pronto, con la revolución y la estatización acelerada, ven abiertas todas las puertas. Diarios, radios, institutos culturales, editoras, ministerios los convocan con un abanico de atractivos que espejean ante sus ojos desde la necesidad de participar en el proceso histórico, de no marginarse del gran cambio social que se opera en el país, la conveniencia de llegar a una gran audiencia nacional a través de los grandes medios de comunicación y la de no dejar en manos irresponsables esa misión, hasta la de vivir por fin con la seguridad de un buen salario, la de poder viajar representando al país en funciones oficiales, la de disfrutar de ciertos honores y ventajas y la ilusión de formar parte del engranaje fascinante del poder. Por generosidad, por ingenuidad, por necesidad, por arribismo, uno tras otro van cayendo, superponiendo a la condición de escritor la investidura del funcionario. Poco a poco, en un periodo más o menos lento, según la solidez de la vocación y el grado de integridad de cada cual, todos descubren en un momento dado la verdad de su situación: haberse convertido en ejecutantes dóciles de un poder que no los consulta ni escucha, en instrumentos incondicionales de los hombres que ocupan el poder, a quienes (si es necesario con sofisticadas citas clásicas) deben repetir, glosar, proteger, alabar, y si lo hacen de manera espontánea y libre —por convicción—, tanto mejor. En esas tareas es inevitable que los más dignos vayan perdiendo posiciones y que lleguen rápidamente al vértice los más cínicos e inescrupulosos (lo cual no siempre quiere decir los más mediocres). La operación ni siquiera ha sido planeada desde arriba, ha resultado de un estado de cosas inmune al cambio, de una realidad en la que el socialismo no se diferencia aún de los viejos sistemas: la de que el poder no paga el trabajo sino la sumisión. Lo trágico es que el escritor que, consciente del peligro mortal que para su oficio entraña el perder la distancia frente al poder y volverse, como dice Edwards, un escritor instrumental, se margina, no está de ninguna manera a salvo. Al contrario, puede ocurrirle algo peor que a aquel que pacta o se vende. No corre sólo el riesgo de vivir muy mal (en el socialismo no se morirá de hambre, pero la perspectiva de malvivir, de no ser publicado o serlo tarde, mal y nunca, la de renunciar a viajar, es poco estimulante), sino, al convertirse en una especie de apestado, a quien los escritores-funcionarios odian porque su sola presencia les resulta acusatoria, generar una verdadera psicosis que paraliza y destruye su vocación. La prueba está en el libro de Edwards, descrita con detalles, sin complacencia; sus amigos viven en una campana neumática, no sólo aislados de lo que ocurre en torno, sino en un estado de verdadera descomposición: «Pero estaban excitados y angustiados, con algo de razón, y también, en muchos casos, con una buena dosis de sinrazón y de vanidad, y habían caído en la obsesión viciosa del rumor y de la crítica, sin tener posibilidad ninguna de influir en el curso de los hechos». Nadie puede acusar a Edwards de idealizar a ese pequeño grupo de intelectuales que, dice, «se obstinaban en una maledicencia amarga y estéril, en un rincón de sus habitaciones destartaladas, entre viejos artefactos desvencijados y lámparas rotas». Que el mismo sistema que arranca al obrero de la condición de número y lo hace hombre, que dignifica al campesino y hace realidad los derechos esenciales del ser humano a la educación, a la salud, al trabajo, ponga a los escritores en la alternativa de ser turiferarios o zombies, sirvientes o réprobos, es una de las contradicciones más desconcertantes del socialismo, y que, por desgracia, es más antigua que Stalin.
Sin estridencia, sin discursos, sin ánimo de justificación, exhibiendo a menudo sus propias equivocaciones, Jorge Edwards hace en Persona non grata un apasionado alegato a favor de la reconciliación de la libertad intelectual y el poder socialista, esos dos aliados que, salvo por breves periodos, andan siempre como perro y gato. Su libro no es una diatriba contra Cuba, como ha escrito algún tonto. Hay una subterránea nostalgia y un amor cierto por hombres y cosas y también por hechos fundamentales de la revolución, que dan al libro su carácter de crítica de amigo, muy distinta de la crítica del enemigo. Por lo demás, el personaje más ameno, el verdadero héroe de la historia, no es Heberto Padilla, quien, a fin de cuentas, queda bastante despintado, jugando a interpretar un papel que llegado el momento fue incapaz de asumir, sino Fidel Castro, ese gigante incansable que se mueve, decide y opina con una libertad envidiable, y cuyo estilo directo e informal, su aire deportivo y su dinamismo contagioso Persona non grata recrea espléndidamente.
Muchos aspectos de la Cuba que Edwards describe han desaparecido en estos cuatro años. Con el gran aumento del precio del azúcar en el mercado internacional, y, sin duda, una mejor coordinación y manejo administrativo, la economía de la isla vive hoy una verdadera bonanza, y el régimen se esfuerza por mejorar las condiciones de vida, incluso en aspectos superficiales y suntuarios, lo que es digno de encomio. De otro lado, poco a poco, los países latinoamericanos que, por servilismo ante Estados Unidos, se habían sumado al bloqueo, comienzan a cambiar de política y ya no es imposible que cualquier día el doctor Kissinger aterrice en La Habana para sellar una forma de modus vivendi entre Cuba y Estados Unidos. Esa desaparición de la «psicología del cerco», que hizo daño a Cuba y favoreció el endurecimiento, ¿se traducirá en una apertura interior progresiva, en un retorno de la vieja amplitud, en la originalidad inicial? Estoy seguro de que Jorge Edwards sería el primero en alegrarse de que ocurra así y de que los problemas que relata su libro pasen a interesar sólo a los arqueólogos.
Su libro me ha conmovido de una manera particular. Nunca antes de la Revolución cubana sentí un entusiasmo y una solidaridad tan fuertes por un hecho político y dudo que lo sienta en el futuro. Cuba significó para mí la primera prueba tangible de que el socialismo podía ser una realidad en nuestros países, y, sobre todo, la primera de que el socialismo podía ser, al mismo tiempo que una justa redistribución de la riqueza y la instalación de un sistema social humano, un régimen compatible con la libertad. Estuve cinco veces en Cuba y, en cada una de ellas, progresivamente, fui notando que esa compatibilidad era cada vez más precaria, y, aunque me negaba como muchos a verlo, cada vez la dolorosa verdad se iba imponiendo al hojear la prensa de puros comunicados, en el monolitismo granítico de la información, en las confidencias o en la prudencia de los amigos, en la comprobación a simple vista y oído de que al ancho margen en que las cosas y las palabras se movían al principio sucedían un cauce y una voz únicos, que las diversas verdades particulares que daban a la revolución su rica humanidad eran reemplazadas por esa verdad oficial única que todo lo burocratiza y uniforma. Sé las razones y me he repetido miles de veces todos los atenuantes. El duro imperio de las realidades económicas, los recursos escasos de una pequeña isla subdesarrollada y el gigantesco y salvaje bloqueo impuesto por el imperialismo para ahogarla, no podían permitir que prosperara ese «socialismo en libertad» del principio. Puesto ante la alternativa de mantener un socialismo abierto, pero huérfano de apoyo internacional, que podía significar el asesinato de la revolución y el regreso del viejo sistema neocolonial y explotador, o salvar la revolución ligando su suerte —es decir, su economía y su proyecto— al patrón socialista soviético, Fidel eligió, con su famoso espíritu pragmático, el mal menor. ¿Quién se lo podría reprochar, sobre todo después de la muerte de Allende y la inicua caída de la Unidad Popular? Sé también que la desaparición de toda forma de discrepancia y de crítica interna no es inconciliable en Cuba —como no lo es en ningún país socialista— con la preservación de las reformas esenciales que, básicamente, establecen un orden social, para la mayoría, más equitativo y decente que el que puede garantizar el sistema capitalista. Por eso, a pesar del horror biológico que me inspiran las sociedades policiales y el dogmatismo, los sistemas de verdad única, si debo elegir entre uno y otro, aprieto los dientes y sigo diciendo: «con el socialismo». Pero lo hago ya sin la ilusión, la alegría y el optimismo con que durante años la palabra socialismo se asociaba en mí, gracias exclusivamente a Cuba. En Persona non grata Jorge Edwards ha mostrado, con honestidad y valentía que le admiro, exactamente por qué.
Lima, octubre de 1974